28 de febrero de 2008

09 - Brienne

BRIENNE

Las puertas del Valle Oscuro estaban cerradas y atrancadas. A la escasa luz previa al amanecer, los muros de la ciudad desprendían un brillo pálido. En los baluartes, los jirones de neblina se movían como centinelas fantasmales. Ante las puertas se había reunido una docena de carromatos y carros tirados por bueyes, a la espera de que saliera el sol. Brienne ocupó su lugar detrás de unos nabos. Le dolían las pantorrillas, de modo que le resultó agradable desmontar y estirar las piernas. No pasó mucho tiempo antes de que llegara otro carromato traqueteando entre los árboles. Cuando el cielo empezó a iluminarse, la cola era ya de quinientos pasos.
Los campesinos le lanzaban miradas de curiosidad, pero nadie le dirigió la palabra.
«Tengo que ser yo la que hable con ellos —se dijo Brienne. Pero siempre le había costado entablar conversación con desconocidos. Era tímida desde pequeña, y los años de burlas y desprecios la habían hecho más tímida aún—. Tengo que preguntar por Sansa. Si no, ¿cómo la voy a encontrar?» Se aclaró la garganta.
—Buena mujer —le dijo a la campesina del carro de nabos—, puede que hayáis visto a mi hermana en el camino. Una doncella joven, de trece años, muy hermosa, con los ojos azules y el cabello castaño rojizo. Tal vez viaje con un caballero borracho.
La mujer negó con la cabeza.
—Entonces ya no es doncella, seguro —intervino su esposo—. ¿Cómo se llama esa pobre chiquilla?
Brienne se quedó en blanco. «Tendría que haberle inventado un nombre.» Cualquier nombre habría servido, pero no se le ocurrió ninguno.
—¿No tiene nombre? Bueno, los caminos están llenos de niñas sin nombre.
—Los cementerios están aún más llenos —dijo su esposa.
Cuando amaneció, los guardias se asomaron a los parapetos. Los campesinos se subieron a sus carromatos y sacudieron las riendas. Brienne también montó y echó un vistazo a sus espaldas. Casi todos los que aguardaban para entrar en el Valle Oscuro eran granjeros con cargamentos de frutas y verduras. Una docena de puestos detrás de ella había un par de ciudadanos acaudalados, a lomos de palafrenes de pura raza, y un poco más atrás divisó a un chiquillo flaco montado en un jamelgo picazo. No había ni rastro de los dos caballeros, ni de Ser Shadrich, el Ratón Loco.
Los guardias hacían gestos para dar paso a los carromatos sin apenas dedicarles una mirada, pero cuando Brienne llegó ante la puerta la detuvieron.
—¡Alto! —exclamó el capitán. Un par de hombres con cota de malla cruzaron las lanzas ante ella para impedirle el paso—. Decid a qué venís.
—Busco al señor del Valle Oscuro, o si no, a su maestre.
El capitán observó su escudo con atención.
—El murciélago negro de Lothston. Ese blasón tiene mala fama.
—No es el mío. Voy a encargar que me pinten el escudo.
—¿Sí? —El capitán se rascó la barbilla mal afeitada—. Da la casualidad de que mi hermana se dedica a eso. La podéis encontrar en la casa de las puertas pintadas, la que está enfrente del Siete Espadas. —Les hizo una seña a los guardias—. Dejadla pasar, muchachos. Es una moza.
Al otro lado de la puerta había un mercado donde los que habían entrado antes de ella estaban descargando los carros y empezaban a pregonar sus nabos, sus cebollas y sus sacos de cebada. Otros vendían armas y armaduras, todo muy barato a juzgar por los precios que oyó gritar a su paso.
«Los saqueadores llegan con los cuervos carroñeros después de toda batalla.» Brienne avanzó a caballo entre cotas de malla que aún tenían pegotes de sangre seca, yelmos abollados y espadas largas melladas. También se podían comprar prendas de vestir: botas de cuero, capas de piel, jubones sucios con desgarrones muy sospechosos... Reconoció muchas de las divisas: el puño con el guantelete, el alce, el sol blanco, el hacha de doble filo... Eran todos blasones norteños. Pero también habían caído allí hombres de la casa Tarly, y muchos de las tierras de la tormenta. Vio manzanas rojas y verdes, un escudo en el que aparecían los tres relámpagos de Leygood, y una gualdrapa con las hormigas de Ambrose. El mismísimo cazador de Lord Tarly aparecía en muchos emblemas y sobretodos.
«Amigo o enemigo, a los cuervos les da igual.»
Había escudos de pino y de tilo por apenas unas monedas, pero Brienne pasó de largo; quería conservar el pesado escudo de roble que le había dado Jaime, el que él mismo había llevado de Harrenhal a Desembarco del Rey. Los escudos de pino tenían sus ventajas: eran más ligeros y, por tanto, más fáciles de transportar, y la madera blanda atrapaba con más facilidad el hacha o la espada del enemigo. Pero el roble ofrecía más protección a quien tuviera fuerzas suficientes para portarlo.
El Valle Oscuro estaba edificado en torno a su puerto. Al norte de la ciudad se alzaban acantilados de caliza; hacia el sur, un cabo rocoso protegía los barcos anclados de las tormentas que llegaban del mar Angosto. El castillo dominaba el puerto; el torreón cuadrado y las enormes torres en forma de tambor se divisaban desde cualquier punto de la ciudad. Las calles pavimentadas con guijarros estaban tan llenas de gente que era más fácil caminar que cabalgar, de manera que Brienne dejó la yegua en un establo y siguió a pie, con el escudo colgado a la espalda y el petate bajo el brazo.
No le costó dar con la casa de la hermana del capitán. El Siete Espadas era la posada más grande de la ciudad, un edificio de cuatro pisos que sobresalía entre los que lo rodeaban, y las puertas de la casa que había enfrente estaban pintadas con gran talento. En la imagen se veía un castillo situado en un bosque otoñal, con árboles en tonos dorados y ocres. Los troncos de los robles centenarios estaban cubiertos de hiedra, y hasta las bellotas estaban pintadas con amoroso detalle. Al examinar la imagen más de cerca, Brienne vio criaturas en medio del follaje: un tímido zorro rojo, dos gorriones posados en una rama y, tras esas hojas, la sombra de un jabalí.
—Tu puerta es muy hermosa —le dijo a la mujer morena que abrió cuando llamó con los nudillos—. ¿Qué castillo es ese?
—Todos los castillos —respondió la hermana del capitán—. El único que conozco es el Fuerte Pardo, que está junto al puerto. Este me lo he inventado pensando en cómo debería ser un castillo. Tampoco he visto nunca un dragón, ni un grifo, ni un unicornio.
Su actitud era alegre, pero cuando Brienne le enseñó el escudo se le borró la sonrisa.
—Mi anciana madre me decía que, en las noches sin luna, venían de Harrenhal murciélagos gigantes y se llevaban a los niños malos para que Danelle la Loca los asara. A veces los oía arañar los postigos. —Se pasó la lengua por los dientes, pensativa—. ¿Qué queréis que ponga en su lugar?
Las armas de Tarth estaban cuarteladas en cruz, con una media luna de plata en campo de azur y un sol de oro en campo de púrpura. Pero mientras la gente creyera que era una asesina, Brienne no se atrevía a llevarlas.
—Vuestra puerta me ha recordado un viejo escudo que vi en la armería de mi padre, hace mucho.
Le describió las divisas con tanto detalle como pudo recordar. La mujer asintió.
—Lo puedo pintar ahora mismo, pero luego tendrá que secarse. Tomad una habitación en el Siete Espadas, si os parece bien, y os llevaré el escudo mañana por la mañana.
Brienne no había previsto hacer noche en el Valle Oscuro, pero tal vez fuera lo mejor. No sabía si el señor de la ciudad se encontraba en el castillo, ni si accedería a recibirla. Le dio las gracias a la pintora y cruzó la calle en dirección a la posada. Encima de la puerta pendían siete espadas de madera bajo una púa de hierro. El encalado blanco que las cubría estaba desconchado y se caía a pedazos, pero Brienne sabía qué significaba: las espadas representaban a los siete hijos de Darklyn, que habían vestido las capas blancas de la Guardia Real. No había otra Casa del reino que pudiera presumir de una hazaña comparable.
«Fueron la gloria de su Casa. Y ahora son el cartel de una posada.» Entró en la sala común y le pidió al posadero una habitación y un baño.
El hombre la alojó en el segundo piso; una mujer que tenía en el rostro un antojo marrón rojizo le llevó una bañera de madera y, después, el agua cubo a cubo.
—¿Queda algún Darklyn en el Valle Oscuro? —le preguntó Brienne al tiempo que se metía en la bañera.
—Bueno, estamos los Darke; yo, por ejemplo. En el Valle Oscuro das una patada a una piedra y sale un Darke, o un Darkwood, o un Dargood, pero los señores Darklyn han desaparecido. El último fue Lord Denys, ese jovencito alocado. ¿Sabíais que los Darklyn eran los reyes del Valle Oscuro antes de la llegada de los ándalos? Nadie lo diría al verme, pero tengo sangre real. ¿Os imagináis? Tendría que hacer que me trataran con respeto, que me dijeran «Alteza, otra jarra de cerveza, Alteza, hay que vaciar el orinal de la habitación y traer más leña, Alteza, mierda, que se apaga el fuego». —Se echó a reír y sacudió las últimas gotas del cubo—. Ya está. ¿Está el agua bien caliente?
—Así me vale.
Estaba apenas tibia.
—Os traería más, pero sobraría. Y con lo grande que sois, seguro que llenáis una bañera.
«Sólo si es tan pequeña como esta.» En Harrenhal las bañeras eran enormes, de piedra. En la casa de baños apenas se veía a través del vapor, y de esa neblina había surgido Jaime, desnudo como en el día de su nombre, mitad cadáver y mitad dios.
«Se metió en la bañera conmigo», recordó con sonrojo. Cogió un trozo de duro jabón de sosa y se frotó bajo los brazos mientras intentaba evocar el rostro de Renly.
Cuando el agua se enfrió por completo, Brienne ya estaba tan limpia como podía estar dadas las circunstancias. Se puso la ropa con la que había llegado y se ajustó el cinto, pero dejó en la habitación la cota de malla y el yelmo para no presentar una imagen tan amenazadora en Fuerte Pardo. Le sentó bien estirar las piernas. Los guardias de las puertas del castillo vestían jubones de cuero con una divisa en la que se veían mazas cruzadas sobre un aspa de plata.
—Quiero hablar con vuestro señor —les dijo Brienne.
Uno de ellos se echó a reír.
—Pues vais a tener que gritar mucho.
—Lord Rykker ha ido a Poza de la Doncella con Randyll Tarly —informó el otro—. Ha dejado a Ser Rufus Leek de castellano para que cuide de Lady Rykker y de los pequeños.
La escoltaron a presencia de Leek. Ser Rufus era bajo, corpulento y de barba canosa. Su pierna izquierda terminaba en un muñón.
—Disculpad que no me levante —dijo.
Brienne le tendió la carta, pero Leek no sabía leer, así que la envió a ver al maestre, un hombre calvo de bigotes rojos rígidos con el cuero cabelludo lleno de pecas.
Al oír el nombre de Hollard, el maestre frunció el ceño, irritado.
—¿Cuántas veces voy a tener que cantar la misma canción? —Su expresión debió de delatarla—. ¿Acaso pensáis que sois la primera que viene a buscar a Dontos? Más bien la vigesimoprimera. Los capas doradas se presentaron aquí a los pocos días de la muerte del Rey, con la orden de captura de Lord Tywin. A ver, ¿qué traéis vos?
Brienne le mostró la carta con el sello de Tommen y la firma infantil. El maestre leyó la carta, examinó el lacre y, por último se la devolvió.
—Parece que está en regla. —Se sentó en un taburete e indicó a Brienne que ocupara otro—. No llegué a conocer a Ser Dontos. Era apenas un niño cuando se fue del Valle Oscuro. Es cierto que los Hollard fueron en tiempos una Casa noble. ¿Conocéis su escudo? Un burel en gules y púrpura, con tres coronas de oro sobre jefe en azur. Los Darklyn fueron reyezuelos sin importancia durante la Edad de los Héroes; tres de ellos se casaron con mujeres Hollard. Más adelante, los reinos grandes engulleron el suyo, pero los Darklyn resistieron y los Hollard se mantuvieron a su servicio... Sí, incluso en la Resistencia. ¿Lo sabíais?
—Algo había oído.
Su maestre le contaba que la Resistencia del Valle Oscuro era lo que había vuelto loco al rey Aerys.
—En el Valle Oscuro todavía aprecian a Lord Denys, pese a la desgracia que hizo caer sobre sus habitantes. A quien culpan es a Lady Serala, su esposa myriense. La llaman la Serpiente de Encaje. Si Lord Darklyn se hubiera casado con una Staunton, o con una Stokeworth... En fin, ya sabéis cómo es el pueblo. Dicen que la Serpiente de Encaje llenó de veneno myriense los oídos de su esposo hasta que se alzó contra su rey y lo tomó prisionero. Durante la batalla, su maestro de armas, Ser Symon Hollard, mató a Ser Gwayne Gaunt, de la Guardia Real. Aerys se vio recluido tras aquellos muros durante medio año, mientras la Mano del Rey aguardaba en el exterior del Valle Oscuro con un poderoso ejército. Lord Tywin contaba con fuerzas suficientes para tomar la ciudad cuando quisiera, pero Lord Denys le hizo llegar el mensaje de que, a la primera señal de ataque, mataría al Rey.
Brienne sabía qué había pasado a continuación.
—El Rey fue rescatado —dijo—. Barristan el Bravo lo sacó de allí.
—Cierto —convino el maestre—. Ya sin su rehén, Lord Denys abrió las puertas y puso fin a la Resistencia antes de dejar que Lord Tywin tomara la ciudad. Se arrodilló y pidió clemencia, pero el Rey no era de los que perdonaban. Lord Denys fue decapitado, al igual que sus hermanos, su hermana, sus tíos, sus primos y todos los señores Darklyn. A la Serpiente de Encaje, pobre mujer, la quemaron viva, pero primero le arrancaron la lengua y las partes femeninas, con las que se decía que había esclavizado a su señor. Aún hoy en día, la mitad del Valle Oscuro os dirá que Aerys fue demasiado benevolente con ella.
—¿Y los Hollard?
—Cayeron en desgracia y fueron aniquilados —dijo el maestre—. Yo estaba forjando mi cadena en la Ciudadela cuando sucedió todo, pero he leído las crónicas de los juicios y los castigos que se les impusieron. Ser Jon Hollard el Mayordomo estaba casado con la hermana de Lord Denys y murió con su esposa, al igual que su joven hijo, que era medio Darklyn. Robin Hollard era escudero, y mientras el Rey estaba prisionero se dedicó a bailotear a su alrededor y a tirarle de la barba. Murió en el potro de tormento. Ser Barristan mató a Ser Symon Hollard durante la fuga del Rey. A los Hollard les arrebataron las tierras, derribaron su castillo y prendieron fuego a sus aldeas. Al igual que sucedió con los Darklyn, la casa de Hollard se extinguió.
—Con excepción de Dontos.
—Así es. El joven Dontos era hijo de Ser Steffon Hollard, el hermano gemelo de Ser Symon, que había muerto de fiebres años antes y no participó en la Resistencia. Pese a ello, Aerys habría decapitado al chico, pero Ser Barristan intercedió para que le perdonara la vida. El Rey no podía negarle nada al hombre que lo había salvado, así que llevaron a Dontos a Desembarco como escudero. Que yo sepa, no volvió nunca al Valle Oscuro; ¿por qué iba a regresar? Aquí no tenía tierras, ni familia, ni castillo. Si Dontos y la chica norteña mataron a nuestro amado rey, les interesará poner tantas leguas como puedan entre ellos y la justicia. Buscadlos en Antigua, o al otro lado del mar Angosto. Buscadlos en Dorne, en el Muro... Buscadlos en cualquier lugar menos en este. —Se levantó—. Mis cuervos me reclaman. Disculpad si me tengo que despedir de vos.
El camino de vuelta a la posada le pareció más largo que el de ida a Fuerte Pardo, aunque tal vez se debiera a su estado de ánimo. No encontraría a Sansa Stark en el Valle Oscuro, eso era evidente. Si Ser Dontos la había llevado a Antigua o al otro lado del mar Angosto, como parecía sospechar el maestre, la búsqueda de Brienne estaba abocada al fracaso.
«¿Qué haría Sansa en Antigua?», se preguntó. El maestre no la conocía, igual que no conoció a Hollard. La niña no se habría ido con desconocidos.
En Desembarco del Rey, Brienne había dado con una de las antiguas doncellas de Sansa, que por entonces se dedicaba a lavar ropa en un burdel.
—Serví a Lord Renly antes que a mi señora Sansa, y al final los dos se volvieron traidores —se quejó con amargura la mujer, de nombre Brella—. Ahora, ningún señor se me acerca siquiera, así que tengo que lavar para las putas. —Pero cuando Brienne le preguntó por Sansa, sacudió la cabeza—. Os diré lo mismo que a Lord Tywin: esa chica no paraba de rezar. Iba al septo y encendía velas como una dama, pero casi todas las noches bajaba al bosque de dioses. Se ha ido al Norte, seguro. Ahí es donde están sus dioses.
Pero el Norte era muy grande, y Brienne no tenía ni idea de en cuál de los banderizos de su padre se habría atrevido a confiar Sansa.
«¿O preferiría buscar a su familia? —Habían matado a todos sus hermanos, pero Brienne sabía que Sansa aún tenía un tío y un hermano bastardo en el Muro, en la Guardia de la Noche. Otro tío suyo, Edmure Tully, estaba prisionero en Los Gemelos, pero el tío de este, Ser Brynden, seguía resistiendo en Aguasdulces. Y la hermana pequeña de Lady Catelyn gobernaba en el Valle—. La sangre llama a la sangre.» Sansa podía haber acudido a alguno de ellos, pero ¿a cuál?
El Muro estaba demasiado lejos, y además era un lugar frío y siniestro. Y para llegar a Aguasdulces, la niña tendría que cruzar las tierras de los ríos, arrasadas por la guerra, y atravesar las líneas de asedio de los Lannister. El Nido de Águilas era más accesible, y sin duda, Lady Lysa le daría la bienvenida a la hija de su hermana...
Más adelante, la calle describía una curva. En algún momento, Brienne se había equivocado de camino. Estaba en un callejón sin salida, un patio pequeño y enlodado donde tres cerdos hozaban alrededor de un pozo bajo de piedra. Uno lanzó un chillido al verla, y la anciana que estaba sacando agua la examinó de arriba abajo con desconfianza.
—¿Queréis algo?
—Estaba buscando el Siete Espadas.
—Por donde habéis venido. En el septo, girad a la izquierda.
—Gracias.
Brienne volvió sobre sus pasos y se dio de bruces contra alguien que doblaba la esquina. El choque lo derribó, y fue a caer de culo en un charco de barro.
—Mil perdones —murmuró ella. No era más que un chiquillo, un chaval flaco con el pelo fino y lacio, y un orzuelo bajo un ojo—. ¿Te has hecho daño? —Le tendió una mano para ayudarlo a levantarse, pero el chico retrocedió sin incorporarse. No tendría más de diez o doce años, y a pesar de ello llevaba un chaleco de malla y una espada larga en una vaina de cuero, a la espalda—. ¿Te conozco de algo? —le preguntó Brienne.
Su rostro le sonaba, aunque no habría sabido decir de dónde.
—No. De nada. Nunca nos hemos... —Se puso en pie como pudo—. P-perdonadme, mi señora. No iba mirando. O sea, sí, pero para abajo. Iba mirando para abajo. Mirándome los pies.
El chico dio media vuelta y salió corriendo por donde había llegado.
Había en él algo que despertaba la desconfianza de Brienne, pero no pensaba perseguirlo por las calles del Valle Oscuro.
«Ante las puertas, esta mañana, ahí es donde lo he visto —recordó de repente—. Iba montado en un jamelgo picazo.» Y también tenía la sensación de haberlo visto en otro lugar, pero... ¿dónde?
Cuando Brienne consiguió volver al Siete Espadas, la sala común ya estaba abarrotada. Había cuatro septas sentadas junto a la chimenea, con la túnica sucia y llena de polvo del camino. Los habitantes de la ciudad ocupaban todos los bancos, y mojaban trozos de pan en grandes cuencos de guiso de marisco caliente. El olor hizo que le rugiera el estómago, pero no había asientos libres.
—Mi señora, aquí, ocupad mi lugar —dijo de repente una voz a sus espaldas.
Hasta que lo vio bajarse del banco de un salto, Brienne no se dio cuenta de que su interlocutor era enano. El hombrecillo no llegaba ni a los siete palmos de altura. Tenía la nariz bulbosa llena de venas reventadas y los dientes rojos de mascar hojamarga, y vestía la túnica marrón de lana basta de un hermano santo, con el martillo del Herrero colgado de un cordel en torno al grueso cuello.
—Seguid sentado —dijo ella—. Puedo estar de pie igual que vos.
—Sí, pero en mi caso no es probable que me dé con la cabeza contra el techo.
El enano se expresaba en tono vulgar, pero cortés. Brienne le vio la coronilla afeitada. Muchos monjes lucían tonsuras semejantes. En cierta ocasión, la septa Roelle le había explicado que con aquello pretendían demostrar que no tenían nada que ocultar a los ojos del Padre.
—¿Es que el Padre no ve a través del pelo? —había preguntado Brienne.
«Qué tontería.» Ya de niña era torpe; la septa Roelle se lo decía constantemente. En aquel momento se sentía igual de estúpida, de modo que ocupó el lugar del hombrecillo al final del banco, hizo una seña para que le sirvieran una ración de guiso y se volvió para dar las gracias al enano.
—¿Estáis en alguna casa santa del Valle Oscuro, hermano?
—La mía estaba más cerca de Poza de la Doncella, mi señora, pero los lobos la quemaron —respondió al tiempo que mordisqueaba un mendrugo—. La reconstruimos lo mejor que pudimos, hasta que llegaron los mercenarios. No sabría decir a quién servían, pero se llevaron nuestros cerdos y mataron a los monjes. Yo conseguí esconderme en un tronco hueco, pero los demás eran demasiado grandes. Tardé mucho en enterrarlos a todos, pero confié en el Herrero, y me dio fuerzas. Cuando terminé, cogí unas monedas que había escondido el Hermano Mayor y me puse en marcha.
—Me tropecé con otros monjes que iban camino de Desembarco del Rey.
—Sí, hay cientos de viajeros. Y no sólo monjes; también septones, y gente del pueblo llano. Gorriones. Puede que yo también sea un gorrión. El Herrero me hizo pequeño, desde luego. —Soltó una risita—. ¿Cuál es vuestra triste historia, mi señora?
—Estoy buscando a mi hermana. Es noble y sólo tiene trece años; es una doncella muy hermosa de ojos azules y cabello castaño rojizo. Tal vez la hayáis visto viajando con un hombre. Un caballero, o quizá un bufón. Hay oro para quien me ayude a encontrarla.
—¿Oro? —El monje le dedicó una sonrisa tímida—. Un cuenco de ese guiso de marisco sería recompensa suficiente para mí, pero siento no poder ayudaros. Bufones se ven a menudo, pero doncellas hermosas... —Ladeó la cabeza y meditó un instante—. Ahora que lo decís, había un bufón en Poza de la Doncella. Recuerdo que iba sucio y harapiento, pero bajo la mugre vestía ropa de muchos colores.
«¿Dontos Hollard llevaba ropa multicolor? —Nadie le había dicho semejante cosa a Brienne, pero tampoco le habían dicho lo contrario. ¿Y por qué iba harapiento? ¿Les habría sucedido alguna desgracia a Sansa y a él tras huir de Desembarco del Rey? Bien podía ser, los caminos eran peligrosos—. También puede que no fuera él.»
—¿Ese bufón tenía la nariz roja, llena de venillas?
—No os lo podría decir. Reconozco que no le presté atención. Había ido a Poza de la Doncella después de enterrar a mis hermanos, creyendo que podría encontrar una nave que me llevara a Desembarco del Rey. La primera vez que vi al bufón fue en los muelles. Tenía un aire furtivo; se ocupaba bien de esquivar a los soldados de Lord Tarly. Luego me lo volví a encontrar en el Ganso Hediondo.
—¿El Ganso Hediondo? —repitió, insegura.
—Mal lugar —reconoció el enano—. Los hombres de Lord Tarly patrullan el puerto de Poza de la Doncella, pero el Ganso siempre está lleno de marineros, y es bien sabido que los marineros cuelan a viajeros en sus barcos si tienen con qué pagarles. El bufón buscaba pasaje para tres; quería cruzar el mar Angosto. Lo veía a menudo hablando con los remeros de las galeras. A veces cantaba canciones divertidas.
—¿Buscaba pasaje para tres? ¿No para dos?
—Para tres, mi señora. Eso lo puedo jurar por los Siete.
«Tres —pensó—. Sansa, Ser Dontos... ¿Quién puede ser el tercero? ¿El Gnomo?»
—¿Consiguió barco?
—Eso no os lo sabría decir —respondió el enano—, pero una noche, los soldados de Lord Tarly fueron al Ganso a buscarlo, y unos días después oí a un hombre alardear de que había engañado al bufón y tenía el oro que lo demostraba. Estaba borracho e invitaba a todos a cerveza.
—¿Que había engañado al bufón? ¿Qué quería decir con eso?
—No os lo sabría decir. Lo que sí recuerdo es que lo llamaban Dick el Ágil. —El enano extendió las manos—. Mucho me temo que es lo único que puedo ofreceros, aparte de las oraciones de un hombre pequeño.
Brienne cumplió su palabra y lo invitó a un cuenco de guiso caliente de marisco, así como a pan recién hecho y a una copa de vino. Mientras el monje lo devoraba todo, de pie a su lado, meditó sobre lo que le había contado.
«¿Viajará el Gnomo con ellos?» Si detrás de la desaparición de Sansa estaba Tyrion Lannister y no Dontos Hollard, tenía lógica que quisieran cruzar el mar Angosto.
El hombrecillo se acabó su cuenco de guiso y luego rebañó también lo que quedaba en el de Brienne.
—Deberíais comer más —le dijo—. Una mujer tan grande como vos tiene que conservar las fuerzas. Poza de la Doncella no está lejos, pero en estos tiempos que corren, los caminos son peligrosos.
«Ya lo sé.» En aquel mismo camino había muerto Ser Cleos Frey; allí, los Titiriteros Sangrientos los habían atrapado a Ser Jaime y a ella. «Jaime trató de matarme —recordó—, y eso que estaba flaco y débil, y tenía las muñecas encadenadas.» Aun así, había faltado poco, pero eso fue antes de que Zollo le cortara la mano. Zollo, Rorge y Shagwell la habrían violado cien veces si Ser Jaime no los hubiera convencido de que valía su peso en zafiros.
—¿Mi señora? ¿A qué viene esa cara tan larga? ¿Pensáis en vuestra hermana? —El enano le dio unas palmaditas en la mano—. No temáis; la Vieja iluminará vuestro camino hacia ella, y la Doncella la mantendrá sana y salva.
—Ojalá tengáis razón.
—La tengo. —Le dedicó una reverencia—. En fin, debo marcharme. Aún me queda mucho viaje para llegar a Desembarco del Rey.
—¿Tenéis caballo? ¿O mula?
—Dos mulas. —El hombrecillo se echó a reír—. Aquí están, pegadas a mis piernas. Me llevan adonde quiero.
Se inclinó de nuevo y caminó con pasos bamboleantes hacia la puerta.
Tras su partida, Brienne se quedó sentada a la mesa, bebiendo una copa de vino aguado. No solía tomar vino, pero de tarde en tarde se daba cuenta de que la ayudaba a asentar el estómago.
«¿Adónde voy ahora? —se preguntó—. ¿A Poza de la Doncella, en busca de un hombre al que llaman Dick el Ágil y que frecuenta un local llamado Ganso Hediondo?»
La última vez que había estado en Poza de la Doncella, la ciudad estaba arrasada; su señor se había encerrado en el castillo, y los habitantes huían o estaban escondidos. Recordó las casas quemadas, las calles desiertas, las puertas destrozadas. Los perros salvajes seguían a los caballos, y los cadáveres hinchados flotaban como enormes nenúfares blancuzcos en el estanque alimentado por un manantial que daba su nombre a la ciudad. «Jaime cantó "Seis doncellas había en la poza cristalina", y cuando le pedí que se callara se rió de mí.» Y Randyll Tarly también estaba en Poza de la Doncella; razón de más para evitar la ciudad. Seguramente sería mejor que tomara un barco hacia Puerto Gaviota o Puerto Blanco. «Aunque podría hacer las dos cosas. Puedo ir al Ganso Hediondo y hablar con ese tal Dick el Ágil, y luego, allí mismo, buscar un barco que me lleve más al norte.»
La sala común empezaba a vaciarse. Brienne partió por la mitad un pedazo de pan mientras escuchaba a los demás comensales. La mayor parte de las conversaciones giraba en torno a la muerte de Lord Tywin Lannister.
—Dicen que lo mató su propio hijo —comentaba un hombre de la zona, zapatero remendón por su aspecto—. Ese enano malvado...
—Y el Rey no es más que un niño —dijo la más anciana de las cuatro septas—. ¿Quién nos gobernará hasta que llegue a la mayoría de edad?
—El hermano de Lord Tywin —respondió un guardia—. O puede que el tal Lord Tyrell. O el Matarreyes.
—Ese ni hablar —afirmó el posadero. Escupió al fuego—. Es un traidor.
Brienne soltó el pan y se sacudió las migas de los calzones. Ya había oído suficiente.
Aquella noche volvió a soñar que estaba en la carpa de Renly. Todas las velas se apagaban, y el frío la rodeaba como una gruesa manta. Algo se movía en la oscuridad verdosa; algo malévolo y horrible se acercaba a su rey. Quería protegerlo, pero sentía los miembros rígidos, congelados; no tenía fuerzas ni siquiera para levantar una mano. Y cuando la espada de sombras hendió el gorjal de acero verde, cuando la sangre empezó a manar, Brienne vio que el rey agonizante no era Renly, sino Jaime Lannister. Y que ella le había fallado.
La hermana del capitán se reunió con ella en la sala común, donde Brienne estaba desayunando una taza de leche con miel y tres huevos crudos batidos.
—Habéis hecho un gran trabajo —dijo cuando la mujer le mostró el escudo recién pintado.
Parecía más un cuadro que un blasón propiamente dicho; al verlo, su mente retrocedió muchos años, hasta la fresca oscuridad de la armería de su padre. Recordó como había pasado las yemas de los dedos por la pintura desconchada y desvaída, por las hojas verdes del árbol, por el curso de una estrella errante.
Brienne sumó al pago la mitad de la suma que habían acordado y se colgó el escudo al hombro cuando salió de la posada, después de comprarle pan, queso y harina al cocinero. Abandonó la ciudad por la puerta norte, cabalgando despacio entre sembrados y granjas, por el lugar donde la batalla había sido más encarnizada, cuando los lobos cayeron sobre el Valle Oscuro.
Lord Randyll Tarly se había puesto al mando del ejército de Joffrey, compuesto por hombres de Occidente y de las tierras de la tormenta, y por caballeros del Dominio. A los caídos de sus filas los habían vuelto a llevar a la ciudad, para que reposaran en tumbas de héroes bajo los septos del Valle Oscuro. Los norteños caídos, mucho más numerosos, fueron enterrados en una fosa común, al lado del mar. Sobre el túmulo que marcaba su lugar de descanso eterno, los vencedores habían puesto un sencillo letrero de madera en el que ponía: AQUÍ YACEN LOBOS. Brienne se detuvo al lado y rezó en silencio una oración por ellos, y también por Catelyn Stark y su hijo Robb, y por todos los hombres que habían muerto a su lado.
Recordó la noche en que Lady Catelyn había recibido la noticia de la muerte de sus dos hijos, de los dos pequeños que había dejado en Invernalia para que estuvieran a salvo. Brienne supo enseguida que había pasado algo terrible, y cuando le preguntó si había recibido noticias de sus hijos, su respuesta había sido: «No tengo más hijo que Robb». Hablaba como si le hubieran clavado un cuchillo en el vientre y lo estuvieran retorciendo. Brienne había extendido el brazo sobre la mesa para consolarla, pero se detuvo antes de que sus dedos rozaran a la otra mujer por miedo a que la rechazara. Lady Catelyn le había mostrado las manos para enseñarle las cicatrices de las palmas y los dedos, allí donde un cuchillo se había hundido profundamente en la carne. Luego empezó a hablarle de sus hijas.
—Sansa era una damita —le dijo—, siempre cortés y deseosa de complacer. Le encantaban las historias de hazañas caballerescas. Cuando crezca se convertirá en una mujer mucho más hermosa que yo; se le nota. Me gusta cepillarle el pelo. Tiene una cabellera castaña rojiza, muy suave y espesa. A la luz de las antorchas le brilla como el cobre.
También le había hablado de Arya, la más pequeña, aunque a aquellas alturas había desaparecido y probablemente estuviera muerta. En cambio, Sansa...
«Daré con ella, mi señora —le juró Brienne a la sombra inquieta de Lady Catelyn—. Nunca la dejaré de buscar. Si hace falta sacrificaré mi vida, sacrificaré mi honor, sacrificaré todos mis sueños, pero la encontraré.»
Más allá del campo de batalla, el camino discurría junto a la orilla, entre el mar gris verdoso y una sucesión de colinas bajas de piedra caliza. Había más viajeros aparte de Brienne. A lo largo de la costa, durante muchas leguas, había aldeas de pescadores que utilizaban aquel camino para llevar sus capturas al mercado. Pasó junto a una pescadera y sus hijas, que volvían a casa con las cestas vacías cargadas a los hombros. A causa de la armadura, la confundieron con un caballero hasta que le vieron la cara. Las chicas intercambiaron susurros y la miraron de reojo.
—¿Habéis visto por el camino a una doncella de trece años? —les preguntó—. ¿Una doncella noble, con los ojos azules y el cabello castaño rojizo? —Ser Shadrich la había vuelto más precavida, pero tenía que seguir intentándolo—. Puede que viaje con un bufón.
Las mujeres se limitaron a sacudir la cabeza y a taparse la boca con las manos para reírse de ella.
En el primer pueblo en el que entró, los chiquillos descalzos corrieron junto a su caballo. Herida por las risitas, se había puesto el casco, de modo que la confundieron con un hombre. Un chico se ofreció a venderle almejas; otro le ofreció cangrejos; otro le ofreció a su hermana.
Brienne le compró tres cangrejos al segundo. Cuando salió del pueblo estaba empezando a llover y se había levantado mucho viento.
«Se aproxima una tormenta», pensó mientras miraba el mar. Las gotas de lluvia tintineaban contra el acero del yelmo y hacían que le zumbaran los oídos, pero mejor aquello que ir en bote.
Tras una hora de cabalgar hacia el norte, el camino se dividía junto a un montón de escombros, las ruinas de un castillo pequeño. La desviación de la derecha seguía junto a la costa y zigzagueaba a lo largo de la orilla hacia Punta Zarpa Rota, una zona desolada de pantanos y arenales; la de la izquierda discurría entre colinas, prados y bosques hasta Poza de la Doncella. La lluvia había arreciado. Brienne desmontó y guió a la yegua para salir del camino y refugiarse en las ruinas. Entre los espinos, las malas hierbas y los olmos silvestres aún se veía dónde se habían alzado los muros del castillo, pero las piedras estaban dispersas, como los bloques de construcción de un niño. De todos modos, aún quedaba una parte en pie. Las tres torres eran de granito gris, como las murallas caídas, y las almenas eran de asperón amarillo.
«Tres coronas —comprendió al contemplarlas entre la lluvia—. Tres coronas doradas.» Aquel castillo había sido de los Hollard. Probablemente Ser Dontos naciera allí.
Guió a la yegua entre los escombros hasta la entrada del edificio central. De la puerta sólo quedaban unas bisagras de hierro oxidado, pero la techumbre seguía en su lugar, y el interior estaba seco. Brienne ató a la yegua a un candelabro de la pared, se quitó el yelmo y se sacudió la cabellera. Estaba buscando leña seca para encender una hoguera cuando oyó otro caballo que se acercaba. El instinto la hizo retroceder para ocultarse entre las sombras, donde no podrían verla desde el camino. En aquella misma zona la habían capturado junto con Jaime. No pensaba volver a pasar por lo mismo.
El jinete era un hombre menudo.
«El Ratón Loco —pensó en cuanto lo vio—. ¿Cómo ha sido capaz de seguirme?» Se llevó la mano al puño de la espada. ¿Acaso Ser Shadrich pensaba que sería presa fácil sólo porque se trataba de una mujer? El castellano de Lord Grandison había cometido el mismo error. Se llamaba Humfrey Wagstaff; era un hombre orgulloso de sesenta y cinco años con nariz aguileña y el cuero cabelludo repleto de manchas. El día en que los prometieron advirtió a Brienne de que, en cuanto se casaran, se tendría que comportar como una mujer de verdad.
—No toleraré que mi señora esposa vaya por ahí haciendo cabriolas con una armadura de hombre. Me obedecerás, o de lo contrario tendré que castigarte.
Ella tenía dieciséis años y sabía manejar la espada, pero pese a sus proezas con las armas seguía siendo tímida. Aun así, tuvo el valor de decirle a Ser Humfrey que sólo aceptaría castigos de un hombre que luchara mejor que ella. El anciano caballero se puso como la grana, pero accedió a vestir la armadura para ponerla en su lugar. Pelearon con armas de torneo, romas, de manera que la maza de Brienne no tenía púas. Le rompió a Ser Humfrey una clavícula y dos costillas, y de paso rompió su compromiso. Fue su tercer prometido, y también el último. Su padre no volvió a insistir.
Si de verdad era Ser Shadrich, que le seguía la pista, tal vez tuviera que pelear. No tenía la menor intención de asociarse con él ni de permitir que la siguiera hasta llegar a Sansa.
«Es de esos arrogantes que lo son porque saben manejar las armas —pensó—, pero también es menudo. Tengo más alcance que él, y además soy más fuerte.»
Brienne era tan fuerte como la mayoría de los caballeros, y según decía su viejo maestro de armas, era más veloz de lo que cabía esperar en alguien de su tamaño. Los dioses también le habían dado resistencia, cosa que Ser Goodwin consideraba un noble don. Los combates con espada y escudo siempre eran agotadores, y la victoria solía ser para el más resistente. Ser Goodwin la había enseñado a pelear con cautela, a conservar las fuerzas mientras sus rivales se agotaban en ataques furiosos.
—Los hombres siempre te van a subestimar —le dijo—. El orgullo hará que quieran derrotarte deprisa, para que no se diga que una mujer los puso a prueba.
Descubrió hasta qué punto eran ciertas aquellas palabras en cuanto salió al mundo. Hasta Jaime Lannister se había enfrentado a ella así en los bosques cercanos a Poza de la Doncella. Si los dioses eran bondadosos, el Ratón Loco cometería el mismo error.
«Puede que sea un caballero curtido —pensó—, pero no es Jaime Lannister.» Desenvainó la espada. Pero el caballo que se detuvo donde se dividía el camino no era el corcel pardo de Ser Shadrich, sino un jamelgo picazo, viejo y agotado, montado por un niño flaco. Al verlo, Brienne retrocedió desconcertada.
«No es más que un niño —pensó hasta que vio el rostro que ocultaba la capucha—. El chico del Valle Oscuro, el que tropezó conmigo. Es él.»
El niño ni se fijó en las ruinas del castillo, sino que escudriñó una desviación del camino y luego la otra. Tras titubear un instante condujo el jamelgo hacia las colinas. Brienne lo observó alejarse entre la lluvia, y de repente recordó que también lo había visto en Rosby.
«Me está siguiendo —comprendió—, pero yo también sé jugar a eso.» Desató a la yegua, montó y fue en pos de él.
El chico tenía los ojos clavados en el camino, observando las huellas llenas de agua. Entre la lluvia y la capucha que llevaba puesta, no la oyó acercarse. Ni siquiera miró hacia atrás hasta que Brienne se situó tras él y golpeó al jamelgo en la grupa con la hoja de la espada.
El caballo se encabritó, y el muchachito flaco salió despedido, con la capa ondeando como un par de alas. Aterrizó en el barro y se incorporó cubierto de manchas, con un tallo de hierba seca entre los dientes. Brienne estaba ante él. Sí, era el mismo niño, no cabía duda. Reconoció el orzuelo al instante.
—¿Quién eres? —preguntó con brusquedad.
El chico movió los labios sin emitir sonido alguno. Tenía los ojos grandes como huevos.
—P... —fue lo único que pudo decir—. P... —La loriga tintineaba cuando se estremecía—. P-p-p...
—¿Por favor? —dijo Brienne—. ¿Estás intentado decir «por favor»? —Le puso la punta de la espada en la nuez—. Por favor, dime cómo te llamas y por qué me sigues.
—P-p-por favor, no. —Se metió un dedo en la boca, se sacó un pegote de barro y escupió—. P-P-Pod. Me llamo P-P-Podrick. P-Payne.
Brienne bajó la espada y sintió un ramalazo de compasión. Recordó cierto día, en el Castillo del Atardecer, y a un joven caballero con una rosa en la mano. «La llevaba para dármela a mí.» O eso le había dicho la septa. Lo único que tenía que hacer era darle la bienvenida al castillo de su padre. Él tenía dieciocho años; el pelo largo rojizo le caía por los hombros. Ella tenía doce e iba embutida en una túnica nueva con el corpiño lleno de granates. Tenían más o menos la misma altura, pero Brienne no conseguía mirarlo a los ojos ni recitar las sencillas palabras que le había hecho aprender la septa: «Ser Ronnet, os doy la bienvenida a la residencia de mi padre. Me alegro de conoceros al fin.»
—¿Por qué me sigues? —le preguntó al chico—. ¿Te han encargado que me espíes? ¿A quién sirves, a Varys o a la Reina?
—No. A ninguno de los dos. A nadie.
Brienne le echaba unos diez años, pero se le daba muy mal calcular la edad de los niños. Siempre le parecían menores de lo que eran, tal vez porque ella siempre había sido grande para su edad. «Monstruosamente grande —solía decir la septa Roelle—, y con trazas de hombre.»
—Este camino es demasiado peligroso para un niño solo.
—Pero no para un escudero. Soy su escudero, el escudero de la Mano.
—¿De Lord Tywin?
Brienne envainó la espada.
—No, de esa Mano no; de la anterior. Su hijo. Luché con él en la batalla. Yo gritaba «¡Mediohombre!, ¡Mediohombre!».
«El escudero del Gnomo.» Brienne no sabía siquiera que tuviera escudero. Tyrion Lannister no era caballero. Podría tener un criado o dos que lo asistieran y tal vez un paje y un copero, alguien que lo ayudara a vestirse. Pero... ¿un escudero?
—¿Por qué me sigues? —insistió—. ¿Qué quieres?
—Encontrarla. —El chico se puso en pie—. A su esposa. Vos la buscáis; me lo dijo Brella. Es su esposa. Brella no, sino Lady Sansa. Así que pensé que si la encontrabais... —De repente, su rostro se contrajo en una mueca de angustia—. Soy su escudero —repitió mientras la lluvia le corría por la cara—, pero se fue sin mí.

No hay comentarios: