28 de febrero de 2008

06 - Arya

ARYA

La luz ardía tenue y lejana, muy baja en el horizonte, un brillo entre las nieblas marinas.
—Parece una estrella —dijo Arya.
—La estrella del hogar —convino Denyo.
Era su padre el que gritaba órdenes. Los marineros subían y bajaban por los tres altos mástiles y se movían por los aparejos para arriar las pesadas velas moradas. Abajo, los remeros jadeaban y se afanaban con las dos grandes hileras de remos. Las cubiertas crujían y se inclinaban mientras la galera Hija del Titán viraba hacia estribor.
«La estrella del hogar.» Arya estaba en la proa con una mano en el mascarón dorado, una doncella con un cuenco de fruta. Durante un breve instante se permitió fingir que lo que tenía delante era de verdad su hogar.
Pero aquello era una estupidez. Su hogar ya no existía; sus padres habían muerto asesinados, igual que todos sus hermanos, menos Jon Nieve, que estaba en el Muro. Era allí adonde habría querido ir. Así se lo dijo al capitán, pero ni la moneda de hierro bastó para convencerlo. Arya tenía la sensación de que no llegaba nunca a los lugares que quería alcanzar. Yoren había jurado devolverla a Invernalia, pero había acabado en una tumba, y ella, en Harrenhal. Cuando escapó de Harrenhal para ir a Aguasdulces, Lim, Anguy y Tom Siete la tomaron prisionera y la arrastraron a la colina hueca. Luego, el Perro la secuestró y la arrastró a Los Gemelos. Arya lo dejó agonizante junto al río y siguió camino hasta Salinas con la esperanza de encontrar un barco que la llevara a Guardiaoriente del Mar, pero...
«Puede que Braavos no esté tan mal. Syrio era de Braavos, y a lo mejor, Jaqen también.» Había sido Jaqen quien le había dado la moneda de hierro. En realidad no era su amigo, cosa que sí había sido Syrio, pero ¿de qué le habían servido los amigos hasta entonces? «Mientras tenga a Aguja no necesito amigos.» Acarició el pomo pulido de la espada con la yema del pulgar, deseando, deseando...
A decir verdad, no sabía qué desear, igual que no sabía qué le esperaba bajo aquella luz distante. El capitán la había admitido a bordo, pero no tenía tiempo para hablar con ella. Algunos miembros de la tripulación la evitaban; otros, en cambio, le hacían regalos: un tenedor de plata, unos mitones, un gorro de lana con parches de cuero... Un hombre la enseñó a hacer nudos de marinero. Otro le servía a veces traguitos de vino de fuego. Los que eran amistosos con ella se golpeaban el pecho y repetían su nombre una y otra vez hasta que Arya lo pronunciaba, aunque ninguno se molestó en preguntarle a ella cómo se llamaba. La llamaban Salina porque había subido a bordo en Salinas, cerca de la desembocadura del Tridente. En fin, era un nombre tan bueno como cualquier otro.
Ya había desaparecido la última estrella de la noche; sólo quedaban las dos que se divisaban delante.
—Ahora son dos estrellas.
—Dos ojos —dijo Denyo—. El Titán nos ve.
«El Titán de Braavos.» La Vieja Tata les contaba cuentos sobre el Titán cuando vivían en Invernalia. Era un gigante alto como una montaña y, cuando un peligro se cernía sobre Braavos, se despertaba con fuego en los ojos, y los miembros de piedra le rechinaban y gemían mientras se adentraba en el mar para acabar con los enemigos.
—Los braavosis lo alimentan con la carne jugosa y rosada de niñas nobles —terminaba Nan, y Sansa siempre soltaba un gritito estúpido. Pero el maestre Luwin decía que el Titán no era más que una estatua, y que los cuentos de la Vieja Tata no eran más que cuentos.
«Invernalia se quemó; ya no existe —se recordó Arya. Seguramente, la Vieja Tata y el maestre Luwin estaban muertos, igual que Sansa. No servía de nada pensar en ellos—. Todos los hombres mueren.» Eso era lo que significaban las palabras que Jaqen H'ghar le había enseñado cuando le dio la moneda de hierro desgastada. Había aprendido más palabras en braavosi desde que zarparon de Salinas, cosas como por favor, gracias, mar, estrella y vino de fuego, pero todas ellas habían llegado después de todos los hombres mueren. La mayoría de los tripulantes de la Hija chapurreaba la lengua común porque habían pasado muchas noches en Antigua, en Desembarco del Rey o en Poza de la Doncella, pero sólo el capitán y sus hijos la dominaban lo suficiente para hablar con Arya. Denyo era el menor de esos hijos: se trataba de un muchacho regordete y alegre de doce años que se ocupaba del camarote de su padre y ayudaba a su hermano mayor a hacer las cuentas.
—Espero que vuestro Titán no tenga hambre —le dijo Arya.
—¿Hambre? —repitió Denyo, desconcertado.
—Déjalo. —Aunque fuera verdad que el Titán comía carne jugosa y rosada de niñas, Arya no tenía nada que temer. Estaba tan flaca que no era comida digna de un gigante, y ya tenía casi once años; era prácticamente una mujer. «Además, Salina no es noble»—. ¿El Titán es el dios de Braavos? —preguntó—. ¿O tenéis a los Siete?
—En Braavos se adora a todos los dioses. —Al hijo del capitán le gustaba hablar de su ciudad casi tanto como del barco de su padre—. Tus Siete tienen un septo aquí, el Septo-más-allá-del-Mar, pero ahí sólo van los marineros ponientis.
«No son mis Siete. Eran los dioses de mi madre, y permitieron que los Frey la asesinaran en Los Gemelos. —¿Habría en Braavos un bosque de dioses, con un arciano en el centro? Tal vez Denyo lo supiera, pero no se lo podía preguntar. Salina era de Salinas, y ¿qué sabía una niña de Salinas sobre los antiguos dioses del Norte?—. Los antiguos dioses han muerto, igual que mis padres, y Robb, y Bran, y Rickon; todos han muerto.» Recordó como su padre había dicho, mucho tiempo atrás, que cuando soplan los vientos fríos, el lobo solitario muere y la manada sobrevive. «Pues es al revés.» Arya, la loba solitaria, seguía viva, pero a los lobos de la manada los habían capturado, asesinado y desollado.
—Los Bardos Lunares nos trajeron a este refugio, donde los dragones de Valyria no nos podrían encontrar —le explicó Denyo—. Su templo es el más grande. También honramos al Padre de las Aguas, pero su casa se vuelve a construir cada vez que toma esposa. El resto de los dioses convive en una isla, en el centro de la ciudad. Allí es donde encontrarás al... Al Dios de Muchos Rostros.
Los ojos del Titán parecían cada vez más brillantes y más distantes entre sí. Arya no conocía a ningún Dios de Muchos Rostros, pero si respondía a las plegarias, tal vez fuera la deidad que buscaba.
«Ser Gregor —pensó—. Dunsen, Raff el Dulce, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei. Sólo quedan seis.» Joffrey estaba muerto; el Perro había matado a Polliver, y ella misma se había encargado del Cosquillas, y también de aquel escudero idiota de la espinilla. «No lo habría matado si no me hubiera agarrado.» El Perro estaba agonizando cuando lo abandonó a orillas del Tridente; ardía de fiebre por culpa de su herida. «Tendría que haberme apiadado de él y haberle clavado un cuchillo en el corazón.»
—¡Mira, Salina! —Denyo la agarró por el brazo para que se volviera—. ¿Lo ves? ¡Allí! —Señaló con el dedo.
Las nieblas se abrían ante ellos; la proa del barco rasgaba los cortinajes grises. La Hija del Titán hendía las aguas plomizas, viento en popa, impulsada por las velas moradas. Arya oía los graznidos de las aves marinas. Allí, en el lugar hacia donde señalaba Denyo, una hilera de riscos surgía abruptamente del mar, con las laderas escarpadas cubiertas de pinos soldado y píceas negruzcas. Pero más allá reaparecía el mar, y allí, sobre las aguas, se alzaba imponente el Titán, con los ojos llameantes y el pelo verde al viento.
Sus piernas salvaban la distancia entre las elevaciones de tierra; tenía un pie en cada montaña, y sus hombros se cernían amenazadores sobre las cimas rocosas. Las piernas eran de piedra maciza, del mismo granito negro que las montañas marinas sobre las que se alzaba, aunque en torno a las caderas llevaba una faldilla de armadura de bronce verdoso. La coraza también era de bronce, y en la cabeza llevaba un yelmo con cimera. La melena ondulante estaba hecha de cuerdas de cáñamo teñidas de verde, y en las cavernas que eran sus ojos ardían hogueras enormes. Una mano reposaba en el risco de la izquierda, con los dedos de bronce cerrados en torno a un saliente de piedra; la otra se alzaba en el aire y sostenía el puño de una espada rota.
«Sólo es un poco más grande que la estatua del rey Baelor que hay en Desembarco del Rey», se dijo cuando aún estaban a buena distancia. Pero a medida que la galera se iba acercando al lugar donde las olas rompían contra los riscos, el Titán se hacía aún más gigantesco. Oyó al padre de Denyo gritar órdenes con su voz retumbante, y los aparejadores empezaron a arriar las velas.
«Vamos a pasar a remo entre las piernas del Titán. —Arya divisó las troneras en la gran coraza de bronce, así como las manchas y las pecas que formaban los nidos de las aves marinas en los brazos y hombros del Titán. Estiró el cuello—. Baelor el Santo no le llegaría ni a las rodillas. Podría saltar por encima de las murallas de Invernalia.»
En aquel momento, el Titán lanzó un rugido.
Fue un sonido tan ciclópeo como él, un alarido terrible, arrasador, tan estruendoso que incluso ahogó la voz del capitán y el sonido de las olas que rompían contra los riscos cuajados de pinos. Un millar de aves marinas levantó el vuelo, y Arya se estremeció de pánico hasta que vio que Denyo se reía.
—Sólo está avisando al Arsenal de nuestra llegada —le gritó—. No tengas miedo.
—No tengo miedo —replicó Arya, también a gritos—. Es que ha sonado muy fuerte, nada más.
El viento y las olas controlaban ya a la Hija del Titán y la transportaban velozmente hacia el canal. La doble hilera de remos se movía con fluidez; las palas hendían el mar y formaban espuma blanca mientras la sombra del Titán caía sobre el barco. Durante un momento pareció que iban a chocar irremediablemente contra las piedras en las que apoyaba los pies. Arya, acuclillada junto a Denyo en la proa, sentía el sabor salado en los labios cada vez que las salpicaduras le llegaban a la cara. Tuvo que mirar casi en vertical para ver la cabeza del Titán.
«Los braavosis lo alimentan con la carne jugosa y rosada de niñas nobles», oyó decir de nuevo a la Vieja Tata, pero ella no era niña, y no se iba a asustar de una estúpida estatua.
Pese a todo, no apartó la mano de Aguja mientras pasaban entre sus piernas. En la cara interior de los enormes muslos de piedra había más aspilleras y, cuando Arya estiró el cuello y giró la cabeza para ver cómo el puesto del vigía pasaba a menos de diez varas de la faldilla del Titán, divisó los matacanes que había en la parte inferior, y también las caras blanquecinas que los miraban entre los barrotes de hierro.
Y de pronto se encontraron al otro lado.
La sombra se esfumó; los riscos cubiertos de pinos volvieron a aparecer a ambos lados; el viento amainó, y se encontraron en una gran laguna. Ante ellos se alzaba otra montaña marina, un saliente de roca que surgía de las aguas como un puño con púas, con las almenas rebosantes de escorpiones, escupefuegos y trabuquetes.
—El Arsenal de Braavos —lo había llamado Denyo, tan orgulloso como si lo hubiera edificado él mismo—. Ahí pueden construir una galera de combate en un día.
Arya divisó docenas de galeras amarradas en los embarcaderos o situadas todavía en las rampas por las que se deslizarían hacia el mar. Las proas pintadas de otras sobresalían de incontables cobertizos de madera, a lo largo de la costa pedregosa, como perros en sus casetas, esbeltos, crueles y hambrientos, a la espera de que los llamara el cuerno del cazador. Trató de contarlas, pero eran demasiadas, y había otros atracaderos, muelles y cobertizos más allá de donde la línea de la costa describía una curva.
Dos galeras habían salido a su encuentro. Parecían surcar las aguas como libélulas, con sus remos blancos moviéndose al compás. Arya oyó que el capitán les gritaba algo y los capitanes de las galeras respondían también a gritos, pero no entendió qué decían. Sonó un gran cuerno. Las galeras pasaron junto a ellos, una a cada lado, tan cerca que alcanzó a oír el sonido amortiguado de los tambores en el interior de los cascos violeta, bum bum bum bum bum bum bum bum bum, como el palpitar de corazones vivos.
Luego dejaron atrás las galeras, y también el Arsenal. Ante ellos se extendía una amplia zona de aguas verde guisante, como una lámina de cristal coloreado. En su húmedo corazón se alzaba la ciudad, una gran extensión de cúpulas, torres y puentes, todo en gris, dorado y rojo.
«Las cien islas de Braavos en el mar.»
El maestre Luwin les había hablado de Braavos, pero Arya no recordaba gran cosa. Era una ciudad llana, eso se veía desde lejos, en nada parecida a Desembarco del Rey, que se alzaba sobre tres colinas. Allí, las únicas colinas eran las que habían levantado los hombres con ladrillo, granito, bronce y mármol. También faltaba algo, aunque tardó unos instantes en darse cuenta de qué era.
«La ciudad no tiene murallas.» Cuando se lo dijo a Denyo, el chico se rió de ella.
—Nuestras murallas son de madera y están pintadas de violeta —le explicó—. Las galeras son nuestras murallas. No nos hacen falta otras.
La cubierta crujió a sus espaldas. Arya se volvió y se encontró con el padre de Denyo, ataviado con la capa de capitán, de lana morada. El capitán comerciante Ternesio Terys iba afeitado, y llevaba el pelo cano muy corto y pulcro, enmarcando un rostro cuadrado y curtido por los vientos. Durante la travesía lo había visto bromear a menudo con la tripulación, pero cuando fruncía el ceño, los hombres huían de él como si se avecinara una tormenta. En aquel momento tenía el ceño fruncido.
—Se acerca el final del viaje —le dijo a Arya—. Vamos a Puerto Chequy, donde los aduaneros del señor del Mar subirán a inspeccionar las bodegas. Tardarán medio día, como siempre, pero no hace falta que esperes hasta que terminen. Recoge tus cosas. Mandaré que bajen un bote, y Yorko te llevará a tierra.
«A tierra.» Arya se mordisqueó el labio. Había cruzado el mar Angosto para llegar allí, pero, si el capitán se lo hubiera preguntado, le habría dicho que prefería seguir a bordo de la Hija del Titán. Salina era demasiado menuda para manejar un remo, ya lo sabía, pero podía aprender a hacer nudos, arriar las velas y seguir un rumbo a través del ancho mar. Un día, Denyo la había subido a la cofa, y a ella no le había dado ningún miedo, aunque la cubierta se veía diminuta y muy abajo.
«Yo también sé hacer cuentas, y puedo limpiar un camarote.»
Pero en la galera no hacía falta un segundo grumete. Además, bastaba con ver la cara del capitán para darse cuenta de las ganas que tenía de librarse de ella. De modo que se limitó a asentir.
—A tierra —dijo, aunque eso significaba que estaría entre desconocidos.
—Valar dohaeris. —Se llevó dos dedos a la frente—. Te ruego que recuerdes a Ternesio Terys y el servicio que te ha prestado.
—Eso haré —respondió Arya con un hilo de voz. El viento le tironeaba la capa, insistente como un fantasma. Era hora de que se marchara.
«Recoge tus cosas», le había dicho el capitán; pero no tenía gran cosa que recoger: sólo la ropa que llevaba puesta, la bolsita de monedas, los regalos que le había hecho la tripulación, el puñal que llevaba colgado de la cadera izquierda y Aguja, a la derecha.
El bote estuvo preparado antes que ella, con Yorko a los remos. También era hijo del capitán, pero mayor que Denyo y no tan simpático.
«No me he despedido de Denyo —pensó mientras bajaba. Tal vez no volvería a ver al niño—. Tendría que haberme despedido de él.»
La Hija del Titán quedó tras ellos meciéndose en las aguas, mientras la ciudad se tornaba más y más grande con cada paletada de los remos de Yorko. A la derecha se divisaba un puerto, un entramado de muelles y atracaderos llenos de barcos balleneros de Ibben, naves cisne de las Islas del Verano y más galeras de las que habría podido contar. A su izquierda había otro puerto, más lejano, pasado un cabo donde la parte superior de barcos medio hundidos sobresalía de las aguas. Arya nunca había visto tantos edificios grandes en un solo lugar. En Desembarco del Rey estaban la Fortaleza Roja, el Gran Septo de Baelor y Pozo Dragón, pero al parecer, en Braavos había una veintena de templos, torres y palacios tan grandes como aquellos o incluso más.
«Volveré a ser un ratón —pensó, sombría—, igual que en Harrenhal antes de escaparme.»
Desde donde estaba el Titán, la ciudad le había parecido una única isla grande, pero a medida que los remos de Yorko los acercaban vio que se trataba de muchas islas pequeñas enlazadas por puentes de piedra en forma de arco que salvaban los incontables canales. Más allá del puerto divisó unas calles con casas de piedra gris, tan juntas que casi se apoyaban las unas contra las otras. A Arya le parecieron unos edificios extraños. Eran de cuatro o cinco pisos de altura, muy estrechos y con tejados en forma de pico, como sombreros puntiagudos. No vio ningún techo de paja, y apenas unas cuantas casas de madera, de las que abundaban en Poniente.
«Aquí no tienen árboles —advirtió—. Braavos es todo de piedra, una ciudad gris sobre un mar verde.»
Yorko enfiló hacia la zona norte de los atracaderos, y bajaron por un gran canal, una ancha vía de agua que llevaba directamente al centro de la ciudad. Pasaron bajo los puentes de piedra tallada, decorados con un centenar de tipos de peces, cangrejos y calamares. Un segundo puente apareció ante ellos, con un encaje de tallas de hojas de parra, y más allá, un tercero que los miraba fijamente con un centenar de ojos pintados. A ambos lados se abrían las bocas de canales más pequeños, en los que a su vez confluían otros más pequeños aún. Algunas casas se alzaban sobre los canales, lo que los transformaba en una especie de túneles. Por ellos se deslizaban botes de líneas esbeltas, con forma de serpiente marina, con la cabeza pintada y la cola alzada. Arya se fijó en que no se movían con remos, sino con pértigas manejadas por hombres situados en la popa, vestidos con capas de color gris, marrón y verde musgo. También vio barcazas de fondo plano en las que se amontonaban cajones y barriles, impulsadas por veinte pértigas a cada lado, y elegantes casas flotantes con farolillos de cristal coloreado, cortinajes de terciopelo y mascarones de proa metálicos. A lo lejos, por encima de casas y canales, había una especie de gigantesco camino de piedra gris que reposaba sobre pilares unidos por una arcada de tres niveles y se perdía entre la neblina hacia el sur.
—¿Qué es eso? —le preguntó Arya a Yorko al tiempo que se lo señalaba.
—El río de agua dulce —le respondió—. Trae agua fresca de tierra firme, de más allá de los estuarios y los bajíos de salitre. Agua buena de los manantiales.
Al mirar hacia atrás descubrió que ya no se veían el puerto ni la laguna. Al frente, una hilera de estatuas se alzaba a los lados del canal: hombres de piedra con expresión solemne y túnica de bronce salpicada de excrementos de aves marinas. Unos tenían en las manos un libro; otros, un puñal; otros, un martillo. Uno sostenía en alto una estrella dorada; otro vertía en el canal un chorro interminable desde una vasija de piedra.
—¿Son dioses? —preguntó Arya.
—Señores del Mar —respondió Yorko—. La isla de los Dioses está más allá. ¿Ves? Seis puentes más abajo, en la orilla derecha. Aquel es el templo de los Bardos Lunares.
Era uno de los que Arya había divisado desde la laguna, una mole imponente de mármol níveo coronada por una gran cúpula plateada cuyos vitrales de vidrio blanco mostraban todas las fases de la luna. Las puertas estaban flanqueadas por un par de doncellas de mármol, tan altas como los señores del Mar, que sostenían un dintel en forma de media luna.
Más allá había otro templo, un edificio de piedra roja tan austero como cualquier fortaleza. En la parte superior de la gran torre cuadrada ardía una almenara en un brasero de hierro de treinta palmos de diámetro, y otras de menor tamaño ardían a los lados de las puertas metálicas.
—A los sacerdotes rojos les gusta el fuego —le explicó Yorko—. Su dios es R'hllor, el Señor de la Luz.
«Ya lo sé.» Arya recordó a Thoros de Myr, con su armadura vieja, sus túnicas desgastadas y tan desteñidas que, más que un sacerdote rojo, parecía un sacerdote rosa. Pero había rescatado a Lord Beric de la muerte con un beso. Contempló la casa del dios rojo mientras pasaban junto a ella y se preguntó si los sacerdotes braavosis podrían hacer lo mismo.
A continuación se alzaba un gran edificio de ladrillo festoneado con líquenes. De no ser por el comentario de Yorko, Arya lo habría tomado por un almacén.
—Es el Refugio Sagrado, donde se adora a los dioses menores que el mundo ha olvidado. También lo llaman la Casa de las Mil Habitaciones.
Entre los muros verdecidos de la Casa de las Mil Habitaciones discurría un pequeño canal, y por él se adentraron. Atravesaron un túnel antes de volver a salir a la luz. A ambos lados se alzaban más templos.
—No imaginaba que hubiera tantos dioses —dijo Arya.
Yorko dejó escapar un gruñido. Doblaron una curva del río y pasaron bajo otro puente. A su izquierda apareció una loma rocosa sobre la que se alzaba un templo de piedra gris oscuro y sin ventanas. Un tramo de peldaños de piedra bajaba de sus puertas a un atracadero cubierto.
Yorko echó los remos hacia atrás, y el bote chocó con suavidad contra los pilares de piedra. Se agarró a un aro de hierro para no apartarse.
—Te dejo aquí.
El atracadero era sombrío; la escalera, empinada. El tejado negro del templo estaba rematado en una punta afilada, igual que las casas que flanqueaban los canales. Arya se mordisqueó el labio.
«Syrio llegó de Braavos. Tal vez visitara este templo. Tal vez subiera por estos peldaños.» Se agarró a otro aro y saltó al atracadero.
—Ya sabes cómo me llamo —le dijo Yorko desde el bote.
—Yorko Terys.
—Valar dohaeris.
Se impulsó con un remo y volvió a salir a aguas más profundas. Arya lo contempló mientras volvía, remando, por donde habían llegado, hasta que lo perdió de vista entre las sombras del puente. A medida que el susurro de los remos se desvanecía, se hizo un silencio tal que casi oía los latidos de su propio corazón. De repente se encontraba en otro lugar... En Harrenhal, con Gendry, o tal vez en los bosques del Tridente, con el Perro.
«Salina es una niña idiota —se dijo—. Soy un lobo; no estoy asustada.» Palmeó el puño de Aguja como si fuera un amuleto, se sumergió en las sombras y subió los peldaños de dos en dos, para que nadie pudiera decir que había tenido miedo.
Arriba se encontró ante un par puertas de madera tallada, de diez codos de altura. La puerta de la izquierda era de arciano blanco como el hueso; la derecha, de ébano brillante. En el centro de cada una había una luna llena tallada, de ébano en la puerta de arciano y de arciano en la de ébano. En cierto modo le recordaban al árbol corazón del bosque de dioses de Invernalia.
«Las puertas me están mirando —pensó. Empujó las dos a la vez con las manos enguantadas, pero no cedieron—. Están cerradas a cal y canto.»
—Dejadme entrar, idiotas —dijo—. He cruzado el mar Angosto. —Las golpeó con el puño—. Jaqen me dijo que viniera. Tengo la moneda de hierro. —Se la sacó de la bolsa y la mostró—. ¿Veis? Valar morghulis.
La única respuesta de las puertas consistió en abrirse.
Se abrieron hacia dentro en silencio, sin que ninguna mano humana las moviera. Arya dio un paso al frente, y luego otro. Las puertas se cerraron a su espalda y, durante un momento, se quedó a ciegas. Tenía a Aguja en la mano, aunque no recordaba haberla desenvainado.
Unas cuantas velas ardían a lo largo de las paredes, pero daban tan poca luz que Arya no se veía ni los pies. Alguien susurraba, aunque en voz tan baja que no entendía las palabras. Otra persona sollozaba. Oyó un sonido de pisadas ligeras, cuero contra piedra, y una puerta que se abría y se cerraba.
«Agua, también se oye el agua.»
Poco a poco, la vista se le acostumbró a la oscuridad. El templo parecía mucho más grande por dentro que por fuera. Los septos de Poniente tenían siete lados, con siete altares dedicados a los siete dioses, pero allí había muchos más. Sus estatuas se alzaban a lo largo de las paredes, inmensas, amenazadoras. Alrededor de sus pies ardían velas rojas titilantes, tenues como estrellas lejanas. La que tenía más cerca era de mármol, de más de cuatro varas de altura, y representaba una mujer. De sus ojos brotaban lágrimas de verdad que iban a caer al cuenco que sostenía entre los brazos. La siguiente era de un hombre con cabeza de león sentado en un trono de ébano tallado. Al otro lado de las puertas, un enorme caballo de hierro y bronce se alzaba encabritado sobre las patas traseras. Más allá distinguió un gran rostro de piedra, un niño pálido con una espada, una cabra peluda del tamaño de un uro, un hombre encapuchado que se apoyaba en un bastón... Las otras estatuas eran sólo bultos que se cernían sobre ella, apenas entrevistas en la penumbra. Entre los dioses había nichos ocultos donde anidaban las sombras, con una vela encendida aquí y allá.
Silenciosa como una sombra, Arya avanzó entre las largas hileras de bancos de piedra con la espada en la mano. Los pies le indicaron que el suelo era de piedra; no de mármol pulido como en el del Gran Septo de Baelor, sino más basto. Pasó junto a unas mujeres que susurraban. El aire era cálido y denso, tan cargado que no pudo contener un bostezo. Le llegaba el olor de las velas. Tenían un aroma que no le resultaba familiar. Lo atribuyó a algún incienso extraño, pero a medida que se adentraba en el templo le pareció que empezaban a oler a nieve, a agujas de pino y a guiso caliente.
«Olores buenos», se dijo, y se sintió un poco más valiente. Tanto como para volver a envainar a Aguja.
En el centro del templo encontró el agua que había oído antes: un estanque de algo más de tres varas de diámetro, negro como la tinta, iluminado por velas rojas de luz tenue. Junto a él había un hombre sentado. Llevaba una capa plateada y se oían sus sollozos quedos. Observó como metía una mano en el agua y provocaba ondulaciones escarlata en todo el estanque. Cuando sacó los dedos, se los fue lamiendo uno a uno.
«Debe de tener sed.» A lo largo del borde del estanque había vasijas de piedra. Arya cogió una, la llenó y se la llevó para que bebiera. El joven la miró atentamente mientras se la ofrecía.
—Valar morghulis —dijo.
—Valar dohaeris —respondió ella.
Él bebió a tragos largos y después dejó caer la vasija en el estanque. Se puso en pie meciéndose, sujetándose el vientre. Durante un momento, Arya pensó que se iba a caer. Entonces se fijó en la mancha oscura que tenía bajo el cinturón, una mancha que se extendía mientras la miraba.
—Te han apuñalado —farfulló, pero el hombre no le prestó atención. Caminó tambaleante hacia la pared y se metió en un nicho, en un lecho de dura piedra. Al mirar a su alrededor, Arya vio que había más nichos. En algunos había ancianos durmiendo.
«No —pareció susurrar en su cabeza una voz apenas recordada—. Están muertos o moribundos. Mira con los ojos.»
Una mano le rozó el brazo.
Arya se giró bruscamente, pero no era más que una chiquilla, una niñita pálida con una túnica cuya capucha parecía devorarla, negra por el lado derecho y blanca por el izquierdo. Debajo se veía un rostro demacrado y huesudo, con las mejillas hundidas y unos ojos oscuros, grandes como platos.
—No me agarres —le advirtió Arya a la chiquilla—. Al último niño que me agarró, lo maté.
La pequeña dijo unas palabras, pero Arya no las comprendió. Sacudió la cabeza.
—¿No hablas la lengua común?
—Yo sí —dijo una voz a sus espaldas.
A Arya no le gustaba que la sorprendieran así una y otra vez. El hombre encapuchado era alto y llevaba una túnica blanca y negra igual que la de la niña, sólo que más grande. Bajo la capucha, Arya sólo distinguió un brillo rojizo y tenue, el reflejo de la vela en sus ojos.
—¿Qué lugar es este? —le preguntó.
—Un lugar de paz. —Hablaba con voz amable—. Aquí estás a salvo. Esto es la Casa de Blanco y Negro, pequeña, aunque eres joven para buscar el favor del Dios de Muchos Rostros.
—¿Es como el dios sureño, el de las siete caras?
—¿Siete? No. Sus rostros son incontables, pequeña; tiene tantos como estrellas hay en el cielo. En Braavos, cada cual adora al dios que se le antoja... Pero, al final de todos los caminos aguarda el que Tiene Muchos Rostros. También a ti te aguardará algún día, no temas. No hace falta que corras a sus brazos.
—Sólo he venido a buscar a Jaqen H'ghar.
—No conozco ese nombre.
Se le hizo un nudo en el estómago.
—Era de Lorath. Tenía el pelo blanco por un lado y rojo por el otro. Me dijo que me enseñaría secretos y me dio esto. —Llevaba en el puño la moneda de hierro. Cuando abrió los dedos se le quedó pegada a la mano sudorosa.
El sacerdote examinó la moneda, pero no hizo ademán de tocarla. La niñita de los ojos enormes también la miró.
—Dime tu nombre, pequeña —dijo al final el hombre encapuchado.
—Salina. Vengo de Salinas, junto al Tridente.
No podía verle el rostro, pero de alguna manera percibió que sonreía.
—No —respondió—. Dime tu nombre.
—Pajarito —corrigió.
—Tu nombre verdadero, niña.
—Mi madre me puso Nan, pero me llaman Comadreja...
—Tu nombre.
Tragó saliva.
—Arry. Soy Arry.
—Ya se parece más. Y ahora, la verdad.
«El miedo hiere más que las espadas», se dijo.
—Arya. Soy Arya de la Casa Stark. —La primera vez susurró la palabra; la segunda se la tiró a la cara.
—Esa eres, pero en la Casa de Blanco y Negro no hay lugar para Arya de la Casa Stark.
—Por favor —suplicó—. No tengo adonde ir.
—¿Temes a la muerte?
Se mordisqueó el labio.
—No.
—Veamos. —El sacerdote se bajó la capucha. Bajo ella no había ningún rostro, sólo un cráneo amarillento con unas tiras de piel todavía aferradas a las mejillas y un gusano blanco que se retorcía en una órbita ocular—. Dame un beso, niña —graznó con una voz tan seca y áspera como el cloqueo de la muerte.
«¿Se cree que me asusta?» Arya lo besó allí donde debería haber tenido la nariz y cogió el gusano del ojo para comérselo, pero se le derritió como una sombra en la mano.
El cráneo amarillo también se derritió y, de repente, el anciano de aspecto más bondadoso que había visto jamás la miraba con una sonrisa.
—Hasta ahora, nadie había intentado comerse mi gusano —dijo—. ¿Tienes hambre, pequeña?
«Sí —pensó ella—, pero no de comida.»

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