SAMWELL
Sam estaba junto a la ventana, meciéndose nervioso mientras contemplaba como se ocultaba el sol tras una hilera de tejados acabados en punta.
«Seguro que se ha emborrachado otra vez —pensó, sombrío—. O si no, es que ha conocido a otra chica. —No sabía si soltar maldiciones o echarse a llorar. Se suponía que Dareon era su hermano—. A la hora de cantar, nadie lo hace mejor. Pero como se trate de otra cosa...»
La niebla del ocaso empezaba a cubrir la ciudad; las lenguas grisáceas ascendían ya por las paredes de los edificios que bordeaban el antiguo canal.
—Prometió que volvería —dijo Sam—. Tú estabas delante.
Elí alzó los ojos enrojecidos e hinchados. El pelo le colgaba ante el rostro, enmarañado y sucio. Parecía un animal acosado que lo mirase desde detrás de un arbusto. Hacía muchos días que no tenían fuego, pero a la chica salvaje le gustaba acurrucarse al lado de la chimenea, como si las cenizas frías aún emitieran algo de calor.
—No le gusta estar aquí con nosotros —dijo en susurros para no despertar al bebé—. Aquí hay tristeza. Le gustan los sitios donde hay vino y sonrisas.
«Sí —pensó Sam—, y vino hay por todas partes menos aquí. —Braavos estaba plagado de tabernas, cervecerías y burdeles—. ¿Quién puede culpar a Dareon por elegir un buen fuego y una copa de vino especiado en vez de una rebanada de pan duro y la compañía de una mujer que llora, un gordo cobarde y un anciano enfermo? Yo, yo lo culpo. Dijo que volvería antes del crepúsculo; dijo que nos traerían vino y comida.»
Miró por la ventana una vez más, esperando contra toda esperanza ver regresar al bardo con pasos apresurados. La oscuridad envolvía la ciudad secreta, reptaba por los callejones y descendía por los canales. Las buenas gentes de Braavos no tardarían en cerrar los postigos y atrancar las puertas. La noche era para los jaques y las cortesanas.
«Los nuevos amigos de Dareon», pensó Sam con amargura. Últimamente, el bardo no hacía más que hablar de ellos. Estaba tratando de escribir una canción sobre una cortesana, una mujer llamada Sombra de Luna que lo había escuchado cantar junto al estanque de la Luna y lo había recompensado con un beso.
—Tendrías que haberle pedido plata —le había dicho Sam—. Lo que necesitamos son monedas, no besos.
Pero el bardo se limitó a sonreír.
—Hay besos que valen más que el oro, Mortífero.
Aquello también lo enfurecía. El cometido de Dareon no era escribir canciones que hablaran de cortesanas; su misión era cantar las maravillas del Muro y el valor de la Guardia de la Noche. Jon había albergado la esperanza de que sus canciones persuadieran a algunos jóvenes para que vistieran el negro. Pero sólo cantaba canciones de besos dorados, cabellos de plata y labios rojos, rojos, rojos. Nadie había vestido nunca el negro por unos labios rojos, rojos, rojos.
Y a veces, cuando tocaba, despertaba al bebé. El niño empezaba a berrear; Dareon le gritaba que se callara; Elí se echaba a llorar, y el bardo salía por la puerta y tardaba días en volver.
—Es que tanto lloriqueo me da ganas de abofetearla —se quejaba—. ¡Si casi no se puede dormir con sus sollozos!
«Tú también llorarías si tuvieras un hijo y lo hubieras perdido», estuvo a punto de decirle Sam. No podía culpar a Elí por sentir tanto dolor. A quien culpaba era a Jon Nieve; se preguntaba cuándo se le había vuelto de piedra el corazón. En cierta ocasión, mientras Elí estaba en el canal recogiendo agua para todos, le había hecho esa misma pregunta al maestre Aemon.
—Cuando conseguiste que lo nombraran Lord Comandante —respondió el anciano.
Incluso en aquellas circunstancias, cuando se estaban pudriendo en una habitación gélida, una parte de Sam se negaba a creer que Jon hubiera hecho lo que pensaba el maestre Aemon.
«Pero debe de ser verdad. Si no, ¿por qué llora tanto Elí?» Sólo tenía que preguntarle de quién era el bebe al que daba el pecho, pero no conseguía reunir valor. Le daba miedo la respuesta. «Sigo siendo un cobarde, Jon.» Fuera adonde fuera en aquel ancho mundo, sus miedos lo acompañaban.
Un sonido grave retumbó entre los tejados de Braavos como el ruido de un trueno lejano: el Titán, que anunciaba la puesta de sol desde el otro lado de la albufera. El sonido bastó para despertar al bebé, y su aullido repentino despertó a su vez al maestre Aemon. Elí se dispuso a darle el pecho al niño; el anciano abrió los ojos y se removió con debilidad en el camastro.
—¿Egg? Está muy oscuro. ¿Por qué está todo tan oscuro?
«Porque estáis ciego.» A Aemon se le iba la cabeza cada vez con más frecuencia desde que habían llegado a Braavos. Algunos días no parecía saber ni quién era; otras veces se perdía mientras estaba diciendo algo y terminaba farfullando sobre su padre o su hermano. «Tiene ciento dos años», se recordó Sam; pero en el Castillo Negro era igual de viejo y allí no se le iba nunca la cabeza.
—Soy yo —le tuvo que decir—. Samwell Tarly. Vuestro mayordomo.
—Sam. —El maestre Aemon se humedeció los labios y parpadeó—. Sí. Y estamos en Braavos. Perdóname, Sam. ¿Ha amanecido ya?
—No. —Sam le tocó la frente al anciano. Tenía la piel fría de sudor, pegajosa; cada inhalación era un ligero jadeo—. Es de noche, maestre. Habéis estado durmiendo.
—Demasiado tiempo. Aquí hace frío.
—No tenemos leña —le explicó Sam—, y el posadero no nos da más porque no tenemos monedas.
Era la cuarta o la quinta vez que mantenían la misma conversación.
«Tendría que haber gastado nuestro dinero en leña —se reprochaba Sam en cada ocasión—. Debería haber tenido suficiente sentido común para mantenerlo caliente.»
Pero había despilfarrado la plata que les quedaba en un sanador de la Casa de las Manos Rojas, un hombre alto que vestía una túnica bordada con líneas rojas y blancas. Lo único que consiguió a cambio fue media frasca de vino del sueño.
—Esto aliviará su agonía —le había dicho el braavosi en un tono no exento de bondad. Sam le preguntó si no podía hacer nada más, y el hombre negó con la cabeza—. Tengo ungüentos, pócimas, infusiones, tinturas, venenos y cataplasmas. Podría sangrarlo, purgarlo, ponerle sanguijuelas... Pero ¿para qué? No hay sanguijuela capaz de rejuvenecerlo. Es un anciano; tiene la muerte en los pulmones. Dale esto y que duerma.
Y eso había hecho, toda la noche y todo el día, pero en aquel momento, el anciano trataba de incorporarse.
—Tenemos que bajar a los barcos.
«Otra vez los barcos.»
—Estáis demasiado débil para salir —tuvo que decirle.
Durante el viaje, el maestre Aemon se había resfriado, y el frío se le había asentado en el pecho. Cuando llegaron a Braavos estaba tan débil que tuvieron que llevarlo a la orilla en brazos. Entonces aún tenían una bolsa de plata bien llena, así que Dareon pidió la cama más grande de la posada. En la que les dieron habrían podido dormir ocho personas, de modo que el posadero les cobró como si fueran otros tantos.
—Por la mañana iremos a los muelles —prometió Sam—. Buscaremos un barco que vaya a zarpar hacia Antigua.
El puerto de Braavos tenía mucho movimiento incluso en otoño. Cuando Aemon estuviera suficientemente fuerte para viajar, no les sería difícil encontrar un barco adecuado que los llevara a su destino. Pagar por los pasajes, en cambio, sí sería un problema. Tal vez tuvieran suerte y encontraran algún barco de los Siete Reinos.
«A lo mejor algún mercader de Antigua que tenga un pariente en la Guardia de la Noche. Tiene que quedar alguien que honre a los hombres que patrullan el Muro.»
—Antigua —jadeó el maestre Aemon—. Sí. He soñado con Antigua, Sam. Era joven, mi hermano Egg estaba conmigo, iba con ese caballero grande al que servía. Bebíamos en la vieja taberna donde hacen esa sidra monstruosamente fuerte. —Trató de incorporarse otra vez, pero el esfuerzo fue excesivo, y volvió a tumbarse—. Los barcos —repitió—. Aquí encontraremos la respuesta. Los dragones. Necesito saber.
«No —pensó Sam—, lo que necesitáis es comida y calor: la barriga llena y un buen fuego en la chimenea.»
—¿Tenéis hambre, maestre? Nos queda un poco de pan y un trozo de queso.
—Ahora no, Sam. Más tarde, cuando recupere las fuerzas.
—¿Cómo vais a recuperar las fuerzas si no coméis?
Ninguno de ellos había comido gran cosa durante la travesía, después de alejarse de Skagos. Los vendavales del otoño los habían perseguido por todo el mar Angosto. A veces, los vientos soplaban del sur con truenos, relámpagos y lluvias densas que caían durante días. A veces soplaban del norte, gélidos, atroces, que cortaban la piel. En una ocasión hizo tanto frío que, al despertar, Sam vio que el barco entero estaba cubierto de hielo, blanco y brillante como una perla. El capitán había bajado el mástil y lo había atado a la cubierta para terminar la travesía sólo a golpe de remos. Cuando divisaron al Titán, ya nadie era capaz de retener nada en el estómago.
En cambio, cuando estuvieron a salvo en la orilla, Sam sintió un hambre atroz. Lo mismo les pasó a Dareon y a Elí. Hasta el bebé parecía mamar con más ganas. En cambio, Aemon...
—El pan está duro, pero puedo pedir en la cocina que nos den un poco de salsa para mojarlo —le dijo Sam al anciano.
El posadero era un hombre duro y de ojos fríos que desconfiaba de los tres forasteros vestidos de negro que se cobijaban bajo su techo, pero su cocinero era más amable.
—No. Pero si hubiera un trago de vino...
No tenían vino. Dareon había prometido comprar un poco con las monedas que le pagaran por sus canciones.
—El vino llegará más tarde —tuvo que decir Sam—. Tenemos agua, pero no es de la buena.
El agua buena llegaba por los arcos del gran acueducto de ladrillo que los braavosis llamaban río de agua dulce. Los ricos tenían cañerías que la llevaban hasta sus casas, los pobres llenaban los cubos y palanganas en las fuentes públicas. Sam había enviado a Elí a por agua, olvidando que la chica salvaje había vivido toda su vida en los alrededores del Torreón de Craster y nunca había visto siquiera un mercadillo callejero. El laberinto de piedra de islas y canales que era Braavos, sin rastro de hierba ni de árboles, lleno de desconocidos que hablaban un idioma que no entendía, la asustó tanto que perdió el mapa, y luego se perdió ella. Sam la encontró llorando a los pies de piedra de algún Señor del Mar muerto mucho tiempo atrás.
—Sólo tenemos agua del canal —le dijo al maestre Aemon—, pero el cocinero la ha hervido. También hay vino del sueño, si queréis más.
—Ya he soñado bastante por ahora. Me conformo con el agua del canal. Por favor, ayúdame.
Sam incorporó al anciano y le acercó la copa a los labios secos y agrietados. Aun así, la mitad del líquido se derramó por el pecho del maestre.
—Ya basta —dijo Aemon a los pocos tragos, entre toses—. Me vas a ahogar. —Tiritaba en brazos de Sam—. ¿Por qué hace tanto frío en la habitación?
—No nos queda leña.
Dareon había pagado el doble al posadero por una habitación con chimenea, pero no habían caído en la cuenta de lo cara que sería allí la madera. En Braavos sólo crecían árboles en los patios y jardines de los poderosos. Además, los braavosis se negaban a cortar los pinos que crecían en las islas que rodeaban su gran albufera, ya que hacían de cortavientos y los protegían de las tormentas. La leña para el fuego tenía que llegar en barcazas, de río arriba, al otro lado de la albufera. Allí hasta la bosta era cara, porque los braavosis viajaban en barco, no a caballo. Nada de eso habría tenido importancia si hubieran partido hacia Antigua, tal como tenían previsto, pero la debilidad del maestre Aemon se lo había impedido. Otro viaje por mar abierto acabaría con él.
Las manos de Aemon tantearon las mantas en busca del brazo del chico.
—Tenemos que bajar a los muelles, Sam.
—Cuando estéis más fuerte. —El anciano no estaba en condiciones de soportar las salpicaduras de agua salada y los vientos húmedos de la orilla, y en Braavos era todo orilla. Al norte estaba el puerto Púrpura, donde los comerciantes braavosis atracaban sus barcos bajo las cúpulas y las torres del palacio del Señor del Mar. Al oeste se encontraba el puerto del Trapero, abarrotado de barcos de las otras Ciudades Libres, de Poniente, y de Ibben y las legendarias y lejanas tierras del Oriente. Y por todas partes había desembarcaderos y atracaderos para balsas, y muelles viejos grisáceos donde los mariscadores y pescadores amarraban sus botes tras trabajar en las albuferas y en las desembocaduras—. Sería demasiado esfuerzo para vos.
—Entonces, ve en mi lugar —insistió el maestre Aemon— y tráeme a alguien que haya visto a esos dragones.
—¿Yo? —La sola idea lo dejó consternado—. Pero, maestre, si no es más que un cuento. Historias de marineros. —De aquello también tenía la culpa Daeron. El bardo les contaba todas las anécdotas descabelladas que oía en las cervecerías y en los burdeles. Por desgracia, cuando oyó la de los dragones había bebido demasiado y no recordaba los detalles—. Puede que Dareon se lo inventara todo. Es lo que hacen los bardos, inventarse cosas.
—Cierto —respondió el maestre Aemon—, pero hasta la canción más imaginativa puede contener una partícula de verdad. Averigua esa verdad, Sam.
—No sabría a quién preguntar, ni cómo. Sólo hablo un poco de alto valyrio, y cuando me hablan en braavosi no entiendo la mitad de lo que me dicen. Vos habláis más idiomas que yo, cuando recuperéis las fuerzas podréis...
—¿Cuando recupere las fuerzas, Sam? ¿Y eso cuándo será?
—Pronto, si descansáis y coméis. Llegaremos a Antigua y...
—No volveré a ver Antigua. Ahora lo sé. —El anciano apretó con más fuerza el brazo de Sam—. Pronto me reuniré con mis hermanos. A unos me unieron los votos; a otros, la sangre, pero todos eran mis hermanos. Y mi padre... Nunca pensó que el trono sería para él, pero así fue. Decía que era su castigo por el golpe que mató a su hermano. Rezo por que encontrara en la muerte la paz que nunca tuvo en vida. Los septones cantan las virtudes del dulce tránsito, hablan de dejar atrás las cargas y viajar a una tierra más agradable donde reiremos y amaremos hasta el fin de los tiempos, en un banquete inacabable... Pero ¿qué pasa si tras la puerta de la muerte no hay una tierra de luz y miel, sino sólo frío, oscuridad y dolor?
«Tiene miedo», comprendió Sam.
—No os estáis muriendo. Estáis enfermo, nada más. Ya se os pasará.
—Esta vez no, Sam. He tenido un sueño... En lo más profundo de la noche nos hacemos las preguntas que no nos atrevemos a formular a la luz del día. A mí, en estos últimos años, sólo me ha quedado una pregunta. ¿Por qué los dioses me quitaron los ojos y las fuerzas, y me condenaron a quedarme aquí tanto tiempo, helado, abandonado? ¿De qué utilidad les podría ser un viejo acabado como yo? —A Aemon le temblaban los dedos, ramitas frágiles bajo una piel llena de manchas—. Recuerdo, Sam. Todavía recuerdo.
Lo que decía no tenía sentido.
—¿Qué recordáis?
—A los dragones —susurró Aemon—. Sí, fueron la desgracia y la gloria de mi Casa.
—El último dragón murió antes de que nacierais —señaló Sam—. ¿Cómo los vais a recordar?
—Los veo en sueños, Sam. Veo una estrella roja que desangra el cielo. Aún recuerdo el rojo. Veo su sombra en la nieve, oigo el restallido de sus alas de cuero, siento su aliento ardiente. Mis hermanos también soñaban con dragones, y esos sueños los mataron a todos. Caminamos por la cuerda floja sobre profecías apenas recordadas, Sam, sobre maravillas y espantos que nadie puede aspirar a comprender... O...
—¿O qué? —inquirió Sam.
—O no. —Aemon dejó escapar una risita—. O soy un anciano febril y moribundo. —Cerró los ojos, cansado, pero hizo un esfuerzo por abrirlos otra vez—. No debería haberme ido del Muro. Lord Nieve no tenía manera de saberlo, pero yo sí. El fuego consume; el frío conserva. El Muro... Pero ahora es demasiado tarde para volver. El Desconocido aguarda al otro lado de mi puerta, y no se irá sin mí. Me has servido con lealtad, mayordomo. Hazme un último favor: ten valor. Baja a los barcos, Sam. Averigua todo lo que puedas de esos dragones.
Sam se liberó de la mano del anciano.
—De acuerdo. Haré lo que me pedís. Sólo... —No supo qué añadir. «No me puedo negar. —De paso, podía ir a buscar a Dareon por los muelles y atracaderos del puerto del Trapero—. Primero buscaré a Dareon y luego iremos juntos a los barcos. Y cuando volvamos, traeremos comida, vino y leña. Encenderemos el fuego y comeremos bien, algo caliente.»
—De acuerdo. —Se levantó—. Entonces, me voy. Me voy, sí. Elí se queda. Elí, cuando salga, atranca la puerta. —«El Desconocido aguarda al otro lado de mi puerta.»
Elí asintió con el bebé contra el pecho y los ojos llenos de lágrimas.
«Va a llorar otra vez», advirtió Sam. Era más de lo que podía soportar. Su cinto colgaba de un clavo de la pared, junto con el viejo cuerno agrietado que le había regalado Jon. Lo descolgó, se lo abrochó, se cubrió los hombros rechonchos con la capa de lana negra, salió por la puerta y bajó por los peldaños de madera, que crujieron bajo su peso. La posada tenía dos puertas; una daba a una calle, y la otra, a un canal. Sam salió por la primera para evitar la sala común, donde sin duda, el posadero le dedicaría la mirada agria que reservaba para los huéspedes que abusaban de su hospitalidad.
El aire era gélido, pero no había tanta niebla como otras noches. Menos mal; algo por lo que dar las gracias. A veces, las neblinas cubrían el suelo con un manto tan espeso que ni siquiera se podía ver los pies. En cierta ocasión había estado a un paso de caerse a un canal.
De niño, Sam había leído la historia de Braavos y había soñado con visitar la ciudad. Quería ver al Titán que se alzaba adusto y temible en el mar, navegar por los canales en una barca serpiente, pasar junto a los palacios y los templos, contemplar la danza del agua de los jaques con sus espadas centelleantes a la luz de las estrellas. Pero tras llegar allí, lo único que quería era marcharse a Antigua.
Con la capucha casi ocultándole los ojos y la capa ondeando, caminó por los adoquines en dirección al puerto del Trapero. El cinto amenazaba con caérsele hasta los tobillos, de manera que tenía que ir colocándoselo a cada paso. Elegía las calles más estrechas y oscuras, donde era menos probable que se tropezara con nadie, pero cada gato callejero que se cruzaba hacía que el corazón le diera un vuelco... Y Braavos estaba lleno de gatos.
«Tengo que encontrar a Dareon —pensó—. Es un hombre de la Guardia de la Noche, es mi Hermano Juramentado, juntos decidiremos qué hacer. —El maestre Aemon no tenía fuerzas, y Elí se habría perdido en aquella ciudad aunque no estuviera enloquecida de dolor. En cambio, Dareon...—. No debo pensar mal de él. Tal vez esté herido y por eso no ha vuelto. Puede que esté muerto, tendido en cualquier callejón en un charco de sangre, o flotando boca abajo en cualquiera de los canales.» Por la noche, los jaques recorrían la ciudad con su ropa jaspeada, deseosos de demostrar lo hábiles que eran con las finas espadas que usaban. Los había que peleaban por cualquier motivo; otros no necesitaban motivo alguno, y Dareon tenía la lengua muy suelta y un genio vivo, sobre todo cuando había bebido. «Que alguien cante canciones de batallas no significa que sepa luchar en ellas.»
Las mejores cervecerías, tabernas y burdeles de la ciudad estaban cerca del puerto Púrpura o del estanque de la Luna, pero Dareon prefería el puerto del Trapero, donde era más probable que los clientes hablaran la lengua común. Empezó a buscar en las tabernas: La Anguila Verde, El Barquero Negro y Casa Moroggo, lugares donde Dareon había tocado en otras ocasiones. En ninguna de ellas lo encontró. Ante Casa de Niebla había varias barcas serpiente amarradas, a la espera de clientes. Sam trató de preguntar a los hombres que manejaban la pértiga si habían visto a un bardo vestido de negro, pero nadie entendía su alto valyrio.
«O no quieren entenderlo.» Echó un vistazo al sucio tugurio que había bajo el segundo arco del puente de Nabbo, donde apenas cabían diez personas. Dareon no era ninguna de ellas. Probó suerte en la Taberna del Proscrito, en La Casa de las Siete Lámparas y en el burdel llamado La Gatería, donde cosechó miradas de extrañeza y ninguna ayuda.
Al salir estuvo a punto de tropezar con dos jóvenes que se encontraban bajo el farol rojo de La Gatería. Uno era moreno, y el otro, rubio. El moreno le dijo algo en braavosi.
—Lo siento —tuvo que decir Sam—. No comprendo.
Se alejó de ellos, atemorizado. En los Siete Reinos, los nobles se vestían con terciopelos, sedas y brocados de un centenar de colores, mientras que los campesinos y el pueblo llano llevaban ropa de lana sin teñir y de tela basta color marrón. En Braavos era al revés. Los jaques se exhibían como pavos reales, siempre manoseando las espadas, mientras que los poderosos vestían prendas color gris carbón y violeta oscuro, azules que eran casi negros y negros más intensos que una noche sin luna.
—Mi amigo Terro dice que estás tan gordo que le dan ganas de vomitar —dijo el jaque de pelo rubio, cuya chaqueta era de terciopelo verde por un lado y de hilo de plata por el otro—. Mi amigo Terro dice que el tintineo de tu espada le da dolor de cabeza. —Le hablaba en la lengua común. El otro, el jaque moreno que vestía brocado rojo y una capa amarilla, y que por lo visto se llamaba Terro, hizo un comentario en braavosi, y su amigo se echó a reír—. Mi amigo Terro dice que llevas ropa que no corresponde a tu nivel —dijo—. ¿Acaso te crees un gran señor para vestir de negro?
Sam habría salido corriendo de buena gana, pero en tal caso, seguro que se le enredaban las piernas con su propio cinto.
«No se te ocurra rozar la espada», se dijo. Hasta un dedo en la empuñadura sería suficiente para que uno u otro considerase que los estaba desafiando. Buscó palabras que pudieran calmarlos.
—No soy... —fue lo único que logró decir.
—No es ningún señor —intervino una voz infantil—. Está en la Guardia de la Noche, idiota. Es de Poniente. —Una niña se acercó a la luz; llevaba una carretilla llena de algas. Era una chiquilla flaca, escuálida, con botas enormes y el pelo enmarañado y sucio—. Hay otro en el Puerto Feliz; le está cantando canciones a la Esposa del Marinero —informó a los dos jaques. Se volvió hacia Sam—. Si te preguntan cuál es la mujer más bella del mundo, diles que Ruiseñor; si no, te desafiarán. ¿Quieres comprar unas almejas? He vendido todas las ostras.
—No tengo monedas —dijo Sam.
—No tiene monedas —se burló el jaque del pelo rubio. Su compañero moreno sonrió y dijo algo en braavosi—. Mi amigo Terro tiene frío. Sé un buen amigo gordo y regálale la capa.
—Ni se te ocurra —le advirtió la niña de la carretilla—; si obedeces, luego te pedirán las botas; acabarás desnudo antes de que te enteres.
—Las gatitas que aúllan demasiado alto acaban ahogadas en los canales —le advirtió el jaque rubio.
—No si tienen zarpas.
Un cuchillo apareció de repente en la mano izquierda de la niña, una hoja tan flaca como ella. El tal Terro le dijo algo a su amigo rubio, y los dos se alejaron entre comentarios y risitas.
—Gracias —le dijo Sam a la niña cuando se hubieron ido.
El cuchillo desapareció.
—Si llevas espada de noche, significa que aceptas desafíos. ¿Querías pelear con ellos?
—No. —La voz le salió tan chillona que Sam hizo un gesto de vergüenza.
—¿De verdad estás en la Guardia de la Noche? Nunca había visto a un hermano negro como tú. —La niña señaló la carretilla—. Coge las almejas que quedan, si quieres. Ya es de noche; nadie me las va a comprar. ¿Vas a volver al Muro en barco?
—No, voy a Antigua. —Sam cogió una almeja cocida y la engulló—. Es una escala. —Qué buena estaba. Se comió otra.
—Los jaques no se meten con nadie que no lleve espada, ni siquiera los coños de camello idiotas como Terro y Orbelo.
—¿Quién eres tú?
—Nadie. —Apestaba a pescado—. Antes era alguien, pero ya no. Si quieres, me puedes llamar Gata. ¿Quién eres tú?
—Samwell de la Casa Tarly. Hablas la lengua común.
—Mi padre era remero en la Nymeria. Un jaque lo mató por decir que mi madre era más hermosa que Ruiseñor. No uno de esos coños de camello que acabas de conocer, sino un jaque de verdad. Algún día le cortaré el cuello. El capitán dijo que en la Nymeria no había sitio para una niñita, así que me echó. Brosco me recogió y me dio una carretilla. —Alzó la vista hacia él—. ¿En qué barco vais a navegar?
—Compramos pasaje en el Lady Ushanora.
La niña lo miró con los ojos entrecerrados, desconfiada.
—Ya ha zarpado, ¿no lo sabías? Hace varios días.
«Lo sé», podría haberle dicho Sam. Dareon y él habían estado en el muelle; vieron como los remos subían y bajaban mientras el barco se dirigía hacia el Titán, hacia mar abierto.
—En fin —había dicho el bardo—, se acabó.
Si Sam hubiera tenido valor, lo habría tirado al agua de un empujón. A la hora de hablar con una chica para que se quitara la ropa, Dareon tenía una lengua de miel, pero en el camarote del capitán, todo el peso de la conversación había recaído sobre Sam cuando intentaron convencer al braavosi de que los esperase.
—Llevo tres días aguardando por ese viejo —fue la respuesta del capitán—. Tengo las bodegas abarrotadas, y mis hombres ya les han echado a sus esposas el polvo de despedida. Mi Lady zarpa con la marea, con vosotros o sin vosotros.
—Por favor —había suplicado Sam—. Sólo os pido unos pocos días más. Hasta que el maestre Aemon recupere las fuerzas.
—No tiene fuerzas. —El capitán había visitado la posada la noche anterior para ver con sus propios ojos al maestre—. Es viejo y está enfermo; no quiero que muera en mi Lady. Quedaos con él o abandonadlo, a mí me da igual. Yo voy a zarpar.
Y peor aún, se había negado a devolverles el dinero del pasaje que le habían pagado, la plata que tenía que llevarlos a Antigua.
—Solicitasteis mi mejor camarote. Ahí está, esperándoos. Si al final no lo ocupáis, no es culpa mía. ¿Por qué voy a cargar yo con las pérdidas?
«A estas alturas ya podríamos estar en el Valle Oscuro —pensó Sam con tristeza—. O incluso en Pentos, si los vientos han sido propicios.»
Pero aquello no era asunto de la niña de la carretilla.
—Antes has dicho que has visto a un bardo...
—En el Puerto Feliz. Se va a casar con la Esposa del Marinero.
—¿Se va a casar?
—Es que sólo se acuesta con los que se casan con ella.
—¿Dónde está ese Puerto Feliz?
—Enfrente del Barco de los Cómicos. Te enseñaré el camino.
—Ya sé por dónde es. —Sam ya había visto el Barco de los Cómicos. «¡Dareon no se puede casar! ¡Pronunció el juramento!»—. Tengo que irme.
Echó a correr. Era un buen trecho por adoquines resbaladizos. No tardó en empezar a jadear mientras la gran capa negra ondeaba con estrépito a su espalda. Tenía que sujetarse el cinto con una mano mientras corría. Las pocas personas con las que se cruzó le lanzaron miradas curiosas. Un gato retrocedió al verlo y bufó. Cuando llegó al Barco, apenas se tenía en pie. El Puerto Feliz estaba al otro lado del callejón.
Nada más entrar, congestionado y sin aliento, una tuerta le echó los brazos al cuello.
—No —le dijo Sam—. No vengo a eso. —Ella le respondió en braavosi—. No te entiendo —contestó él en alto valyrio. Había velas encendidas, y en la chimenea chisporroteaba un fuego. Alguien tocaba un violín; dos chicas bailaban cogidas de las manos en torno a un sacerdote rojo. La tuerta le apretó los senos contra el pecho—. ¡Que no! ¡Que no he venido a eso!
—¡Sam! —resonó la voz conocida de Dareon—. Déjalo, Yna, es Sam el Mortífero. ¡Mi Hermano Juramentado!
La mujer se apartó de él, aunque sin quitarle la mano del brazo.
—Puede mortiferarme a mí, si quiere —exclamó una de las bailarinas.
—¿Me dejará tocarle la espada? —preguntó la otra.
Tras ellas había un mural que representaba una galera violeta. Las tripulación estaba compuesta por mujeres que llevaban botas altas hasta el muslo, y nada más. En un rincón había un marinero tyroshi de poblada barba escarlata que se había desmayado y roncaba estrepitosamente. Más allá, una mujer madura de grandes pechos jugaba a las tabas con un gigantesco isleño del verano ataviado con plumas negras y rojas. En medio de todos estaba Dareon, con la nariz hundida en el cuello de la mujer que tenía en el regazo. Ella llevaba su capa negra.
—Mortífero —lo llamó el bardo con voz ebria—, ven a conocer a mi señora esposa. —Dareon tenía el pelo color arena y miel, y una sonrisa cálida—. Le canto canciones de amor. Las mujeres se derriten como la mantequilla cuando canto. ¿Cómo me iba a resistir a esta cara? —La besó en la nariz—. Esposa, dale un beso al Mortífero, es mi hermano. —Cuando la mujer se puso en pie, Sam vio que, bajo la capa, estaba desnuda—. Nada de meterle mano a mi mujer, ¿eh, Mortífero? —comentó Dareon entre risas—. Pero si quieres a alguna de sus hermanas, sírvete tú mismo. Creo que aún me quedan suficientes monedas.
«Monedas con las que podríamos haber comprado comida —pensó Sam—. Monedas con las que podríamos haber comprado leña para que el maestre Aemon entrara en calor.»
—¿Qué has hecho? ¡No te puedes casar! Pronunciaste el juramento, igual que yo. Te pueden cortar la cabeza por esto...
—Sólo nos casamos por una noche, Mortífero. Ni en Poniente cortan la cabeza por eso. ¿Nunca has ido a Villa Topo a buscar tesoros enterrados?
—No. —Sam se puso colorado—. Yo jamás habría...
—¿Y qué pasa con tu moza salvaje? Seguro que te la has follado, ¿eh? Todas esas noches en los bosques, los dos acurrucados bajo tu capa... No me digas que no se la has metido nunca. —Señaló una silla con un gesto—. Siéntate, Mortífero. Sírvete una copa de vino. Sírvete una puta. Sírvete las dos cosas.
Sam no quería una copa de vino.
—Prometiste que volverías antes del anochecer, con vino y comida.
—¿Así mataste a aquel Otro? ¿A base de regañinas? —Dareon se echó a reír—. Me he casado con ella, no contigo. Si no quieres brindar por mi matrimonio, lárgate.
—Ven conmigo —dijo Sam—. El maestre Aemon se ha despertado y quiere información sobre esos dragones. No para de hablar de estrellas que sangran, de sombras blancas, de sueños, de... Tal vez, si averiguamos algo más de los dragones, se tranquilice un poco. Ayúdame.
—Mañana. En mi noche de bodas, ni hablar.
Dareon se puso en pie, cogió a su esposa de la mano y tiró de ella hacia las escaleras. Sam se interpuso en su camino.
—Lo prometiste, Dareon. Pronunciaste el juramento. Se supone que eres mi hermano.
—Eso es en Poniente. ¿Te parece a ti que seguimos en Poniente?
—El maestre Aemon...
—... se está muriendo. Ya te lo dijo ese curandero con ropa de rayas en el que te gastaste toda nuestra plata. —La boca de Dareon se había convertido en una línea dura—. Coge una chica o lárgate, Sam. Me estás estropeando la boda.
—Me voy, pero tú te vienes conmigo.
—No. No quiero saber nada más de ti. No quiero saber nada más del negro. —Dareon le quitó la capa a su esposa desnuda y se la tiró a Sam a la cara—. Toma. Pónsela por encima al viejo; a lo mejor le da algo de calor. A mí ya no me hace falta. Pronto tendré ropa de terciopelo. El año que viene vestiré pieles y comeré...
Sam le dio un puñetazo.
Ni siquiera lo pensó. Su brazo salió proyectado con el puño cerrado y fue a estamparse contra la boca del bardo. Dareon lanzó una maldición; su esposa desnuda, un grito, y Sam se echó encima del bardo y lo derribó hacia atrás, contra una mesa baja. Tenían más o menos la misma estatura, pero Sam pesaba el doble, y por una vez estaba demasiado airado para tener miedo. Golpeó al bardo en la cara y en el vientre, y luego le dio puñetazos en los hombros con las dos manos. Dareon lo sujetó por las muñecas, pero Sam lo embistió y le rompió el labio. El bardo lo soltó y aprovechó para darle un puñetazo en la nariz. Un hombre se reía a carcajadas; una mujer soltaba maldiciones. La lucha pareció ralentizarse, como si fueran dos moscas negras que se debatieran en una gota de ámbar. Alguien había separado a Sam del bardo. También golpeó a esa persona, y algo duro le dio en la nuca.
Lo siguiente que supo fue que estaba en el exterior, volando cabeza abajo en medio de la niebla. Durante un instante vio por debajo las aguas oscuras. Luego, el canal se acercó y se estampó contra su rostro.
Sam se hundió como una piedra, como una roca, como una montaña. El agua se le metió en los ojos y en la nariz, oscura, fría, salada. Trató de gritar para pedir ayuda y sólo consiguió tragar más. Consiguió girarse, debatiéndose y pataleando. Le salían burbujas de la nariz.
«Tienes que nadar —se dijo—. Tienes que nadar.» Cuando abrió los ojos, la sal le entró y lo cegó. Salió a la superficie sólo durante un instante, consiguió respirar un poco y manoteó a la desesperada con una mano mientras arañaba con la otra la pared del canal. Pero las piedras estaban húmedas y resbaladizas, y no encontró asidero. Volvió a hundirse.
Sintió el frío en la piel cuando el agua le empapó la ropa. El cinto se le deslizó piernas abajo y se le enredó en los tobillos.
«Me voy a ahogar —pensó con pánico ciego, negro. Se debatió, trató de salir a la superficie, pero sólo consiguió dar de bruces contra el fondo del canal—. Estoy cabeza abajo —comprendió—. Me estoy ahogando.» Algo se movió contra su mano, una anguila u otro pez que le rozó los dedos. «No me puedo ahogar; sin mí, el maestre Aemon se morirá, y Elí no tendrá a nadie. Tengo que nadar, tengo que...»
Se oyó un chapuzón estrepitoso y algo se enroscó en torno a él, bajo sus brazos, alrededor de su pecho.
«La anguila —fue lo primero que pensó—. La anguila me ha cogido, me va a llevar al fondo. —Abrió la boca para gritar y tragó más agua—. Me he ahogado —fue su último pensamiento—. Los dioses se apiaden de mí, me he ahogado.»
Cuando abrió los ojos estaba tumbado boca arriba, y un negro gigantesco, un isleño del verano, le golpeaba el vientre con unos puños del tamaño de jamones.
«Para, me estás haciendo daño», trató de gritar Sam. Pero en vez de palabras, lo que vomitó fue agua, y se atragantó. Estaba empapado y tiritaba allí, tumbado en los adoquines, en un charco de agua del canal. El isleño del verano volvió a golpearlo en el vientre, y le salió más agua por la nariz.
—Basta ya —jadeó Sam—. No me he ahogado. No me he ahogado.
—No. —Su salvador se inclinó encima de él, enorme, negro, chorreante—. Deber mucho plumas. Agua estropear capa bonita. Soy Xhondo.
Sam vio que era cierto. La capa de plumas empapadas que le colgaba de los hombros se había echado a perder.
—Yo no quería...
—¿Nadar? Yo ver. Mucho chof chof. Gordos flotar. —Cogió a Sam por el jubón con una manaza negra y lo puso en pie—. Yo contramaestre de Viento Canela. Hablar mucho lenguas poco. Dentro yo reír cuando tú pegar bardo. Y oír lo que tú decir. —Una amplia sonrisa se abrió camino en su rostro—. Yo conocer esos dragones.
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