28 de febrero de 2008

32 - Cersei

CERSEI

—¡Un millar de barcos! —La cabellera castaña de la pequeña reina estaba enmarañada, y la luz de las antorchas hacía que sus mejillas parecieran acaloradas, como si acabara de estar en brazos de un hombre—. ¡Alteza, tenéis que dar una respuesta enérgica! —La última palabra retumbó en las vigas y resonó en el gigantesco salón del trono.
Cersei, sentada en un sillón dorado y carmesí al pie del Trono de Hierro, sintió que se le tensaba el cuello.
«"Tenéis que" —pensó—. Se atreve a decirme qué tengo que hacer. —Se moría de ganas de abofetear a la pequeña Tyrell—. Debería estar de rodillas, suplicándome ayuda. Y osa decirle a su legítima reina qué tiene que hacer.»
—¿Un millar de barcos? —Ser Harys Swyft respiraba con dificultad—. No es posible. Ningún señor tiene una flota de mil barcos.
—Algún imbécil muerto de miedo ha contado doble —asintió Orton Merryweather—. O tal vez nos mientan los banderizos de Lord Tyrell; hinchan el número de sus enemigos para que no los consideremos negligentes.
Las antorchas de la pared trasera proyectaban la sombra larga y angulosa del Trono de Hierro hasta la mitad de la estancia. El otro extremo de la sala estaba envuelto en la oscuridad, y Cersei tenía la sensación de que las sombras se cerraban también en torno a ella.
«Mis enemigos están por todas partes y mis amigos son unos inútiles.» Sólo tenía que mirar a sus consejeros para darse cuenta; los únicos que parecían despiertos eran Lord Qyburn y Aurane Mares. Los mensajeros de Margaery habían sacado de la cama a los demás a base de golpearles la puerta, y estaban allí, mal vestidos y desorientados. En el exterior, la noche era oscura y sin estrellas. El castillo y la ciudad dormían. Boros Blount y Meryn Trant también parecían dormir, aunque se mantuvieran erguidos. Hasta Osmund Kettleblack bostezaba.
«Loras, en cambio, no. Todo lo contrario, nuestro Caballero de las Flores.» Estaba tras su hermana pequeña, una sombra pálida con una espada larga a la cintura.
—La mitad seguirían siendo quinientos barcos, mi señor —señaló Mares a Orton Merryweather—. Sólo el Rejo puede enfrentarse en el mar a una flota de tal magnitud.
—¿Qué hay de vuestros nuevos dromones? —preguntó Ser Harys—. Los barcoluengos de los hombres del hierro no podrán enfrentarse a ellos, ¿verdad? La Martillo del Rey Robert es la nave de guerra más poderosa de todo Poniente.
—Por ahora —respondió Mares—. Cuando esté terminada, la Bella Cersei será su igual, y la Lord Tywin, el doble de grande. Pero por ahora sólo la mitad está equipada, y ninguna cuenta con toda su tripulación. Y aunque estuvieran listas, nos superan con mucho en número. Comparados con nuestras galeras, los barcoluengos normales son pequeños, cierto, pero los hijos del hierro también tienen barcos más grandes. El Gran Kraken de Lord Balon y los navíos de guerra de la Flota de Hierro se construyeron para batallas, no para saqueos. Son comparables a nuestras galeras de guerra en potencia y velocidad, y casi todas están mejor tripuladas y capitaneadas. Los hombres del hierro se pasan la vida en el mar.
«Robert tendría que haber arrasado las islas después de que Balon Greyjoy se alzara contra él —pensó Cersei—. Destruyó su flota, quemó sus ciudades y derribó sus castillos, pero cuando los tenía de rodillas, permitió que se volvieran a levantar. Tendría que haber creado otra isla con sus calaveras.» Eso habría hecho su padre, pero Robert nunca tuvo los redaños que debía tener un rey si quería mantener el reino en paz.
—Los hombres del hierro no se atrevían a atacar el Dominio desde que Dagon Greyjoy se sentó en el Trono de Piedramar —dijo—. ¿Por qué se atreven ahora? ¿Qué los ha envalentonado?
—Su nuevo rey. —Qyburn tenía las manos escondidas en las mangas—. El hermano de Lord Balon. Lo llaman Ojo de Cuervo.
—Los cuervos carroñeros celebran banquetes con los cadáveres de los muertos y los moribundos —intervino el Gran Maestre Pycelle—, no atacan a animales sanos y robustos. Lord Euron se ceba con oro y saqueos, sí, pero en cuanto avancemos contra él se retirará a Pyke, como hacía Lord Dagon en sus tiempos.
—Os equivocáis —replicó Margaery Tyrell—. Los saqueadores no atacan nunca en ese número. ¡Un millar de barcos! Han matado a Lord Hewett y a Lord Chester, y también al hijo y heredero de Lord Serry. Serry se ha refugiado en Altojardín con los pocos barcos que le quedan, y Lord Grimm está prisionero en su propio castillo. Willas dice que el rey del hierro ha nombrado a cuatro señores que ocuparán sus lugares.
«Willas —pensó Cersei—, el tullido. Él tiene la culpa de esto. Ese zoquete de Mace Tyrell dejó la defensa del Dominio en manos de un infeliz demasiado débil.»
—El viaje de las Islas del Hierro a los Escudos es largo —señaló—. ¿Cómo es posible que un millar de barcos recorriera esa distancia sin llamar la atención?
—Willas cree que no siguieron la costa —dijo Margaery—. Hicieron la travesía por alta mar, se adentraron por el mar Angosto y luego se lanzaron sobre ellos desde el oeste.
«Es más probable que el tullido no pusiera hombres en las torres de vigilancia y ahora tenga miedo de que nos enteremos. La pequeña reina se está inventando excusas para su hermano. —Cersei tenía los labios apretados—. Necesito una copa de dorado del Rejo.» Si los hombres del hierro decidían atacar el Rejo a continuación, el reino entero empezaría a pasar sed.
—Puede que Stannis tenga algo que ver en esto. Balon Greyjoy le ofreció una alianza a mi señor padre. Tal vez su hijo se la haya ofrecido a Stannis.
Pycelle frunció el ceño.
—¿Qué ganaría Lord Stannis con...?
—Otro punto de apoyo. Y su parte de los saqueos, claro. Necesita oro para pagar a sus mercenarios. Al atacar en el Oeste pretende apartar nuestra atención de Rocadragón y Bastión de Tormentas.
—Una distracción —Lord Merryweather asintió—. Stannis es más astuto de lo que sospechábamos. Su Alteza ha sabido ver sus intenciones; es muy sagaz.
—Lord Stannis intenta ganarse a los norteños para su causa —dijo Pycelle—. Si pacta con los hijos del hierro, no podrá...
—Los norteños no lo aceptarán —replicó Cersei, que no comprendía cómo un hombre tan instruido podía ser a la vez tan imbécil—. Lord Manderly le cortó las manos y la cabeza al Caballero de la Cebolla; nos lo han confirmado los Frey. Otra media docena de señores del Norte se ha aliado con Lord Bolton. «El enemigo de mi enemigo es mi amigo.» ¿Hacia quién se puede volver Stannis? Sólo le quedan los hombres del hierro y los salvajes, los enemigos del Norte. Pero si cree que voy a caer en su trampa, es que es aún más idiota que vos. —Se volvió otra vez hacia la pequeña reina—. Las islas Escudo pertenecen al Dominio. Grimm, Serry y los demás son leales a Altojardín, y a Altojardín le corresponde la respuesta.
—Altojardín responderá —dijo Margaery Tyrell—. Willas le ha enviado un mensaje a Leyton Hightower, a Antigua, para que prepare sus defensas. Garlan está reuniendo hombres para volver a tomar las islas. Pero la mayor parte de nuestras fuerzas sigue con mi señor padre. Tenemos que enviarle aviso a Bastión de Tormentas. De inmediato.
—¿Para que levante el asedio? —A Cersei no le gustaba la arrogancia de Margaery. «"De inmediato", me dice. ¿Me ha confundido con su doncella?»—. Desde luego, eso sería muy del agrado de Lord Stannis. ¿Es que no estáis escuchando, mi señora? Si puede desviar nuestra atención de Rocadragón y Bastión de Tormentas a esas piedras...
—¿Piedras? —se atragantó Margaery—. ¿Vuestra Alteza ha dicho «piedras»?
El Caballero de las Flores puso una mano en el hombro de su hermana.
—Perdonad, Alteza, pero desde esas piedras, los hombres del hierro son una amenaza para Antigua y para el Rejo. Desde las fortalezas de los Escudos, pueden navegar Mander arriba hasta el mismísimo corazón del Dominio, como hicieron en el pasado. Con hombres suficientes, serían una amenaza incluso para Altojardín.
—¿De verdad? —respondió la Reina, toda inocencia—. Vaya, pues más vale que vuestros valerosos hermanos los echen de esas piedras, y pronto.
—¿Y cómo sugiere la Reina que lo hagan sin barcos suficientes? —preguntó Ser Loras—. Willas y Garlan pueden reunir diez mil hombres en quince días y el doble en una luna, pero no saben caminar sobre las aguas, Alteza.
—Altojardín está en el Mander —le recordó Cersei—. Vosotros y vuestros vasallos domináis mil leguas de costa. ¿No hay aldeas de pescadores en vuestras orillas? ¿No tenéis barcazas de placer, ni transbordadores, ni galeras fluviales, ni esquifes?
—Muchos —reconoció Ser Loras.
—Pues bastarán y sobrarán para transportar un ejército al otro lado de una pequeña franja de agua.
—Y cuando los barcoluengos de los hijos del hierro ataquen nuestra escuálida flota mientras cruza esa «pequeña franja de agua», ¿qué sugiere Vuestra Alteza que hagamos?
«Ahogaros», pensó Cersei.
—Altojardín también cuenta con oro. Tenéis mi permiso para contratar barcos mercenarios al otro lado del mar Angosto.
—¿Queréis decir piratas de Myr y Lys? —replicó Loras con desprecio—. ¿La basura de las Ciudades Libres?
«Es tan insolente como su hermana.»
—Es triste reconocerlo, pero de cuando en cuando, todos tenemos que tratar con basura —dijo con dulzura venenosa—. ¿Se os ocurre alguna idea mejor?
—Sólo el Rejo tiene suficientes galeras para reconquistar la desembocadura del Mander y proteger a mis hermanos de los barcoluengos del hierro. Os lo suplico, Alteza, enviad un mensaje a Rocadragón y ordenad a Lord Redwyne que ice las velas de inmediato.
«Al menos tiene la sensatez de suplicar.» Paxter Redwyne poseía doscientos barcos de guerra, un millar de carracas mercantes, cocas para el transporte de vino, galeras comerciales y balleneros. Pero Redwyne estaba acampado junto a las murallas de Rocadragón, con la mayor parte de su flota dedicada a cruzar a los hombres por la bahía Aguasnegras para el ataque contra la fortaleza de la isla. Los demás patrullaban el sur de la bahía de los Naufragios, donde su presencia era lo único que impedía que Bastión de Tormentas se reabasteciera por mar.
La sugerencia de Ser Loras enfureció a Aurane Mares.
—Si Lord Redwyne se retira con sus barcos, ¿cómo vamos a abastecer a nuestros hombres en Rocadragón? Sin las galeras del Rejo, ¿cómo mantendremos el asedio en Bastión de Tormentas?
—El asedio se puede reanudar más adelante, después de...
—Bastión de Tormentas vale cien veces más que las Escudo —interrumpió Cersei—, y Rocadragón... Mientras siga en manos de Stannis Baratheon, mi hijo estará con la soga al cuello. Lord Redwyne y su flota podrán marcharse cuando caiga el castillo. —La Reina se puso en pie—. La audiencia ha terminado. Gran Maestre Pycelle, quiero hablar con vos.
El anciano se sobresaltó como si su voz lo hubiera arrancado de algún sueño de juventud, pero antes de que pudiera decir nada, Loras Tyrell se adelantó con paso tan rápido que la Reina retrocedió alarmada. Estaba a punto de gritar a Ser Osmund que la defendiera cuando el Caballero de las Flores se dejó caer sobre una rodilla.
—Alteza, permitidme que tome Rocadragón.
Su hermana se llevó una mano a la boca.
—No, Loras, no.
Ser Loras hizo caso omiso de su súplica.
—Hará falta medio año o más para rendir por hambre Rocadragón, como pretende hacer Lord Paxter. Ponedme al mando, Alteza. El castillo será vuestro en dos semanas aunque tenga que hacerlo pedazos con mis propias manos.
Nadie había hecho un regalo tan hermoso a Cersei desde que Sansa Stark acudió a ella para contarle los planes de Lord Eddard. Se alegró de ver que Margaery se había puesto pálida.
—Vuestro valor me deja sin palabras, Ser Loras —dijo—. Lord Mares, ¿alguno de los dromones nuevos está preparado para hacerse a la mar?
—El Bella Cersei, Alteza. Un barco rápido, y tan fuerte como la reina cuyo nombre lleva.
—Espléndido. Que el Bella Cersei lleve de inmediato a nuestro Caballero de las Flores a Rocadragón. Ser Loras, estáis al mando. Juradme que no regresaréis hasta que Rocadragón sea de Tommen.
—Así lo haré, Alteza. —Se levantó.
Cersei lo besó en las dos mejillas. También besó a su hermana.
—Vuestro hermano es muy galante —le susurró. Margaery no tuvo la elegancia de responder, o tal vez el miedo la hubiera dejado sin palabras.
Aún faltaban varias horas para el amanecer cuando Cersei salió por la Puerta del Rey, situada tras el Trono de Hierro. Ser Osmund la precedía con una antorcha, y Qyburn caminaba tras ella. Pycelle tuvo que apretar el paso para no perderlos de vista.
—Si a Vuestra Alteza no le importa que se lo diga —jadeó—, los jóvenes son osados en exceso: sólo ven la gloria de la batalla, y nunca los peligros. Ser Loras... Su plan está lleno de peligros... Atacar los muros de Rocadragón...
—Es muy valiente.
—Valiente, sí, pero...
—No me cabe duda de que nuestro Caballero de las Flores será el primero en llegar a las almenas.
«Y puede que el primero en caer. —El canalla picado de viruelas que había dejado Stannis al frente de su castillo no era un simple inexperto campeón de torneos, sino un asesino curtido. Si los dioses eran bondadosos, le proporcionaría a Ser Loras el final glorioso que por lo visto estaba buscando—. Siempre que no se ahogue por el camino. —La noche anterior se había desencadenado otra tormenta; había sido espantosa. La lluvia había caído incesantemente durante horas—. Sería una lástima, ¿verdad? —meditó la Reina—. Ahogarse es una vulgaridad. Ser Loras desea la gloria igual que los hombres de verdad desean a las mujeres; lo mínimo que pueden hacer los dioses es concederle una muerte digna de una canción.»
Pero daba igual qué sucediera en Rocadragón; en cualquier caso, ella saldría ganando. Si Loras tomaba el castillo, Stannis sufriría un golpe espantoso, y la flota de los Redwyne podría ir al encuentro de los hombres del hierro. Si fracasaba, ella se ocuparía de que cargara con la mayor parte de la culpa. No había nada que deslustrara tanto a un héroe como el fracaso. «Y si vuelve a casa encima de su escudo, cubierto de sangre y gloria, aquí estará Ser Osney para consolar a su afligida hermana.»
No pudo contener la risa durante más tiempo. Se le escapó de entre los labios y despertó ecos en las paredes.
—¿Alteza? —El Gran Maestre Pycelle parpadeó, boquiabierto—. ¿Por qué...? ¿Por qué os reís?
—Es que de lo contrario me echaría a llorar —tuvo que responderle—. Mi corazón está henchido de amor hacia nuestro Ser Loras y su valentía.
Dejó al Gran Maestre al pie de la escalera de caracol.
«Si alguna vez me fue de utilidad, esos tiempos han pasado», decidió la Reina. Últimamente, lo único que hacía Pycelle era molestarla con sus advertencias y objeciones. Había protestado incluso por el acuerdo al que había llegado con el Septón Supremo; la miró con los ojos nublados y acuosos cuando le ordenó que preparase los papeles necesarios, y le estuvo soltando tonterías sobre detalles históricos hasta que Cersei lo interrumpió.
—Los tiempos del rey Maegor han pasado, y también sus decretos —le dijo con firmeza—. Son los tiempos del rey Tommen, mis tiempos.
«Habría hecho mejor en dejarlo morir en las celdas negras.»
—Si Ser Loras cayera, Su Alteza necesitaría buscar otro buen caballero para la Guardia Real —dijo Qyburn mientras cruzaban por encima del foso de estacas que rodeaba el Torreón de Maegor.
—Un caballero espléndido —asintió—. Tan joven, rápido y fuerte, que consiga que Tommen se olvide por completo de Ser Loras. Algo de galantería no estaría de más, pero que no tenga la cabeza a pájaros. ¿Conocéis a alguien así?
—Por desgracia, no —respondió Qyburn—. Estaba pensando en otra clase de campeón. Lo que le falta en galantería os lo compensaría cien veces con devoción. Protegerá a vuestro hijo; matará a vuestros enemigos; guardará vuestros secretos, y ningún hombre podrá enfrentarse a él.
—Eso decís vos. Las palabras se las lleva el viento. Cuando llegue la hora, podéis mostrarme a ese dechado de virtudes, y veremos si es tal como me habéis prometido.
—Habrá canciones que hablarán de él, lo juro. —A Lord Qyburn se le formaban arrugas en torno a los ojos cuando sonreía—. ¿Os importa si os pregunto por la armadura?
—Ya he transmitido vuestra petición. El armero cree que me he vuelto loca. Me jura que no hay hombre tan fuerte que pueda moverse y luchar con semejante peso encima. —Le dirigió una mirada de advertencia al maestre sin cadena—. Si os atrevéis a engañarme, moriréis aullando. Confío en que seáis consciente de ello.
—Siempre, Alteza.
—Bien. No digamos más.
—La Reina es sabia. Estas paredes tienen oídos.
—Así es.
Por la noche, la reina Cersei oía sonidos tenues incluso en sus habitaciones. «Hay ratones en las paredes —se decía—. Nada más.»
Junto a su cama ardía una vela, pero la chimenea se había apagado y no se veía ninguna otra luz. Hacía frío en la habitación. Cersei se desnudó y se metió entre las sábanas; su túnica quedó arrugada en el suelo. Al otro lado de la cama, Taena se movió.
—Alteza —murmuró—. ¿Qué hora es?
—La hora de la lechuza —respondió la Reina.
Cersei había dormido sola muchas veces, pero nunca le había gustado. Sus recuerdos más antiguos eran de compartir la cama con Jaime cuando aún eran tan pequeños que nadie los podía distinguir. Más adelante, cuando los separaron, tuvo una sucesión de doncellas y compañeras, muchas de ellas niñas de su edad, hijas de los banderizos o de los caballeros de la Casa de su padre. Ninguna de ellas la había satisfecho, y pocas le habían durado mucho tiempo.
«Serpientes, todas, de la primera a la última. Crías aburridas y lloronas, siempre contando tonterías e intentando interponerse entre Jaime y yo.» Pero en las negras entrañas de la Roca hubo noches en que agradeció su calor. Una cama vacía era una cama gélida.
Y allí más que en ninguna otra parte. Aquella habitación estaba helada, y su maldito esposo real había muerto bajo aquel mismo dosel.
«Robert Baratheon, el primero de su nombre, y más vale que no haya un segundo. Un salvaje estúpido y borracho. Ojalá esté derramando lágrimas en el infierno.» Taena le calentaba la cama igual que Robert, y no intentó nunca hacerla abrirse de piernas. Últimamente compartía el lecho de la Reina más a menudo que el de Lord Merryweather. A Orton no parecía importarle, y si le importaba, tenía el sentido común de no decirlo.
—Cuando me desperté y vi que no estabais, me preocupé —murmuró Lady Merryweather al tiempo que se incorporaba contra las almohadas, con las colchas enroscadas en torno a la cintura—. ¿Ha pasado algo malo?
—No —respondió Cersei—, todo va bien. Mañana, Ser Loras zarpará hacia Rocadragón para conquistar el castillo, liberar la flota de Redwyne y demostrarnos a todos lo viril que es. —Le relató a la myriense lo sucedido bajo la sombra cambiante del Trono de Hierro—. Sin su aguerrido hermano, nuestra pequeña reina está poco menos que desvalida. Cuenta con sus guardias, sí, pero tengo a su capitán corriendo de un lado a otro por el castillo. Es un viejo charlatán con una ardilla en el jubón. Las ardillas temen a los leones; no tendrá valor para desafiar al Trono de Hierro.
—Margaery cuenta con otras espadas —le advirtió Lady Merryweather—. Ha hecho muchos amigos en la corte; tanto ella como sus jóvenes primas tienen admiradores.
—Unos cuantos pretendientes no me estorban —dijo Cersei—. En cambio, el ejército en Bastión de Tormentas...
—¿Qué pensáis hacer, Alteza?
—¿Por qué? —La pregunta era un poco demasiado directa para el gusto de Cersei—. Espero que no estéis pensando en compartir mis divagaciones con nuestra pequeña reina.
—Eso nunca. No soy como esa chica, Senelle.
A Cersei no le gustaba pensar en Senelle. «Me pagó mi bondad con traición.» Sansa Stark había hecho lo mismo. Igual que Melara Hetherspoon y la regordeta de Jeyne Farman, cuando las tres eran niñas. «De no ser por ellas no habría entrado en aquella carpa y no habría dejado que Maggy la Rana saborease mi futuro en una gota de sangre.»
—Me entristecería mucho que traicionarais mi confianza, Taena. No tendría más remedio que entregaros a Lord Qyburn, pero lo haría con lágrimas en los ojos.
—Jamás seré la causa de vuestras lágrimas, Alteza. Si alguna vez lo soy, sólo tenéis que decirlo y yo misma me entregaré a Qyburn. Sólo quiero estar cerca de vos, para serviros como me pidáis.
—¿Y qué recompensa esperáis a cambio de vuestros servicios?
—Ninguna. Me complace complaceros.
Taena se recostó de lado; su piel olivácea brillaba a la luz de las velas. Tenía los pechos más grandes que la Reina, con grandes pezones negros como tizones.
«Es más joven que yo. Aún no se le han empezado a caer las tetas.» Cersei se preguntó qué se sentiría al besar a otra mujer. No un beso en la mejilla, cortesía común entre las damas de noble cuna, sino en los labios. Taena tenía los labios carnosos. Se preguntó también cómo sería chupar aquellos pechos, tumbar de espaldas a la mujer myriense, abrirle las piernas y usarla como la usaría un hombre, como la había usado Robert a ella cuando estaba borracho y no conseguía hacer que se corriera con la mano ni con la boca.
Aquellas noches habían sido los peores, tumbada impotente debajo de él mientras la utilizaba hasta cansarse, entre el hedor del vino y sus gruñidos de jabalí. Por lo general se echaba a un lado en cuanto acababa y se quedaba dormido; empezaba a roncar antes de que su semilla se le secara en los muslos. Ella siempre terminaba magullada, con la entrepierna en carne viva y los pechos doloridos por los apretones. La única vez que había conseguido humedecerla había sido en su noche de bodas.
Cuando se casaron, Robert era bastante atractivo: alto, fuerte y poderoso, pero tenía el vello negro y grueso, espeso en el pecho y áspero en torno al sexo.
«Del Tridente volvió el que no debía», pensaba a veces la Reina mientras lo tenía encima. Durante los primeros años, cuando la montaba más a menudo, ella cerraba los ojos y se imaginaba que era Rhaegar. No podía fantasear con Jaime; era demasiado diferente, demasiado desacostumbrado. Hasta el olor lo delataba.
Para Robert, aquellas noches no habían existido. Cuando llegaba la mañana no recordaba nada, o al menos eso le decía. En cierta ocasión, durante su primer año de matrimonio, Cersei lo había informado de su disgusto a la mañana siguiente.
—Me hiciste daño —se quejó. Él tuvo la elegancia de parecer avergonzado.
—No era yo, mi señora —dijo con tono mohíno, como un niño al que hubieran atrapado robando manzanas de la cocina—. Fue el vino. Bebí demasiado.
Cogió otro cuerno de cerveza para subrayar la confesión. Cuando se lo llevó a la boca, ella se lo estampó contra la cara con tanta fuerza que le melló un diente. Años más tarde, en un banquete, oyó como relataba a una sirvienta cómo se lo había roto en un combate cuerpo a cuerpo de un torneo.
«Bueno, nuestro matrimonio fue un largo combate —reflexionó—, así que en cierto modo no faltó a la verdad.»
Lo demás fueron todo mentiras. Sí que recordaba lo que le hacía por las noches, estaba segura. Se lo veía en los ojos. Sólo fingía que se le había olvidado; era más fácil que hacer frente a la vergüenza. En lo más profundo de su ser, Robert Baratheon era un cobarde. Con el tiempo, los ataques fueron cada vez menos frecuentes. Durante los primeros meses de su matrimonio la poseía al menos una vez cada quince días; hacia el final, ni una vez al año. Pero nunca lo había dejado por completo. Más tarde o más temprano llegaba una noche en que bebía demasiado y se empeñaba en reclamar sus derechos. Lo que a la luz del día lo avergonzaba, por las noches le producía placer.
—¿Mi reina? —dijo Taena Merryweather—. Tenéis una mirada muy extraña. ¿Os sentís mal?
—No, estaba... recordando. —Tenía la boca seca—. Sois una buena amiga, Taena. No tenía una amiga de verdad desde...
Alguien llamó a la puerta.
«¿Otra vez? —El ritmo apremiante del sonido la hizo estremecer—. ¿Qué pasa? ¿Se nos vienen encima otros mil barcos?» Se puso una túnica y fue a ver quién era.
—Siento mucho molestaros, Alteza —dijo el guardia—, pero Lady Stokeworth está abajo y os suplica audiencia.
—¿A estas horas? —estalló Cersei—. ¿Es que Falyse se ha vuelto loca? Decidle que me he retirado. Decidle que están masacrando a la gente de las Escudo, que llevo toda la noche despierta. La recibiré por la mañana.
—Disculpad, Alteza, pero... —dijo el guardia, titubeante— no se encuentra en buen estado, no sé si me comprendéis.
Cersei frunció el ceño. Había dado por supuesto que Falyse acudía a comunicarle que Bronn había muerto.
—Muy bien. Tengo que vestirme. Llevadla a mis estancias y que me espere. —Lady Merryweather hizo ademán de levantarse para acompañarla, pero la Reina la detuvo—. No, quedaos. Al menos una de nosotras podrá descansar. No tardaré mucho.
Lady Falyse tenía la cara hinchada y magullada, y los ojos enrojecidos por las lágrimas. El labio inferior parecía roto, y llevaba la ropa sucia y desgarrada.
—Válganme los dioses —dijo Cersei mientras la invitaba a pasar y cerraba la puerta—. ¿Qué os ha pasado en la cara?
Falyse no pareció oír la pregunta.
—Lo ha matado —dijo con voz temblorosa—. La Madre tenga piedad, lo... Lo... —Se derrumbó entre sollozos; le temblaba todo el cuerpo.
Cersei sirvió una copa de vino y se la tendió a la mujer llorosa.
—Bebed esto. El vino os calmará. Así, muy bien. Un poco más. Dejad de llorar y decirme a qué habéis venido.
La Reina necesito la frasca entera para poder sonsacarle el relato completo a Lady Falyse. Cuando lo logró no supo si reír o encolerizarse.
—¿Un combate singular? —repitió. «¿Es que no hay nadie en los Siete Reinos de quien pueda fiarme? ¿Soy la única de todo Poniente que tiene una pizca de cerebro?»—. ¿Me estáis diciendo que Ser Balman desafió a Bronn en combate singular?
—Dijo que sería s-s-sencillo. Que la lanza era arma de c-c-caballeros, y que B-Bronn no era un caballero de verdad. Balman me dijo que lo descabalgaría y lo remataría mientras aún estuviera c-c-conmocionado.
Bronn no era un caballero, eso era cierto. Bronn era un asesino curtido en la batalla.
«El cretino de tu esposo firmó su propia sentencia.»
—Excelente plan. No me atrevo a preguntar en qué momento se torció.
—B-Bronn le clavó la lanza en el pecho al pobre c-caballo de Balman. Balman... El animal le aplastó las piernas al caer... Suplicó clemencia...
«Los mercenarios no tienen piedad», podría haberle dicho Cersei.
—Os pedí que organizarais un accidente de caza. Una flecha perdida, una caída del caballo, un jabalí furioso... Hay muchas maneras de que un hombre muera en el bosque, y en ninguna se utilizan lanzas.
Falyse no pareció oírla.
—Intenté ir con mi Balman, y él... Él... me pegó en la cara. Hizo c-c-confesar a mi señor. Balman llamaba a gritos al maestre Frenken para que lo ayudara, pero el mercenario no... No... No...
—¿Lo hizo confesar? —A Cersei no le gustaba el cariz que estaba tomando el asunto—. Confío en que nuestro valeroso Ser Balman guardara silencio.
—Bronn le clavó un puñal en el ojo y me dijo que me marchara de Stokeworth antes del anochecer o me haría lo mismo. Dijo que me entregaría a la g-g-guarnición, en caso de que los soldados me quisieran para algo. Cuando ordené que detuvieran a Bronn, uno de sus caballeros tuvo la insolencia de ordenarme que obedeciera a Lord Stokeworth. ¡Lo llamó «Lord Stokeworth»! —Lady Falyse se aferró a la mano de la Reina—. Tenéis que proporcionarme caballeros, Alteza. ¡Un centenar de caballeros! ¡Y también ballesteros; he de recuperar mi castillo! ¡Stokeworth es mío! ¡Ni siquiera me permitieron recoger mi ropa! Bronn dijo que ahora era de su esposa... Mis s-sedas, mis terciopelos...
«Los trapos son el menor de tus problemas.» La Reina liberó sus dedos de la mano húmeda de la mujer.
—Os pedí que apagarais una vela para ayudarme a proteger al Rey, y lo que habéis hecho es verterle un caldero de fuego valyrio. ¿El descerebrado de vuestro Balman llegó a mencionar mi nombre? Decidme que no.
Falyse se humedeció los labios.
—Es que... sufría mucho; tenía las piernas rotas. Bronn dijo que tendría clemencia, pero... ¿Qué será de mi pobre m-m-madre?
—¿Vos qué creéis? —«Supongo que morirá», pensó.
Seguramente, Lady Tanda estaría muerta a aquellas alturas. Bronn no era hombre que invirtiera muchos esfuerzos en cuidar de una anciana con la cadera rota.
—Tenéis que ayudarme. ¿Adónde puedo ir? ¿Qué puedo hacer?
«Tal vez te case con el Chico Luna —estuvo a punto de decir Cersei—. Es casi tan imbécil como tu difunto esposo.» En aquellos momentos no podía correr el riesgo de que se desatara una guerra a las puertas de Desembarco del Rey.
—Las hermanas silenciosas siempre acogen a las viudas —le dijo—. Llevan una vida serena, una vida de plegarias, meditación y buenas obras. Dan consuelo a los vivos y paz a los muertos.
«Y no hablan.» No podía permitir que aquella mujer fuera por los Siete Reinos revelando secretos peligrosos.
Pero Falyse hizo oídos sordos al sentido común.
—Todo lo que hicimos lo hicimos por serviros, Alteza. Orgullosos de Ser Leales. Dijisteis...
—Lo recuerdo. —Cersei se obligó a sonreír—. Os quedaréis aquí con nosotros hasta que encontremos la manera de recuperar vuestro castillo, mi señora. Permitidme que os sirva otra copa de vino; os ayudará a dormir. Estáis agotada y destrozada, es evidente. Pobre Falyse, mi querida amiga... Eso es, bebed.
Mientras su invitada apuraba la frasca, Cersei salió a la puerta y llamó a sus doncellas, le ordenó a Dorcas que fuera a buscar a Lord Qyburn y lo llevara allí de inmediato. A Jocelyn Swyft la envió a las cocinas.
—Trae pan y queso, una empanada de carne y unas cuantas manzanas. Y vino. Tenemos sed.
Qyburn llegó antes que la comida. Lady Falyse ya se había bebido tres copas más y empezaba a dar cabezadas, aunque de cuando en cuando se espabilaba y dejaba escapar otro sollozo. La Reina se llevó a Qyburn aparte y le habló de la estupidez de Ser Balman.
—No puedo consentir que Falyse vaya contando tonterías por la ciudad. El dolor le ha reblandecido los sesos. ¿Seguís necesitando mujeres para vuestro... trabajo?
—Pues sí, Alteza. Las marionetistas están bastante gastadas.
—Lleváosla y haced con ella lo que queráis. Eso sí, en cuanto entre en las celdas negras... ¿He de seguir?
—No, Alteza. Lo entiendo.
—Bien. —La Reina volvió a lucir su sonrisa—. Mi querida Falyse, ha venido el maestre Qyburn. Os ayudará a descansar.
—Ah —dijo Falyse vagamente—. Ah, vale.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Cersei se sirvió otra copa de vino.
—Estoy rodeada de enemigos y de imbéciles —dijo.
No podía confiar ni en los de su propia sangre, ni siquiera en Jaime, que en otros tiempos había sido su otra mitad. «Tenía que ser mi espada y mi escudo, mi brazo derecho. ¿Por qué se empeña en insultarme?»
Bronn no era más que una molestia, claro. En ningún momento había pensado de verdad que estuviera ocultando al Gnomo. Su retorcido hermanito era demasiado listo para permitir que Lollys le pusiera su nombre al pequeño bastardo; sabía que eso haría recaer sobre ella la ira de la Reina. Era lo que había dicho Lady Merryweather, y estaba en lo cierto. La burla era cosa del mercenario, estaba casi segura. Se lo imaginaba con una copa de vino en una mano y una sonrisa insolente en la cara mirando como su hijastro, arrugado y enrojecido, mamaba de las tetas hinchadas de Lollys.
«Sonreíd cuanto queráis, Ser Bronn; pronto gritaréis. Disfrutad de vuestra dama retrasada y de vuestro castillo robado mientras podáis. Cuando llegue el momento os aplastaré como a una mosca.» Tal vez debería enviar a Loras Tyrell para que lo aplastara, si volvía vivo de Rocadragón. Sería encantador. «Si los dioses son bondadosos, se matarán entre ellos, como Ser Arryk y Ser Erryk.» En cuanto a Stokeworth... No, estaba harta de pensar en Stokeworth.
Cuando la Reina volvió al dormitorio, la cabeza le daba vueltas, y Taena se había quedado dormida otra vez.
«Mucho vino y poco sueño —se dijo. No todas las noches la despertaban dos veces con noticias tan graves—. Al menos, yo me puedo despertar. Robert habría estado demasiado borracho para levantarse, no digamos para gobernar. Jon Arryn se habría tenido que encargar de todo.» La complacía pensar que era mejor rey que Robert.
Al otro lado de la ventana, el cielo empezaba a aclararse. Cersei se sentó en la cama junto a Lady Merryweather, prestó atención a su respiración pausada y vio como subían y bajaban sus pechos.
«¿Soñará con Myr? —se preguntó—. ¿O con su amante de la cicatriz, el moreno peligroso al que no podía decir que no?» De lo que estaba casi segura era de que no soñaba con Lord Orton.
Cersei le puso una mano en el pecho. Con suavidad al principio, casi sin tocarlo, sintiendo su calidez en la palma de la mano, la piel suave como la seda. Lo apretó con delicadeza y luego pasó el pulgar por el pezón negro, adelante y atrás, hasta que sintió que se endurecía. Cuando alzó la vista, Taena tenía los ojos abiertos.
—¿Te gusta? —le preguntó.
—Sí —dijo Lady Merryweather.
—¿Y esto? —Cersei pellizcó el pezón y tiró de él con fuerza, retorciéndoselo entre los dedos.
La myriense dejó escapar un gemido de dolor.
—Me hacéis daño.
—No es más que el vino. He bebido una frasca con la cena y otra con la viuda Stokeworth. He tenido que beber para que se calmara. —Le retorció el otro pezón hasta que le arrancó otro gemido—. Soy la reina. Reclamo lo que me corresponde por derecho.
—Haced lo que queráis. —Taena tenía el pelo tan negro como Robert, también entre las piernas, y cuando Cersei la tocó allí lo encontró húmedo, empapado, mientras que el de Robert había sido duro y seco—. Por favor —suplicó la myriense—, seguid, mi reina. Haced conmigo lo que queráis. Soy vuestra.
Pero era inútil. Fuera lo que fuera lo que sentía Robert las noches en que la poseía, ella no lo notaba. Aquello no le proporcionaba placer. A Taena sí. Sus pezones eran dos diamantes negros; su sexo estaba ardiendo.
«Robert te habría amado durante una hora. —La Reina introdujo un dedo en aquel pantano myriense, y luego otro; los metía y los sacaba—. Pero después de derramarse en tu interior, le habría costado recordar tu nombre.»
Quería saber si con una mujer sería tan sencillo como había sido siempre con Robert.
«Diez mil hijos tuyos perecieron en la palma de mi mano, Alteza —pensó al tiempo que introducía un tercer dedo en Myr—. Mientras roncabas, yo me lamía para quitarme a tus hijos de la cara y los dedos, uno a uno, todos príncipes blanquecinos y pegajosos. Hiciste valer tus derechos, mi señor, pero en la oscuridad, devoré a tus herederos.» Taena se estremeció. Jadeó unas palabras en una lengua extranjera, se estremeció otra vez, arqueó la espalda y gritó. «Como si estuvieran degollándola», pensó la Reina. Durante un momento se imaginó que sus dedos eran los colmillos de un jabalí, que desgarraban a la myriense desde la entrepierna hasta la garganta.
También fue inútil.
Siempre había sido inútil con todos menos con Jaime.
Cuando fue a retirar la mano, Taena se la cogió y le besó los dedos.
—¿Cómo puedo complaceros, mi amada reina? —Deslizó la mano por el costado de Cersei y le rozó el sexo—. Decidme qué queréis que haga, amada mía.
—Dejadme en paz.
Cersei dio media vuelta y se cubrió con las mantas, temblorosa. Empezaba a amanecer. Pronto llegaría la mañana y todo quedaría olvidado.
No había ocurrido.

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