EL SAQUEADOR
Los tambores batían a ritmo de combate cuando la proa del Victoria de Hierro, como si fuera un ariete, avanzaba hendiendo las turbulentas aguas verdes. El barco más pequeño estaba dando la vuelta; sus remos hendían el mar. En sus estandartes ondeaban rosas: en la proa y en la popa, rosas de plata sobre un campo de gules; en la cima del mástil dorado, una rosa de gules sobre un campo de grenoble verde como la hierba. El Victoria de Hierro chocó contra su borda con tal fuerza que la mitad de grupo de abordaje cayó rodando. Los remos crujieron y se astillaron; música para los oídos del capitán.
Saltó la regala y cayó en la cubierta con la capa dorada ondeando a su espalda. Las rosas blancas retrocedieron cuando los hombres vieron a Victarion Greyjoy, con armas y armadura, el rostro oculto tras el yelmo del kraken. Llevaban espadas, lanzas y hachas, pero nueve de cada diez iban sin armadura, y el décimo sólo llevaba una cota de lamas cosidas.
«No son hombres del hierro —pensó Victarion—. Tienen miedo de ahogarse.»
—¡A por él! —ordenó un hombre—. ¡Está solo!
—¡VENID! —rugió él—. ¡Venid a matarme si podéis!
Los guerreros de las rosas se le acercaron con el acero gris en las manos y el terror en los ojos. Su miedo era tan fragante que Victarion sentía su sabor en la lengua. Atacó a diestro y siniestro. Al primer hombre le cortó el brazo a la altura del codo; al segundo le atravesó el hombro. El tercero clavó el hacha en la madera blanda de pino del escudo de Victarion, que lo estampó contra la cara del muy idiota y lo derribó, y lo mató cuanto intentaba levantarse. Mientras trataba de sacar el hacha de entre las costillas del muerto, una lanza lo pinchó entre los omóplatos. Fue como si le dieran una palmadita en la espalda. Victarion se volvió y le asestó al lancero un hachazo en la cabeza. Sintió el impacto en el brazo cuando el acero atravesó yelmo, pelo y cráneo. El hombre se tambaleó un instante, hasta que el capitán del hierro liberó la hoja y el cadáver cayó despatarrado en cubierta, con más aspecto de borracho que de muerto.
Sus hijos del hierro ya lo habían seguido a la cubierta del barcoluengo. Oyó el aullido de Wulfe Una Oreja cuando puso manos a la obra; divisó a Ragnor Pyke con su cota de malla oxidada; vio a Nute el Barbero que lanzaba el hacha girando por los aires para acertar a un hombre en el pecho. Victarion mató a un enemigo más y luego a otro. Habría matado a un tercero, pero Ragnor se le adelantó.
—¡Buen golpe! —le gritó.
Se volvió para buscar a la siguiente víctima para su hacha, y en aquel momento divisó al otro capitán en la cubierta. Llevaba el jubón blanco salpicado de sangre y vísceras, pero se distinguía el blasón en el pecho, la rosa blanca en el escudo rojo. Llevaba el mismo dibujo en el escudo, sobre campo de plata con bordura crenelada.
—¡Eh, tú! —le gritó el capitán del hierro en medio de la carnicería—. ¡El de la rosa! ¿Eres el señor de Escudo del Sur?
El otro se levantó el visor para mostrar un rostro lampiño.
—Su hijo y heredero, Ser Talbert Serry. ¿Quién eres tú, kraken?
—Tu muerte.
Victarion se lanzó contra él.
Serry se dispuso a recibirlo. Su espada larga era de buen acero forjado en castillo, y el joven caballero la hizo cantar. Primero lanzó un golpe bajo, que Victarion desvió con el hacha. El segundo lo acertó en el yelmo antes de que tuviera tiempo de levantar el escudo. El capitán del hierro respondió con un hachazo horizontal, y el escudo de Serry cortó la trayectoria. Saltaron astillas de madera, y la rosa blanca se rajó con un delicioso crujido. La espada larga del joven caballero lo acertó en el muslo una vez, y dos, y tres, chirriando contra el acero.
«El muchacho es rápido», advirtió el capitán del hierro. Estampó el escudo en el rostro de Serry, con lo que lo mandó tambaleándose contra la regala. Victarion levantó el hacha y descargó todo su peso en el golpe para rajar al muchacho del cuello a la entrepierna, pero Serry rodó para esquivarlo. El hacha se clavó en la baranda. Las astillas de madera salieron volando y, cuando trató de arrancarla, no pudo. La cubierta se movió bajo sus pies, y cayó sobre una rodilla.
Ser Talbert tiró a un lado el escudo roto y lanzó un tajo desde arriba con la espada larga. Aunque a Victarion se le había desplazado el escudo con la caída, detuvo la hoja de Serry con un puño de hierro. Las lamas de acero crujieron, y una punzada de dolor lo hizo gruñir, pero Victarion resistió.
—Yo también soy rápido, chico —dijo al tiempo que le arrancaba la espada de la mano y la tiraba al mar.
Ser Talbert abrió los ojos desmesuradamente.
—Mi espada...
Victarion lo cogió por la garganta con el puño ensangrentado.
—Ve a buscarla —dijo al tiempo que lo lanzaba de espaldas a las aguas teñidas de sangre.
Con aquello consiguió unos instantes de respiro para recuperar el hacha. Las rosas blancas caían ante la oleada de hierro. Unos trataban de esconderse bajo la cubierta; otros pedían cuartel. Victarion sentía la sangre cálida que le corría por los dedos bajo la malla, el cuero y las placas del guantelete, pero no era nada. Alrededor del mástil, un grupo de enemigos seguía luchando, en un círculo formado hombro con hombro.
«Esos, al menos, son hombres. Prefieren morir a rendirse.» Victarion les concedería su deseo a unos cuantos. Golpeó el hacha contra el escudo y cargó contra ellos.
El Dios Ahogado no había creado a Victarion Greyjoy para que luchara con palabras en las asambleas, ni para que combatiera a enemigos furtivos y escurridizos en pantanos interminables. Para aquello había nacido: para vestir el acero y blandir un hacha ensangrentada, para repartir muerte con cada golpe.
Le lanzaron tajos de frente y por la espalda, pero tanto habría dado que hubieran usado ramas de sauce en vez de espadas. No había hoja capaz de traspasar la gruesa armadura de Victarion Greyjoy, y no les daba tiempo a sus enemigos para que buscaran los puntos débiles en las articulaciones, donde el cuero era su única protección. Que lo atacaran tres hombres a la vez, o cuatro, o cinco. No importaba. Los mataba de uno en uno, mientras confiaba en su armadura para protegerse de los otros. Cuando un enemigo caía, volcaba su rabia contra el siguiente.
El último que se enfrentó a él debía de haber sido herrero. Tenía los hombros de un toro, y uno mucho más musculoso que el otro. Su armadura constaba de una brigantina claveteada y un casco de cuero endurecido. El único golpe que asestó terminó de destrozar el escudo de Victarion, pero el que le asestó el capitán como respuesta le partió la cabeza en dos.
«Ojalá fuera así de fácil encargarme de Ojo de Cuervo.» Cuando arrancó el hacha, el casco del herrero pareció estallar. La sangre, los huesos y los sesos saltaron por todas partes, y el cadáver se desplomó hacia delante, contra sus piernas. «Ya es tarde para pedir cuartel», pensó Victarion mientras se apartaba.
La cubierta estaba resbaladiza, y los muertos y moribundos se amontonaban por todas partes. Tiró el escudo a un lado y respiró a fondo.
—Hemos ganado, Lord Capitán —dijo el Barbero, a su lado.
A su alrededor, el mar estaba lleno de barcos. Unos ardían; otros se hundían; varios se encontraban completamente destrozados. Entre los cascos, el agua estaba espesa como un guiso, llena de cadáveres, remos rotos y hombres aferrados a los restos de las naves. A lo lejos, media docena de barcoluengos sureños huía a toda velocidad hacia el Mander.
«Que se vayan —pensó Victarion—, que se lo cuenten a todo el mundo.» Cuando un hombre daba la espalda a la batalla y huía, dejaba de ser un hombre.
Le escocían los ojos por el sudor que se le había metido en ellos durante la lucha. Dos remeros lo ayudaron a desabrocharse el yelmo del kraken para quitárselo. Victarion se secó la frente.
—Ese caballero, el de la rosa blanca —gruñó—. ¿Lo ha sacado alguien? El hijo de un señor valdría un buen rescate.
Lo pagaría Lord Serry, su padre, en caso de que haya sobrevivido. Si no, su señor de Altojardín.
Pero ninguno de sus hombres había vuelto a ver al caballero después de que cayera por la borda. Lo más probable era que se hubiera ahogado.
—Que los banquetes que celebre en las estancias del Dios Ahogado sean comparables a su forma de luchar.
Los hombres de las islas Escudo se decían marineros, pero cruzaban los mares con miedo, y entraban en combate con armadura ligera por temor a ahogarse. El joven Serry no había sido así.
«Un hombre valiente —pensó Victarion Greyjoy—. Casi un hijo del hierro.»
Le entregó el barco capturado a Ragnor Pyke, eligió de entre sus hombres a una docena para que lo tripularan y regresó a su Victoria de Hierro.
—Quitadles las armas y la armadura a los prisioneros y vendadles las heridas —le dijo a Nute el Barbero—. Tirad al mar a los moribundos. Si alguno suplica misericordia, degolladlo antes. —Para esa gente sólo tenía desprecio; era mejor ahogarse en agua de mar que en sangre—. Quiero un recuento de las naves que hemos capturado y de los caballeros y señores prisioneros. También quiero sus estandartes. —Algún día los colgaría en sus salones. De ese modo, cuando estuviera viejo y débil, podría recordar a todos los enemigos que había matado cuando era joven y fuerte.
—Así se hará. —Nute sonrió—. Ha sido una gran victoria.
«Sí —pensó—, una gran victoria para Ojo de Cuervo y sus magos.» Los otros capitanes volverían a gritar el nombre de su hermano cuando la noticia llegara al Escudo de Roble. Euron los había seducido con su lengua de terciopelo y su mirada risueña; los había ganado para su causa con el fruto del saqueo en medio centenar de tierras lejanas: oro; plata; armaduras ornamentadas; espadas curvas con el pomo enjoyado; puñales de acero valyrio; pieles de tigre y de gato moteado; manticoras de jade; antiguas esfinges de Valyria; cofres de nuez moscada, clavo y azafrán; colmillos de marfil; cuernos de unicornio; plumas verdes, naranja y amarillas del Mar del Verano; piezas enteras de seda fina y deslumbrante brocado... Pero todo carecía de importancia en comparación con aquello. «Ahora que les ha dado conquistas, lo seguirán adonde quiera —pensó el capitán. Sentía un regusto amargo—. Esta victoria ha sido mía, no suya. ¿Dónde se encontraba él? En el Escudo de Roble, haciendo el vago en el castillo. Me ha robado la esposa, me ha robado el trono y ahora me roba la gloria.»
La obediencia era una segunda naturaleza para Victarion Greyjoy. Había crecido a la sombra de sus hermanos, siguiendo obedientemente a Balon en todo lo que hacía. Más adelante, cuando nacieron los hijos de Balon, llegó a aceptar que algún día se arrodillaría ante ellos cuando uno ocupara el lugar de su padre en el Trono de Piedramar. Pero el Dios Ahogado había llamado a Balon y a sus hijos a sus estancias acuosas, y Victarion no conseguía llamar rey a Euron sin sentir un sabor de bilis en la garganta.
El viento era refrescante, y él se moría de sed. Siempre quería vino después de una batalla. Dejó a Nute al mando y bajó a los niveles inferiores. La mujer de piel oscura estaba en su abarrotado camarote de proa, húmeda y dispuesta. Tal vez la batalla le hubiera calentado la sangre a ella también. La poseyó dos veces, en rápida sucesión. Cuando acabaron, ella tenía sangre en los pechos, los muslos y el vientre. Era de Victarion, del corte de la palma de la mano. La mujer de piel oscura se lo lavó con vinagre hervido.
—Hay que reconocer que su plan era bueno —le dijo Victarion mientras estaba de rodillas junto a él—. Volvemos a tener abierto el Mander, como antaño.
Era un río de aguas lentas, ancho y pausado, con traicioneros bancos de arena y troncos sumergidos. Pocos barcos de mar se atrevían a subir más allá de Altojardín, pero los barcoluengos, con su escaso calado, podían llegar incluso a Puenteamargo. En los viejos tiempos, los hijos del hierro habían navegado por el camino del río para saquear a todo lo largo del Mander y sus afluentes... hasta que los reyes de la mano verde armaron a los pueblos de pescadores de las cuatro pequeñas islas de la desembocadura del Mander para convertirlos en sus escudos.
Habían pasado dos mil años, pero los barbagrises seguían montando guardia en las atalayas de las costas rocosas. En cuanto avistaran los barcoluengos, los viejos prenderían los faros, y la alerta saltaría de colina en colina, de isla en isla. «¡Alerta! ¡Enemigos! ¡Saqueadores! ¡Saqueadores!» Cuando los pescadores vieran el fuego en los altozanos, dejarían las redes y los arados para coger las espadas y las hachas. Sus señores bajarían de los castillos con sus soldados y caballeros. Los cuernos de guerra resonarían por encima de las aguas, desde el Escudo Verde, el Escudo Gris, el Escudo de Roble y el Escudo del Sur; los barcoluengos saldrían a hurtadillas de sus madrigueras de piedra cubierta de musgo a lo largo de las orillas, y los remos hendirían las aguas de los estrechos para cerrar el Mander y perseguir a los saqueadores río arriba hasta acabar con ellos.
Euron había enviado Mander arriba a Torwold Dientenegro y al Remero Rojo, con una docena de barcoluengos veloces, de manera que los señores de las islas Escudo fueran tras ellos. Cuando llegó con el grueso de la flota, apenas quedaba un puñado de hombres para defender las islas. Los hijos del hierro se habían acercado con la marea vespertina, para que el fulgor del sol poniente los ocultara de los barbagrises de las torres hasta que no se pudiera hacer nada. Tenían viento de popa, como durante todo el trayecto desde Viejo Wyk. En la flota se rumoreaba que los magos de Euron tenían mucho que ver con aquello, que Ojo de Cuervo apaciguaba al Dios de la Tormenta con sacrificios de sangre. ¿Cómo si no se habría aventurado a navegar tan lejos hacia el oeste, en vez de seguir la línea de la costa, como era habitual?
Los hijos del hierro llevaron sus barcoluengos hasta las costas pedregosas e invadieron el ocaso violáceo con el acero centelleando en las manos. Las hogueras de alerta ya estaban encendidas, pero quedaban pocos hombres para empuñar las armas. El Escudo Gris, el Escudo Verde y el Escudo del Sur cayeron antes de que saliera el sol. El Escudo de Roble resistió medio día más. Y cuando los hombres de los Cuatro Escudos dejaron de perseguir a Torwold y al Remero Rojo, y volvieron río abajo, se encontraron con la Flota de Hierro que los aguardaba en la desembocadura del Mander.
—Todo ha salido como dijo Euron —le dijo Victarion a la mujer de piel oscura mientras ella le vendaba la mano con tiras de lino—. Sus magos se habrán encargado de eso. —Llevaba tres a bordo del Silencio, según le había comentado en susurros Quellon Humble. Aunque eran hombres extraños y terribles, Ojo de Cuervo había conseguido esclavizarlos—. Pero sigue necesitándome para las batallas —insistió Victarion—. Los magos ayudan, pero las guerras se ganan con sangre y acero. —El vinagre hacía que la herida le doliera más que nunca. Empujó a un lado a la mujer y, con el ceño fruncido, cerró el puño—. Tráeme vino.
Bebió en la oscuridad, sin dejar de pensar en su hermano.
«Si no asesto el golpe con mi propia mano, ¿sigo siendo asesino de mi sangre?» Victarion no temía a ningún hombre, pero la maldición del Dios Ahogado hacía que se parase a pensar. «Si es otro quien lo mata por orden mía, ¿seguiré teniendo las manos manchadas con su sangre?» Aeron Pelomojado conocería la respuesta, pero había vuelto a las Islas del Hierro, ya que todavía confiaba en alzar a los hijos del hierro contra su rey recién coronado. «Nute el Barbero puede afeitar a cualquiera con el hacha arrojadiza a veinte pasos de distancia. Y ninguno de los mestizos de Euron podría hacer nada contra Wulfe Una Oreja o Andrik el Taciturno. Cualquiera de ellos se podría encargar.» Pero lo que podía hacer un hombre y lo que quería hacer eran cosas muy diferentes.
—Las blasfemias de Euron harán que caiga sobre nosotros la ira del Dios Ahogado —había profetizado Aeron en Viejo Wyk—. Tenemos que detenerlo, hermano. Todavía corre por nuestras venas la sangre de Balon, ¿verdad?
—Igual que por las suyas —le había respondido Victarion—. Me gusta tan poco como a ti, pero Euron es el rey. Tu asamblea lo eligió a él, ¡tú mismo le pusiste la corona de madera de deriva!
—Yo le puse la corona en la cabeza —replicó el sacerdote mientras las algas le goteaban en el pelo—, y de buena gana se la quitaré y te la pondré a ti. Eres el único que tiene suficiente fuerza para plantarle cara.
—El Dios Ahogado lo encumbró —protestó Victarion—. Que sea el Dios Ahogado quien lo derribe.
Aeron le dirigió una mirada siniestra, una mirada capaz de envenenar pozos y dejar estériles a las mujeres.
—No fue el Dios quien habló. Se sabe que Euron lleva en su barco rojo a magos y hechiceros malignos. Nos lanzaron un hechizo para que no pudiéramos oír el mar. Los capitanes y los reyes estaban ebrios de tanta cháchara sobre dragones.
—Ebrios y muertos de miedo de ese cuerno. Ya oíste su sonido. Pero no importa; Euron es nuestro rey.
—No es mi rey —replicó el sacerdote—. El Dios Ahogado ayuda a los hombres osados, no a los que se esconden bajo la cubierta cuando arrecia la tormenta. Si no haces nada para echar a Ojo de Cuervo del Trono de Piedramar, tendré que encargarme yo mismo.
—¿Cómo? No tienes barcos ni espadas.
—Tengo mi voz —replicó el sacerdote—, y el Dios está conmigo. Mía es la fuerza del mar, una fuerza contra la que Ojo de Cuervo no puede nada. Las olas rompen contra la montaña, sí, pero siguen llegando, unas tras otra, y al final, donde se alzaba la montaña no quedan más que guijarros. Y en poco tiempo, hasta los guijarros se ven arrastrados para yacer eternamente bajo el mar.
—¿Guijarros? —gruñó Victarion—. Si crees que vas a derribar a Ojo de Cuervo hablando de olas y guijarros, es que estás loco.
—Los hijos del hierro serán las olas —dijo Pelomojado—. No los grandes señores, sino la gente sencilla, los que aran la tierra y los que pescan en el mar. Los capitanes y reyes eligieron a Euron, pero el pueblo acabará con él. Iré a Gran Wyk, a Harlaw, a Monteorca, al mismísimo Pyke. Mis palabras se escucharán en cada ciudad, en cada aldea. ¡Un hombre sin dios no puede sentarse en el Trono de Piedramar! Sacudió la cabeza desgreñada y volvió a desaparecer en la noche. Al día siguiente, cuando salió el sol, Aeron Greyjoy ya no estaba en Viejo Wyk. Ni siquiera sus hombres ahogados sabían adonde había ido. Se decía que, cuando se enteró, Ojo de Cuervo se echó a reír.
Pero aunque el sacerdote había desaparecido, sus temibles amenazas pendían en el aire. Victarion tampoco podía quitarse de la cabeza las palabras de Baelor Blacktyde.
«Balon estaba loco; Aeron, más loco todavía, y Euron es el más loco de todos.» El joven señor había intentado volver a su hogar tras la asamblea, negándose a aceptar a Euron como señor, pero la Flota de Hierro había cerrado la bahía; Victarion Greyjoy tenía demasiado arraigado el hábito de la obediencia, y Euron llevaba la corona de madera de deriva. Tomaron el Vuelo Nocturno y le entregaron al Rey a Lord Blacktyde encadenado. Los mudos y los mestizos de Euron lo habían cortado en siete trozos, para alimentar a los siete dioses de las tierras verdes, a los que adoraba.
Como recompensa por sus leales servicios, el rey recién coronado le entregó a Victarion la mujer de piel oscura, sacada de algún barco de esclavos con rumbo a Lys.
—No quiero tus sobras —le dijo a su hermano con desprecio, pero cuando Ojo de Cuervo le replicó que mataría a la mujer si no se quedaba con ella, se ablandó. Le habían arrancado la lengua, pero por lo demás no había sufrido daños, y era hermosa, con una piel marrón como la teca aceitada. Pero a veces, al mirarla, recordaba a la primera mujer que le había entregado su hermano para hacer de él un hombre.
Victarion intentó utilizar otra vez a la mujer de piel oscura, pero no fue capaz.
—Tráeme otro pellejo de vino y lárgate —ordenó. Cuando volvió con un pellejo de tinto agrio, el capitán se lo llevó a cubierta, donde podía respirar el aire marino fresco. Se bebió la mitad y derramó el resto en el mar para todos los hombres que habían muerto.
El Victoria de Hierro se quedó durante horas ante la desembocadura del Mander. Mientras la mayor parte de la Flota de Hierro se ponía en marcha hacia el Escudo de Roble, Victarion se quedó con el Dolor, el Lord Dragón, el Viento de Hierro y el Veneno de Doncella como retaguardia. Recogieron del mar a los supervivientes y observaron como se hundía lentamente el Mano Dura, arrastrado por los restos del barco al que había embestido. Cuando desapareció bajo las aguas, Victarion ya tenía las cifras que solicitara: había perdido seis barcos y capturado treinta y ocho.
—Está bien —le dijo a Nute—. A los remos. Volvemos a Aldea de Lord Hewett.
Los remeros volvieron a su labor para poner rumbo hacia el Escudo de Roble, y el capitán del hierro bajó otra vez a su camarote.
—Podría matarlo —le dijo a la mujer de piel oscura—. Pero matar a un rey es un pecado espantoso, y matar a un hermano es peor todavía. —Frunció el ceño—. Asha tendría que haberme dado su apoyo. —¿Cómo pudo pensar que se ganaría a los capitanes y a los reyes con sus piñas y nabos? «La sangre de Balon corre por sus venas, pero sigue siendo una mujer. —Se había marchado después de la asamblea. La noche en que le pusieron a Euron la corona de madera de deriva, se esfumó con su tripulación. Una parte de él se alegraba—. Si tiene aunque sea medio cerebro, se casará con algún señor norteño y vivirá con él en su castillo, lejos del mar y de Euron Ojo de Cuervo.»
—Aldea de Lord Hewett, Lord Capitán —avisó un tripulante.
Victarion se levantó. El vino le había embotado el dolor de la mano. Tal vez le pidiera al maestre de Hewett que le echara un vistazo, si no estaba muerto. Cuando rodearon un cabo volvió a subir a cubierta. El castillo de Lord Hewett se alzaba por encima del puerto. En cierto modo le recordó a Puerto Noble, aunque aquella ciudad era el doble de grande. Había una veintena de barcoluengos en las aguas cercanas, todos con el kraken dorado ondulando en las velas. También los había a centenares varados en los bajíos y en los amarraderos que bordeaban el puerto. Junto a un atracadero de piedra había tres cocas grandes y una docena de cocas pequeñas, cargando los frutos del saqueo y otras provisiones. Victarion dio orden de que el Victoria de Hierro echara anclas.
—Preparad un bote.
A medida que se acercaban, la ciudad parecía extrañamente tranquila. La mayoría de las tiendas y casas había sufrido los efectos del saqueo, como denotaban las puertas derribadas y los postigos rotos, pero lo único incendiado había sido el septo. Las calles estaban plagadas de cadáveres, cada uno con su pequeña bandada de cuervos carroñeros. Un grupo de supervivientes se movía entre ellos con gesto hosco, espantando a las aves negras y tirando a los muertos a un carromato para llevarlos a enterrar. La sola idea le resultaba repugnante. Ningún verdadero hijo del mar querría pudrirse bajo tierra. ¿Cómo iba a encontrar las estancias acuosas del Dios Ahogado para celebrar un banquete eterno?
Una de las naves que vieron al pasar era el Silencio. El mascarón de proa de hierro captó la atención de Victarion: era una doncella sin boca, con el cabello agitado por el viento y un brazo extendido. Sus ojos de madreperla parecían seguirlos.
«Tenía boca, como cualquier otra mujer, hasta que se la cosió el Ojo de Cuervo.»
Cuando se acercaron a la orilla se fijó en una hilera de mujeres y niños, de pie en la cubierta de una de las cocas grandes. Varios tenían las manos atadas a la espalda, y todos llevaban una soga de cáñamo al cuello.
—¿Quiénes son? —les preguntó a los hombres que lo ayudaron a amarrar el bote.
—Viudas y huérfanos. Los van a vender como esclavos.
—¿Esclavos? —protestó Victarion—. Tendrían que ser siervos, o esposas de sal.
En las Islas del Hierro no había esclavos, sólo siervos, que estaban obligados a trabajar, pero no eran ninguna propiedad. Sus hijos nacían libres, siempre que los entregasen al Dios Ahogado. Y los siervos nunca se compraban ni se vendían. Si alguien quería un siervo, tenía que pagar el precio del hierro.
—Es por decreto del rey —dijo el hombre.
—El fuerte siempre ha cogido lo que ha querido del débil —comentó Nute el Barbero—. Esclavos o siervos, ¿qué más da? Sus hombres no supieron defenderlos, así que ahora son nuestros y podemos hacer con ellos lo que queramos.
«Esas no son las Antiguas Costumbres», habría querido decirle, pero no había tiempo. La noticia de la victoria lo había precedido, y los hombres se congregaban en torno a él para felicitarlo. Se dejó adular hasta que uno empezó a alabar la osadía de Euron.
—Hace falta una gran valentía para navegar hasta perder de vista la costa, para que en estas islas no supiera nadie que nos acercábamos —gruñó—. Pero claro, cruzar medio mundo en busca de dragones... Eso es otra cosa.
En vez de quedarse a esperar respuesta, se abrió camino entre los congregados y se dirigió a zancadas hacía la fortaleza.
El castillo de Lord Hewett era pequeño pero fuerte, con muros gruesos y puertas de roble claveteadas que recordaban el blasón de su Casa, un escudo de roble con clavos de hierro sobre un campo azul y blanco de burelas ondadas. Pero, en aquellos momentos, en las torres de tejado verde ondeaba el kraken de la Casa Greyjoy, y las grandes puertas estaban quemadas y rotas. Los hijos del hierro patrullaban las almenas con hachas y lanzas, junto con varios mestizos de Euron.
Al llegar al patio, Victarion se encontró con Gorold Goodbrother y el viejo Drumm, que hablaban en voz baja con Rodrik Harlaw. Nute el Barbero lanzó un grito al verlos.
—¡Eh, Lector! ¿A qué viene esa cara tan larga? Te has preocupado por nada. ¡Hemos vencido y tenemos la recompensa!
Lord Rodrik apretó los labios.
—¿Te refieres a estas rocas? No tienen el tamaño de Harlaw ni juntando las cuatro. Lo que hemos ganado son unas cuantas piedras, árboles y baratijas, y la enemistad de la Casa Tyrell.
—¿Las rosas? —Nute se echó a reír—. ¿Qué daño le puede hacer una rosa al kraken de las profundidades? Les hemos quitado los escudos y se los hemos hecho pedazos. ¿Quién los protegerá de ahora en adelante?
—Altojardín —replicó el Lector—. Todo el poder del Dominio se nos vendrá encima muy pronto, Barbero, y tal vez entonces descubras que hay rosas con espinas de acero.
Drumm asintió con una mano en el puño de su Lluvia Roja.
—Lord Tarly lleva el mandoble Veneno de Corazón, forjado con acero valyrio, y siempre está en la vanguardia de Lord Tyrell.
La rabia de Victarion estalló.
—Que venga. Me quedaré con su espada, igual que tu antepasado consiguió Lluvia Roja. Que vengan todos; que vengan también los Lannister si quieren. El león puede ser muy fiero en tierra, pero en el mar, el kraken no tiene rival.
Daría la mitad de los dientes por la oportunidad de probar su hacha contra el Matarreyes o el Caballero de las Flores. Esas eran las batallas que comprendía. El asesino de su propia sangre estaba maldito a los ojos de los dioses y los hombres, pero el guerrero recibía honras y reverencias.
—No temáis, Lord Capitán —dijo el Lector—. Vendrán. Es lo que quiere Su Alteza. Si no, ¿por qué nos habría ordenado que dejáramos volar los cuervos de Hewett?
—Lees demasiado y peleas demasiado poco —le dijo Nute—. Tienes la sangre aguada.
Pero el Lector le hizo caso omiso.
Cuando Victarion entró en la sala se estaba celebrando un banquete de lo más bullicioso. Los hijos del hierro ocupaban las mesas, bebían, gritaban, se daban empujones, y alardeaban de los hombres que habían matado, las hazañas que habían realizado y los trofeos que habían conseguido. Muchos se habían ataviado con el botín. Lucas Codd, el Zurdo, y Quellon Humble habían arrancado tapices de las paredes y se los habían puesto de capa. Germund Botley llevaba una sarta de perlas y granates por encima de la coraza dorada de los Lannister. Andrik el Taciturno se tambaleaba con una mujer debajo de cada brazo. Seguía tan taciturno como siempre, pero llevaba anillos en todos los dedos. Los capitanes comían en bandejas de plata maciza, no en cuencos tallados en pan duro.
Nute el Barbero miró a su alrededor con el rostro desencajado por la rabia.
—Ojo de Cuervo nos manda a enfrentarnos a los barcoluengos mientras sus hombres toman los castillos y los pueblos, y se quedan con el botín y las mujeres. ¿Qué nos han dejado?
—Tenemos la gloria.
—La gloria está bien —replicó Nute—, pero el oro es mejor.
Victarion se encogió de hombros.
—Ojo de Cuervo dice que nos apoderaremos de todo Poniente: el Rejo, Antigua, Altojardín... Ahí tendrás todo el oro que quieras. Pero basta de charla. Tengo hambre.
Por derecho de sangre, Victarion podía exigir un asiento en el estrado, pero no le apetecía comer con Euron y su gente, de modo que se sentó al lado de Ralf el Cojo, el capitán del Lord Quellon.
—Una gran victoria, Lord Capitán —dijo el Cojo—. Una victoria digna de un título de señor. Tendrían que darte una isla.
«Lord Victarion. Sí, ¿por qué no?» No se trataría del Trono de Piedramar, pero algo era algo.
Hotho Harlaw estaba al otro lado de la mesa, arrancando carne de un hueso. Lo tiró a un lado y se inclinó hacia delante.
—El Caballero se queda con el Escudo Gris. Mi primo. ¿Te lo habían dicho?
—No. —Victarion miró hacia el otro extremo de la sala, donde Ser Harras Harlaw bebía vino en una copa de oro. Era un hombre alto, de rostro largo y austero—. ¿Por qué le va a dar Euron una isla?
Hotho alzó la copa vacía, y una joven pálida con un vestido de terciopelo azul y encaje dorado se la volvió a llenar.
—El Caballero se ha quedado con Grimston. Plantó su estandarte bajo el castillo y desafío a los Grimm a que se le enfrentaran. Salió uno, luego otro, luego otro... Los mató a todos. Bueno, a casi todos; dos se rindieron. Cuando cayó el séptimo hombre, el septón de Lord Grimm decidió que los dioses habían hablado y rindió el castillo. —Hotho se echó a reír—. Será el señor del Escudo Gris; con su pan se lo coma. Eso me convierte en el heredero del Lector. —Se golpeó el pecho con la copa de vino—. Hotho el Jorobado, señor de Harlaw.
—Siete, ¿eh? —Victarion se preguntó cómo se comportaría la Anochecer contra su hacha. Nunca había luchado contra nadie que fuera armado con una hoja de acero valyrio, aunque le había dado más de una paliza a Harras Harlaw cuando ambos eran jóvenes. De niño, Harlaw había sido muy amigo de Rodrik, el hijo mayor de Balon, que había muerto ante los muros de Varamar.
El banquete era muy bueno. El vino era excelente; había asado de buey muy poco hecho, sangrante, así como patos rellenos y cubos de cangrejos frescos. El Lord Capitán no dejó de advertir que las criadas llevaban ropa de lana fina y opulento terciopelo. Pensó que llevaban la ropa de Lady Hewett y sus damas, hasta que Hotho le dijo que eran Lady Hewett y sus damas. Por lo visto, a Ojo de Cuervo le resultaba divertido verlas servir. En total eran ocho: la señora, todavía atractiva aunque algo rellenita, y siete mujeres más jóvenes, entre los veinticinco y los diez años: sus hijas y ahijadas.
Lord Hewett ocupaba su asiento habitual en el estrado, con sus mejores galas. Le habían atado los brazos y las piernas a la silla, y le habían metido un rábano blanco entre los dientes para que no pudiera hablar, aunque lo veía y oía todo. Ojo de Cuervo estaba sentado en el asiento de honor, a la derecha del señor. Tenía en el regazo a una muchacha bonita, regordeta, de diecisiete o dieciocho años, descalza y despeinada, que le echaba los brazos al cuello.
—¿Quién es? —les preguntó Victarion a los que lo rodeaban.
—La hija bastarda del señor —rió Hotho—. Antes de que Euron tomara el castillo, la obligaban a servirles la mesa y a comer con los criados.
Euron le puso los labios azulados en la garganta, y la chica dejó escapar una risita y le susurró algo al oído. Él sonrió y le volvió a besar la garganta. Tenía la piel blanca cubierta de marcas allí por donde había pasado su boca; eran como un collar rosado en torno al cuello y los hombros. Otro susurro al oído, y fue el turno de Ojo de Cuervo de soltar una carcajada. Luego dio un golpe con la copa de vino para pedir silencio.
—Mis señoras —llamó a las nobles sirvientas—, Falia está preocupada por vuestras hermosas túnicas. No quiere que se manchen de grasa o vino, ni de los dedos de mis hombres, ya que le he prometido que, después del banquete, puede elegir la ropa que quiera y quedársela. Será mejor que os desnudéis.
Un rugido de carcajadas retumbó en el salón, y Lord Hewett se puso tan rojo que Victarion pensó que le iba a reventar la cabeza. Las mujeres no tuvieron más remedio que obedecer. La más pequeña lloró un poco, pero su madre la consoló y la ayudó a soltarse los lazos de la espalda. Después siguieron sirviendo, pasando entre las mesas con frascas de vino para llenar las copas vacías, pero iban desnudas.
«Humilla a Hewett igual que me humilló a mí», pensó el capitán, recordando como había sollozado su esposa cuando la golpeaba. Sabía que los hombres de los Cuatro Escudos concertaban enlaces entre familias próximas, igual que los hijos del hierro. Tal vez alguna de las sirvientas desnudas fuera la esposa de Ser Talbert Serry. Una cosa era matar a un enemigo, y otra, deshonrarlo. Victarion apretó el puño. Tenía la mano ensangrentada; la herida había empapado el lino.
En el estrado, Euron dejó a un lado a la ramera y se puso de pie en la mesa. Los capitanes empezaron a entrechocar las copas y patear el suelo.
—¡EURON! —gritaron—. ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON!
Era otra vez como en la asamblea.
—Juré que os entregaría Poniente —dijo Ojo de Cuervo cuando cesaron los gritos—, y ya lo estáis catando. Es sólo un bocado, ¡pero será un banquete antes de que llegue la noche! —A lo largo de las paredes, las antorchas ardían brillantes, igual que él, labios azules, ojos azules—. El kraken no suelta nunca lo que agarra. Estas islas fueron nuestras y ahora vuelven a serlo. Pero necesitamos hombres fuertes para defenderlas. Así que levantaos, Ser Harras Harlaw, señor del Escudo Gris. —El Caballero se puso en pie, con una mano en el puño de adularias de Anochecer—. Levantaos, Andrik el Taciturno, señor del Escudo del Sur. —Andrik empujó a un lado a sus mujeres y se puso en pie como una montaña que se alzara repentinamente del mar—. Levantaos, Maron Volmark, señor del Escudo Verde. —Volmark, un muchacho imberbe de dieciséis años, se levantó titubeante; más bien parecía el señor de los conejos—. Y levantaos, Nute el Barbero, señor del Escudo de Roble.
Nute tenía los ojos cargados de desconfianza, temeroso de que fuera alguna broma cruel.
—¿Señor? —graznó.
Victarion había pensado que Ojo de Cuervo entregaría los señoríos a los suyos: Mano de Piedra; el Remero Rojo; Lucas Codd, el Zurdo...
«Un rey tiene que ser generoso», trató de decirse. Pero otra voz le susurraba: «Los regalos de Euron están envenenados». Cuando le dio vueltas en la cabeza lo vio todo claro. «El Caballero era el heredero elegido por el Lector, y Andrik el Taciturno, el brazo derecho de Dunstan Drumm. Volmark es un niño inexperto, pero gracias a su madre, por sus venas corre la sangre de Harren el Negro. Y el Barbero...»
Victarion lo agarró por el antebrazo.
—¡Recházalo!
Nute lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿Que lo rechace? ¿Las tierras y el título? ¿Tú vas a nombrarme señor?
Se liberó de su brazo y se levantó para disfrutar de las aclamaciones.
«Y ahora me roba a mis hombres», pensó Victarion.
El rey Euron llamó a Lady Hewett para que le llenara la copa de vino, y la alzó bien alta.
—¡Capitanes y reyes, levantad vuestras copas por los señores de los Cuatro Escudos!
Victarion bebió como todos.
«No hay vino más dulce que el que se le arrebata a un enemigo.» Eso le había dicho alguien, su padre, o tal vez su hermano Balon. «Algún día beberé tu vino, Ojo de Cuervo, y te arrebataré todo lo que te es querido.» Pero ¿había algo que Euron amara de verdad?
—Por la mañana nos dispondremos a hacernos a la mar una vez más —iba diciendo el Rey—. Llenaremos los barriles de agua dulce; cogeremos sacos de cereales y toneles de carne en salazón, y tantas cabras y ovejas como podamos transportar. Los heridos que tengan fuerzas suficientes irán a los remos. Los demás se quedarán aquí, para ayudar a sus nuevos señores a defender estas islas. Torwold y el Remero Rojo volverán pronto con más provisiones. En la travesía hacia el este, nuestras cubiertas apestarán a cerdos y a pollos, pero volveremos con dragones.
—¿Cuándo? —La voz pertenecía a Lord Rodrik—. ¿Cuándo volveremos, Alteza? ¿Dentro de un año? ¿De tres? ¿De cinco? Vuestros dragones están a un mundo de distancia, y ya tenemos encima el otoño. —El Lector se adelantó, enumerando todos los peligros—. Hay galeras guardando los estrechos del Tinto. La costa dorniense es árida e inhóspita: cuatrocientas leguas de remolinos, acantilados y bancos de arena, sin un lugar seguro donde atracar. Más allá está Peldaños de Piedra, con sus tormentas y sus nidos de piratas lysenos y myrienses. Si zarpan mil barcos, puede que trescientos lleguen al otro lado del mar Angosto. Y luego, ¿qué? Lys no nos dará la bienvenida, y tampoco Volantis. ¿De dónde sacaremos agua dulce y provisiones? La primera tormenta nos dispersará por medio mundo.
Una sonrisa bailó en los labios azules de Euron.
—Yo soy la tormenta, mi señor. La primera tormenta y también la última. He capitaneado el Silencio en viajes más largos que este, y mucho más peligrosos. ¿Lo habéis olvidado? He navegado por el mar Humeante y he visto Valyria.
Todos los presentes sabían que la Maldición imperaba todavía en Valyria. Allí, el mismísimo mar hervía y humeaba, y los demonios dominaban las tierras. Se decía que el marinero que divisara las montañas de fuego de Valyria por encima de las olas moriría pronto, y la suya sería una muerte terrible, pero Ojo de Cuervo había estado allí y había regresado.
—¿De veras? —le preguntó el Lector con voz suave.
La sonrisa de Euron se esfumó.
—Lector —dijo en medio del silencio—, harías mejor en volver a hundir la nariz en tus libros.
Victarion percibía la inquietud de los presentes. Se puso en pie.
—¡Hermano! —gritó—. No has respondido a las preguntas de Harlaw.
Euron se encogió de hombros.
—El precio de los esclavos está subiendo. Venderemos los nuestros en Lys y en Volantis. Con eso y con lo que hemos saqueado aquí tendremos suficiente oro para comprar provisiones.
—¿Ahora somos esclavistas? —preguntó el Lector—. ¿Y todo por qué? ¿Por unos dragones que no ha visto nadie? ¿Vamos a perseguir las fantasías de algún marinero borracho hasta el otro extremo de la tierra?
Sus palabras provocaron murmullos de asentimiento.
—La bahía de los Esclavos está demasiado lejos —gritó Ralf el Cojo.
—Y demasiado cerca de Valyria —gritó Quellon Humble.
—Altojardín está más cerca —aportó Fralegg el Fuerte—. Propongo que busquemos dragones aquí. ¡De los de oro!
—¿Por qué navegar por medio mundo si tenemos el Mander delante de las narices? —dijo Alvyn Sharp.
Ralf Stonehouse el rojo se puso en pie.
—Antigua tiene más riquezas, y el Rejo, todavía más. La flota de Redwyne está muy lejos. Sólo tenemos que alargar la mano y coger la fruta más madura de Poniente.
—¿Fruta? —El ojo del Rey parecía más negro que azul—. Sólo un cobarde robaría fruta pudiendo hacerse con el huerto.
—Lo que queremos es el Rejo —dijo Ralf el Rojo, y muchos gritaron lo mismo. Ojo de Cuervo dejó que los gritos le resbalaran. Luego saltó de la mesa, agarró a la ramera por el brazo y la sacó de la sala.
«Huye como un perro. —De repente, el derecho de Euron al Trono de Piedramar no parecía tan asentado como unos momentos antes—. No lo seguirán a la bahía de los Esclavos. Puede que no sean tan zafíos ni tan estúpidos como me temía.» Era una idea tan grata que Victarion quiso acompañarla de vino. Bebió una copa con el Barbero para demostrarle que no le guardaba rencor por haber aceptado el título, aunque fuera de manos de Euron.
En el exterior se había puesto el sol. La oscuridad se hacía más densa al otro lado de los muros, pero dentro, las antorchas ardían con un brillo anaranjado, y su humo se acumulaba bajo las vigas como una nube gris. Los borrachos empezaron a bailar la danza del dedo. En determinado momento, Lucas Codd, el Zurdo, decidió que le gustaba una hija de Lord Hewett, así que la poseyó encima de una mesa mientras sus hermanas gritaban y sollozaban.
Victarion sintió un toquecito en el hombro. Uno de los hijos mestizos de Euron estaba detrás de él; era un niño de diez años, con el pelo lanudo y la piel del color del barro.
—Mi padre quiere hablar contigo.
Victarion se levantó, inseguro. Era corpulento, con gran capacidad para el vino, pero aun así, había bebido demasiado.
«La maté a golpes, con mis propias manos —pensó—, pero fue Ojo de Cuervo quien la mató al entrar en ella. A mí no me dejó alternativa.» Siguió al bastardo por el pasillo y subió con él por la escalera de caracol. Los sonidos de la jarana y las violaciones se fueron amortiguando a medida que ascendían, hasta que al final sólo se oyó el tenue roce de las botas contra la piedra.
Ojo de Cuervo se había quedado con el dormitorio de Lord Hewett, además de con su hija bastarda. Cuando entró, la muchacha estaba despatarrada en la cama y respiraba profundamente. Euron estaba junto a la ventana, bebiendo de una copa de plata. Llevaba la capa de marta que le había quitado a Blacktyde y el parche de cuero rojo, y nada más.
—De pequeño soñaba que podía volar—le dijo—. Pero cuando despertaba, no era así... O eso decía el maestre. Pero ¿y si mentía?
A Victarion le llegó el olor del mar a través de la ventana abierta, aunque la habitación apestaba a vino, sangre y sexo. El frescor del aire salado lo ayudó a despejarse.
—¿Qué quieres decir?
Euron se volvió hacia él con los magullados labios azules curvados en un atisbo de sonrisa.
—Tal vez podamos volar. Todos. ¿Cómo lo sabremos si no saltamos de una torre muy alta? —El viento entraba a ráfagas por la ventana y le agitaba la capa de marta. Su desnudez tenía algo de obsceno, de turbador—. Nadie sabe qué puede hacer de verdad a menos que se atreva a saltar.
—Ahí tienes una ventana. Salta. —Victarion no tenía paciencia para aquello. La herida de la mano le dolía cada vez más—. ¿Qué quieres?
—El mundo. —La luz del fuego refulgía en el ojo de Euron. «Su ojo sonriente»—. ¿Quieres una copa del vino de Lord Hewett? No hay vino más dulce que el que se arrebata a un enemigo vencido.
—No. —Victarion apartó la vista—. Cúbrete.
Euron se sentó y dobló la capa de manera que le tapara las partes íntimas.
—Ya se me había olvidado lo cortos de miras y lo escandalosos que son mis hijos del hierro. Les ofrezco dragones y me piden uvas a gritos.
—Las uvas existen. Las uvas se pueden comer. Su zumo es dulce, y sirven para hacer vino. ¿Para qué sirven los dragones?
—Para provocar dolor. —Ojo de Cuervo bebió un trago de la copa de plata—. Una vez tuve un huevo de dragón en esta mano. Un mago myriense juraba que lo podría incubar si le daba un plazo de un año y todo el oro que necesitara. Cuando me harté de sus excusas, lo maté. Cuando vio que las entrañas se le escurrían entre los dedos, me dijo: «¡Pero si no ha pasado un año!». —Se echó a reír—. No sé si lo sabrás, Cragorn ha muerto.
—¿Quién?
—El hombre que hizo sonar mi cuerno de dragón. Cuando el maestre lo abrió, tenía los pulmones chamuscados y negros como el hollín.
Victarion se estremeció.
—Enséñame ese huevo de dragón.
—Lo tiré al mar en uno de mis días negros. —Euron se encogió de hombros—. Puede que el Lector no ande desencaminado. Una flota demasiado grande no se mantendría unida en una travesía tan larga. El viaje es demasiado prolongado, demasiado peligroso. Sólo nuestros mejores barcos y tripulaciones pueden llegar a la bahía de los Esclavos y volver. La Flota de Hierro.
«La Flota de Hierro es mía», pensó Victarion. No dijo nada.
Ojo de Cuervo llenó dos copas con el extraño vino negro espeso como la miel.
—Bebe conmigo, hermano. Prueba. —Le tendió una copa a Victarion.
El capitán cogió la otra y olfateó el contenido con desconfianza. Visto de cerca, parecía más azul que negro. Era espeso y aceitoso, y olía a carne podrida. Probó un traguito y lo escupió al instante.
—Es asqueroso. ¿Qué quieres? ¿Envenenarme?
—Quiero abrirte los ojos. —Euron bebió un largo trago de su copa y sonrió—. Color-del-ocaso, el vino de los brujos. Había un barril en cierta galera que capturé cerca de Qarth. También había clavo, nuez moscada, cuarenta balas de seda verde y cuatro brujos que me contaron algo de lo más curioso. Uno de ellos se atrevió a amenazarme, así que lo maté y se lo serví a los otros tres. Al principio se negaron a comerse a su amigo, pero cuando tuvieron suficiente hambre cambiaron de opinión. Los hombres son de carne.
«Balon estaba loco; Aeron, más loco todavía, y Euron es el más loco de todos.» Victarion iba a dar la vuelta para marcharse cuando Ojo de Cuervo lo detuvo.
—Un rey necesita una esposa que le dé herederos —dijo—. Te necesito, hermano. ¿Te importaría ir a la bahía de los Esclavos y traerme a mi amada?
«Yo también tuve una amada. —Victarion apretó los puños, y una gota de sangre cayó al suelo—. Tendría que matarte a ti de una paliza y echarte de comer a los cangrejos, como hice con ella.»
—Ya tienes hijos —le dijo a su hermano.
—Mestizos ilegítimos, nacidos de prostitutas y de chicas que gritaban mucho.
—Proceden de tu cuerpo.
—Igual que el contenido de mi orinal. Ninguno de ellos es digno de sentarse en el Trono de Piedramar, no digamos ya en el Trono de Hierro. No, para engendrar un heredero digno de él necesito a otra mujer. Hermano..., cuando el kraken se una al dragón, el mundo se rendirá.
—¿Qué dragón? —preguntó Victarion con el ceño fruncido.
—El último de la estirpe. Dicen que es la mujer más bella del mundo. Su cabello es de oro plateado; sus ojos son amatistas... Pero no hace falta que me creas, hermano. Ve a la bahía de los Esclavos, contempla su belleza, y tráemela.
—¿Por qué? ¿Por qué tengo que hacerlo?
—Por amor. Porque es tu deber. Porque lo ordena tu rey. —Euron dejó escapar una risita—. Y por el Trono de Piedramar. Será tuyo cuando yo ocupe el Trono de Hierro. Me sucederás, igual que yo sucedí a Balon... Y de la misma manera, algún día te sucederán tus hijos legítimos.
«Mis hijos legítimos. —Pero para tener un hijo legítimo, antes necesitaba una esposa. Victarion no tenía suerte con las esposas—. Los regalos de Euron están envenenados —se recordó—, pero aun así...»
—Tú eliges, hermano. Vivir como siervo o morir como rey. ¿Te atreves a volar? A menos que saltes, no lo sabrás nunca. —El ojo sonriente de Euron brillaba con sarcasmo—. ¿O te estoy pidiendo demasiado? Sé que da miedo navegar más allá de Valyria.
—Si hiciera falta, podría llevar la Flota de Hierro al mismísimo infierno. —Victarion abrió la mano; tenía la palma roja de sangre—. Sí, iré a la bahía de los Esclavos, buscaré a la dragona y la traeré.
«Pero no será para ti. Me robaste a mi esposa y la mancillaste, así que me quedaré con la tuya. La mujer más bella del mundo será para mí.»
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