28 de febrero de 2008

30 - Jaime


JAIME


Los campos que se extendían tras las murallas de Darry se volvían a cultivar. Los arados habían enterrado las cosechas quemadas, y los exploradores de Ser Addam informaban de haber visto a mujeres escardando los surcos mientras una yunta rompía nuevos terrones al borde de un bosque cercano. Una docena de hombres barbudos con hachas velaba por su seguridad mientras trabajaban.
Cuando Jaime y su columna llegaron al castillo, ya se habían refugiado todos tras sus murallas. Se encontró cerradas las puertas de Darry, igual que se había encontrado las de Harrenhal.
«Fría bienvenida para ser de mi sangre.»
—Haced sonar el cuerno —ordenó.
Ser Kennos de Kayce descolgó el Cuerno de Herrock y lo tocó. Mientras aguardaba a que respondieran los ocupantes del castillo, Jaime se fijó en el estandarte marrón y carmesí que ondulaba en la barbacana de su primo. Al parecer, Lancel había cuartelado el león de Lannister con el labrador de Darry. Vio la mano de su tío en aquello, al igual que en la esposa elegida para Lancel. La Casa Darry había gobernado en aquellas tierras desde que los ándalos expulsaron a los primeros hombres. Sin duda, Ser Kevan se había dado cuenta de que los campesinos aceptarían mejor a su hijo si lo consideraban una continuación de la antigua estirpe, si poseía aquellas tierras por derecho de matrimonio, no por decreto real.
«Kevan debería ser la Mano de Tommen. Harys Swyft es un inútil, y si mi hermana no se da cuenta, es porque se ha vuelto idiota.»
Las puertas del castillo empezaron a abrirse.
—Mi primo no tendrá sitio para acoger a un millar de hombres —le dijo Jaime a Jabalí—. Montaremos campamento al pie de la muralla oeste. Quiero zanjas y estacas en el perímetro; aún quedan bandidos por aquí.
—Tendrían que estar locos para atacar a un ejército como el nuestro.
—O muertos de hambre. —Mientras no tuviera una idea aproximada de las fuerzas con que contaban los bandidos, no estaba dispuesto a correr el menor riesgo con sus defensas—. Zanjas y estacas —repitió antes de espolear a Honor hacia la puerta.
Ser Dermont cabalgaba a su lado con el estandarte real del venado y el león, y Ser Hugo Vance, con el blanco de la Guardia Real. Jaime le había encomendado a Ronnet el Rojo la misión de llevar a Wylis Manderly a Poza de la Doncella, para no tener que volver a verle la cara.
Pia cabalgaba con los escuderos de Jaime, a lomos de un caballo castrado que le había conseguido Peck.
—Parece un castillo de juguete —le oyó decir Jaime.
«No ha conocido más hogar que Harrenhal —reflexionó—. Todos los castillos del reino, excepto la Roca, le van a parecer pequeños.»
Josmyn Peckleton estaba comentando lo mismo.
—No podéis compararlo con Harrenhal. Harren el Negro lo construyó demasiado grande.
Pia escuchó con la solemnidad de una niña de cinco años que atendiera a las lecciones de su septa.
«Y eso es, una niñita en el cuerpo de una mujer, herida y asustada.» Pero Peck se había encariñado con ella. Jaime sospechaba que el chico no había estado nunca con una mujer, y Pia seguía siendo bastante bonita, siempre que mantuviera la boca cerrada. «En fin, no tiene nada de malo que se acuesten, mientras a ella le parezca bien.»
Uno de los hombres de la Montaña había intentado violarla en Harrenhal, y cuando Jaime ordenó a Ilyn Payne que lo decapitara, su perplejidad había parecido sincera.
—Ya me la he tirado cien veces —repetía sin cesar mientras lo obligaban a arrodillarse—. Cien veces, mi señor. Igual que todos.
Cuando Ser Ilyn le entregó su cabeza a Pia, la muchacha mostró los dientes destrozados al sonreír.
Darry había cambiado de mano varias veces durante las batallas; el castillo ardió en una ocasión y lo saquearon al menos dos veces, pero al parecer, Lancel se había apresurado a arreglarlo todo. Las puertas eran nuevas: grandes planchas de roble reforzadas con clavos de hierro. Se estaba erigiendo un establo nuevo sobre los restos quemados del anterior. Habían sustituido los escalones de acceso al edificio principal, así como los postigos de muchas ventanas. Las piedras ennegrecidas delataban los lugares donde las habían lamido las llamas, pero el tiempo y las lluvias las limpiarían.
Dentro de las murallas, los ballesteros patrullaban por los baluartes, unos con capa color carmesí y yelmo con cimera en forma de león, y otros vestidos con el azul y el gris de la Casa Frey. Cuando Jaime cruzó el patio al trote, las gallinas huyeron bajo los cascos de Honor, las ovejas balaron y los campesinos le lanzaron miradas hoscas.
«Campesinos armados», no pudo dejar de advertir. Unos llevaban guadañas; otros, cayados; otros, azadones bien afilados. También se veían hachas, y divisó a varios hombres barbudos con estrellas rojas de siete puntas cosidas a las túnicas sucias y andrajosas.
«Joder, más gorriones. ¿De dónde salen tantos?»
De quien no vio rastro fue de su tío Kevan. Ni de Lancel. El único que salió a recibirlo fue un maestre con una túnica gris que el viento le enredaba en las piernas flacas.
—Lord Comandante, para Darry es un honor esta visita tan... inesperada. Perdonad que no hayamos hecho ningún preparativo; teníamos entendido que ibais directamente a Aguasdulces.
—Darry me cogía de camino —mintió Jaime. «Aguasdulces puede esperar.» Y si por casualidad acababa el asedio antes de que llegara al castillo, se ahorraría tener que alzar las armas contra la Casa Tully. Desmontó y le tendió a un mozo de cuadras las riendas de Honor—. ¿Está mi tío?
No dijo su nombre. Ser Kevan era el único tío que le quedaba, el único hijo superviviente de Tytos Lannister.
—No, mi señor. Ser Kevan nos dejó después de la boda. —El maestre se tironeó de la cadena, como si de repente le apretara demasiado—. Sé que Lord Lancel se alegrará mucho de veros, y también a... A vuestros galantes caballeros. Aunque lamento confesaros que Darry no puede dar de comer a tantos hombres.
—Traemos provisiones. ¿Quién sois?
—El maestre Ottomore, si a mi señor le parece bien. Lady Amerei habría querido recibiros en persona, pero está supervisando los preparativos del banquete que se celebrará en vuestro honor. Espera que compartáis la mesa con nosotros: vos y vuestros principales caballeros y capitanes.
—Una comida caliente será muy de agradecer. —Los días se habían vuelto fríos y húmedos. Jaime echó un vistazo al patio, a los rostros barbudos de los gorriones. «Son demasiados. Y también hay demasiados Frey»—. ¿Dónde está Peñafuerte?
—Nos ha llegado información de que hay bandidos más allá del Tridente. Ser Harwyn ha ido a encargarse de ellos con cinco caballeros y veinte arqueros.
—¿Y Lord Lancel?
—Está rezando. Su Señoría ha ordenado que no lo molestemos nunca durante sus oraciones.
«Ser Bonifer y él se llevarían bien.»
—De acuerdo. —Ya tendría tiempo más tarde de hablar con su primo—. Llevadme a mis aposentos, y que me preparen un baño.
—Si a mi señor le parece bien, os hemos alojado en el Torreón del Labrador. Os indicaré el camino.
—Ya sé por dónde es.
Jaime conocía aquel castillo. Cersei y él habían estado allí como invitados en dos ocasiones: una vez con Robert, de camino a Invernalia, y otra vez cuando regresaban a Desembarco del Rey. Como castillo era muy pequeño, pero más grande que una posada, y a lo largo del río había caza abundante. A Robert Baratheon nunca le había importado abusar de la hospitalidad de sus vasallos.
El torreón estaba casi como lo recordaba.
—No hay nada en las paredes —observó Jaime mientras el maestre y él recorrían una galería.
—Lord Lancel quiere colgar tapices algún día —dijo Ottomore—. Escenas piadosas y devotas.
«Piadosas y devotas.» Tuvo que contenerse para no soltar una carcajada. Las paredes también habían estado desnudas durante su primera visita. Tyrion se había fijado en los cuadrados de piedra más oscura, allí donde en otros tiempos colgaban los tapices. Ser Raymun los había retirado, pero no había podido eliminar las marcas. Más tarde, el Gnomo le dio un puñado de venados a un sirviente de Darry a cambio de la llave de la cripta donde estaban escondidos los tapices. Se los mostró sonriente a Jaime a la luz de una vela: retratos tejidos de todos los reyes Targaryen, desde el primer Aegon hasta el segundo Aenys.
—Si se lo digo a Robert, puede que me nombre a mí señor de Darry —dijo el enano entre risitas.
El maestre Ottomore llevó a Jaime a la parte superior del torreón.
—Espero que os encontréis cómodo aquí, mi señor. Hay una letrina, para cuando sintáis la llamada de la naturaleza. Vuestra ventana da al bosque de dioses. El dormitorio está junto al de la señora, separado por la celda de un sirviente.
—Estas eran las habitaciones de Lord Darry.
—Sí, mi señor.
—Mi primo es demasiado amable. No era mi intención echar a Lancel de su propio dormitorio.
—Lord Lancel duerme en el septo.
«¿Duerme con la Madre y la Doncella, teniendo una esposa cálida al otro lado de la puerta?» Jaime no sabía si reír o llorar. «A lo mejor reza por que se le ponga dura la polla. —En Desembarco del Rey se rumoreaba que las heridas habían dejado impotente a Lancel—. Pero debería tener el sentido común de intentarlo.» El dominio de su primo en sus nuevas tierras no sería firme hasta que engendrara un hijo con su esposa medio Darry. Jaime empezaba a lamentar el impulso que lo había llevado allí. Le dio las gracias a Ottomore, le recordó lo del baño y le pidió a Peck que lo acompañara a la puerta.
El dormitorio del señor había cambiado desde su última visita, y no para mejor. El suelo estaba cubierto de juncos mohosos, en lugar de la hermosa alfombra myriense que recordaba, y todos los muebles eran nuevos y rudimentarios. La cama de Raymun Darry era suficientemente grande para que durmieran seis personas, con cortinajes de terciopelo y postes de roble tallados en forma de hojas y enredaderas; la de Lancel era un catre de paja mal repartida, situado bajo la ventana para que la primera luz del día lo despertara sin remedio. Sin duda, la otra cama había ardido, o la habían destrozado o robado, pero aun así...
Cuando llegó la bañera, Lew el Pequeño le quitó las botas a Jaime y lo ayudó a quitarse también la mano de oro. Peck y Garrett acarrearon agua, y Pia le buscó ropa limpia para que asistiera a la cena. La chica lo miró con timidez mientras desdoblaba el jubón. Jaime era incómodamente consciente de las curvas de sus caderas y sus pechos bajo el vestido de lana basta. No pudo evitar recordar las cosas que le había susurrado Pia en Harrenhal la noche en que Qyburn la envió a su cama.
«A veces, cuando estoy con un hombre, cierro los ojos para imaginarme que a quien tengo encima es a vos», había dicho.
Se alegró de que el agua de la bañera fuera suficiente para ocultar su erección. En medio del vapor recordó otro baño, el que había compartido con Brienne. Estaba febril y débil por la perdida de sangre, y el calor lo mareó tanto que acabó diciendo cosas que habría debido callar. En aquella ocasión no tenía excusa.
«Recuerda tus votos. Pia es más apropiada para la cama de Tyrion que para la tuya.»
—Tráeme jabón y un cepillo de cerdas duras —le dijo a Peck—. Pia, ya te puedes retirar.
—Sí, mi señor. Gracias, mi señor. —Se tapaba la boca al hablar, para ocultar los dientes rotos.
—¿La deseas? —le preguntó Jaime a Peck cuando salió la chica. El escudero se puso rojo como una remolacha—. Si ella te acepta, tómala. Te enseñará unas cuantas cosas que te resultarán útiles en tu noche de bodas, seguro, y no es probable que te dé un bastardo. —Pia se había abierto de piernas para la mitad del ejército de su padre y nunca se había quedado embarazada; probablemente fuera estéril—. Pero si te acuestas con ella, sé bueno.
—¿Bueno, mi señor? ¿Cómo...? ¿Cómo se...?
—Palabras cariñosas. Caricias suaves. No te vas a casar con ella, pero mientras estéis en la cama, debes tratarla como si fuera tu esposa.
El chico asintió.
—Mi señor... ¿Adónde la llevo? Nunca hay un lugar donde... Donde...
—¿Donde estar a solas? —Jaime sonrió—. La cena durará varias horas. Esta paja está llena de bultos, pero te bastará.
Peck abrió los ojos como platos.
—¿En la cama de mi señor?
—Si Pia sabe lo que hace, tú también te sentirás como un señor cuando termines. —«Y más vale que alguien aproveche ese patético colchón de paja.»
Aquella noche, cuando bajó al banquete, Jaime Lannister lucía un jubón de terciopelo rojo con bordados de hilo de oro, y una cadena dorada cuajada de diamantes negros. Se había puesto también la mano de oro, tan bruñida que resplandecía. No era el lugar adecuado para vestir las prendas blancas. El deber lo aguardaba en Aguasdulces; lo que lo había llevado allí era una necesidad más sombría.
El salón principal de Darry sólo tenía de principal el nombre. Estaba abarrotado de pared a pared de mesas montadas en caballetes, y las vigas del techo estaban ennegrecidas por el humo. A Jaime le habían asignado un asiento en el estrado, a la derecha de la silla vacía de Lancel.
—¿No cenará mi primo con nosotros? —preguntó mientras tomaba asiento.
—Mi señor prefiere ayunar —respondió Lady Amerei, la esposa de Lancel—. Está contrito de dolor por la muerte del pobre Septón Supremo.
Era una muchacha robusta, de piernas largas y pechos turgentes, de unos dieciocho años; parecía saludable y atractiva, aunque el rostro anguloso y de mentón huidizo le recordaba el de su difunto y nada llorado primo Cleos, que en su opinión siempre había tenido pinta de comadreja.
«¿Ayunando? Es aún más idiota de lo que me temía.» Su primo debería concentrarse en poner un pequeño heredero con cara de comadreja en la barriga de la viuda, y no en matarse de hambre. ¿Qué pensaría Ser Kevan del reciente fervor de su hijo? ¿Sería ese el motivo de su repentina partida?
Ante los cuencos de judías con panceta, Lady Amerei habló a Jaime de su primer esposo, de cómo lo había matado Ser Gregor Clegane cuando todavía luchaban en el bando de Robb Stark.
—Le supliqué que no fuera, pero mi Pate era tan valiente... Me juró que sería él quien matara a ese monstruo. Quería labrarse la fama, hacerse un nombre.
«Lo mismo que queremos todos.»
—Cuando era escudero me decía que yo sería quien matara al Caballero Sonriente.
—¿El Caballero Sonriente? —preguntó desconcertada.
«La Montaña de mi infancia. La mitad de corpulento, pero el doble de loco.»
—Un bandido que murió hace mucho. Nadie que deba preocuparos, mi señora.
A Amerei le temblaban los labios. Las lágrimas le brotaron de los ojos marrones.
—Por favor, disculpad a mi hija —dijo una mujer de más edad. Lady Amerei había llegado a Darry con una docena de miembros de la familia Frey: una hermana, un tío, un tío segundo, varios primos... Y su madre, Darry de soltera—. Aún llora la muerte de su padre.
—Lo mataron los bandidos —sollozó Lady Amerei—. Sólo había ido a pagar el rescate de Petyr Espinilla. Les llevó el oro que pedían, pero aun así lo colgaron.
—Lo ahorcaron, Ami. Que tu padre no era un tapiz. —Lady Mariya se volvió hacia Jaime—. Tengo entendido que lo conocisteis, ser.
—Servimos juntos como escuderos en Crakehall. —No iba a llegar hasta el punto de decir que habían sido amigos. Cuando llegó Jaime, Merrett Frey era el matón del castillo: se dedicaba a intimidar a los chicos más jóvenes. «Luego trató de intimidarme a mí»—. Era... muy fuerte. —Fue la única alabanza que se le ocurrió. Merrett había sido lento, torpe e idiota, pero sí, fuerte.
—Luchasteis juntos contra la Hermandad del Bosque Real —Lady Amerei sorbió por la nariz—. Mi padre me contaba muchas anécdotas.
«Querrás decir que se jactaba y mentía.»
—Así fue.
Las principales aportaciones de Frey a la lucha habían consistido en permitir que una vivandera le pegara la viruela y dejarse capturar por la Gacela Blanca. La reina de los bandidos le había grabado su blasón a fuego en las nalgas antes de pedir un rescate y devolvérselo a Sumner Crakehall. Merrett no pudo sentarse en quince días, aunque Jaime dudaba que el hierro al rojo fuera la mitad de desagradable que las pullas que le hicieron aguantar los otros escuderos cuando volvió.
«Los niños son las criaturas más crueles del mundo.» Pasó la mano dorada en torno a la copa de vino y la alzó.
—Brindo por Merrett —dijo. Le costaba menos beber en su honor que hablar de él.
Tras el brindis, Lady Amerei dejó de llorar, y la conversación de la mesa se centró en los lobos, los de cuatro patas. Según Ser Danwell Frey había más que nunca, más incluso de los que recordaba su abuelo.
—No tienen ningún miedo al hombre. Una manada atacó nuestra caravana de provisiones cuando bajábamos de Los Gemelos. Los arqueros tuvieron que matar a una docena antes de que los demás huyeran.
Ser Addam Marbrand reconoció que su columna se había enfrentado a problemas parecidos en el camino desde Desembarco del Rey.
Jaime se concentró en la comida que tenía delante: arrancaba pedazos de pan con la mano izquierda y cogía la copa de vino con la derecha. Observó como Addam Marbrand encandilaba a la chica que tenía al lado y como Steffon Swift recreaba la batalla por Desembarco del Rey con trozos de pan, nueces y zanahorias. Ser Kennos sentó en el regazo a una criada y le pidió que le acariciara el cuerno, mientras Ser Dermont deleitaba a unos cuantos escuderos con historias de caballería en la selva. Más allá, en la misma mesa, Hugo Vance había cerrado los ojos.
«Estará meditando sobre los misterios de la vida —pensó Jaime—. O echando una cabezadita entre plato y plato».
Se volvió hacia Lady Mariya.
—Esos bandidos que mataron a vuestro marido, ¿eran de la banda de Lord Beric?
—Eso pensamos en un primer momento. —Lady Mariya tenía el pelo salpicado de canas, pero seguía siendo atractiva—. Los asesinos se dispersaron tras salir de Piedrasviejas. Lord Vypren siguió a un grupo hasta Buenmercado, pero allí le perdió la pista. Walder el Negro llevó cazadores y sabuesos a Pantano de la Bruja en busca de los demás. Los campesinos negaron haberlos visto, pero cuando el interrogatorio se hizo más enérgico, cantaron otra canción. Hablaron de un hombre tuerto, de otro que vestía una capa amarilla... y de una mujer que también lleva capa, con la capucha siempre calada.
—¿Una mujer? —Lo normal habría sido que la Gacela Blanca hubiera servido de escarmiento a Merrett en cuestión de bandidas—. En la Hermandad del Bosque Real también había una mujer.
—He oído hablar de ella. —«Y cómo no —parecía dar a entender su tono—, si dejó su marca en mi marido»—. Dicen que la Gacela Blanca era joven y hermosa. Esa mujer encapuchada no es lo uno ni lo otro. Los campesinos nos dijeron que tiene el rostro destrozado, lleno de cicatrices, y que sus ojos son espantosos. También dicen que está al mando de los bandidos.
—¿Al mando? —A Jaime le costaba creerlo—. Beric Dondarrion y el sacerdote rojo...
—A ellos no los vieron. —Lady Mariya parecía segura.
—Dondarrion está muerto —dijo Jabalí—. La Montaña le clavó un cuchillo en el ojo; algunos de nuestros hombres lo presenciaron.
—Esa es una de las versiones que corren —aportó Addam Marbrand—. Según otras, no hay nada que pueda matar a Lord Beric.
—Ser Harwyn dice que todas son mentira. —Lady Amerei se enredó una trenza en torno a un dedo—. Me ha prometido la cabeza de Lord Beric. Es muy galante. —Empezaba a sonrojarse por debajo de las lágrimas.
Jaime pensó en la cabeza que había regalado a Pia. Casi le parecía oír la risita de su hermano pequeño. «¿Qué ha sido de la costumbre de regalar flores a las mujeres?», habría preguntado Tyrion. También habría dado con unos cuantos adjetivos con los que calificar a Harwyn Plumm, pero galante no se habría encontrado entre ellos. Los hermanos Plumm eran tipos rechonchos y corpulentos, de cuello grueso y rostro enrojecido, jaraneros y procaces, siempre dispuestos a reír, a pelear y a perdonar. Harwyn eran otro tipo de Plumm: de ojos duros, taciturno y rencoroso, y cuando tenía la maza en la mano, mortífero. Un hombre ideal para ponerlo al mando de una guarnición, pero no para amarlo.
«Aunque quizá...» Jaime miró a Lady Amerei.
Los criados estaban sirviendo el plato principal, lucio con costra de hierbas y frutos secos picados. La esposa de Lancel lo cató, dio su aprobación y ordenó que sirvieran la primera porción a Jaime. Cuando le pusieron el pescado delante, se inclinó para salvar el espacio que su marido había dejado vacío y le tocó la mano dorada.
—Vos podríais matar a Lord Beric, Ser Jaime. Matasteis al Caballero de la Sonrisa. Os lo suplico, mi señor, quedaos y ayudadnos con Lord Beric y con el Perro. —Los dedos níveos acariciaron los dorados.
«¿Acaso cree que lo noto?»
—Fue la Espada del Amanecer quien mató al Caballero Sonriente, mi señora. Ser Arthur Dayne, mucho mejor caballero que yo. —Jaime apartó los dedos dorados y se volvió una vez más hacia Lady Mariya—. ¿Hasta dónde rastreó Walder el Negro a esa mujer encapuchada y a sus hombres?
—Los sabuesos volvieron a dar con el rastro al norte del Pantano de la Bruja —respondió la dama—. Walder nos asegura que estaban a apenas medio día de distancia cuando desaparecieron en el Cuello.
—Ojalá se pudran ahí —declaró Ser Kennos con tono alegre—. Si los dioses son bondadosos, las arenas movedizas los engullirán, o si no, los devorarán los lagartos león.
—O los acogerán los comerranas —apuntó Ser Danwell Frey—. Los lacustres son capaces de dar refugio a los bandidos.
—Ojalá fueran sólo ellos —apuntó Lady Mariya—. Algunos señores de los ríos también son uña y carne con los hombres de Lord Beric Dondarrion.
—Y el pueblo —sorbió su hija—. Ser Harwyn dice que los esconden y les dan comida, y que cuando les preguntan por dónde se han ido, mienten. ¡Mienten a sus propios señores!
—Cortadles la lengua —apremió Jabalí.
—Sí, así será más fácil que os respondan —dijo Jaime—. Si queréis que os ayuden, antes tenéis que conseguir que os aprecien. Así lo consiguió Arthur Dayne cuando cabalgó contra la Hermandad del Bosque Real. Pagaba a los aldeanos la comida que tomábamos, planteaba sus querellas ante el rey Aerys, amplió las tierras de pasto en torno a sus pueblos y hasta les consiguió el derecho de talar cierto número de árboles al año y cazar unos pocos ciervos del rey en otoño. La gente de los bosques había confiado en Toyne para que la defendiera, pero Ser Arthur hizo por ella mucho más que la Hermandad, y así se la ganó para nuestro bando. El resto fue sencillo.
—El Lord Comandante habla con sabiduría —dijo Lady Mariya—. Nunca nos libraremos de esos bandidos a menos que el pueblo llegue a apreciar a Lancel tanto como apreció a mi padre y a mi abuelo.
Jaime echó un vistazo a la silla vacía de su primo.
«Pues Lancel no se va a ganar ese aprecio a base de oraciones.»
Lady Amerei hizo un puchero.
—Os lo ruego, Ser Jaime, no nos abandonéis. Mi señor os necesita, y yo también. Corren tiempos aterradores. Hay noches en que el miedo no me deja dormir.
—Mi lugar está con el rey, mi señora.
—Vendré yo —se ofreció Jabalí—. Cuando acabemos en Aguasdulces, tendré ganas de más batalla. No es que Beric Dondarrion vaya a ser mucho rival. Lo recuerdo de antiguos torneos. Un muchacho guapo con una capa bonita. Menudo e inexperto.
—Eso fue antes de que muriese —dijo el joven Arwood Frey—. Según dice la gente, la muerte lo ha cambiado. Es posible matarlo, pero no se queda muerto. ¿Cómo se lucha contra alguien así? Y luego está el Perro. Asesinó a veinte hombres en Salinas.
Jabalí soltó una carcajada.
—Serían veinte taberneros gordos. O veinte criados que se mearon en los calzones. O veinte hermanos mendicantes armados con cuencos. No veinte caballeros. No a mí.
—En Salinas hay un caballero —insistió Ser Arwood—. Se escondió tras sus murallas mientras Clegane y sus perros rabiosos asolaban la ciudad. No habéis visto lo que hizo, ser. Yo sí. Cuando llegaron los informes a Los Gemelos, baje a caballo con Harys Haigh y su hermano Donnel, junto con un centenar de arqueros y soldados. Creíamos que era cosa de Lord Beric y esperábamos dar con su rastro. Lo único que queda de Salinas es el castillo; Ser Quincy estaba tan asustado que no nos abrió las puertas; sólo habló a gritos con nosotros desde las almenas. Lo demás eran huesos y cenizas. Una ciudad entera. El Perro pasó los edificios por la antorcha y a sus habitantes por la espada, y se marchó riéndose. Las mujeres... No os creeríais lo que hizo con algunas de las mujeres. No pienso hablar de eso en la mesa. Me entraron náuseas sólo con verlo.
—Yo lloré al enterarme —dijo Lady Amerei.
Jaime bebió un trago de vino.
—¿Por qué estáis tan seguros de que fue el Perro? —Lo que describían parecía más propio de Gregor que de Sandor. Sandor siempre había sido despiadado, desde luego, pero el verdadero monstruo de la Casa Clegane era su hermano.
—Lo vieron —señaló Ser Arwood—. Ese yelmo que lleva es inconfundible e inolvidable, y unos cuantos sobrevivieron para contarlo. La niña a la que violó, unos chiquillos que se escondieron, una mujer que encontraron atrapada bajo una viga, los pescadores que vieron la carnicería desde sus botes...
—No lo llaméis carnicería —pidió Lady Mariya en voz baja—. Es un insulto para los carniceros honrados. Lo de Salinas fue obra de una bestia disfrazada de ser humano.
«Vivimos en tiempos de bestias —reflexionó Jaime—. De leones, lobos y perros rabiosos; de grajos y cuervos carroñeros.»
—Cuánta maldad. —Jabalí se volvió a llenar la copa—. Lady Mariya, Lady Amerei, vuestra aflicción me ha conmovido. Os doy mi palabra; en cuanto caiga Aguasdulces, volveré para dar caza al Perro y lo mataré en vuestro nombre. No me dan miedo los chuchos.
«Este debería daros miedo.» Los dos hombres eran fuertes y corpulentos, pero Sandor Clegane era mucho más rápido, y luchaba con una brutalidad con la que Lyle Crakehall no podía rivalizar.
Lady Amerei, en cambio, se mostró encantada.
—Sois un verdadero caballero, Ser Lyle, al acudir en auxilio de una dama en apuros.
«Al menos no ha dicho doncella.» Jaime fue a coger la copa, pero la derribó sin querer. El mantel de lino absorbió el vino. Sus compañeros fingieron no darse cuenta de como se extendía la mancha roja. «Cortesía de mesa noble», se dijo, pero tenía el mismo sabor que la compasión. Se levantó bruscamente.
—Disculpadme, por favor, mis señoras.
Lady Amerei puso cara de desolación.
—¿Ya nos dejáis? Aún faltan el venado y los capones rellenos de puerros y setas.
—No me cabe duda de que todo estará delicioso, pero no podría comer un bocado más. Tengo que ver a mi primo.
Jaime hizo una reverencia y los dejó comiendo.
En el patio también había hombres comiendo. Los gorriones se habían reunido en torno a una docena de hogueras para calentarse las manos mientras las salchichas chisporroteaban encima de las llamas. Debían de ser un centenar.
«Bocas inútiles.» Jaime se preguntó cuántas salchichas tendría en reserva su primo, y cómo pensaba dar de comer a los gorriones cuando se acabaran. «Como no consigan una cosecha, en invierno acabarán comiendo ratas.» Y, tan avanzado el otoño, había pocas posibilidades de que lo lograran.
El septo estaba en el patio del castillo. Era una edificación sin ventanas, de siete paredes, con puertas de madera labrada y techo de tejas. Había tres gorriones sentados en las escaleras de la entrada. Se levantaron al ver acercarse a Jaime.
—¿Adónde vais, mi señor? —preguntó el más menudo de los tres, que también era el más barbudo.
—Adentro.
—Su Señoría está rezando.
—Su Señoría es mi primo.
—Bueno, mi señor —intervino otro gorrión, un hombretón calvo con una estrella de siete puntas pintada encima de un ojo—, en tal caso, imagino que no querréis distraer a vuestro primo de sus oraciones.
—Lord Lancel está suplicando al Padre que lo guíe —aportó el tercer gorrión, el que no tenía barba. Jaime había pensado que era un muchacho, pero por la voz delató su condición de mujer, aunque vistiera harapos informes y restos de armadura—. Reza por el alma del Septón Supremo y por las de todos los que han muerto.
—Mañana seguirán muertos —respondió Jaime—. El Padre tiene más tiempo que yo. ¿Sabéis quién soy?
—Algún señor —dijo el hombre de la estrella en la frente.
—Algún tullido —dijo el menudo de la barba espesa.
—El Matarreyes —dijo la mujer—, pero nosotros no somos reyes, sólo Clérigos Humildes, y no podéis entrar a menos que lo diga Su Señoría. —Cogió un garrote con púas, y el hombre menudo alzó un hacha.
Las puertas se abrieron a sus espaldas.
—Dejad pasar en paz a mi primo, amigos —dijo Lancel con voz suave—. Lo estaba esperando.
Los gorriones se apartaron.
Lancel le pareció aún más delgado que en Desembarco del Rey. Iba descalzo, vestido con una sencilla túnica de lana basta sin teñir con la que parecía más un mendigo que un señor. Se había afeitado la coronilla, pero la barba le había crecido un poco. Llamarla pelusa de melocotón habría sido insultar a los melocotones. Casaba mal con el pelo canoso que le rodeaba las orejas.
—Joder, primo, ¿has perdido el juicio? —le preguntó Jaime cuando se quedaron a solas en el septo.
—Prefiero decir que he encontrado la fe.
—¿Dónde está tu padre?
—Se ha ido. Nos peleamos. —Lancel se arrodilló ante el altar de su otro Padre—. ¿Quieres rezar conmigo, Jaime?
—Si rezo mucho, ¿el Padre me dará otra mano?
—No, pero el Guerrero te dará valor, el Herrero te prestará fuerzas y la Vieja te guiará hacia la sabiduría.
—Lo que necesito es una mano. —Los siete dioses se cernían imponentes desde sus altares tallados; la madera oscura brillaba a la luz de las velas. Un tenue olor a incienso impregnaba el aire—. ¿Duermes aquí abajo?
—Cada noche me preparo la cama bajo un altar diferente, y los Siete me envían visiones.
Baelor el Santo también había tenido visiones. «Sobre todo cuando ayunaba.»
—¿Cuánto tiempo hace que no comes?
—Mi fe es toda la nutrición que necesito.
—La fe es como las gachas: está mejor con leche y miel.
—Soñé que ibas a venir. En mi sueño sabías qué había hecho, cómo había pecado. Y me matabas.
—Es más probable que te mates tú solo con tanto ayuno. Fue así como llegó Baelor el Santo al ataúd, ¿no?
—La estrella de siete puntas dice que nuestras vidas son como llamas de velas. Cualquier brisa nos puede apagar. La muerte nunca ronda lejos de este mundo, y los siete infiernos aguardan a los pecadores que no se arrepintieron de sus pecados. Reza conmigo, Jaime.
—Si rezo, ¿te comes un cuenco de gachas? —Al ver que su primo no respondía, Jaime suspiró—. Deberías estar durmiendo con tu esposa, no con la Doncella. Si quieres conservar este castillo, tienes que engendrar un hijo de sangre Darry.
—Un montón de piedras frías. Yo no lo quería. Yo no lo pedí. Yo sólo deseaba... —Lance se estremeció—. Los dioses me amparen, sólo deseaba ser tú.
Jaime no pudo contener una carcajada.
—Mejor ser yo que Baelor el Santo. Darry necesita un león, primo. Igual que tu pequeña Frey. Se le humedece la entrepierna cada vez que alguien habla de Peñafuerte. Si todavía no se ha acostado con él, no tardará.
—Si se aman, les deseo felicidad.
—Un león no puede tener cuernos. La tomaste como esposa.
—Dije unas cuantas palabras y le puse una capa roja, pero sólo para complacer a mí padre. El matrimonio requiere consumación. Al rey Baelor lo obligaron a casarse con su hermana Daena, pero no vivieron jamás como marido y mujer, y la repudió en cuanto lo coronaron.
—Habría prestado mejor servicio al reino cerrando los ojos y follándosela. He estudiado un poco de historia, suficiente para saberlo. Sea como sea, no eres Baelor el Santo.
—No —reconoció Lancel—. Pocos hay como él, un espíritu puro, valeroso e inocente que no se dejó mancillar por los males de este mundo. Yo, en cambio, soy un pecador con muchas cosas que expiar.
Jaime puso una mano en el hombro de su primo.
—¡Qué sabrás tú de pecados, primo! Yo maté a mi rey.
—El hombre valiente mata con una espada; el cobarde, con un pellejo de vino. Los dos somos matarreyes, ser.
—Robert no era un verdadero rey. Incluso hay quien te diría que el venado es la presa natural del león. —Jaime notaba los huesos bajo la piel de su primo... y también algo más. Bajo la túnica, Lancel llevaba una camisa de cerdas—. ¿Qué más has hecho para necesitar tanta penitencia? Dímelo.
Su primo inclinó la cabeza y las lágrimas le corrieron por las mejillas. Aquellas lágrimas fueron toda la respuesta que Jaime necesitaba.
—Mataste al Rey —dijo—, y luego te follaste a la Reina.
—Yo jamás...
—¿Jamás te acostarías con mi querida hermana?
«Dilo. ¡Dilo!»
—Nunca derramé mi semilla en... En su...
—¿Coño? —sugirió Jaime.
—... vientre —terminó Lancel—. Si no se acaba dentro de ella, no es traición. Yo la consolaba tras la muerte del Rey. Vos estabais prisionero; vuestro padre, en el campo de batalla, y vuestro hermano... Ella le tenía miedo, y con motivo. Me obligó a traicionarla.
—¿De verdad? —«¿Lancel, Ser Osmund y cuántos más? ¿Lo del Chico Luna era sólo sarcasmo?»—. ¿La forzaste?
—¡No! Yo la amaba. Quería protegerla.
«Querías ser yo.» Le picaban los dedos perdidos. El día que su hermana acudió a la Torre de la Espada Blanca para suplicarle que renunciara a sus votos se rió de él cuando se negó, y alardeó de haberle mentido mil veces. Jaime lo había tomado por un torpe intento de devolverle el daño que él le había hecho. «Pero puede que fuera la única verdad que me ha dicho en su vida.»
—No pienses mal de la Reina —suplicó Lancel—. La carne siempre es débil, Jaime. Nuestro pecado no tuvo consecuencias. No... No hubo ningún bastardo.
—No. Es difícil hacer bastardos corriéndose fuera. —¿Qué diría su primo si le confesaba sus pecados, las tres traiciones a las que Cersei había llamado Joffrey, Tommen y Myrcella?
—Después de la batalla estaba enfadado con Su Alteza, pero el Septón Supremo me dijo que debía perdonarla.
—Así que le confesaste tus pecados a Su Altísima Santidad, ¿eh?
—Rezó por mí cuando me hirieron. Era un buen hombre.
«Y ahora está muerto. Las campanas doblaron por él.» ¿Qué diría su primo si conociera las consecuencias de su confesión?
—Eres idiota, Lancel.
—No te equivocas —respondió—, pero he dejado atrás mis idioteces. Le he pedido al Padre que me muestre el camino, y lo ha hecho. Voy a renunciar al título de señor y a la esposa que me impusieron. Peñafuerte se puede quedar con el uno y la otra, si quiere. Mañana volveré a Desembarco del Rey y pondré mi espada al servicio del nuevo Septón Supremo y de los Siete. Voy a pronunciar los votos y unirme a los Hijos del Guerrero.
El chico no decía más que tonterías.
—Los Hijos del Guerrero fueron proscritos hace trescientos años.
—El nuevo Septón Supremo los ha reinstaurado. Ha lanzado una llamada pidiendo buenos caballeros que pongan sus vidas y sus espadas al servicio de los Siete. También ha reinstaurado la orden de los Clérigos Humildes.
—¿Por qué lo va a permitir el Trono de Hierro?
Uno de los primeros reyes Targaryen había luchado durante años para acabar con las dos órdenes militares, aunque no recordaba cuál. Tal vez fuera Maegor, o el primer Jaehaerys.
«Tyrion lo sabría.»
—Su Altísima Santidad me escribe que el rey Tommen ha dado su consentimiento. Si quieres, te puedo enseñar la carta.
—Aunque sea verdad, eres un león de la Roca, un señor. Tienes una esposa y un castillo; tienes unas tierras que defender y un pueblo al que proteger. Si los dioses son bondadosos, tendrás hijos de tu propia sangre que te sucederán. ¿Por qué vas a renunciar a todo eso a cambio de unos votos?
—¿Por qué lo hiciste tú? —preguntó Lancel en voz baja.
«Por el honor —podría haber dicho Jaime—. Por la gloria.» Pero habría sido mentira. El honor y la gloria habían tenido algo que ver, pero sobre todo lo había hecho por Cersei. Se le escapó una carcajada.
—¿A los brazos de quién corres? ¿A los del Septón Supremo o a los de mi dulce hermana? Reza mientras meditas eso, primo. Reza mucho.
—¿Quieres rezar conmigo, Jaime?
Miró a su alrededor, a los dioses. La Madre, llena de misericordia. El Padre, severo en su juicio. El Guerrero, con una mano en la espada. El Desconocido, entre las sombras, con el rostro semihumano oculto bajo la capucha del manto.
«Creía que yo era el Guerrero y Cersei la Doncella, pero siempre fue el Desconocido, siempre me ocultó su verdadero rostro.»
—Reza por mí si quieres —replicó a su primo—. Se me han olvidado las oraciones.
Los gorriones seguían revoloteando por los peldaños cuando Jaime salió a la oscuridad.
—Gracias —les dijo—. Ahora me siento mucho más piadoso.
Fue en busca de Ser Ilyn y de un par de espadas.
El patio del castillo estaba lleno de ojos y oídos. Para escapar de ellos, se dirigieron al bosque de dioses de Darry. Allí no había gorriones; sólo árboles desnudos con ramas negras que arañaban el cielo. La alfombra de hojas secas crujía bajo sus pies.
—¿Veis aquella ventana, ser? —Jaime señaló con una espada—. Era el dormitorio de Raymun Darry. Allí durmió el rey Robert cuando volvíamos de Invernalia. La hija de Ned Stark había huido después de que su loba atacara a Joff, ¿lo recordáis? Mi hermana quería que le cortaran una mano a la niña; era el antiguo castigo por golpear a alguien de sangre real. Robert le dijo que era cruel y que estaba loca. Se pasaron media noche discutiendo... Bueno, Cersei discutía y Robert se emborrachaba. Pasada la medianoche, la Reina me hizo llamar. El Rey se había desmayado y roncaba en la alfombra myriense. Le pregunté a mi hermana si quería que lo llevara a la cama. Me dijo que la llevara a la cama a ella, y se quitó la túnica. La poseí en la cama de Raymun Darry, después de pasar por encima de Robert. Si Su Alteza hubiera llegado a despertarse, lo habría matado allí mismo. No habría sido el primer rey que cayera por mi espada... Pero esa historia ya la conocéis, ¿verdad? —Lanzó un tajo contra una rama y la partió en dos—. Mientras me la follaba, Cersei gritaba «¡La quiero!». Pensé que se refería a mi polla, pero lo que quería era a la pequeña Stark, mutilada o muerta. —«Qué cosas hago por amor»—. Fue simple casualidad que los hombres de Stark la encontraran antes que yo. Si hubiera dado yo con ella...
Las marcas de viruela del rostro de Ser Ilyn eran agujeros negros a la luz de las antorchas, tan oscuros como el alma de Jaime. Volvió a hacer aquel ruido chasqueante.
«Se está riendo de mí», comprendió Jaime Lannister.
—Por lo que sé, tú también te has follado a mi hermana, cabrón —escupió—. Bueno, cierra la boca y mátame si puedes.

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