28 de febrero de 2008

45 - SAMWELL

SAMWELL

La última parte del viaje era la más peligrosa. Los estrechos del Tinto eran un hervidero de barcoluengos, tal como les habían advertido en Tyrosh. Con el grueso de la flota del Rejo al otro lado de Poniente, los hombres del hierro habían saqueado Puerto Ryam, se habían apoderado de Villaparra y de Puerto Estrella de Mar, y los utilizaban como base desde donde atacar a las naves que se dirigían a Antigua.
El vigía avistó tres barcoluengos. Dos estaban a popa, a buena distancia, y la Viento Canela no tardó en alejarse de ellos. El tercero apareció al filo del anochecer para cortarles el camino hacia Sonido Susurrante. Cuando vio subir y bajar los remos, dejando estelas blancas en las aguas cobrizas, Kojja Mo envió a sus arqueros a los castillos con sus grandes arcos de aurocorazón, que podían lanzar una flecha aún más lejos y con más precisión que los de tejo dorniense. Esperó hasta que el barcoluengo estuvo a doscientos pasos antes de dar la orden de disparar. Sam también disparó, y en aquella ocasión, le pareció que su flecha llegaba al otro barco. Bastó con una andanada para que el barcoluengo virase hacia el sur en busca de presas más dóciles.
El anochecer era ya azul oscuro cuando entraron en Sonido Susurrante. Elí estaba en la proa con el bebé, contemplando el castillo que se alzaba en los acantilados.
—Tres Torres —le dijo Sam—. El asentamiento de la Casa Costayne.
El castillo se recortaba contra las estrellas, y en sus ventanas titilaba la luz de las antorchas. Era un espectáculo espléndido, pero lo entristeció. El viaje tocaba a su fin.
—Es muy alto —comentó Elí.
—Pues ya verás el Faro de Hightower.
El bebé de Dalla empezó a llorar. Elí se abrió la túnica para darle el pecho al niño. Sonrió mientras lo amamantaba, y le acarició el suave pelo castaño.
«Ha terminado por querer a este tanto como al que dejó atrás», comprendió Sam.
Rezaba a los dioses para que fueran bondadosos con las dos criaturas.
Los hombres del hierro se habían adentrado incluso en las aguas resguardadas de Sonido Susurrante. Cuando llegó la mañana, mientras la Viento Canela se dirigía hacia Antigua, el casco empezó a tropezar con cadáveres que flotaban a la deriva. Había cuervos posados en algunos, y emprendían el vuelo entre graznidos de protesta cuando la nave cisne perturbaba sus grotescas almadías. En las orillas se divisaban campos carbonizados y aldeas quemadas, y en los bajíos y bancos de arena había barcos destrozados. Los más comunes eran los botes de pescadores y los barcos mercantes, pero también vieron barcoluengos abandonados, y los restos de dos grandes dromones. Uno había ardido hasta la línea de flotación, mientras que el otro tenía un enorme agujero en el casco; saltaba a la vista que lo habían embestido.
—Aquí batalla —dijo Xhondo—. No mucho tiempo.
—¿Quién puede haber cometido la temeridad de lanzar un ataque tan cerca de Antigua?
Xhondo señaló un barcoluengo semihundido en las aguas bajas. De su popa colgaban los restos de un estandarte desgarrado y manchado de humo. Sam no había visto nunca aquellos blasones: un ojo rojo con la pupila negra bajo una corona de hierro negro sostenida por dos cuervos.
—¿De quién es ese estandarte? —preguntó.
Xhondo se encogió de hombros.
El día siguiente amaneció frío y nublado. Cuando la Viento Canela pasaba ante otra aldea de pescadores saqueada, una galera de guerra salió de la niebla y avanzó hacia ellos. Se llamaba Cazadora; llevaba el nombre escrito tras un mascarón de proa en forma de esbelta doncella vestida con hojas que blandía una lanza. Al instante aparecieron otras dos galeras, una a cada lado, como un par de sabuesos que siguieran a su amo. Para alivio de Sam, llevaban el estandarte del rey Tommen, el venado y el león, encima de la torre blanca escalonada de Antigua con su corona llameante.
El capitán de la Cazadora era un hombre alto que vestía una capa color gris humo con un ribete de llamas de seda roja. Emparejó su galera con la Viento Canela, ordenó que alzaran los remos y gritó que iba a subir a bordo. Mientras sus ballesteros y los arqueros de Kojja Mo se miraban a distancia, él cruzó con media docena de caballeros, saludó a Quhuru Mo con un gesto de la cabeza y solicitó ver sus bodegas. Padre e hija debatieron en privado unos segundos y después accedieron.
—Disculpad —dijo el capitán tras la inspección—. Lamento que las personas honradas reciban un trato tan descortés, pero hay que evitar a toda costa que los hombres del hierro entren en Antigua. Hace apenas quince días, esos cabrones de mierda capturaron un barco mercante tyroshi en los estrechos. Mataron a la tripulación, se pusieron su ropa y usaron los tintes que llevaban para teñirse la barba de medio centenar de colores. Tenían intención de prender fuego al puerto en cuanto entraran y abrir una puerta desde dentro mientras combatíamos el fuego. Les habría salido bien, pero se tropezaron con la Dama de la Torre, y la esposa de su jefe de remeros es tyroshi. Cuando vio tantas barbas moradas y verdes los saludó en la lengua de Tyrosh, y ninguno supo responder.
Sam estaba escandalizado.
—¡No es posible que pretendan saquear Antigua!
—No eran simples saqueadores. —El capitán de la Cazadora lo miró con curiosidad—. Los hombres del hierro siempre se han dedicado al saqueo. Atacan de repente por mar, cogen un poco de oro y unas cuantas muchachas y se marchan, pero rara vez llegan más de dos barcoluengos, y nunca más de media docena. Ahora nos están atacando con cientos de naves; salen de las islas Escudo y de varias rocas situadas en torno al Rejo. Han tomado el islote Cangrejo de Piedra, la isla de los Cerdos y el Palacio de la Sirena, y también tienen guaridas en Roca Herradura y en Cuna del Bastardo. Sin la flota de Lord Redwyne, no tenemos suficientes barcos para enfrentarnos a ellos.
—¿Y qué hace Lord Hightower? —preguntó Sam—. Mi padre decía siempre que era tan rico como los Lannister, que podía reunir el triple de espadas que ningún otro banderizo de Altojardín.
—Y más si barre los adoquines —replicó el capitán—, pero las espadas no sirven de nada contra los hombres del hierro, a menos que quienes las esgrimen puedan andar por el agua.
—¡Hightower tiene que estar haciendo algo!
—Desde luego. Lord Leyton se ha encerrado en lo alto de su torre con la Doncella Loca para consultar libros de hechizos. Puede que consiga levantar un ejército de ultratumba. O no. Baelor está construyendo galeras; Gunthor se ha hecho cargo del puerto; Garth está entrenando nuevos reclutas, y Humfrey ha viajado a Lys para contratar barcos mercenarios. Si consigue arrancarle una flota como es debido a la puta de su hermana, les daremos a los hombres del hierro su propia medicina. Hasta entonces, lo mejor que podemos hacer es vigilar el estrecho y esperar a que la zorra de la reina de Desembarco del Rey le suelte la correa a Lord Paxter.
La amargura de las últimas palabras del capitán conmocionó a Sam tanto como su significado.
«Si Desembarco del Rey pierde Antigua y el Rejo, todo el reino se hará trizas», pensó mientras veía alejarse la Cazadora y sus hermanas.
Empezaba a dudar que Colina Cuervo fuera un lugar seguro. Las posesiones de los Tarly se extendían tierra adentro, entre colinas en las que crecían espesos bosques, cien leguas al noreste de Antigua y muy lejos de cualquier costa. Allí estarían fuera del alcance de los hombres del hierro y sus barcoluengos, aunque su señor padre estuviera ausente, luchando en las tierras de los ríos, y la guarnición del castillo fuera escasa. Sin duda, el Joven Lobo había pensado lo mismo de Invernalia hasta la noche en que Theon Cambiacapas trepó por sus muros. Sam no soportaba pensar que quizá hubiera llevado a Elí y al bebé hasta allí con el fin de ponerlos a salvo para acabar por abandonarlos en medio de una guerra.
Se pasó el resto del viaje debatiéndose entre dudas, sin saber qué hacer. Podía llevarse a Elí a Antigua. Las murallas de la ciudad eran mucho más imponentes que las del castillo de su padre, y había miles de hombres para defenderlas, en vez del puñado de soldados que debía de haber dejado Lord Randyll en Colina Cuerno cuando partió hacia Altojardín para responder a la llamada de su señor. Pero en tal caso tendría que esconderla. En la Ciudadela no se permitía que los novicios tuvieran esposas ni amantes, al menos abiertamente.
«Además, si me quedo mucho más tiempo con Elí, ¿cómo voy a juntar fuerzas para dejarla? —Porque tenía que dejarla. O desertar—. Pronuncié el juramento —se recordó—. Si deserto, me cortarán la cabeza, ¿y de qué le serviría eso a Elí?»
Sopesó la posibilidad de suplicar a Kojja Mo y a su padre que se llevaran a la chica salvaje a las Islas del Verano. Pero aquello también entrañaba sus peligros. Cuando saliera de Antigua, la Viento Canela tendría que cruzar otra vez los estrechos del Tinto, y tal vez corriera peor suerte en aquella ocasión. ¿Y si no había viento, y los isleños del verano se encontraban a la deriva? Si lo que se decía era verdad, se llevarían a Elí como sierva o esposa de sal, y lo más probable era que considerasen que el bebé era una molestia y lo tirasen al mar.
«Tengo que llevarla a Colina Cuervo —decidió por fin—. Cuando lleguemos a Antigua, alquilaré un carro y unos caballos, y la llevaré yo mismo.» Así se aseguraría de dejarla a salvo en el castillo, y si veía u oía algo que lo hiciera dudar, siempre podía dar media vuelta y volver a Antigua con Elí.
Llegaron a Antigua una mañana fría y húmeda, en medio de una niebla tan espesa que lo único que se veía de la ciudad era el Faro de Hightower. El puerto estaba cruzado por una barrera flotante que enlazaba dos docenas de cascos podridos. Detrás había una hilera de barcos de guerra anclados junto a tres grandes dromones y el buque insignia de Lord Hightower, un imponente navío de cuatro cubiertas llamado Honor de Antigua. La Viento Canela tuvo que someterse a inspección una vez más. En aquella ocasión, el que subió a bordo fue Gunthor, el hijo de Lord Leyton, que llevaba una capa de hilo de plata y una armadura de lamas grises. Ser Gunthor había estudiado varios años en la Ciudadela y hablaba la lengua del verano, de modo que Quhuru Mo y él se reunieron en el camarote del capitán para hablar en privado.
Sam aprovechó el tiempo para explicarle sus planes a Elí.
—Primero iré a la Ciudadela para entregar las cartas de Jon e informar de la muerte del maestre Aemon. Espero que los archimaestres envíen un carro para recoger el cadáver. Luego conseguiré caballos y un carromato para llevarte con mi madre a Colina Cuerno. Volveré en cuanto pueda, pero tal vez no sea hasta mañana.
—Mañana —repitió ella, y le dio un beso para desearle suerte.
Al final, Ser Gunthor volvió a salir y ordenó que abrieran la cadena para que la Viento Canela pudiera entrar al puerto. Mientras amarraban la nave cisne, Sam se unió a Kojja Mo y a tres de sus arqueros junto a la plancha. Los isleños del verano estaban resplandecientes con aquellas capas de plumas que sólo se ponían para desembarcar. A su lado se sentía andrajoso, con la ropa negra dada de sí, la capa descolorida y las botas manchadas de salitre.
—¿Cuánto tiempo os quedaréis en el puerto?
—Dos días, diez días, ¿quién sabe? El tiempo que tardemos en vaciar las bodegas y volver a llenarlas. —Kojja sonrió—. Además, mi padre tiene que visitar a los maestres grises. Quiere venderles unos libros.
—¿Se puede quedar Elí a bordo hasta que yo vuelva?
—Elí se puede quedar todo el tiempo que quiera. —Clavó un dedo en la barriga de Sam—. No come tanto como otros.
—No estoy tan gordo como antes —se defendió el muchacho.
Era uno de los resultados del viaje hacia el sur, con tantas guardias, y comiendo sólo fruta y pescado. A los isleños del verano les encantaban el pescado y la fruta.
Sam bajó por la plancha con los arqueros, pero al llegar a la orilla se separaron, y cada uno se fue por su lado. Rezó por recordar cómo se llegaba a la Ciudadela. Antigua era un laberinto, y no podía perder tiempo extraviándose.
Era un día húmedo, con lo que los adoquines del suelo estaban resbaladizos, y las callejuelas, envueltas en niebla y misterio. Sam trató de evitarlos y siguió el camino del río que serpenteaba junto a la orilla del Vinomiel cruzando el corazón del casco viejo. Era agradable volver a pisar tierra firme, en lugar de una cubierta que se mecía sin cesar, pero pese a todo se sentía incómodo. Notaba las miradas clavadas en él: lo espiaban desde ventanas y balcones, y lo observaban desde los portales oscuros. A bordo de la Viento Canela sabía quién era todo el mundo. En cambio, en aquella ciudad, mirase adonde mirase, únicamente veía desconocidos. Y peor todavía era la posibilidad de que lo viera algún conocido. No había nadie en Antigua que no supiera quién era Lord Randyll Tarly, aunque pocos le tenían afecto. Sam no sabía qué podría resultar peor: que lo reconociera un enemigo de su señor padre o uno de sus amigos. Se cubrió con la capucha y aceleró el paso.
Las puertas de la Ciudadela estaban flanqueadas por una pareja de gigantescas esfinges verdes, con cuerpo de león, alas de águila y cola de serpiente. Una tenía rostro de varón, y la otra, de mujer. Al otro lado estaba el Hogar del Escriba, adonde acudían los antigüenos para que los acólitos les escribieran testamentos y les leyeran cartas. Había media docena de escribas aburridos sentados en tenderetes al aire libre, a la espera de clientes. En otros tenderetes se compraban y vendían libros. Sam se detuvo ante uno que ofrecía mapas y examinó uno de la Ciudadela para averiguar la forma más rápida de llegar al Tribunal del Senescal.
El camino se dividía en el punto donde se alzaba la estatua del rey Daeron I a lomos de un alto caballo de piedra, con la espada alzada en dirección a Dorne. El Joven Dragón tenía una gaviota posada en la cabeza y otras dos en la hoja del arma. Sam tomó la bifurcación de la izquierda, la que seguía el curso del río. En el atracadero de los Sollozos vio a dos acólitos que ayudaban a un anciano a subir a un bote para el corto viaje hasta la isla Sangrienta. Tras él subió una joven madre, de la edad de Elí, con un bebé lloroso en brazos. Bajo el atracadero, unos pinches de cocina vadeaban las aguas para recoger ranas. Un grupo de novicios de mejillas sonrosadas pasó corriendo en dirección al septrio.
«Debería haber venido cuando tenía su edad —pensó Sam—. Si me hubiera escapado y me hubiera buscado un nombre falso, habría podido desaparecer entre los demás novicios. Así, mi padre podría haber fingido que Dickon era su único hijo. Ni siquiera se habría molestado en buscarme, a menos que me hubiera llevado una mula. Entonces sí que me habría perseguido, pero sólo por la mula.»
Ante el Tribunal del Senescal, los rectores estaban poniendo en la picota a un novicio mayor.
—Ha robado comida de las cocinas —les explicaba uno de ellos a los acólitos que aguardaban para tirar verduras podridas al prisionero.
Todos miraron a Sam con curiosidad cuando pasó a su lado con la capa negra ondeando como una vela.
Al otro lado de las puertas había un vestíbulo con suelo de piedra y ventanas altas rematadas por arcos. Al fondo vio a un hombre de rostro demacrado, sentado en una tarima, que escribía a pluma en un libro. Vestía una túnica de maestre, pero no llevaba cadena al cuello. Sam carraspeó.
—Buenos días.
El hombre alzó la vista, y al parecer, no mereció su aprobación.
—Hueles a novicio.
—Espero serlo pronto. —Sam sacó las cartas que le había dado Jon Nieve—. Venía del Muro con el maestre Aemon, pero murió durante el viaje. Si pudiera hablar con el Senescal...
—¿Tu nombre?
—Samwell. Samwell Tarly.
Lo anotó en el libro y le hizo una seña con la pluma en dirección a un banco situado junto a la pared.
—Siéntate. Te llamarán.
Sam se sentó en el banco.
Llegaron otros hombres. Unos entregaban mensajes y se iban; otros hablaban con el hombre de la tarima, que los invitaba a atravesar la puerta que tenía detrás y subir por una escalera. Otros se sentaban con Sam en los bancos, a la espera de que los llamaran. Unos cuantos de los que fueron llamados habían llegado después que él, estaba casi seguro. La cuarta o la quinta vez que sucedió, se levantó y cruzó la estancia.
—¿Falta mucho?
—El Senescal es muy importante.
—Vengo del Muro.
—Entonces no te importará esperar un poco más. —Señaló con la pluma—. En ese banco de ahí, bajo la ventana.
Sam volvió al banco. Transcurrió otra hora. Llegaron más visitantes. Todos hablaban con el hombre del estrado y esperaban un rato hasta que los hacían pasar. En todo aquel tiempo, el portero ni se molestó en mirar a Sam. En el exterior, la niebla se iba despejando a medida que avanzaba el día; la luz brillante del sol entraba por las ventanas. Sam se distrajo contemplando las motas de polvo que danzaban en los rayos. Se le escapó un bostezo, y luego, otro. Se hurgó una ampolla reventada de la mano, antes de apoyar la cabeza en la pared y cerrar los ojos.
Debió de quedarse adormilado. Lo siguiente que supo fue que el hombre de la tarima gritaba un nombre. Sam se puso en pie, pero volvió a sentarse cuando se dio cuenta de que no era el suyo.
—Tienes que darle una moneda a Lorcas; si no, te tendrá tres días esperando —dijo una voz a su lado—. ¿Qué trae a la Guardia de la Noche a la Ciudadela?
Su interlocutor era un joven esbelto, menudo, atractivo, que vestía unos calzones de piel de cervatillo y una cálida brigantina con tachonaduras de hierro. Tenía la piel del color de la cerveza negra ligera y una mata de prietos rizos negros que terminaba en un pico en el nacimiento del pelo, por encima de los grandes ojos negros.
—El Lord Comandante está restaurando los castillos abandonados —explicó Sam—. Necesitamos más maestres para los cuervos... ¿Has dicho una moneda?
—Bastará con una de cobre. A cambio de un venado de plata, Lorcas te lleva a cuestas a ver al Senescal. Lleva cincuenta años de acólito. Detesta a los novicios, sobre todo a los de noble cuna.
—¿Cómo sabes que soy de noble cuna?
—Igual que tú sabes que soy medio dorniense —le dijo con una sonrisa, con el suave acento de Dorne.
Sam buscó una moneda.
—¿Eres novicio?
—Acólito. Alleras, algunos me llaman Esfinge.
Sam se sobresaltó.
—La esfinge es el acertijo, no la que plantea el acertijo —dijo atropelladamente—. ¿Sabes qué significa eso?
—No. ¿Es un acertijo?
—Eso me gustaría saber a mí. Soy Samwell Tarly. Sam.
—Un placer. ¿Y qué asuntos tiene que tratar Samwell Tarly con el archimaestre Theobald?
—¿Así se llama el Senescal? —preguntó Sam, confuso—. El maestre Aemon dijo que era Norren.
—Hace dos periodos que no. Cada año se elige un nuevo Senescal. El cargo se echa a suertes entre los archimaestres, porque casi todos consideran que es una tarea ingrata que los aparta de su verdadero trabajo. Este año, el archimaestre Walgrave sacó la piedra negra, pero como a veces se le va la cabeza, Theobald se ofreció voluntario para sustituirlo. Es un poco brusco, pero buena persona. ¿Has dicho el maestre Aemon?
—Sí.
—¿Aemon Targaryen?
—Ese fue su nombre, pero todos lo llamábamos maestre Aemon. Murió cuando veníamos en barco hacia el sur. ¿Cómo es que lo conoces?
—¿Cómo no iba a conocerlo? No sólo era el maestre vivo más anciano; también era el hombre más viejo de Poniente. Vivió más historia de la que ha podido aprender el archimaestre Perestan. Podría habernos contado muchas cosas de los reinados de su padre y de su tío. ¿Sabes cuántos años tenía?
—Ciento dos.
—¿Y qué hacía embarcado a su edad?
Sam meditó la pregunta un momento; no sabía hasta qué punto podía revelar la verdad.
«La esfinge es el acertijo, no la que plantea el acertijo.» ¿Sería posible que el maestre Aemon se refiriese a aquel Esfinge? No parecía probable.
—El Lord Comandante Nieve lo envió lejos para salvarle la vida —empezó, titubeante.
Le habló del rey Stannis y de Melisandre de Asshai. No pretendía llegar más allá, pero una cosa llevó a la otra, y acabó hablándole de Mance Rayder y sus salvajes, de la sangre real y de los dragones, y antes de que pudiera darse cuenta le salió todo lo demás: los espectros del Puño de los Primeros Hombres, el Otro a lomos de su caballo muerto, el asesinato del Viejo Oso en el Torreón de Craster, Elí y su fuga, Arbolblanco y Paul el Pequeño, Manosfrías y los cuervos, cómo había llegado Jon a Lord Comandante, la Pájaro Negro, Dareon, Braavos, los dragones que había visto Xhondo en Qarth, la Viento Canela y lo que había susurrado el maestre Aemon cuando se acercaba el fin. Sólo se calló los secretos que había jurado guardar: el de Bran Stark y sus compañeros, y el de los bebés que había intercambiado Jon Nieve.
—Daenerys es la única esperanza —concluyó—. Aemon dijo que la Ciudadela debía enviar a un maestre sin demora, para que vuelva a Poniente con ella antes de que sea demasiado tarde.
Alleras lo escuchó con atención. De cuando en cuando parpadeaba, pero en ningún momento se rió ni lo interrumpió. Cuando Sam terminó, le puso una esbelta mano morena en el brazo.
—Ahórrate la moneda, Sam. Theobald no se va a creer ni la mitad de lo que dices, pero hay otros que tal vez sí. ¿Por qué no vienes conmigo?
—¿Adónde?
—A hablar con un archimaestre.
«Tienes que contárselo, Sam —le había dicho el maestre Aemon—. Tienes que contárselo a los archimaestres.»
—Muy bien. —Siempre podría volver a intentar ver al Senescal al día siguiente, con una moneda en la mano—. ¿Tenemos que ir muy lejos?
—No mucho. A la isla de los Cuervos.
No les hizo falta ningún bote para llegar a la isla de los Cuervos: un destartalado puente levadizo de madera la unía con la orilla este.
—El Grajal es el edificio más viejo de la Ciudadela —le explicó Alleras mientras cruzaban las lentas aguas del Vinomiel—. Se dice que en la Edad de los Héroes era la fortaleza de un señor pirata que se quedaba cruzado de brazos y saqueaba los barcos que navegaban río abajo.
Sam advirtió que las paredes estaban cubiertas de musgo y enredaderas, y que las almenas estaban patrulladas por cuervos, no por arqueros. Nadie vivo recordaba haber visto alzar el puente levadizo.
En el interior del castillo hacía fresco y reinaba la penumbra. Un viejo arciano crecía en el patio, desde que se construyó el edificio. El rostro tallado en el tronco estaba cubierto del mismo musgo violeta que le colgaba de las ramas blanquecinas. Muchas de ellas parecían secas, pero otras tenían aún algunas hojas rojas, y esas eran las favoritas de los cuervos. El árbol estaba lleno de pájaros, y había más en las ventanas rematadas en arco que daban al patio. Los excrementos cubrían todo el suelo. Mientras cruzaban el patio, uno echó a volar, y los demás empezaron a graznarse.
—Las habitaciones del archimaestre Walgrave están en la torre oeste, bajo la pajarera blanca —le dijo Alleras—. Los cuervos blancos y los negros se pelean como dornienses y marqueños, así que hay que tenerlos separados.
—¿Crees que el archimaestre Walgrave entenderá lo que le voy a decir? —preguntó Sam—. Antes has dicho que a veces se le va la cabeza.
—Tiene días buenos y días malos —respondió Alleras—, pero no es a Walgrave a quien vas a ver.
Abrió la puerta de la torre norte y empezó a subir. Sam ascendió por las escaleras en pos de él. Arriba se oían aleteos y murmullos, y de cuando en cuando, un graznido airado, como si los cuervos se quejaran de que los despertaran.
En la parte superior de las escaleras había un joven pálido y rubio, de la edad de Sam, sentado ante una puerta de roble y hierro, mirando atentamente la llama de una vela con el ojo derecho. El izquierdo lo tenía tapado por un mechón de pelo rubio ceniza.
—¿Qué estás buscando? —le preguntó Alleras—. ¿Tu destino? ¿Tu muerte?
El joven rubio apartó la vista de la vela y parpadeó.
—Mujeres desnudas —respondió—. ¿Y este quién es?
—Samwell. Un novicio recién llegado, que viene a ver al Mago.
—La Ciudadela ya no es lo que era —se quejó el rubio—. Hoy en día aceptan a cualquiera. Perros morenos, dornienses, porquerizos, tullidos, imbéciles, y ahora, una ballena vestida de negro. Y yo que creía que los leviatanes eran grises...
Una capa corta a rayas verdes y doradas le cubría un hombro. Era muy atractivo, aunque tenía los ojos taimados y la boca cruel. Sam lo conocía.
—Leo Tyrell. —Sólo con pronunciar el nombre volvió a sentirse como un niño de siete años a punto de mearse en los calzones—. Yo soy Sam, de Colina Cuerno, el hijo de Lord Randyll Tarly.
—¿De verdad? —Leo le echó otro vistazo—. Me imagino que sí. Tu padre nos dijo que habías muerto. ¿O que ojalá hubieras muerto? —Sonrió—. ¿Sigues siendo tan cobarde como siempre?
—No —mintió Sam, tal como Jon le había ordenado—. Fui más allá del Muro y participé en batallas. Me llaman Sam el Mortífero.
Nunca supo por qué lo había dicho. Las palabras se le escaparon sin más.
Leo se echó a reír, pero antes de que pudiera decir nada, se abrió la puerta que tenía a sus espaldas.
—Entra, Mortífero —gruñó el hombre del umbral—. Y tú también, Esfinge. Venga.
—Es el archimaestre Marwyn, Sam —dijo Alleras.
Marwyn llevaba una cadena de diversos metales en torno al grueso cuello. Por lo demás, tenía más aspecto de camorrista portuario que de maestre. Su cabeza era desproporcionadamente grande con relación a su cuerpo, y su manera de proyectarla hacia delante desde los hombros, junto con el recio mentón, hacía que pareciera a punto de matar a alguien. Era bajo y achaparrado, pero con el pecho y los hombros anchos, y una barriga cervecera redonda y dura como la roca, que tensaba los lazos del justillo de cuero que llevaba a modo de túnica. De las orejas y las fosas nasales le salían mechones de pelo blanco. Tenía la frente protuberante, le habían roto la nariz en más de una ocasión, la hojamarga le había dejado los dientes llenos de manchas rojas, y sus manos eran las más grandes que Sam hubiera visto nunca.
El muchacho titubeó, y una de aquellas manazas lo agarró por el brazo y lo obligó a cruzar la puerta. La estancia que había al otro lado era grande y redonda. Había libros y pergaminos por todos lados, esparcidos sobre las mesas y amontonados en el suelo en pilas de seis palmos de alto. Las paredes de piedra estaban cubiertas de tapices descoloridos y mapas desgastados. En la chimenea ardía un fuego que calentaba un caldero de cobre. Fuera lo que fuera lo que había en su interior, olía a quemado. Aparte de aquello, la única luz de la estancia procedía de una vela alta y negra situada en el centro de la habitación.
Tenía un brillo desagradable. Había algo de extraño en ella. La llama no parpadeaba, ni siquiera cuando el archimaestre Marwyn cerró la puerta con tanta fuerza que revolotearon los papeles de una mesa cercana. Además, aquella luz surtía un efecto extraño en los colores. Los blancos eran tan brillantes como la nieve recién caída; el amarillo brillaba como el oro; los rojos se convertían en llamas, pero las sombras eran tan negras que parecían agujeros que horadaban el mundo. Sam se dio cuenta de que no podía apartar la vista. La propia vela medía una vara y era esbelta como un junco, retorcida y estriada, de un negro deslumbrante.
—¿Eso es...?
—¿Obsidiana? —terminó el otro hombre de la estancia, un joven pálido y regordete con los hombros redondos, las manos blandas, los ojos muy juntos y manchas de comida en la túnica.
—Llámalo vidriagón. —El archimaestre Marwyn contempló la vela un instante—. Arde, pero no se consume.
—¿Qué alimenta la llama? —quiso saber Sam.
—¿Qué alimenta el fuego de un dragón? —Marwyn se sentó en un taburete—. Toda la hechicería valyria tenía sus raíces en la sangre o en el fuego. Con una de estas velas de cristal, los hechiceros del Feudo Franco podían ver a través de montañas, mares y desiertos. Eran capaces de entrar en los sueños de las personas y provocarles visiones; podían mantener conversaciones aunque estuvieran a medio mundo de distancia, sentados ante sus velas. ¿No te parece que eso sería útil, Mortífero?
—Así no nos harían falta los cuervos.
—Sólo después de las batallas. —El archimaestre sacó una hojamarga de un fardo, se la metió en la boca y la empezó a masticar—. Cuéntame todo lo que le dijiste a nuestra esfinge dorniense. Ya sé buena parte, y también cosas que ignoras, pero quizá se me haya escapado algún detalle.
No era un hombre al que se le pudiera negar nada. Sam titubeó un momento y volvió a relatar toda su historia a Marwyn, a Alleras y al otro novicio.
—El maestre Aemon creía que la profecía se ha cumplido en Daenerys Targaryen. En ella, no en Stannis, ni en el príncipe Rhaegar, ni en el principito al que estamparon contra una pared.
—Nacido de la sal y el humo, bajo una estrella sangrante. Ya conozco la profecía. —Marwyn giró la cabeza y escupió una flema roja—. No digo que me parezca fidedigna, claro. Como escribió Gorghan del Antiguo Ghis, una profecía es como una mujer traicionera: te la chupa, gimes de placer, y piensas «Qué bien, qué maravilla, cómo me gusta...». Y de repente aprieta los dientes, y los gemidos se transforman en gritos. Gorghan decía que esa era la naturaleza de las profecías: te arrancan la polla de un mordisco en cuanto te descuidas. —Siguió masticando—. Aun así...
Alleras dio un paso para situarse junto a Sam.
—Aemon habría ido con ella si no le hubieran fallado las fuerzas. Quería que le enviásemos un maestre para que la aconsejara y la protegiera, para que la trajera sana y salva.
—¿De verdad? —El archimaestre Marwyn se encogió de hombros—. Pues menos mal que murió antes de llegar a Antigua. Si no, puede que el rebaño gris hubiera tenido que matarlo, y los pobres viejos lo habrían pasado fatal.
—¿Matarlo? —se escandalizó Sam—. ¿Por qué?
—Si te lo digo, tal vez tengan que matarte a ti también. —Marwyn le dedicó una sonrisa espantosa; los jugos de la hojamarga le corrían entre los dientes—. ¿Quién crees que mató a todos los dragones la última vez? ¿Galantes matadragones con sus espadas? —Escupió—. En el mundo que está construyendo la Ciudadela no hay lugar para la hechicería, las profecías ni las velas de cristal, y mucho menos para los dragones. ¿No te preguntas por qué se permitió que Aemon Targaryen desperdiciara su vida en el Muro, cuando tendría que haber sido archimaestre por derecho? Por su sangre. No se podía confiar en él. Ni en mí.
—¿Qué vais a hacer? —quiso saber Alleras.
—Iré a la bahía de los Esclavos en lugar de Aemon. La nave cisne en que ha venido el Mortífero me servirá perfectamente. El rebaño gris enviará a su hombre en una galera, sin duda. Si tengo buenos vientos, yo llegaré antes. —Marwyn miró otra vez a Sam y frunció el ceño—. En cuanto a ti... Tienes que quedarte y forjarte una cadena. Yo en tu lugar me daría prisa. Llegará un momento en que harás falta en el Muro. —Se volvió hacia el novicio de rostro carnoso—. Búscale una celda seca a Mortífero. Dormirá aquí y te ayudará a cuidar de los cuervos.
—Pero... pero... pero... —farfulló Sam—, los otros archimaestres... El Senescal... ¿Qué les digo?
—Diles lo sabios y bondadosos que son. Diles que Aemon te ordenó que te pusieras en sus manos. Diles que siempre has soñado con el día en que te permitieran colgarte la cadena y servir, que el servicio es el honor más alto, y la obediencia, la virtud más elevada. Pero no digas nada de profecías ni de dragones, a menos que te gusten las gachas con veneno. —Marwyn cogió una sucia capa de cuero que colgaba de un clavo, junto a la puerta, y se la abrochó—. Cuídamelo, Esfinge.
—Lo haré —respondió Alleras, pero el archimaestre ya se había marchado.
Oyeron sus pisadas escaleras abajo.
—¿Adónde va? —preguntó Sam, asombrado.
—A los muelles. El Mago no es de los que pierden el tiempo. —Alleras sonrió—. Tengo que confesarte una cosa: nuestro encuentro no fue casual, Sam. El Mago me envió a pescarte antes de que hablaras con Theobald. Sabía que venías.
—¿Cómo?
Alleras señaló la vela de cristal.
Sam contempló un momento la extraña llama clara, y después parpadeó y apartó la vista. Al otro lado de la ventana empezaba a oscurecer.
—Hay una celda desocupada bajo la mía, en la torre oeste, con unas escaleras que llevan a las estancias de Walgrave —dijo el joven de la cara regordeta—. Si no te molestan los graznidos de los cuervos, tiene buenas vistas al Vinomiel. ¿Te parece bien?
—Me imagino que sí.
En algún sitio tenía que dormir.
—Te llevaré unas mantas de lana. Por culpa de las paredes de piedra hace frío por las noches, incluso aquí.
—Te lo agradezco. —El chico pálido y blando tenía algo que no le gustaba, pero no quería parecer descortés—. De verdad, no me llamo Mortífero. Soy Sam. Samwell Tarly.
—Yo me llamo Pate —respondió—. Como el porquerizo.

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