28 de febrero de 2008

05 - Samwell

SAMWELL

Sam estaba leyendo sobre los Otros cuando vio el ratón.
Tenía los ojos irritados y enrojecidos. «No debería frotármelos tanto», se decía siempre mientras se los frotaba. El polvo hacía que le picaran y le lagrimearan, y allí abajo había polvo por todas partes. Cada vez que pasaba una página se levantaba una nubecilla; cada vez que movía una pila de libros para ver qué se escondía debajo se alzaba un nubarrón gris.
Sam no recordaba cuánto tiempo llevaba sin dormir, pero apenas quedaba dedo y medio de la gruesa vela de sebo que había encendido cuando empezó a revisar el montón de papeles atados con bramante que había encontrado. Estaba más cansado que un caballo prestado, pero no podía parar. «Un libro más y lo dejo —se había dicho—. Una hoja más, sólo una más. Una página más, y subo a descansar y a comer algo.» Pero siempre había una página después de esa, y luego otra, y otro libro que aguardaba en la base del montón. «A este sólo le voy a echar un vistazo rápido, a ver de qué va», pensaba, y cuando se quería dar cuenta ya iba por la mitad. No había comido nada desde que tomara el cuenco de sopa de judías y panceta con Pyp y Grenn.
«Bueno, y luego el pan y el queso, pero sólo ha sido un bocado», pensó. Fue entonces cuando echó un vistazo al plato vacío y vio como el ratón se comía las últimas migas.
El animal medía la mitad que uno de sus dedos rosados; tenía los ojillos negros, y el pelo, suave y gris. Sam sabía que debería matarlo. Los ratones preferían el pan y el queso, sí, pero también comían papel. Había encontrado excrementos de ratón entre las estanterías y los montones de libros, y algunas tapas de cuero mostraban señales de mordiscos.
«Pero es tan pequeño... Y tiene hambre. —¿Cómo podía regatearle unas pocas migas?—. Lo malo es que también come libros...»
Tras pasar tantas horas sentado en la silla, Sam tenía la espalda rígida como una tabla y las piernas medio dormidas. Sabía que no era bastante rápido para atrapar al ratón, pero tal vez podría aplastarlo. Tenía junto al codo un enorme ejemplar encuadernado en cuero de los Anales del Centauro Negro, el relato exhaustivo y detallado del septón Jorquen de los nueve años durante los que Orbert Caswell había servido como Lord Comandante de la Guardia de la Noche. Dedicaba una página a cada día que estuvo al mando, y todas ellas parecían empezar diciendo «Lord Orbert se levantó al amanecer e hizo de vientre», excepto la última, que decía «Al amanecer se descubrió que Lord Orbert había muerto durante la noche».
«No hay ratón que pueda rivalizar con el septón Jorquen.» Sam cogió el libro muy despacio con la mano izquierda. Era grueso y pesado, y cuando trató de levantarlo se le resbaló de los dedos regordetes y cayó con estrépito sobre la mesa. El ratón saltó como un relámpago y desapareció al instante. Para Sam fue un alivio. Si hubiera llegado a aplastar al animalito, habría tenido pesadillas horribles.
—Pero no comas libros, ¿eh? —dijo.
La siguiente vez que bajara debería llevar más queso.
Se sorprendió de lo mucho que se había consumido la vela. ¿La sopa de alubias y panceta la había tomado aquel día o el anterior?
«Ayer. Debió de ser ayer.» Al darse cuenta, no pudo contener un bostezo. Jon se estaría preguntando qué había sido de él, aunque sin duda, el maestre Aemon lo entendería. Antes de perder la vista, el maestre amaba los libros tanto como Samwell Tarly. Comprendía cómo se podía sumergir uno en ellos, como si cada página fuera un agujero abierto que daba a otro mundo.
Samwell se puso en pie e hizo una mueca al notar los pinchazos en las pantorrillas dormidas. La silla era muy dura; cuando se inclinaba sobre un libro se le clavaba en la parte trasera de los muslos.
«La próxima vez, a ver si me acuerdo de traer un cojín.» Mejor aún sería si pudiera dormir allí abajo, en la celda que había descubierto medio escondida tras cuatro baúles de hojas sueltas que se habían desprendido de los libros a los que correspondían, pero no quería dejar solo tanto tiempo al maestre Aemon. Últimamente no estaba bien de salud y necesitaba ayuda, sobre todo con los cuervos. Sí, Aemon contaba con Clydas, pero Sam era más joven y se daba más maña con los pájaros.
Con un montón de libros y pergaminos bajo el brazo izquierdo y la vela en la mano derecha, Sam echó a andar por el laberinto de túneles que los hermanos denominaban gusaneras. Un haz de luz débil iluminaba las empinadas escaleras de piedra que llevaban a la superficie, de modo que supo que arriba ya había amanecido. Dejó la vela encendida en un nicho de la pared y empezó a subir. Cuando llegó al quinto peldaño ya estaba jadeando. Al llegar al décimo, se detuvo y se pasó los libros al brazo derecho.
Salió a la superficie bajo un cielo plúmbeo, blanquecino.
«Cielo de nieve —pensó al tiempo que entrecerraba los ojos. La perspectiva lo inquietaba. Recordaba demasiado bien aquella noche en el Puño de los Primeros Hombres, cuando los espectros y las nieves habían llegado a la vez—. No seas tan cobarde. Tienes a tus Hermanos Juramentados, por no hablar de Stannis Baratheon, con todos sus caballeros.» Las fortalezas y torreones del Castillo Negro se alzaban a su alrededor, empequeñecidos por la inmensidad gélida del Muro. Un pequeño ejército reptaba por el hielo a una cuarta parte de su altura, donde se alzaba una nueva escalera en zigzag para ir al encuentro de los restos de la vieja. El sonido de las sierras y los martillos retumbaba contra el hielo. Jon había ordenado que los constructores trabajaran día y noche. Sam había oído a unos cuantos quejarse durante la cena; decían que Lord Mormont nunca los había hecho trabajar tan duramente. Pero sin la escalera no había manera de llegar a la parte superior del Muro, aparte del montacargas. Samwell Tarly detestaba los peldaños, pero odiaba el montacargas todavía más. Siempre que se subía en él tenía que cerrar los ojos, convencido de que la cadena se iba a romper de un momento a otro. Cada vez que la jaula de hierro rozaba el hielo, el corazón se le detenía un instante.
«Aquí había dragones hace doscientos años —pensó Sam mientras contemplaba el descenso lento de la jaula—. Pasarían volando por encima del Muro.» La reina Alysanne había visitado el Castillo Negro a lomos de su dragón, y Jaehaerys, su rey, llegó tras ella montado en el suyo. ¿Sería posible que Ala de Plata hubiera dejado allí un huevo? ¿O tal vez, que Stannis hubiera encontrado un huevo en Rocadragón?
«Aunque tenga un huevo, ¿cómo va a empollarlo?» Baelor el Santo había rezado para que sus huevos cobraran vida, otros Targaryen habían tratado de empollarlos con hechizos, pero lo único que consiguieron fueron burlas y tragedias.
—Samwell —dijo una voz tétrica—, te estaba buscando. Me han dicho que te lleve ante el Lord Comandante.
Un copo de nieve se posó en la nariz de Sam.
—¿Jon quiere verme?
—Eso no te lo sabría decir —replicó Edd Tollett el Penas—. Yo, personalmente, nunca quise ver la mitad de las cosas que he visto, y nunca he visto la mitad de las cosas que quería ver. No se trata de querer. Pero es lo mismo; más vale que vayas. Lord Nieve quiere hablar contigo en cuanto acabe con la esposa de Craster.
—Elí.
—Esa misma. Si mi nodriza hubiera sido como ella, yo aún estaría mamando. La mía tenía bigotes.
—Como casi todas las cabras —intervino Pyp, que acababa de doblar la esquina en compañía de Grenn; cada uno llevaba un arco en la mano y una aljaba con flechas a la espalda—. ¿Dónde te habías metido, Mortífero? Anoche te perdiste la cena. Sobró un buey asado.
—No me llames así. —Sam hizo caso omiso de la burla sobre el buey; eran cosas de Pyp—. Estaba leyendo. Luego he visto un ratón...
—No hables de ratones delante de Grenn. Le dan pánico.
—Eso es mentira —replicó Grenn con indignación.
—Te dan tanto miedo que no te atreverías a comerte uno.
—Me comería el doble de ratones que tú.
Edd el Penas dejó escapar un suspiro.
—Cuando yo era niño, sólo comíamos ratones los días de fiesta. Era el más pequeño de mis hermanos, así que siempre me tocaba la cola, que no tiene carne.
—¿Dónde has dejado el arco, Sam? —preguntó Grenn. Ser Alliser lo llamaba Uro, y a cada día que pasaba, el nombre le pegaba más. Cuando llegó al Muro era grande y lento, de cuello grueso, cintura más gruesa aún, rostro congestionado y movimientos torpes. El cuello todavía se le enrojecía cuando Pyp le tomaba el pelo, pero las horas de entrenamiento con la espada y el escudo le habían dado un vientre liso, además de fortalecerle los brazos y ensancharle el pecho. Se había hecho fuerte, y también tan velludo como un uro—. Ulmer te estaba esperando con los estafermos.
—Ulmer —repitió Sam, avergonzado. Una de las primeras cosas que había hecho Jon Nieve como Lord Comandante fue instituir prácticas diarias de tiro con arco para toda la guarnición, mayordomos y cocineros incluidos. Según él, la Guardia les había estado dando demasiada importancia a las espadas y demasiado poca a los arcos, reliquia de los tiempos en que uno de cada diez hermanos era caballero, en vez de uno de cada cien. Sam comprendía que la orden era lógica, pero detestaba los entrenamientos con arco casi tanto como subir escaleras. Con los guantes puestos no acertaba ni una, pero cuando se los quitaba se le llenaban los dedos de ampollas. Y aquellos arcos eran peligrosos. Satín se había arrancado media uña del pulgar con la cuerda—. Se me olvidó.
—Pues le has roto el corazón a la princesa salvaje, Mortífero —dijo Pyp. Últimamente, Val había adoptado la costumbre de observarlos desde sus habitaciones de la Torre del Rey—. Te estaba esperando.
—¡Eso es mentira! ¡No digas esas cosas!
Sam sólo había hablado con Val en dos ocasiones, cuando el maestre Aemon fue a verla para asegurarse de que los bebés estaban sanos. La princesa era tan hermosa que, cuando estaba delante de ella, tartamudeaba y se ruborizaba.
—¿Por qué no? —replicó Pyp—. Seguro que quiere que seas el padre de sus hijos. Vamos a tener que cambiarte el nombre por el de Sam el Seductor.
Sam se puso colorado. Sabía que el rey Stannis tenía planes para Val; pensaba utilizar a la princesa para forjar una paz duradera entre los norteños y el pueblo libre.
—No tengo tiempo para tirar con arco; necesito ver a Jon.
—¿Jon? ¿Jon? ¿Conocemos a algún Jon, Grenn?
—Se refiere al Lord Comandante.
—Ohhh. Al gran Lord Nieve. Claro, claro. ¿Para qué quieres verlo? Si ni siquiera sabe mover las orejas. —Pyp las movió para demostrar que él sí podía. Tenía las orejas muy grandes, rojas por el frío—. Ahora sí que es Lord Nieve de verdad, demasiado noble para juntarse con nosotros.
—Jon tiene muchas obligaciones. —Sam salió en su defensa—. Está al mando del Muro, con todo lo que eso conlleva.
—También tiene obligaciones para con sus amigos. Si no fuera por nosotros, Janos Slynt sería Lord Comandante y habría enviado a Nieve de expedición, desnudo y montado en una mula. Le habría dicho: «Mueve el culo, pelagatos, ve al Torreón de Craster y tráeme la capa y las botas del Viejo Oso». Nosotros lo libramos de eso, pero ahora tiene demasiados deberes para compartir una copa de vino especiado junto a la chimenea.
Grenn asintió.
—Y los deberes no le impiden ir al patio. Casi todos los días encuentra tiempo para luchar con alguien.
Sam tuvo que reconocer que eso era verdad. En cierta ocasión, cuando Jon fue a pedir consejo al maestre Aemon, Sam le preguntó por qué dedicaba tanto tiempo a entrenarse con la espada.
—El Viejo Oso no se entrenaba tanto cuando era Lord Comandante —le había dicho.
A modo de respuesta, Jon le había puesto a Garra en la mano. Le permitió que sintiera su ligereza y equilibrio, y le hizo girar la hoja para que viera brillar las ondulaciones en el metal color humo.
—Acero valyrio —le explicó—, forjado con hechizos y con el filo más cortante que puedas imaginar, casi indestructible. Un espadachín tiene que estar a la altura de su espada, Sam. Garra es de acero valyrio, pero yo no. Mediamano me podría haber matado con tanta facilidad como tú matarías de un manotazo a un insecto que se te posara en el brazo.
Sam le había devuelto la espada.
—Cuando le doy un manotazo a un insecto, se escapa volando. Acabo pegándome el golpe en el brazo, y escuece.
Aquello hizo reír a Jon.
—Como quieras. Mediamano me podría haber matado con tanta facilidad como tú te comerías un cuenco de gachas.
A Sam le gustaban mucho las gachas, sobre todo si estaban endulzadas con miel.
—No tengo tiempo para tonterías.
Sam se alejó de sus amigos y se dirigió hacia la armería con los libros apretados contra el pecho.
«Soy el escudo que defiende los reinos de los hombres», recordó. ¿Qué dirían esos hombres si supieran que sus reinos los defendían gente como Grenn, Pyp y Edd el Penas?
El fuego había devorado la Torre del Lord Comandante, y Stannis Baratheon había ocupado la Torre del Rey como residencia, de modo que Jon Nieve se había establecido en las modestas habitaciones de Donal Noye, detrás de la armería. Elí salía de allí justo cuando él llegaba; iba envuelta en la vieja capa que le había dado cuando huyeron del Torreón de Craster. Casi pasó de largo en su marcha apresurada, pero Sam la cogió por el brazo; se le cayeron dos libros.
—¿Elí?
—Sam...
Tenía la voz ronca. Elí era esbelta, con el pelo oscuro y grandes ojos marrones como los de un cervatillo. Parecía perdida entre los pliegues de la vieja capa de Sam, con el rostro casi oculto por la capucha, pero aun así tiritaba. Tenía cara de miedo y agotamiento.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Sam—. ¿Cómo están los bebés?
Elí se liberó de su mano.
—Están bien, Sam. Bien.
—No sé cómo eres capaz de dormir con los dos —le dijo en tono afable—. Anoche oí llorar a uno, ¿cuál era? Parecía que no iba a parar nunca.
—El hijo de Dalla. Llora cuando quiere mamar. El mío... El mío no llora casi nunca. A veces gorjea, pero... —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Tengo que irme a darles de mamar, o se me empezará a salir la leche.
Atravesó el patio a toda prisa, dejando a Sam perplejo. Tuvo que arrodillarse en el suelo para recoger los libros que se le habían caído.
«No tendría que haber traído tantos», se dijo al tiempo que sacudía la tierra del Compendio jade, de Colloquo Votar, un grueso tomo de historias y leyendas del Este que el maestre Aemon le había pedido que buscara. El libro no había sufrido daños. En cambio, Sangre de dragón: Historia de la Casa Targaryen desde el Exilio hasta la Apoteosis, con consideraciones sobre la vida y muerte de los dragones, del maestre Thomax, había corrido peor suerte: se había abierto al caer, y unas cuantas páginas se habían manchado de barro, entre ellas una con una ilustración bastante bonita de Balerion, el Terror Negro, pintada con tintas de colores. Sam se maldijo mil veces por su torpeza mientras alisaba las páginas e intentaba limpiarlas. La presencia de Elí siempre lo perturbaba, y le provocaba... No habría sabido cómo decirlo... Emociones. Un Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche no debería sentir las cosas que le hacía sentir Elí, sobre todo cuando hablaba de sus pechos y...
—Lord Nieve te está esperando.
Dos guardias con capa negra y yelmo de hierro se erguían junto a las puertas de la armería, apoyados en las lanzas. El que le había hablado era Hal el Peludo. Mully lo ayudó a ponerse en pie. Sam le dio las gracias y pasó entre ellos, aferrándose con desesperación al montón de libros mientras pasaba junto a la forja con su yunque y sus fuelles. Una cota de malla a medio fabricar descansaba en el banco. Fantasma estaba tumbado al pie del yunque, muy concentrado en mordisquear un hueso de buey para llegar a la médula. El gran huargo blanco alzó la vista cuando Sam pasó junto a él, pero no emitió ningún sonido.
Las estancias de Jon estaban en la parte de atrás, más allá de las hileras de lanzas y escudos. Cuando entró Sam estaba leyendo un pergamino, y tenía posado en el hombro el cuervo del Lord Comandante Mormont; el pájaro parecía estar leyendo también, pero al ver a Sam extendió las alas y revoloteó hacia él graznando «¡Maíz! ¡Maíz!».
Sam se cambió los libros de brazo, metió la mano en el saco que había junto a la puerta y sacó un puñado de granos. El cuervo se le posó en la muñeca y cogió uno de la palma, con un picotazo tan fuerte que el chico lanzó un gritito y sacudió la mano. El cuervo echó a volar de nuevo, mientras los granos rojos y amarillos salían disparados.
—Cierra la puerta, Sam. —Jon todavía tenía ligeras cicatrices en la mejilla, allí donde el águila había intentado sacarle un ojo—. ¿Te ha hecho daño este canalla?
Sam dejó los libros y se quitó el guante.
—Sí. —Se sintió desfallecer—. Estoy sangrando.
—Todos derramamos sangre por la Guardia. Ponte guantes más gruesos. —Jon empujó una silla hacia él con un pie—. Siéntate y echa un vistazo a esto. —Le tendió el pergamino.
—¿Qué es? —preguntó Sam. El cuervo se puso a rebuscar los granos de maíz entre los juncos del suelo.
—Un escudo de papel.
Sam se lamió la sangre de la mano mientras leía. Reconoció al instante la letra del maestre Aemon. Tenía una caligrafía menuda y precisa, pero el anciano no se daba cuenta cuando se le caía alguna gota de tinta, y a veces dejaba manchas un tanto aparatosas.
—¿Una carta para el rey Tommen?
—En Invernalia, Tommen peleó contra mi hermano Bran con espadas de madera. Llevaba tantas almohadillas de protección que parecía un ganso relleno. Bran lo derribó. —Jon se dirigió hacia la ventana—. Pero Bran está muerto, y Tommen, el gordito de cara rosada, se sienta en el Trono de Hierro con una corona sobre los rizos dorados.
«Bran no está muerto —habría querido decirle Sam—. Ha ido más allá del Muro con Manosfrías.» Las palabras se le atravesaron en la garganta. «Pero juré que no diría nada.»
—No has firmado la carta.
—El Viejo Oso suplicó ayuda al Trono de Hierro cien veces. Nos enviaron a Janos Slynt. Ninguna carta nos granjeará el afecto de los Lannister, y menos aún cuando sepan que hemos estado ayudando a Stannis.
—Sólo en la defensa del Muro, no en su rebelión. —Sam releyó la carta por encima una vez más—. Aquí lo pone.
—Puede que Lord Tywin no capte el matiz. —Jon cogió la carta—. ¿Por qué nos va a ayudar ahora? ¿Qué ha cambiado?
—Bueno —empezó Sam—, no querrá que se diga que Stannis cabalgó para defender el reino mientras el rey Tommen jugaba con sus muñecos. Eso haría caer la ignominia sobre la Casa Lannister.
—Lo que quiero que caiga sobre la Casa Lannister es muerte y destrucción, no ignominia. —Jon cogió la carta—. «La Guardia de la Noche no toma parte en las guerras de los Siete Reinos —leyó—. Juramos defender el reino, y el reino corre grave peligro en estos momentos. Stannis Baratheon nos ayuda contra nuestros enemigos del otro lado del Muro, pero no estamos a su servicio...»
—Bueno, es que no estamos a su servicio —dijo Sam—, ¿verdad?
—Le he proporcionado a Stannis provisiones, refugio y el Fuerte de la Noche, además de permiso para instalar en el Agasajo a unos cuantos miembros del pueblo libre. Nada más.
—Lord Tywin dirá que nada menos.
—Pues Stannis opina que no es suficiente. Cuanto más se le da a un rey, más quiere. Caminamos por un puente de hielo, con abismos a los dos lados. Complacer a un rey ya es difícil; complacer a dos es imposible.
—Sí, pero... Si al final vencen los Lannister y Lord Tywin decide que hemos traicionado al Rey por ayudar a Stannis, podría ser el final de la Guardia de la Noche. Tiene el apoyo de los Tyrell, con todo el poder de Altojardín, y derrotó a Lord Stannis en el Aguasnegras.
Sam se mareaba con sólo ver sangre, pero sabía cómo se ganaban las guerras. Su padre se había encargado de ello.
—La del Aguasnegras fue una batalla. Robb ganó todas las batallas, y aun así le cortaron la cabeza. Si Stannis consigue unir el Norte...
«Trata de convencerse —comprendió Sam—, pero no puede.» Los cuervos habían salido del Castillo Negro en una tormenta de alas oscuras, convocando a los señores del Norte para que tomasen parte por Stannis Baratheon y unieran sus fuerzas. El propio Sam había sido el encargado de enviar la mayoría. Hasta el momento sólo había regresado un pájaro, el que habían mandado a Bastión Kar. Por lo demás, el silencio era ensordecedor.
Y aunque Stannis consiguiera poner de su parte a todos los norteños, Sam no veía cómo podría enfrentarse a las fuerzas combinadas de Roca Casterly, Altojardín y Los Gemelos. Pero sin el Norte, su causa estaba perdida definitivamente.
«Tan perdida como la Guardia de la Noche si Lord Tywin nos considera traidores.»
—Los Lannister también tienen vasallos en el Norte: Lord Bolton y su bastardo.
—Stannis tiene a los Karstark. Si pudiera conseguir Puerto Blanco...
—Si pudiera —subrayó Sam—. Si no... Mi señor, hasta un escudo de papel es mejor que nada.
Jon repiqueteó con los dedos sobre la carta.
—Es verdad. —Suspiró, cogió un cálamo y garabateó una firma al pie del texto—. Trae el lacre. —Sam calentó una barra de lacre negro en la llama de la vela y la hizo gotear sobre el pergamino; luego observó como Jon estampaba con firmeza el sello del Lord Comandante—. Llévale esto al maestre Aemon cuando te vayas —ordenó—; dile que envíe un pájaro a Desembarco del Rey.
—Muy bien. —Sam titubeó un instante—. Mi señor, si no te importa que te lo pregunte... He visto salir a Elí. Estaba al borde de las lágrimas.
—Val ha vuelto a enviármela a suplicar piedad para Mance.
—Ah. —Val era la hermana de la mujer que el Rey-más-allá-del-Muro había tomado como reina. La princesa salvaje, como la llamaban Stannis y sus hombres. Su hermana Dalla había muerto durante la batalla, aunque no la había rozado arma alguna; pereció al dar a luz al hijo de Mance Rayder. Si había algo de cierto en los rumores que había oído Sam, el propio Rayder no tardaría en seguirla a la tumba—. ¿Qué le has respondido?
—Que hablaría con Stannis, aunque dudo que lo que pueda decirle lo haga cambiar de opinión. El deber principal de un rey es defender el reino, y Mance lo atacó. No creo que Su Alteza lo olvide. Mi padre decía que Stannis Baratheon no es más que un hombre, pero nadie ha dicho que sea de los que perdonan. —Jon hizo una pausa y frunció el ceño—. Preferiría cortarle la cabeza yo mismo a Mance. En otro tiempo fue miembro de la Guardia de la Noche; su vida nos pertenece por derecho.
—Pyp dice que Lady Melisandre piensa entregárselo a las llamas para hacer un hechizo.
—Pyp debería cerrar la boca. No es el único que lo dice: sangre de rey para despertar a un dragón. Lo que no sabe nadie es dónde va a encontrar Melisandre un dragón dormido. No son más que tonterías. La sangre de Mance es tan regia como la mía. Jamás se ha puesto una corona, ni se ha sentado en un trono. Es un bandido, nada más. La sangre de un bandido no tiene ningún poder.
El cuervo los miró desde el suelo. «¡Sangre!», graznó.
Jon no le prestó atención.
—Voy a enviar a Elí lejos de aquí.
—Ah. —Sam asintió—. Eso está... Está muy bien, mi señor. Es lo mejor para ella, ir a un lugar cálido y seguro, bien lejos del Muro y de los combates.
—Para ella y para el niño. Tendremos que buscar otra nodriza para su hermano de leche.
—Mientras tanto lo pueden alimentar con leche de cabra; para los bebés es mejor que la de vaca. —Sam lo había leído en algún libro; se acomodó en el asiento, inquieto—. Repasando los anales he averiguado que hubo otro niño comandante, cuatrocientos años antes de la Conquista. Osric Stark tenía diez años cuando lo eligieron, y sirvió durante sesenta años. Ya van cuatro, mi señor. No eres ni con mucho el más joven de los que han estado al mando; por ahora eres el quinto.
—Los cuatro más jóvenes eran hijos, hermanos o bastardos del Rey en el Norte. Dime algo útil. Háblame de nuestro enemigo.
—Los Otros. —Sam se humedeció los labios—. Aparecen mencionados en los anales, aunque no tan a menudo como cabría esperar, al menos en los que he leído hasta ahora. Hay más que todavía no he encontrado. Algunos libros muy viejos se caen a pedazos: las páginas se desmenuzan cuando las paso. Y los más antiguos... O se han desmoronado por completo, o están enterrados en algún lugar donde no he buscado aún, o... Bueno, también es posible que no existan, que no hayan existido nunca. Las historias más antiguas se escribieron después de que los ándalos llegaran a Poniente. Los primeros hombres sólo nos dejaron runas grabadas en las rocas, de modo que todo lo que creemos saber sobre la Edad de los Héroes, la Era del Amanecer y la Larga Noche procede de relatos que escribieron los septones miles de años después de que sucedieran los hechos. En la Ciudadela hay archimaestres que lo ponen todo en duda. Esas historias antiguas están llenas de reyes que reinaron durante cientos de años y caballeros que cabalgaban por ahí milenios antes de que existieran los caballeros. Ya conoces las historias: Brandon el Constructor, Symeon Ojos de Estrella, el Caballero de la Noche... Decimos que eres el Lord Comandante número novecientos noventa y ocho de la Guardia de la Noche, pero en la lista más antigua que he encontrado dice que hubo seiscientos setenta y cuatro, lo que indica que se redactó hace...
—Hace mucho —interrumpió Jon—. ¿Qué hay de los Otros?
—He encontrado alusiones al vidriagón. Durante la Era de los Héroes, los hijos del bosque le entregaban a la Guardia de la Noche un centenar de puñales de obsidiana al año. La mayoría de los relatos coincide en que los Otros llegaban con el frío. O si no, cuando llegan empieza el frío. A veces aparecen durante las ventiscas y se derriten cuando se despeja el cielo. Se esconden de la luz del sol y salen de noche... o bien cae la noche cuando ellos salen. Según algunas narraciones, cabalgan a lomos de animales muertos: osos, huargos, mamuts, caballos... No importa, con tal de que la bestia no esté viva. El que mató a Paul el Pequeño montaba un caballo muerto, de modo que esa parte es cierta. Otros relatos hablan también de arañas de hielo gigantes, pero no sé a qué se refieren. A los hombres que mueren combatiendo a los Otros hay que quemarlos; de lo contrario se levantarán y serán sus esclavos.
—Todo eso ya lo sabemos. La cuestión es saber cómo los podemos combatir.
—Según los relatos, la armadura de los Otros es resistente a casi cualquier arma normal —siguió Sam—. Llevan espadas tan frías que hacen trizas el acero. Pero el fuego los detiene, y son vulnerables a la obsidiana. —Recordó al Otro con el que se había enfrentado en el bosque Encantado y como había parecido derretirse cuando le clavó el puñal de vidriagón que le había hecho Jon—. Encontré una reseña de tiempos de la Larga Noche que hablaba del último héroe que mataba Otros con una espada de acerodragón. Da a entender que era infalible contra ellos.
—¿Acerodragón? —Jon frunció el ceño—. ¿Acero valyrio?
—Eso mismo fue lo primero que pensé yo.
—Así que si consigo convencer a los señores de los Siete Reinos de que nos entreguen sus espadas valyrias habremos salvado el mundo. No es tan difícil. —No había rastro de alegría en la carcajada que soltó—. ¿Has averiguado quiénes son los Otros, de dónde vienen, qué quieren?
—Aún no, mi señor, pero puede que no haya leído los libros relevantes; quedan cientos que todavía no he mirado siquiera. Dame más tiempo y averiguaré lo que haya que averiguar.
—No queda tiempo. —Jon tenía voz de tristeza—. Recoge tus cosas, Sam. Te vas con Elí.
—¿Que me voy? —Durante un momento, Sam no entendió nada—. ¿Me voy? ¿A Guardiaoriente, mi señor? O... ¿Adónde...?
—A Antigua.
—¿A Antigua?
La voz le salió como un chillido de ratón. Colina Cuerno estaba cerca de Antigua.
«Mi hogar. —Sólo con pensarlo le daba vueltas la cabeza—. Y mi padre.»
—Y también va Aemon.
—¿Aemon? ¿El maestre Aemon? Pero... Mi señor, tiene ciento dos años, no puede... ¿Nos envías lejos a los dos? ¿Quién se encargará de los cuervos? Si alguien cae enfermo o herido, ¿quién...?
—Clydas. Lleva años con Aemon.
—Clydas no es más que un mayordomo y está perdiendo la vista. Aquí hace falta un maestre. Aemon está muy delicado, y un viaje por mar... —Se acordó del Rejo, y de la Reina del Rejo, y estuvo a punto de tragarse la lengua—. Podría... Es muy viejo, y...
—Su vida correrá peligro. Soy consciente de ello, Sam, pero más peligro corre aquí. Stannis sabe quién es Aemon, y si la mujer roja exige sangre de rey para sus hechizos...
Sam palideció.
—Ah.
—Dareon se reunirá contigo en Guardiaoriente. Tengo la esperanza de que nos consiga unos cuantos hombres en el sur con sus canciones. La Pájaro Negro os llevará a Braavos, y una vez allí, busca tú la manera de llegar a Antigua. Si sigues pensando decir que el hijo de Elí es tu bastardo, mándala con él a Colina Cuerno. Si no, Aemon le buscará un trabajo de criada en la Ciudadela.
—Mi b-b-bastardo —Eso había dicho, pero... «Tanta agua... Me voy a ahogar. A veces, los barcos se hunden, y el otoño es época de tormentas.» Pero estaría con Elí, y el bebé crecería en un lugar seguro—. Sí... Mi madre y mis hermanas ayudarán a Elí a criar al niño. —«Puedo enviar una carta; no tengo que ir en persona a Colina Cuerno»—. Dareon puede acompañarla a Antigua; no hace falta que vaya yo. Estoy... He estado entrenándome con el arco todas las tardes con Ulmer, como ordenaste. Bueno, menos cuando estoy en las criptas, pero también me dijiste que averiguara todo lo posible sobre los Otros. El arco hace que me duelan los hombros y me salgan ampollas en los dedos. —Le mostró a Jon una que se le había reventado—. Pero lo sigo haciendo. Ahora ya acierto en la diana bastantes veces, aunque sigo siendo el peor arquero que ha habido jamás. En cambio, me encantan las historias que cuenta Ulmer. Alguien debería recopilarlas en un libro.
—Encárgate tú. En la Ciudadela hay pergaminos y tinta, así como arcos. Quiero que sigas entrenándote, Sam. La Guardia de la Noche cuenta con cientos de hombres capaces de lanzar una flecha, pero sólo unos pocos saben leer y escribir. Necesito que seas mi nuevo maestre.
La sola palabra lo hizo estremecer. «No, padre, por favor, no lo volveré a mencionar, lo juro por los Siete. Déjame salir por favor déjame salir.»
—Mi señor... Mi trabajo está aquí, con los libros...
—Los libros seguirán en su sitio cuando vuelvas.
Sam se llevó una mano a la garganta. Casi podía sentir la cadena allí, la cadena que lo ahogaba.
—Mi señor, en la Ciudadela... Obligan a los aprendices a abrir cadáveres. —«Te pondrán una cadena al cuello. ¿Quieres cadenas? Pues ven conmigo.» Durante tres días con sus respectivas noches, Sam había sollozado hasta caer dormido, encadenado de manos y pies a una pared. La cadena que le ceñía el cuello estaba tan apretada que le laceraba la piel, y si durante el sueño se giraba hacia donde no debía, le cortaba la respiración—. No puedo llevar la cadena.
—Sí, puedes, y lo harás. El maestre Aemon es anciano y está ciego; le fallan las fuerzas. ¿Quién ocupará su lugar cuando muera? El maestre Mullin de la Torre Sombría es más soldado que erudito, y el maestre Harmune de Guardiaoriente pasa más tiempo borracho que sobrio.
—Si pides más maestres a la Ciudadela...
—Eso voy a hacer; nos hacen mucha falta. Pero no es tan fácil sustituir a Aemon Targaryen. —Jon parecía desconcertado—. Creía que te alegrarías. En la Ciudadela hay más libros de los que nadie pueda leer en toda una vida. Allí te irá muy bien, Sam. Estoy seguro.
—No. Puedo leer los libros, pero... Un maestre también tiene que ser sanador, y a mí la s-s-sangre me marea. —Extendió una mano temblorosa para enseñársela a Jon—. Soy Sam el Asustado, no Sam el Mortífero.
—¿Asustado? ¿De qué? ¿De las burlas de unos viejos? Tú viste a los espectros subir por el Puño, viste una marea de muertos vivientes con las manos negras y los ojos azules llameantes. Mataste a un Otro.
—Fue el v-v-vidriagón, no yo.
—Cállate. Mentiste, conspiraste e intrigaste para que me eligieran Lord Comandante. Ahora me vas a obedecer. Irás a la Ciudadela y te forjarás una cadena, y si para eso tienes que abrir cadáveres, los abrirás. Al menos, los cadáveres de Antigua no pondrán objeciones.
«No lo entiende.»
—Mi señor —tartamudeó Sam—, mi p-p-padre, Lord Randyll, dice, dice, dice, dice... La vida del maestre es una vida de servicio. —Estaba farfullando y lo sabía—. Ningún hijo de la Casa Tarly llevará jamás una cadena. Los hombres de Colina Cuerno no se inclinan ante ningún señor menor. —«¿Quieres cadenas? Pues ven conmigo»—. No puedo desobedecer a mi padre, Jon.
Lo había llamado Jon, pero Jon ya no existía. En aquel momento se enfrentaba a Lord Nieve, que tenía los ojos grises y duros como el hielo.
—No tienes padre —le replicó Lord Nieve—. Sólo hermanos, sólo a nosotros. Tu vida pertenece a la Guardia de la Noche, así que ve a meter en una saca la ropa interior y todo lo que te quieras llevar a Antigua. Partirás una hora antes del amanecer. Y te voy a dar otra orden: de hoy en adelante no volverás a decir que eres un cobarde. En este último año te has enfrentado a más cosas que la mayoría de los hombres en toda una vida. Te puedes enfrentar a la Ciudadela; te enfrentarás a ella como Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche. No puedo ordenarte que seas valiente, pero sí que ocultes tus temores. Pronunciaste el juramento, Sam. ¿Te acuerdas?
«Soy la espada en la oscuridad.» Pero con la espada era un desastre, y la oscuridad le daba miedo.
—Lo... intentaré.
—No lo intentarás. Obedecerás.
—Obedecerás. —El cuervo de Mormont batió las grandes alas negras.
—Como ordene mi señor. ¿Lo...? ¿Lo sabe ya el maestre Aemon?
—La idea se nos ocurrió a los dos. —Jon le abrió la puerta—. Nada de despedidas. Cuanta menos gente se entere, mejor. Una hora antes del amanecer, junto al cementerio.
Sam no recordó haber salido de la armería; lo siguiente que supo fue que caminaba tambaleante por charcos de barro y nieve sucia hacia las habitaciones del maestre Aemon.
«Podría esconderme —se dijo—. Podría esconderme en las criptas, con los libros. Podría vivir ahí abajo con el ratón; saldría por las noches a robar comida.» Pero sabía que eran ideas delirantes, tan inútiles como desesperadas. Las criptas serían el primer lugar donde lo buscarían. El último lugar donde lo buscarían sería más allá del Muro, pero eso era una locura aún mayor.
«Los salvajes podrían atraparme y me matarían muy despacio. Me quemarían vivo, como quiere hacer la mujer roja con Mance Rayder.»
Cuando encontró al maestre Aemon con los pájaros, le entregó la carta de Jon y le relató sus temores en un torrente de palabras balbuceantes.
—Es que no lo entiende. —Sam estaba a punto de vomitar—. Si me pongo una cadena, mi señor p-p-p-padre... me, me, me...
—Mi padre también puso las mismas objeciones cuando elegí una vida de servicio —le dijo el anciano—. Fue su padre quien me envió a la Ciudadela. El rey Daeron tenía cuatro hijos, y tres de ellos también tenían hijos varones. «Demasiados dragones son un peligro tan grande como demasiado pocos», oí que Su Alteza le decía a mi señor padre el día que me envió lejos. —Aemon se llevó una mano llena de manchas a la cadena de metales diversos que le colgaba en torno al cuello flaco—. La cadena es pesada, Sam, pero mi señor abuelo tenía razón. Y también la tiene tu Lord Nieve.
—Nieve —graznó un cuervo. «Nieve», repitió otro. Todos empezaron a graznar a la vez. «Nieve, nieve, nieve, nieve, nieve». Sam les había enseñado aquella palabra. Comprendió que allí no encontraría ayuda; el maestre Aemon estaba tan atrapado como él.
«Morirá en el mar —pensó con desesperación—. Es demasiado viejo para sobrevivir a un viaje así. El hijito de Elí también podría morir, no es tan grande ni tan fuerte como el bebé de Dalla. ¿Qué quiere Jon? ¿Matarnos a todos?»
A la mañana siguiente, Sam ensilló la yegua con la que había llegado desde Colina Cuervo y la llevó hacia el cementerio que había junto al camino del este. Las alforjas estaban llenas a rebosar de queso, salchichas ahumadas y huevos duros, y también llevaba medio jamón en salazón que le había regalado Hobb Tresdedos por su día del nombre.
—Tú sí que sabes valorar a un buen cocinero, Mortífero —le dijo—. Más como tú harían falta por aquí.
El jamón le sería de gran ayuda. Guardiaoriente estaba a una larga y fría cabalgada, y no había pueblos ni posadas a la sombra del Muro.
La hora que precedía al amanecer era oscura y silenciosa. El Castillo Negro estaba extrañamente tranquilo. En el cementerio lo aguardaban dos carros de dos ruedas, además de Jack Bulwer el Negro y una docena de exploradores curtidos, tan duros como sus monturas. Kedge Ojoblanco profirió un juramento cuando divisó a Sam con el ojo sano.
—No le hagas caso, Mortífero —dijo Jack el Negro—. Ha perdido una apuesta: decía que te tendríamos que sacar chillando de debajo de alguna cama.
El maestre Aemon estaba demasiado delicado para ir a caballo, de manera que le habían preparado un carro bien acolchado con pieles y con un toldo de cuero en la parte superior, para protegerlo de la nieve y la lluvia. Elí y su hijo viajarían con él. En el segundo carro se amontonaban su ropa y sus pertenencias, junto con un cofre de libros raros y antiguos que Aemon suponía que no encontraría en la Ciudadela. Sam se había pasado media noche buscándolos, aunque sólo había encontrado una cuarta parte de los que le había pedido.
«Por suerte, o nos haría falta otro carro.»
El maestre llegó arrebujado en una piel de oso que era tres veces más grande que él. Mientras Clydas lo guiaba hacia el carro se levantó una ráfaga de viento, y el anciano se tambaleó. Sam se apresuró a acudir a su lado y lo rodeó con un brazo.
«Otro soplo de aire así se lo podría llevar por encima del Muro.»
—Cogeos de mi brazo, maestre. Estamos cerca.
El anciano ciego asintió mientras el viento les echaba hacia atrás las capuchas.
—En Antigua siempre hace calor. Conozco una posada de una isla del Vinomiel; siempre iba allí cuando era novicio. Será muy grato volver a sentarme allí a beber sidra.
Ya habían acomodado al maestre en el carro cuando apareció Elí, con el niño bien abrigado entre los brazos. Bajo la capucha se le veían los ojos rojos de tanto llorar. Jon llegó al mismo tiempo, acompañado por Edd el Penas.
—Lord Nieve —le dijo el maestre Aemon—, os he dejado un libro en mis habitaciones. El Compendio jade. Lo escribió el aventurero volantino Colloquo Votar, que viajó al Este y visitó todas las tierras del mar de Jade. Hay un pasaje que os parecerá muy interesante; le he dicho a Clydas que os lo marque.
—Lo leeré, no lo dudéis —respondió Jon Nieve.
Un hilillo de mucosidad blanca le colgaba de la nariz al maestre Aemon. Se lo limpió con el dorso de la mano enguantada.
—El conocimiento es un arma, Jon. Aseguraos de ir bien armado antes de entrar en combate.
—Muy bien. —Empezó a caer una nevada ligera; los copos grandes, blancos, descendían perezosos del cielo. Jon se volvió hacia Jack Bulwer el Negro—. Id tan deprisa como podáis, pero sin correr riesgos innecesarios. Viajan con vosotros un anciano y un bebé. Encargaos de que no pasen frío ni hambre.
—Vos también, mi señor —intervino Elí—. Haced lo mismo por el otro. Buscadle otra nodriza, como dijisteis. Me lo habéis prometido. El niño... El hijo de Dalla... Es decir, el príncipe... Buscadle una buena mujer, para que crezca grande y fuerte.
—Tenéis mi palabra —le aseguró Jon Nieve con solemnidad.
—No le pongáis nombre. Nada de nombres hasta que cumpla dos años. Trae mala suerte ponerles nombre cuando aún toman el pecho. Puede que los cuervos no lo sepáis, pero es así.
—Como ordenéis, mi señora.
Una mueca de ira desfiguró el rostro de Elí.
—No me llaméis así. Soy madre, no señora. Soy esposa de Craster e hija de Craster, y también soy madre.
Edd el Penas cogió en brazos al bebé mientras Elí subía al carro y se cubría las piernas con unas pieles que olían a rancio. Para entonces, el cielo era más gris que negro hacia el este. Lew el Zurdo estaba deseoso de emprender la marcha. Edd le devolvió el bebé a Elí, que se lo llevó al pecho.
«Puede que sea la última vez que veo el Castillo Negro», pensó Sam mientras montaba a lomos de su yegua. Cuando llegó detestaba aquel lugar, pero en aquel momento no soportaba la idea de tener que partir.
—¡En marcha! —ordenó Bulwer.
Un látigo restalló, y los carros empezaron a traquetear lentamente por el camino mientras la nieve caía a su alrededor. Sam se detuvo un instante junto a Clydas, Edd el Penas y Jon Nieve.
—Bueno —dijo—. Hasta pronto.
—Hasta pronto, Sam —respondió Edd el Penas—. No creo que tu barco se hunda. Los barcos sólo se hunden si yo estoy a bordo.
Jon estaba contemplando los carros.
—La primera vez que vi a Elí estaba de pie, con la espalda contra una pared del Torreón de Craster —dijo—. Era una chiquilla flaca de pelo oscuro y barriga enorme, y Fantasma la tenía aterrorizada. Se había colado entre sus conejos, y ella tenía miedo de que la desgarrara para devorar al bebé... Pero no era del lobo de quien debía tener miedo, ¿verdad?
«No —pensó Sam—. El peligro era Craster, su propio padre.»
—Es más valiente de lo que ella misma sabe.
—Tú también, Sam. Que tengas un viaje rápido y seguro, y cuida de ella, de Aemon y del bebé. —Jon esbozó una sonrisa extraña, triste—. Y súbete la capucha. Los copos de nieve se te derriten en el pelo.

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