BRIENNE
Encontraron el primer cadáver a media legua de la encrucijada.
Colgaba de la rama de un árbol muerto, cuyo tronco ennegrecido mostraba aún las cicatrices del rayo que lo había matado. Los cuervos carroñeros se habían ocupado del rostro, y los lobos se habían dado un festín con la parte inferior de las piernas, que colgaba cerca del suelo. Por debajo de las rodillas quedaban sólo huesos y jirones de ropa, y un zapato mordido medio cubierto de barro y moho.
—¿Qué tiene en la boca? —preguntó Podrick.
Brienne tuvo que obligarse a mirar. La cara era gris y verde, espantosa, con la boca muy abierta. Le habían metido una piedra blanca entre los dientes. Una piedra o...
—Sal —dijo el septón Meribald.
Cincuenta metros más adelante vieron el segundo cadáver. Los carroñeros lo habían destrozado; lo que quedaba de él estaba disperso por el suelo bajo los restos de una cuerda deshilachada que colgaba de la rama de un olmo. Brienne habría pasado de largo sin fijarse si el perro no hubiera captado su olor.
—¿Qué hay ahí? —Ser Hyle descabalgó, siguió al perro y volvió con un yelmo corto. Dentro estaba todavía la cabeza del muerto, además de unos cuantos gusanos y escarabajos—. Buen acero —dictaminó—, y no está demasiado mellado, aunque el león ha perdido la cabeza. ¿Quieres un yelmo, Pod?
—Ese no. Tiene gusanos.
—Los gusanos se quitan con agua, chico. Eres más melindroso que una niña.
Brienne lo miró con el ceño fruncido.
—Es muy grande para él.
—Ya crecerá.
—No lo quiero —dijo Podrick.
Ser Hyle se encogió de hombros y tiró el yelmo entre las hierbas, con cimera de león y todo. El perro ladró y corrió a levantar la pata contra el árbol.
En adelante fue raro que avanzaran cien pasos sin encontrarse un cadáver. Colgaban de fresnos y alisos, de hayas y abedules, de alerces y olmos, de viejos sauces grises y de castaños majestuosos. Todos tenían un nudo corredizo en torno al cuello, colgaban de una soga de cáñamo y tenían la boca llena de sal. Algunos llevaban capas grises, azules o carmesíes, aunque la lluvia y el sol las habían desteñido tanto que costaba distinguir los colores. Otros tenían blasones bordados en el pecho. Brienne vio hachas, flechas, varios salmones, un pino, una hoja de roble, escarabajos, gallos, una cabeza de jabalí y media docena de tridentes.
«Hombres quebrados —comprendió—, restos de una docena de ejércitos, las sobras de los señores.»
Algunos de los muertos eran calvos, y otros, barbudos; los había jóvenes y viejos, altos y bajos, gordos y flacos. Con la hinchazón de la muerte, con el rostro devorado y podrido, todos parecían iguales.
«En la horca, todos los hombres son hermanos.» Brienne lo había leído en un libro, aunque no recordaba en cuál.
Fue Hyle Hunt quien expresó por fin lo que todos habían comprendido.
—Son los hombres que atacaron Salinas.
—Que el Padre los juzgue con dureza —dijo Meribald, que había sido amigo del anciano septón de la ciudad.
A Brienne no le preocupaba tanto quiénes fueran como quién los había ahorcado. Se decía que el nudo corredizo era el método de ejecución favorito de Beric Dondarrion y su grupo de bandidos. Si era así, tal vez estuviera cerca el señor del relámpago.
El perro ladró, y el septón Meribald miró a su alrededor con el ceño fruncido.
—¿No deberíamos avivar el paso? El sol no tardará en ponerse, y los cadáveres no son buena compañía por la noche. Estos hombres fueron malvados y peligrosos en vida, y no creo que hayan mejorado con la muerte.
—En eso no estamos de acuerdo —dijo Ser Hyle—. Es precisamente la clase de gente que mejora con la muerte.
De todos modos, picó espuelas a su caballo y avanzaron un poco más deprisa.
Más adelante, los árboles empezaron a escasear, aunque no los cadáveres. Los bosques dejaron paso a prados embarrados; las ramas de los árboles, a patíbulos. Las bandadas de cuervos levantaban el vuelo entre graznidos cuando se acercaban los viajeros, y volvían a posarse en los cadáveres cuando pasaban de largo.
«Eran unos malvados», se recordó Brienne, pero aun así se sentía triste.
Se obligó a mirar a cada uno de los ahorcados en busca de caras conocidas. Le pareció reconocer a unos cuantos de Harrenhal, pero en su estado no tenía manera de estar segura. Ninguno llevaba un casco en forma de cabeza de perro, aunque algunos tenían yelmos de varias formas. A casi todos les habían quitado las armas, la armadura y las botas antes de colgarlos.
Cuando Podrick preguntó el nombre de la posada donde iban a pasar la noche, el septón Meribald se centró rápidamente en el tema, quizá para quitarse de la cabeza los horrorosos centinelas grises que flanqueaban el camino.
—Hay quien la llama Posada Vieja. Ahí ha habido una posada durante cientos de años, aunque esta en concreto se edificó durante el reinado del primer Jaehaerys, el rey que hizo el camino Real. Se dice que Jaehaerys y su reina dormían en esa posada cuando estaban de viaje. Durante un tiempo, la posada se conoció como Dos Coronas, en su honor, hasta que un posadero construyó un campanario, y pasó a llamarse Posada del Tañido. Más tarde fue a parar a manos de un caballero tullido que se llamaba Jon Heddle el Largo, que se dedicó a trabajar el hierro cuando se sintió demasiado viejo para seguir luchando. Forjó un cartel nuevo para el patio, un dragón de tres cabezas de hierro negro, y lo colgó de un poste de madera. La bestia era tan grande que tuvo que fabricarla con una docena de piezas, y luego las unió con cuerdas y alambres. Cuando soplaba el viento, las piezas chocaban entre sí, de manera que todos la llamaban la Posada del Dragón Tintineante.
—¿Aún tiene ese cartel? —preguntó Podrick.
—No —dijo el septón Meribald—. Cuando el hijo del herrero ya era anciano, un hijo bastardo del cuarto Aegon se rebeló contra su hermano legítimo y adoptó como blasón un dragón negro. Por aquel entonces, estas tierras pertenecían a Lord Darry, y su señoría era leal al rey. Sólo con ver el dragón negro de hierro se puso tan furioso que cortó el poste, hizo pedazos el cartel y lo tiró al río. Una de las cabezas del dragón llegó a la Isla Tranquila muchos años más tarde, aunque ya estaba roja de óxido. El posadero no sustituyó el cartel, así que la gente se olvidó del dragón y empezó a llamar al establecimiento la Posada del Río. En aquellos tiempos, el Tridente corría bajo su puerta trasera y la mitad de las habitaciones quedaba encima del agua. Se decía que los huéspedes podían tirar un sedal por la ventana para pescar truchas. También había una barcaza que hacía la travesía; así, los viajeros podían cruzar a la Aldea de Lord Harroway y Murosblancos.
—Nos apartamos del Tridente más al sur y hemos estado cabalgando hacia el noroeste... No en dirección al río, sino todo lo contrario.
—Sí, mi señora —respondió el septón—. El río se movió. Eso fue hace setenta años. ¿O quizá ochenta? En aquellos tiempos llevaba la posada el padre de Masha Heddle. Fue ella quien me contó toda esta historia. Masha era bondadosa; le gustaban la hojamarga y los pastelillos de miel. Cuando no tenía habitación para mí, me permitía dormir junto a la chimenea, y nunca me dejó seguir camino sin darme pan, queso, y unos pastelillos duros.
—¿Aún es la posadera? —preguntó Podrick.
—No. Los leones la ahorcaron. Tengo entendido que cuando se marcharon, uno de sus sobrinos trató de volver a abrir la posada, pero con la guerra, los caminos eran demasiado peligrosos para que la gente viajara, así que tenía poca clientela. Puso unas cuantas prostitutas, pero ni con eso se salvó. Me dijeron que no sé qué señor lo mató a él también.
Ser Hyle esbozó una sonrisa irónica.
—Nunca habría imaginado que dirigir una posada representara un peligro tan letal.
—El peligro está en ser del pueblo llano cuando los grandes señores juegan a su juego de tronos —replicó el septón Meribald—. ¿Verdad, perro?
El perro ladró como si estuviera de acuerdo.
—¿Cómo se llama la posada ahora? —preguntó Podrick.
—La gente la llama la posada de la encrucijada, sin más. El Hermano Mayor me dijo que dos sobrinas de Masha Heddle la han vuelto a abrir. —Señaló con la pica—. Si los dioses son bondadosos, ese humo que se eleva más allá de los hombres ahorcados será el de sus chimeneas.
—Podrían llamarla Posada del Patíbulo —comentó Ser Hyle.
Se llamara como se llamara, la posada era grande: tres pisos que se alzaban junto a los caminos embarrados, con las paredes, las torrecillas y las chimeneas de piedra blanca que brillaba pálida y fantasmal contra el cielo gris. El ala sur se alzaba sobre pilares de madera, por encima de una hondonada agrietada de hierbajos y vegetación seca. Junto al ala norte había un establo de techo de paja y un campanario. Alrededor se alzaba un muro bajo de piedras blancas cubiertas de musgo.
«Por lo menos no la han quemado.»
En Salinas sólo habían encontrado muerte y desolación. Cuando los hermanos silenciosos llevaron en la barcaza a Brienne y a sus acompañantes, hacía ya tiempo que los supervivientes habían huido y los muertos estaban enterrados, pero quedaba el cadáver de la propia ciudad, ceniciento, insepulto. El aire olía aún a humo, y los graznidos de las gaviotas que los sobrevolaban sonaban casi humanos, como los lamentos de niños extraviados. Hasta el castillo parecía triste y abandonado. Tan gris como las cenizas de la ciudad que lo rodeaba, constaba de un torreón cuadrado rodeado por una muralla, construido de manera que desde él se dominara el puerto. Cuando Brienne y los demás tiraron de las riendas de sus caballos para bajar de la barcaza, el castillo estaba cerrado a cal y canto, y en sus almenas no se movía nada aparte de los estandartes. Hizo falta un cuarto de hora de ladridos del perro y golpes de la pica del septón Meribald contra la puerta para que apareciera en ellas una mujer, que les preguntó qué querían.
La barcaza ya había partido, y estaba empezando a llover.
—Soy un santo septón, buena mujer —le gritó Meribald—, y los que me acompañan son viajeros honrados. Queremos refugiarnos de la lluvia y calentarnos esta noche ante vuestra chimenea.
Sus súplicas no conmovieron a la mujer.
—La posada más cercana está en la encrucijada, en dirección oeste —replicó—. Aquí no queremos forasteros. Marchaos.
Se retiró, y ni las plegarias de Meribald, los ladridos del perro y las maldiciones de Ser Hyle fueron capaces de hacerla volver. Al final tuvieron que pasar la noche en el bosque, bajo un refugio de ramas entrelazadas.
En cambio, en la posada de la encrucijada había vida. Un buen trecho antes de llegar a la puerta, Brienne la oyó: martillazos lejanos pero rítmicos, un sonido metálico.
—Una forja —dijo Ser Hyle—. O cuentan con un herrero, o el fantasma del viejo posadero está haciendo otro dragón de hierro. —Picó espuelas a su caballo—. Espero que también tengan un cocinero fantasma. Un pollo asado bien crujiente me arreglaría la vida.
El patio de la posada era un lodazal marrón que succionaba los cascos de los caballos. Allí se oía más claramente el clamor del acero, y Brienne divisó el resplandor rojo de la forja al otro lado de los establos, entre un carro de bueyes y una rueda rota. También vio los caballos de los establos, y a un niño que se columpiaba en las cadenas oxidadas del deteriorado patíbulo que dominaba el patio. En el porche había cuatro niñas que los miraban. La más pequeña no tendría más de dos años y estaba desnuda. La mayor, de nueve o diez, la rodeaba con los brazos en gesto protector.
—Niñas —les dijo Ser Hyle—, id a llamar a vuestra madre.
El chico se soltó de la cadena y salió corriendo hacia los establos. Las cuatro niñas cambiaban de postura, nerviosas.
—No tenemos madres —dijo una tras unos momentos.
—Yo sí tenía, pero la mataron —añadió otra.
La mayor se adelantó, con la pequeña pegada a sus faldas.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—Viajeros honrados que buscan refugio. Me llamo Brienne, y me acompaña el septón Meribald, muy conocido en las tierras de los ríos. El chico es mi escudero, Podrick Payne, y el caballero es Ser Hyle Hunt.
Los martillazos cesaron de repente. La niña del porche los examinó con atención, tan desconfiada como sólo podía serlo una criatura de diez años.
—Me llamo Willow. ¿Querréis cama?
—Cama, cerveza y comida caliente para llenarnos la barriga —respondió Ser Hyle Hunt mientras desmontaba—. ¿Eres la posadera?
—Es mi hermana Jeyne —contestó sacudiendo la cabeza—. Pero no está ahora. Lo único que tenemos para comer es carne de caballo. Si venís en busca de putas, ya no hay. Mi hermana las ha echado. Pero tenemos camas. Algunas son de plumas, pero casi todas son de paja.
—Y todas tienen pulgas, no me cabe duda —replicó Ser Hyle.
—¿Tenéis monedas para pagar? ¿Plata?
Ser Hyle se echó a reír.
—¿Plata? ¿Por una noche de cama y una pata de caballo? ¿Nos quieres atracar, pequeña?
—Queremos plata. Si no, podéis ir a dormir a los bosques con los muertos. —Willow observó el asno, con su carga de barriles y fardos—. ¿Eso es comida? ¿De dónde la habéis sacado?
—De Poza de la Doncella —dijo Meribald.
El perro ladró.
—¿Interrogas así a todos los huéspedes? —preguntó Ser Hyle.
—No tenemos tantos. No es como antes de la guerra. Ahora, los que recorren los caminos son gorriones, o peor.
—¿Peor? —le preguntó Brienne.
—Ladrones —dijo una voz de muchacho desde los establos—. Asaltantes.
Brienne se volvió y vio un fantasma.
«Renly.» Un martillazo en el corazón no le habría causado más impresión.
—¿Mi señor? —se atragantó.
—¿Señor? —El chico se apartó de los ojos un mechón de pelo negro—. Sólo soy un herrero.
«No es Renly —comprendió Brienne—. Renly está muerto. Renly tenía veintiún años y murió en mis brazos. Este es sólo un niño. —Un niño que se parecía al Renly que visitó Tarth por primera vez—. No, es más joven. Tiene la mandíbula más cuadrada y las cejas más pobladas.» Renly había sido delgado y esbelto, mientras que aquel muchacho tenía los hombros fuertes y el brazo derecho musculoso propio de los herreros. Llevaba un delantal largo de cuero, pero por debajo se le veía el pecho desnudo. Una pelusa oscura le cubría las mejillas y la mandíbula, y tenía una espesa mata de pelo negro que le llegaba por debajo de las orejas. El rey Renly también había tenido aquel pelo negro como el carbón, pero siempre lo llevaba limpio y bien peinado. Unas veces se lo cortaba y otras lo llevaba suelto por los hombros, o se lo recogía con una cinta dorada, pero nunca lo tenía enmarañado ni pegajoso de sudor. Y aunque sus ojos tenían aquel mismo azul oscuro, los de Lord Renly siempre fueron cálidos, acogedores y sonrientes, mientras que los de aquel chico rezumaban ira y desconfianza.
El septón Meribald también se dio cuenta.
—No pretendemos haceros ningún daño, muchacho. Cuando este lugar era de Masha Heddle, siempre tenía un pastelillo de miel para mí. A veces, si la posada no estaba llena, hasta me dejaba una cama.
—Está muerta —replicó el chico—. Los leones la ahorcaron.
—Por lo visto, lo de ahorcar es un deporte que se practica mucho por aquí —comentó Ser Hyle Hunt—. Ojalá tuviera tierras en esta zona. Plantaría cáñamo, vendería sogas y ganaría una fortuna.
—¿Y estas niñas? —preguntó Brienne a Willow—. ¿Son tus hermanas? ¿Primas, parientes...?
—No. —Willow se había quedado mirándola de una manera que conocía demasiado bien—. Sólo son... No sé, a veces las traen los gorriones. Otras llegan solas. Si sois una mujer, ¿por qué vais vestida de hombre?
Fue el septón Meribald quien respondió.
—Lady Brienne es una doncella guerrera y tiene una misión. Pero lo que necesita ahora mismo es una cama seca y un fuego bien caliente. Igual que todos nosotros. Mis viejos huesos me dicen que va a llover, y pronto. ¿Tenéis habitaciones para nosotros?
—No —dijo el chico herrero.
—Sí —dijo la pequeña Willow.
Intercambiaron miradas. Al final, Willow dio una patada contra el suelo.
—Tienen comida, Gendry. Los pequeños están hambrientos.
Silbó, y como por arte de magia, aparecieron más niños. Chiquillos harapientos y desgreñados salieron de debajo del porche, y niñitas tímidas se asomaron a las ventanas que daban al patio. Algunos llevaban ballestas preparadas para disparar.
—Podrían llamarla Posada de la Ballesta —comentó Ser Hyle.
«Más bien Posada del Huérfano», pensó Brienne.
—Wat, ayúdalos con los caballos —dijo Willow—. Will, deja esa roca; no vienen a hacernos daño. Atanasia, Pate, id a echar leña al fuego. Jon Penique, ayuda al septón con esos fardos. Os acompañaré a las habitaciones.
Al final tomaron tres habitaciones adyacentes; en cada una había un lecho de plumas, un orinal y una ventana. La habitación de Brienne tenía también una chimenea. Pagó unas pocas monedas más a cambio de leña.
—¿Duermo con vos o con Ser Hyle? —le preguntó Podrick mientras ella abría los postigos.
—Esto no es la Isla Tranquila —le dijo—. Puedes quedarte conmigo.
Su intención era que ellos dos se marcharan solos al día siguiente. El septón Meribald se dirigía a Nogal, Meandro y la Aldea de Lord Harroway, pero no tenían por qué seguir con él. Ya tenía al perro para que le hiciera compañía, y el Hermano Mayor la había convencido de que no encontraría a Sansa Stark a lo largo del Tridente.
—Quiero que nos levantemos antes de que salga el sol, mientras Ser Hyle esté dormido.
Brienne no le había perdonado lo de Altojardín y, como él mismo había dicho, Hunt no había hecho ningún juramento respecto a Sansa.
—¿Adónde iremos, ser? O sea, mi señora.
Brienne no tenía respuesta. Habían llegado a una encrucijada, literalmente: el lugar donde confluían el camino Real, el camino del Río y el camino alto. El camino alto los llevaría hacia el este por las montañas, hasta el Valle de Arryn, donde la tía de Lady Sansa había gobernado hasta su muerte. El camino del Río iba hacia el oeste, a lo largo del Forca Rojo, hasta llegar a Aguasdulces, donde el tío abuelo de Sansa estaba bajo asedio, pero aún vivía. O podían tomar el camino Real hacia el norte, más allá de Los Gemelos, y cruzar el Cuello, con sus pantanos y sus cenagales. Si encontraba la manera de pasar de largo Foso Cailin y a quienquiera que lo dominase en aquel momento, el camino Real los llevaría directos a Invernalia.
«O podría tomar el camino Real hacia el sur —pensó Brienne—. Podría volver a Desembarco del Rey, confesar mi fracaso a Ser Jaime, devolverle su espada y buscar un barco que me llevara a casa, a Tarth, como me aconsejó el Hermano Mayor.» Era un pensamiento amargo, pero una parte de ella añoraba el Castillo del Atardecer y a su padre, y otra parte se preguntaba si Jaime la consolaría si lloraba en su hombro. Eso era lo que querían los hombres, ¿no? Mujeres blandas e indefensas que necesitaran su protección.
—¿Ser? ¿Mi señora? Os he preguntado que adónde vamos.
—Abajo, a la sala común, a cenar.
La sala común estaba abarrotada de niños. Brienne intentó contarlos, pero no se quedaban quietos ni un instante, así que a algunos los contaba dos o tres veces y a otros ninguna, y al final tuvo que rendirse. Habían juntado las mesas para formar tres largas hileras, y los mayores estaban empujando bancos de la parte de atrás. Los mayores no tendrían más de diez o doce años. Gendry era lo más parecido a un adulto, pero la que gritaba todas las órdenes era Willow, como si fuera una reina en su castillo y los otros niños fueran sólo sus criados.
«Si fuera de noble cuna, dar órdenes sería natural para ella, igual que para ellos obedecerlas.»
Brienne se preguntó si Willow no sería más de lo que aparentaba. Era demasiado pequeña y vulgar para ser Sansa Stark, pero tenía la edad de la hermana menor, y hasta Lady Catelyn le había dicho que Arya no poseía la belleza de su hermana.
«Pelo castaño, ojos marrones, flaca... ¿Sería posible...? —Recordaba que Arya Stark tenía el pelo castaño, pero se le había olvidado el color de sus ojos—. ¿Marrones también? ¿Es posible que no muriera en Salinas?»
En el exterior, las últimas luces del día empezaban a desaparecer. Willow hizo encender cuatro velas de sebo y les dijo a las niñas que avivaran el fuego de la chimenea. Los niños ayudaron a Podrick Payne a descargar el asno y entraron con el bacalao salado, el carnero, las verduras, los frutos secos y los quesos, mientras el septón Meribald se dirigía a las cocinas para hacerse cargo de las gachas.
—Por desgracia se han acabado las naranjas; dudo mucho que vuelva a ver una hasta la primavera —le dijo a un niño—. ¿Alguna vez has comido una naranja, chaval? ¿Alguna vez has apretado una naranja para beberte el zumo? —El chico sacudió la cabeza en gesto negativo, y el septón le revolvió el pelo—. Pues si te portas bien y me ayudas a remover las gachas, cuando llegue la primavera te traeré una.
Ser Hyle se quitó las botas para calentarse los pies junto al fuego. Cuando Brienne se sentó a su lado, le señaló con un gesto el otro extremo de la sala.
—Hay manchas de sangre en el suelo, allí; el perro las está olisqueando. Las han frotado, pero han calado en la madera y no hay manera de limpiarla.
—Esta es la posada en la que Sandor Clegane mató a tres hombres de su hermano —le recordó ella.
—Sí —accedió Hunt—, pero ¿quién dice que fueron los primeros en morir aquí... o que van a ser los últimos?
—¿Tenéis miedo de unos cuantos niños?
—Cuatro serían unos cuantos. Diez serían demasiados. Esto es un caos. A los niños habría que ponerles pañales y colgarlos de la pared hasta que a las chicas les crecieran las tetas y los chicos tuvieran edad de afeitarse.
—Me dan pena. Todos han perdido a sus padres. Algunos los han visto morir.
—Se me olvidaba que estoy hablando con una mujer. —Hunt puso los ojos en blanco—. Tenéis el corazón más blando que las gachas del septón. ¿Será posible? Dentro de nuestra guerrera hay una mujer que está deseando parir. Lo que queréis de verdad es un hermoso bebé sonrosado que mame de vuestro pecho. —Sonrió—. Tengo entendido que para eso hace falta un hombre. Un marido, a ser posible. ¿Por qué no yo?
—¿Aún pensáis ganar aquella apuesta?
—A la que quiero ganar es a vos, la única hija de Lord Selwyn. Muchos hombres se casarían con una retrasada o con un bebé por premios que no valen ni la décima parte que Tarth. Reconozco que no soy Renly Baratheon, pero tengo la virtud de contarme entre los vivos. Hay quien diría que esa es mi única virtud. El matrimonio nos convendría a los dos. Tierras para mí y un castillo lleno de estos para vos. —Hizo un gesto en dirección a los niños—. Os aseguro que soy capaz. Que yo sepa, ya he engendrado al menos a una bastarda. No temáis; no os haré cargar con ella. La última vez que fui a verla, su madre me tiró una olla de sopa por encima.
A Brienne se le enrojeció el cuello.
—Mi padre sólo tiene cincuenta y cuatro años. Aún está en edad de volver a casarse y tener un hijo varón.
—Es un riesgo... Si vuestro padre se casa otra vez, y si su esposa es fértil, y si el bebé es varón... Peores apuestas he hecho.
—Y las habéis perdido. Id a jugar con otro, ser.
—Así habla una doncella que no ha practicado el juego con nadie. En cuanto lo probéis cambiaréis de opinión. A oscuras seríais tan hermosa como cualquier otra mujer. Vuestros labios se hicieron para besar.
—Son labios —dijo Brienne—. Todos los labios son iguales.
—Y todos los labios se hicieron para besar —asintió Hunt con tono afable—. No atranquéis esta noche la puerta de vuestra habitación; iré a vuestra cama y os demostraré que digo la verdad.
—Hacedlo y saldréis convertido en eunuco. —Brienne se levantó y se alejó de él.
El septón Meribald preguntó si podía bendecir la mesa con los niños, sin hacer caso de la pequeña que gateaba desnuda por ella.
—Claro —dijo Willow, agarrando a la niña antes de que llegara a las gachas.
De modo que juntaron las cabezas y dieron las gracias al Padre y a la Madre por los alimentos... Todos excepto el chico moreno de la fragua, que se cruzó de brazos y se sentó con el ceño fruncido mientras los demás rezaban. Brienne no fue la única que se dio cuenta. Cuando terminó la oración, el septón Meribald miró hacia el otro lado de la mesa.
—¿No adoras a los dioses, hijo?
—A los vuestros no. —Gendry se levantó bruscamente—. Tengo trabajo.
Salió sin probar ni un bocado.
—¿Adora a algún otro dios? —preguntó Hyle Hunt.
—Al Señor de la Luz —dijo con voz chillona un niño flaco de apenas seis años.
Willow le dio un golpe con el cucharón.
—Ben Bocazas, hay comida. Dedícate a comer y deja de molestar a los señores con tanta cháchara.
Los niños se lanzaron hacia la cena como lobos hacia un ciervo herido, peleándose por el bacalao, arrancando pedazos de pan de centeno y llenándolo todo de gachas. Ni siquiera los grandes quesos sobrevivieron mucho tiempo. Brienne se conformó con pescado, pan y zanahorias, mientras el septón Meribald le daba dos bocados al perro por cada uno que comía él. En el exterior empezó a llover. Dentro, el fuego chisporroteaba, y en la sala común sólo se oía el ruido de los niños masticando y el que hacía Willow de vez en cuando al golpear a alguno con el cucharón.
—Algún día, esa niñita tan guapa será la temible esposa de un hombre —señaló Ser Hyle—. Probablemente de ese pobre aprendiz.
—Alguien debería llevarle comida antes de que se acabe.
—Vos sois alguien.
Brienne envolvió en un paño un trozo de queso, un pedazo de pan, una manzana seca y dos trozos de bacalao frito. Cuando Podrick se levantó para seguirla afuera, le indicó que se sentara y siguiera comiendo.
—No tardaré mucho.
La lluvia caía con fuerza en el patio. Brienne resguardó la comida con un pliegue de la capa. Un caballo relinchó cuando pasó junto a los establos.
«También tienen hambre.»
Gendry estaba junto a la forja, con el pecho desnudo bajo el delantal de cuero. Golpeaba una espada como si deseara que fuera un enemigo; el pelo empapado de sudor le caía por la frente. Se quedó mirándolo un momento.
«Tiene los ojos y el pelo de Renly, pero no su constitución. Lord Renly era más esbelto que musculoso, a diferencia de su hermano Robert, que tenía una fuerza legendaria.»
Gendry se detuvo un momento para secarse la frente, y entonces la vio.
—¿Qué queréis?
—Te he traído la cena. —Abrió el paño para que la viera.
—Si quisiera comida, habría comido.
—Un herrero tiene que comer para conservar las fuerzas.
—¿Sois mi madre?
—No. —Dejó la comida en el suelo—. ¿Quién fue tu madre?
—¿A vos qué os importa?
—Naciste en Desembarco del Rey. —Estaba segura por su manera de hablar.
—Como mucha gente.
Metió la espada en una tina de agua de lluvia para templarla. El acero caliente siseó furioso.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Brienne—. ¿Tu madre vive aún? ¿Y tu padre? ¿Quién era?
—Hacéis demasiadas preguntas. —El chico dejó la espada—. Mi madre murió, y no conocí a mi padre.
—Eres bastardo.
Se lo tomó como un insulto.
—Soy caballero. Esta será mi espada cuando la acabe.
«¿Qué hace un caballero trabajando en una herrería?»
—Tienes el pelo negro y los ojos azules, y naciste a la sombra de la Fortaleza Roja. ¿Nadie te ha hecho nunca ningún comentario sobre tu cara?
—¿Qué le pasa a mi cara? No es tan fea como la vuestra.
—Supongo que verías al rey Robert en Desembarco del Rey.
—A veces. —Se encogió de hombros—. En los torneos, de lejos. Y una vez en el septo de Baelor. Los capas doradas nos empujaron a un lado para abrirle paso. Otra vez estaba jugando cerca de la Puerta del Lodazal cuando llegó él de una partida de caza. Iba tan bebido que estuvo a punto de arrollarme. Era un gordo borracho, pero mejor rey que sus hijos.
«No son sus hijos. Stannis decía la verdad aquel día que se reunió con Renly. Joffrey y Tommen no eran hijos de Robert. En cambio, este muchacho...»
—Escúchame —empezó Brienne. Entonces le llegaron los ladridos frenéticos del perro—. Viene alguien.
—Amigos —respondió Gendry, despreocupado.
—¿Qué clase de amigos? —Brienne fue a la puerta de la herrería para escudriñar la oscuridad en medio de la lluvia.
—Pronto los conoceréis. —El chico se encogió de hombros.
«Puede que no quiera conocerlos», pensó Brienne cuando los primeros jinetes entraron chapaleando en los charcos del patio.
Entre el repiqueteo de la lluvia y los ladridos del perro alcanzó a oír el leve tintineo de las espadas y las armaduras bajo las capas harapientas. Los contó a medida que pasaban.
«Dos, cuatro, seis, siete.» A juzgar por su manera de montar, algunos estaban heridos. El último era enorme, gigantesco, abultaba como dos de los otros. Su caballo estaba agotado y ensangrentado, y se tambaleaba bajo su peso. Todos los jinetes llevaban la capucha calada para guarecerse de la lluvia, excepto él. Tenía el rostro ancho y lampiño, blanco como un gusano, con las mejillas cubiertas de úlceras supurantes.
Brienne contuvo el aliento y desenvainó Guardajuramentos.
«Son demasiados —pensó con una punzada de miedo—, son demasiados.»
—Gendry —dijo en voz baja—, te van a hacer falta la espada y la armadura. Estos no son tus amigos. No son amigos de nadie.
—¿Qué queréis decir? —El chico salió junto a ella con el martillo en la mano.
Un relámpago rasgó el cielo hacia el sur mientras los jinetes se bajaban de los caballos. Durante un instante, la luz se convirtió en oscuridad. Un hacha brillaba plateada; la luz se reflejaba en la armadura y en la coraza. Bajo la capucha oscura del primer jinete, Brienne alcanzó a ver un hocico de hierro que mostraba dientes de acero.
Gendry también lo vio.
—Es él.
—No es él. Es su yelmo.
Brienne intentó evitar que el miedo se reflejara en su voz, pero tenía la boca seca como un pergamino. Tenía una idea muy clara de quién era el que llevaba el yelmo del Perro.
«Los niños», pensó.
La puerta de la posada se abrió de golpe. Willow salió a la lluvia con la ballesta en la mano y les gritó algo a los jinetes, pero un trueno retumbó por el patio y ahogó sus palabras.
—Como se te ocurra dispararme una saeta, te meto esa ballesta por el coño y te follo con ella —oyó decir Brienne al hombre que llevaba el yelmo del Perro—. Luego te sacaré los ojos y te los haré tragar.
La furia que destilaba su voz hizo que Willow retrocediera temblorosa.
«Siete —volvió a pensar Brienne, desesperada. Sabía que contra siete no tenía ninguna posibilidad—. Ni posibilidad ni elección.»
Salió bajo la lluvia con Guardajuramentos en la mano.
—Dejadla en paz. Si queréis violar a alguien, probad conmigo.
Los bandidos se volvieron como un solo hombre. Uno soltó una carcajada y otro dijo algo en un idioma que Brienne no conocía. El de la cara blanca dejó escapar un siseo malévolo. El hombre que llevaba el casco del Perro se echó a reír.
—Eres aún más fea de lo que recordaba. Antes preferiría violar a tu caballo.
—Caballos, eso es todo lo que queremos —dijo uno de los heridos—. Caballos descansados y algo de comer. Nos persiguen los bandidos. Dadnos vuestros caballos y nos iremos. No os haremos ningún daño.
—Y una mierda. —El bandido que llevaba el yelmo del Perro descolgó el hacha de la silla—. Voy a cortarle las piernas y a plantarla sobre los muñones para que vea como me follo a la cría de la ballesta.
—¿Con qué? —se burló Brienne—. Shagwell me dijo que te cortaron la hombría junto con la nariz.
Su intención era provocarlo, y lo logró. Se lanzó contra ella rugiendo maldiciones, levantando salpicaduras de agua negra al atacar. Como en respuesta a sus oraciones, los demás se quedaron contemplando el espectáculo. Brienne permaneció inmóvil como una piedra, a la espera. El patio estaba oscuro; el barro, resbaladizo.
«Mejor que venga él a mí. Si los dioses son clementes, se resbalará y caerá.»
Los dioses no fueron tan clementes, pero su espada los suplió.
«Cinco pasos, cuatro pasos, ahora», contó Brienne, y Guardajuramentos se alzó para toparse con su ímpetu.
El acero chocó contra el acero cuando la hoja atravesó la ropa y abrió una brecha en la cota de malla, justo mientras el hacha bajaba hacia ella. Se echó a un lado y lanzó otro tajo contra el pecho al tiempo que retrocedía.
Él la siguió, sangrando y tambaleándose, rugiendo de rabia.
—¡Puta! —gritó—. ¡Monstruo! ¡Zorra! ¡Te voy a echar a mi perro para que te folle, puta de mierda!
Su hacha describía arcos mortíferos; era una brutal sombra negra que se transformaba en plata cuando la iluminaban los relámpagos. Brienne no tenía escudo con que detener los golpes. Lo único que podía hacer era retroceder, lanzarse a un lado o a otro con cada hachazo. En una ocasión pisó barro blando y estuvo a punto de perder pie, pero logró recuperarse, aunque el hacha le rozó el hombro izquierdo dejando a su paso una llamarada de dolor.
—¡La puta ya es tuya! —gritó uno de los rezagados.
—¡A ver cómo sigue bailando!
Y ella bailó, aliviada porque seguían mirando. Cualquier cosa con tal de que no intervinieran. Ella sola no podía luchar contra siete, aunque uno o dos estuvieran heridos. Hacía mucho que el viejo Ser Goodwin reposaba en su tumba, pero le pareció oír que le susurraba al oído: «Los hombres siempre te van a subestimar. El orgullo hará que quieran derrotarte deprisa para que no se diga que una mujer los puso a prueba. Conserva las fuerzas mientras tus rivales se agotan en ataques furiosos. Aguarda y observa, chica, aguarda y observa.»
Aguardó, observó, se desplazó a un lado, hacia atrás, otra vez a un lado, y le lanzó un tajo al rostro, luego a las piernas, luego al brazo. Los golpes del hombre se fueron espaciando a medida que el hacha se hacía más pesada. Brienne lo hizo girar de manera que la lluvia le diera en los ojos, y retrocedió dos pasos rápidos. Él volvió a blandir el hacha con una maldición, se precipitó tras ella, resbaló en el barro...
... y Brienne saltó contra él, con las dos manos en la empuñadura de la espada. El ataque directo lo llevó contra la punta, y Guardajuramentos atravesó la tela, la cota de malla, el cuero, más tela, hasta las entrañas, para salir por la espalda arañando la columna. El hacha se le cayó de entre los dedos inertes cuando chocaron, el rostro de Brienne contra el yelmo de cabeza de perro. Sintió el metal húmedo y frío contra la mejilla. La lluvia corría a chorros por el acero, y cuando el relámpago volvió a iluminarlo todo vio dolor, miedo e incredulidad al otro lado de las hendiduras de los ojos.
—Zafiros —le susurró, y giró la espada bruscamente con un movimiento que le provocó un último estertor.
Sintió su peso; de repente estaba abrazada a un cadáver bajo la lluvia negra. Retrocedió para dejarlo caer...
... y Mordedor se lanzó contra ella con un aullido.
Se abalanzó hacia Brienne como una avalancha de lana mojada y carne lechosa, y la envió volando contra el suelo. Aterrizó en un charco, y el agua se le metió por la nariz y en los ojos. Se quedó sin aliento, y su cabeza chocó con fuerza contra una piedra semienterrada.
—No —fue lo único que tuvo tiempo de decir antes de que cayera encima de ella.
Su peso la hundió más en el barro. Le agarró un mechón de pelo para echarle atrás la cabeza. La otra tanteó buscándole la garganta. Había perdido Guardajuramentos en la caída. Sólo le quedaban las manos para luchar, pero asestar un puñetazo en aquella cara era como golpear una bola de masa blanca y húmeda. Y siseaba.
Lo golpeó una y otra vez, le dio con la base de la palma en un ojo, pero él no parecía sentir sus golpes. Le clavó las uñas en las muñecas y sólo consiguió que apretara más, aunque los arañazos se llenaron de sangre. La estaba aplastando, la estaba asfixiando. Lo empujó por los hombros para quitárselo de encima, pero era pesado como un caballo y no podía moverlo. Cuando intentó clavarle la rodilla en la entrepierna, lo único que consiguió fue hundírsela en el vientre. Mordedor le arrancó un mechón de pelo con un gruñido.
«Mi puñal.»
Brienne se aferró al pensamiento con desesperación. Consiguió pasar la mano entre ellos y retorció los dedos bajo su carne sofocante, tanteando, hasta que por fin dio con la empuñadura. Mordedor le agarró el cuello con las dos manos y empezó a golpearle la cabeza contra el suelo. Brilló otro relámpago, esta vez en el interior de su cráneo, pero consiguió apretar los dedos y desenvainar el puñal. Lo tenía encima; no podía alzar el puñal para clavárselo, así que se lo arrastró con fuerza por el vientre. Algo caliente y húmedo le corrió entre los dedos. Mordedor volvió a sisear, con más fuerza que antes, y le soltó el cuello el tiempo justo para golpearla en la cara. Brienne oyó el crujido de los huesos y, durante un momento, el dolor la cegó. Trató de cortarlo otra vez, pero él le arrancó el puñal de entre los dedos y le clavó una rodilla en el antebrazo, que se rompió. Luego la agarró por la cabeza y volvió a intentar arrancársela de los hombros.
Brienne oía los ladridos del perro; los hombres gritaban a su alrededor, y por debajo del retumbar de los truenos oyó el clamor del acero contra el acero.
«Ser Hyle —pensó—, Ser Hyle se ha unido a la batalla», pero todo le parecía lejano y sin importancia. Su mundo se reducía a las manos que le atenazaban la garganta y el rostro que se le echaba encima. La lluvia goteaba por la capucha que se le acercaba. El aliento de Mordedor apestaba como un queso podrido.
A Brienne le ardía el pecho; la tormenta estaba detrás de sus ojos, la cegaba. Los huesos rechinaban en su interior. Mordedor abrió la boca, la abrió, la abrió, era imposible que la abriera tanto. Ella le vio los dientes amarillos y retorcidos, afilados, puntiagudos. Cuando se cerraron en torno a la carne tierna de su mejilla, casi ni lo notó. Sentía como descendía en espiral hacia la oscuridad.
«No puedo morir todavía —se dijo—, aún hay algo que tengo que hacer.»
Mordedor apartó la boca llena de carne y sangre. Escupió, sonrió, y volvió a clavarle los dientes puntiagudos. Esta vez masticó y tragó.
«Me está devorando —comprendió, pero ya no tenía fuerzas para luchar contra él. Se sentía como si estuviera flotando por encima de la escena; contemplaba el horror como si le sucediera a otra persona, o a alguna muchacha estúpida con ínfulas de caballero—. Pronto acabará todo —se dijo—. Entonces dará igual que se me coma o no.»
Mordedor echó la cabeza hacia atrás, volvió a abrir la boca, aulló y sacó la lengua. También era puntiaguda, y goteaba sangre. Ninguna lengua podía ser tan larga. Entraba y salía de su boca, entraba y salía, roja, húmeda, brillante, era un espectáculo espantoso, obsceno.
«Tiene una lengua de un palmo —pensó Brienne justo antes de sumergirse en la oscuridad—. Casi parece una espada.»
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NOMBRE DEL AUTOR DE LA OBRA CERSEI
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