28 de febrero de 2008

14 - Brienne

BRIENNE

El muro de piedra era viejo y estaba en ruinas, pero su sola visión a través del campo hizo que a Brienne se le erizara el vello.
«Ahí estaban escondidos los arqueros que mataron al pobre Cleos Frey», pensó.
Pero mil pasos más adelante bordearon otro muro que se parecía mucho al anterior, y ya no estuvo tan segura. El camino marcado con huellas de carros describía curvas y más curvas; los árboles desnudos, con su corteza marrón, parecían diferentes de los verdes que ella recordaba. ¿Habían pasado ya por el lugar donde Ser Jaime le había arrebatado a su primo la espada de la vaina? ¿Dónde estaban los bosques en los que habían luchado? ¿Y el arroyo al que se habían precipitado mientras se lanzaban estocadas, hasta que la Compañía Audaz cayó sobre ellos?
—¿Mi señora? ¿Ser? —Podrick no sabía nunca cómo llamarla—. ¿Qué estáis buscando?
«Fantasmas.»
—Un muro junto al que pasé en cierta ocasión. No importa. —«Eso fue cuando Ser Jaime aún tenía dos manos. ¡Cómo detestaba entonces sus burlas, sus sonrisitas!»—. Guarda silencio, Podrick. Puede que aún queden bandidos en estos bosques.
El chico contempló los árboles desnudos, las hojas mojadas, el camino embarrado que tenían por delante.
—Tengo una espada larga. Sé luchar.
«No tan bien como haría falta.»
Brienne no dudaba del valor del chico, pero sí de su entrenamiento. Tal vez fuera escudero, al menos en teoría, pero el hombre al que sirvió no le había enseñado gran cosa.
Durante el viaje desde el Valle Oscuro había conseguido sacarle su historia a trompicones. Procedía de una rama menor y empobrecida de la Casa Payne, fruto de la entrepierna de un hijo pequeño. Su padre se había pasado la vida trabajando de escudero para sus primos más ricos, y había engendrado a Podrick con la hija de un cerero con la que se casó antes de partir para morir en la rebelión de los Greyjoy. Su madre lo había abandonado con uno de aquellos primos cuando tenía cuatro años, para ir tras un bardo errante que le había metido otro bebé en la barriga. Podrick no recordaba ni su cara. Ser Cedric Payne había sido lo más cercano a un progenitor que el chico había tenido jamás, aunque por su relato entrecortado, a Brienne le parecía que había tratado a Podrick más como a un criado que como a un hijo. Cuando Roca Casterly convocó a sus banderizos, el caballero lo llevó para que le cuidara el caballo y le limpiara la cota de malla. Ser Cedric había muerto en las tierras de los ríos, luchando en el ejército de Lord Tywin.
Lejos de su hogar, solo y sin recursos, el muchacho se había unido a un obeso caballero errante que respondía al nombre de Ser Lorimer el Barriga y formaba parte del contingente de Lord Lefford, con la misión de proteger el convoy de provisiones.
—Los chicos que vigilan la comida son los que mejor comen —decía Ser Lorimer, hasta que lo descubrieron con un jamón robado de la despensa personal de Lord Tywin.
Tywin Lannister optó por ahorcarlo para darles una lección a los posibles ladrones. Podrick había compartido el jamón, y tal vez habría terminado compartiendo la cuerda, pero su apellido lo salvó. Ser Kevan Lannister se hizo cargo de él, y más adelante lo envió para que sirviera como escudero a su sobrino Tyrion.
Ser Cedric había enseñado a Podrick a cuidar de los caballos y a revisarles las herraduras en busca de piedras, y Ser Lorimer le había enseñado a robar, pero ninguno se molestó en entrenarlo con la espada. El Gnomo, al menos, lo había enviado con el maestro de armas de la Fortaleza Roja cuando llegaron a la corte. Por desgracia, Ser Aron Santagar fue una de las víctimas de los motines del pan, y ahí acabó el entrenamiento de Podrick.
Brienne fabricó dos espadas de madera con ramas caídas para hacerse una idea de la habilidad de Podrick, y comprobó con agrado que el chico era lento de habla, pero no de mano. Era valiente y observador, pero también estaba flaco, mal alimentado, muy falto de fuerzas. Si, como decía, había sobrevivido a la batalla del Aguasnegras, había sido porque nadie consideró que valiera la pena matarlo.
—Dices que eres escudero —le espetó—, pero he visto pajes de la mitad de tu edad que podrían hacerte pedazos. Si te quedas conmigo, te acostarás todas las noches con ampollas en las manos y moratones en los brazos, tan agarrotado y magullado que casi no podrás dormir. ¿Es eso lo que quieres?
—Sí —insistió el chico—. Eso quiero. Las ampollas y moratones. O sea, no, pero sí, ser. Mi señora.
Hasta entonces había cumplido su palabra, y Brienne, la suya. Podrick no se había quejado. Cada vez que le salía una ampolla en la mano de la espada sentía la necesidad de ir a mostrársela con orgullo. Y además cuidaba bien de los caballos.
«Sigue sin ser un escudero —se recordaba—, pero yo tampoco soy un caballero, por muchas veces que me llame ser.»
Se habría separado de él, pero el chico no tenía adónde ir. Además, aunque Podrick decía que no tenía ni idea de dónde estaba Sansa Stark, tal vez supiera más de lo que creía. Cualquier observación casual, cualquier dato apenas recordado, podía ser crucial para la misión de Brienne.
—¿Ser? ¿Mi señora? —Podrick señaló hacia delante—. Ahí hay un carro.
Brienne lo divisó; era una carreta de madera de dos ruedas, con los laterales altos. Un hombre y una mujer tiraban de él por el camino que llevaba a Poza de la Doncella.
«Parecen granjeros.»
—Ahora ve despacio —dijo al chico—. Puede que nos tomen por bandidos. No hables más que lo imprescindible y sé cortés.
—Sí, ser. Seré cortés. Mi señora.
Parecía casi contento ante la perspectiva de que lo confundieran con un bandido.
Los granjeros los observaron con desconfianza cuando se aproximaron al trote, pero cuando Brienne dejó bien claro que no pretendían hacerles daño alguno, les permitieron cabalgar junto a ellos.
—Antes teníamos un buey que tiraba del carro —le comentó el viejo mientras avanzaban por campos llenos de malas hierbas, charcos de lodo y árboles quemados y ennegrecidos—, pero los lobos se lo llevaron. —Tenía el rostro congestionado por el esfuerzo—. También se llevaron a nuestra hija e hicieron con ella lo que quisieron, pero volvió después de la batalla del Valle Oscuro. El buey no. Supongo que se lo comerían.
La mujer no tuvo nada que añadir. Era al menos veinte años más joven que el hombre, pero no dijo ni una palabra; se limitó a mirar a Brienne igual que habría mirado a un ternero de dos cabezas. No era la primera vez que la Doncella de Tarth era objeto de miradas como aquella. Lady Stark había sido bondadosa con ella, pero la mayoría de las mujeres eran tan crueles como los hombres. No habría sabido decir qué miradas le dolían más, si las de las jóvenes hermosas de lengua afilada y risa chillona o las de las damas de ojos gélidos que ocultaban su desprecio bajo una máscara de cortesía. Y a veces, las mujeres del pueblo llano eran incluso peores.
—La última vez que pasé por Poza de la Doncella, todo estaba en ruinas —comentó—. Las puertas estaban rotas y habían quemado media ciudad.
—La han reconstruido en parte. Ese Tarly es duro, pero es un señor más valiente que Mooton. Aún quedan bandidos en los bosques, aunque no tantos como antes. Tarly dio caza a los peores y les dio una buena lección con la espada, vaya que sí. —Giró la cabeza y escupió—. ¿No habéis visto bandidos por el camino?
—No. —«Al menos esta vez.»
Cuanto más se alejaban del Valle Oscuro, más desiertos encontraban los caminos. Los únicos viajeros a los que habían divisado corrían a esconderse en los bosques antes de que los alcanzaran, todos a excepción de un septón corpulento y barbudo con el que se cruzaron mientras iba hacia el sur, con unos cuarenta seguidores de pies llagados. Todas las posadas por las que pasaron habían sido saqueadas y abandonadas, o transformadas en campamentos militares. El día anterior se habían encontrado con una patrulla de Lord Randyll, cuyos miembros iban cargados de arcos y lanzas. Los jinetes los habían rodeado mientras el capitán interrogaba a Brienne, pero al final les habían permitido seguir su camino.
—Tened cuidado, mujer. Puede que los próximos hombres que os tropecéis no sean tan honrados como mis muchachos. El Perro ha cruzado el Tridente con un centenar de bandidos; se dice que violan a toda mujer que se cruzan y luego le cortan las tetas para llevárselas como trofeos.
Brienne se sintió en la obligación de transmitirles la advertencia al granjero y a su esposa. El hombre asintió mientras la escuchaba, pero cuando terminó volvió a escupir.
—Perros, lobos y leones, los Otros se los lleven a todos. Esos bandidos no se atreverán a acercarse demasiado a Poza de la Doncella, al menos mientras Lord Tarly gobierne allí.
Brienne había conocido a Lord Randyll Tarly mientras estuvo en el ejército del rey Renly. Aunque no le gustaba, tampoco podía olvidar que estaba en deuda con él.
«Si los dioses son bondadosos, pasaremos de Poza de la Doncella antes de que sepa que estoy ahí.»
—Cuando termine la guerra, Lord Mooton recuperará la ciudad —le dijo al granjero—. El Rey ha perdonado a su señoría.
—¿Que lo ha perdonado? —El viejo se echó a reír—. ¿Por qué? ¿Por quedarse sentado en su puto castillo? Envió a sus hombres a luchar en Aguasdulces, pero él no se movió. Los leones saquearon su ciudad; luego, los lobos; luego, los mercenarios, y su señoría siguió sentadito y a salvo detrás de sus murallas. Su hermano no habría hecho nunca nada semejante. Ser Myles era un valiente, pero ese tal Robert lo mató.
«Más fantasmas», pensó Brienne.
—Estoy buscando a mi hermana, una hermosa doncella de trece años. ¿La habéis visto, por casualidad?
—No he visto a ninguna doncella, ni hermosa ni fea.
«Igual que todos.» Pero tenía que seguir preguntando.
—La hija de Mooton es doncella —siguió el hombre—. Bueno, hasta el encamamiento. Los huevos estos son para la boda. Con el hijo de Tarly. Los cocineros necesitan huevos para las tartas.
—Claro.
«El hijo de Tarly. El pequeño Dickon se va a casar.» Trató de recordar cuántos años tenía. Ocho o diez, creía. Brienne había estado prometida a los siete años con un niño que le llevaba tres, el hijo pequeño de Lord Caron, un muchachito tímido con un lunar encima del labio. Sólo se habían visto en una ocasión, cuando se formalizó el compromiso. Murió dos años más tarde; se lo llevaron las mismas fiebres que a Lord Caron, a Lady Caron y a sus hijas. De haber vivido, se habrían casado un año después de su florecimiento, y toda su vida habría sido diferente. No estaría allí en aquel momento, con armadura de hombre y una espada al cinto, buscando a la hija de una mujer muerta. Probablemente estaría en Canto Nocturno, acunando a un hijo y dándole el pecho a otro. Aquel pensamiento no era nuevo para Brienne. Siempre la hacía sentirse un poco triste, pero la tristeza se mezclaba con cierto alivio.
El sol estaba oculto a medias tras un banco de nubes cuando salieron de entre los árboles ennegrecidos y se encontraron ante Poza de la Doncella, con las aguas profundas de la bahía más allá. Brienne advirtió enseguida que habían reconstruido y reforzado las puertas de la ciudad, y que de nuevo había hombres con ballestas en las murallas de piedra rosada. Sobre la torre de la entrada ondeaba el estandarte del rey Tommen, un león de oro y un venado de sinople sobre campo tronchado de púrpura y oro. En otros estandartes se veía el cazador de los Tarly, pero el salmón rojo de la Casa Mooton sólo ondeaba en el castillo, en la cima de la colina.
Ante el rastrillo se encontraron con una docena de alabarderos. Sus divisas indicaban que eran soldados del ejército de Lord Tarly, aunque ninguno llevaba la del señor. Brienne vio dos centauros, un rayo, un escarabajo azul y una flecha verde, pero no el cazador de Colina Cuerno. Su sargento llevaba en el pecho un pavo real con los otrora vivos colores de la cola desvaídos por el sol. Cuando los granjeros se adelantaron con el carro lanzó un silbido.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Huevos? —Lanzó uno al aire, lo atrapó al vuelo y sonrió—. Nos los quedamos.
El viejo lanzó un chillido.
—Los huevos son para Lord Mooton. Para la tarta de boda y esas cosas.
—Pues que tus gallinas pongan más. Hace medio año que no como un huevo. Toma, que no he dicho que no te fuera a pagar.
Lanzó una bolsa de moneditas a los pies del anciano.
—No es suficiente —intervino la esposa del granjero—. Ni para empezar.
—Yo creo que sí —replicó el sargento—. Por los huevos y por ti también. Traedla aquí, muchachos. Es demasiado joven para ese vejestorio.
Dos guardias apoyaron las alabardas contra la muralla y arrastraron a la mujer, que se debatía. El granjero los miraba compungido, pero no se atrevía a moverse.
Brienne picó espuelas a su yegua y se adelantó.
—Soltadla.
Su voz hizo que los guardias titubearan un instante, lo suficiente para que la esposa del granjero se liberase.
—Esto no es asunto tuyo —replicó uno—. Cuidado con lo que dices, moza.
Brienne desenvainó la espada.
—¿Qué tenemos aquí? —intervino el sargento—. Acero desenvainado. Me parece que huele a bandido. ¿Sabes qué hace Lord Tarly con los bandidos?
Aún tenía en la mano el huevo que había cogido del carro. Cerró el puño, y la yema le resbaló entre los dedos.
—Sé qué hace Lord Randyll con los bandidos —replicó Brienne—. También sé qué hace con los violadores.
Albergaba la esperanza de que la palabra los acobardara, pero el sargento se limitó a lamerse el huevo de los dedos e hizo una seña a sus hombres para que se desplegaran. Brienne se encontró rodeada de puntas de acero.
—¿Qué ibas diciendo, moza? ¿Qué hace Lord Tarly con los...?
—... violadores —terminó una voz más grave—. Los castra o los envía al Muro. O las dos cosas. Y a los ladrones les corta los dedos.
Un joven de aspecto lánguido salió de la torre, con la espada al cinto. El jubón que llevaba bajo el acero había sido blanco, y todavía lo era en algunas zonas, bajo las manchas de hierba y sangre seca. Llevaba el blasón en el pecho: un ciervo marrón muerto, atado y colgado de una pértiga.
«Él.» Su voz era como un puñetazo en el estómago; su rostro, como un cuchillo que le clavaran en las entrañas.
—Ser Hyle... —dijo con tono seco.
—Más vale que la dejéis en paz, muchachos —advirtió Ser Hyle Hunt—. Es Brienne la Bella, la Doncella de Tarth, la que asesinó al rey Renly y a la mitad de su Guardia Arcoiris. Es tan dura como fea, y no hay ser humano más feo... Excepto quizá tú, Orinal, pero tu padre era el trasero de un uro, así que tienes excusa. En cambio, su padre es el Lucero de la Tarde de Tarth.
Los guardias se rieron, pero apartaron las alabardas.
—¿No deberíamos detenerla, ser? —preguntó el sargento—. Por el asesinato de Renly.
—¿Por qué? Renly era un rebelde. Como todos nosotros, cierto, pero ahora somos leales amigos de Tommen. —El caballero hizo una seña a los granjeros para que cruzaran la puerta—. El mayordomo de su señoría estará encantado de recibir esos huevos. Lo encontraréis en el mercado.
El anciano se llevó los nudillos a la frente.
—Gracias, mi señor. Sois un buen caballero, salta a la vista. Ven, esposa.
Volvieron a tirar del carro, que cruzó la puerta, traqueteante.
Brienne entró al trote tras ellos, seguida por Podrick.
«Un buen caballero», pensó con el ceño fruncido. Una vez dentro de la ciudad, tiró de las riendas. A su izquierda, frente a un callejón embarrado, se alzaban las ruinas de un establo. Enfrente, tres prostitutas medio desnudas cuchicheaban en el balcón de un burdel. Una de ellas se parecía a una vivandera que, en cierta ocasión, se había aproximado a Brienne para preguntarle si tenía un coño o una polla debajo de los calzones.
—Ese rocín debe de ser el caballo más feo que he visto en mi vida —comentó Ser Hyle señalando la montura de Podrick—. Me extraña que no lo montéis vos, mi señora. ¿No pensáis darme las gracias por mi ayuda?
Brienne se bajó de la yegua. Le sacaba una cabeza a Ser Hyle.
—Tengo intención de daros las gracias algún día en combate cuerpo a cuerpo, ser.
—¿Igual que se las disteis a Ronnet el Rojo?
Hunt se echó a reír. Tenía una risa hermosa, cantarina, aunque su rostro era vulgar: pelo castaño revuelto, ojos color avellana, una pequeña cicatriz en la oreja izquierda... En otro tiempo le había parecido un rostro honrado, antes de descubrir cómo era. Tenía una hendidura en la barbilla y la nariz torcida, pero su risa era hermosa y se dejaba oír a menudo.
—¿No tendríais que estar vigilando la puerta?
—Mi primo Alyn está cazando bandidos. —La miró con sarcasmo—. Sin duda volverá con la cabeza del Perro, fanfarroneando y cubierto de gloria. Y mientras, yo estoy condenado a vigilar esta puerta, gracias a vos. Espero que estéis satisfecha, Bella. ¿Qué andáis buscando?
—Un establo.
—Hay uno junto a la puerta oriental. Este lo quemaron.
«Eso ya lo veo», pensó Brienne.
—En cuanto a lo que habéis dicho antes... Yo estaba con el rey Renly cuando murió, pero lo mató una hechicería, ser. Lo juro por mi espada.
Puso una mano en la empuñadura, dispuesta a luchar si Hunt se atrevía a llamarla mentirosa a la cara.
—Sí, y el Caballero de las Flores fue el que se cargó a la Guardia Arcoiris. Tal vez en un día bueno habríais podido con Ser Emmon, que era un luchador impulsivo y se cansaba con facilidad, pero ¿con Royce? No. Ser Robar era el doble de hombre que vos con la espada... Un momento, no, que no sois un hombre. Y no se puede decir que él fuera el doble de mujer que vos. En fin, ¿qué trae a la Doncella a Poza de la Doncella?
«Busco a mi hermana, una niña de trece años», estuvo a punto de decir, pero Ser Hyle sabía que no tenía hermanas.
—Quiero ver a un hombre que frecuenta un local llamado Ganso Hediondo.
—No sabía que Brienne la Bella se relacionara con hombres. —Había un matiz cruel en su sonrisa—. El Ganso Hediondo. Qué nombre tan adecuado... Sobre todo por lo de hediondo. Está cerca de los muelles. Pero antes, vendréis conmigo a ver a su señoría.
Brienne no tenía miedo de Ser Hyle, pero era uno de los capitanes de Randyll Tarly. Bastaría con un silbido para que cien hombres acudieran en su defensa.
—¿Vais a detenerme?
—¿Por qué? ¿Por lo de Renly? ¿Quién era? Desde entonces, todos hemos cambiado de rey, y algunos más de una vez. Nadie lo recuerda; a nadie le importa. —Le puso una mano en el brazo—. Por aquí, por favor.
Ella se apartó.
—Os agradecería que no me tocarais.
—Por fin me dais las gracias por algo —replicó con una sonrisa seca.
La última vez que había estado en Poza de la Doncella, la ciudad se encontraba en ruinas, era un lugar desolado de calles desiertas y casas quemadas. En aquella ocasión, las calles estaban llenas de cerdos y niños, y habían demolido la mayoría de los edificios quemados. En los solares que dejaron algunos de ellos, los ciudadanos habían plantado huertos; los tenderetes de los comerciantes y los pabellones de los caballeros ocupaban otros. Brienne vio que se estaban construyendo casas: una posada de piedra empezaba a cobrar forma donde había ardido la de madera, y el septo de la ciudad tenía un nuevo tejado de tejas. El aire fresco del otoño iba cargado de los sonidos de la sierra y el martillo. Los hombres transportaban tablones; los canteros recorrían las calles embarradas con sus carromatos. Muchos de ellos llevaban el blasón del cazador en el pecho.
—Los soldados están reconstruyendo la ciudad —comentó Brienne sorprendida.
—Seguro que preferirían estar jugando a los dados, bebiendo y follando, pero Lord Randyll opina que es mejor que los ociosos tengan las manos ocupadas.
Brienne había pensado que la llevaría al castillo, pero Hunt se dirigió hacia el ajetreado puerto. Se alegraba de ver que los comerciantes habían vuelto a Poza de la Doncella. Vio en los atracaderos una galera, una galeaza y dos grandes cocas de dos mástiles, además de una veintena de botes de pescadores. Había más en la bahía.
«Si no encuentro nada en el Ganso Hediondo, buscaré pasaje en un barco», decidió. Puerto Gaviota estaba a poca distancia. Desde allí no le costaría nada llegar al Nido de Águilas.
Lord Tarly estaba en el mercado de pescado, impartiendo justicia.
Se había erigido un estrado junto al agua, y desde él, su señoría podía contemplar a los acusados de delitos. A su izquierda había un cadalso con cuerdas suficientes para veinte hombres. Vio cuatro ahorcados. Uno parecía reciente, pero era obvio que los otros tres llevaban allí algún tiempo. Un cuervo estaba arrancando tiras de carne de uno de los despojos podridos. Los demás pájaros se habían dispersado, temerosos de la multitud de ciudadanos congregados con la esperanza de ver algún ajusticiamiento.
Lord Randyll compartía el estrado con Lord Mooton, un hombre pálido, blando, carnoso, vestido con casaca blanca y calzones rojos, la capa de armiño sujeta en el hombro con un broche de oro rojo en forma de salmón. Tarly iba vestido de cuero y cota de malla, y llevaba una coraza de acero gris. El puño del mandoble le sobresalía por encima del hombro izquierdo. Su nombre era Veneno de Corazón, y era el orgullo de su Casa.
Un joven con una capa de lana basta y jubón sucio estaba prestando declaración cuando llegaron.
—Nunca le he hecho daño a nadie, mi señor —le oyó decir Brienne—. Lo único que hice fue coger lo que dejaron los septones cuando huyeron. Si por eso me tenéis que cortar un dedo, hacedlo.
—Es costumbre cortarles un dedo a los ladrones —replicó Lord Tarly en tono seco—, pero el hombre que roba en un septo está robando a los dioses. —Se volvió hacia el capitán de los guardias—. Siete dedos. Respetadle los pulgares.
—¿Siete?
El ladrón palideció. Cuando los guardias lo agarraron se debatió, pero sin energía, como si ya estuviera tullido. Al mirarlo, Brienne no pudo evitar pensar en Ser Jaime, en cómo había gritado cuando el arakh de Zollo descendió centelleante.
El siguiente fue un panadero acusado de mezclar la harina con serrín. Lord Randyll le puso una multa de cincuenta venados de plata. Cuando el panadero juró que no tenía tanto dinero, su señoría decretó que podía recibir un latigazo por cada venado que le faltara. Tras él le llegó el turno a una prostituta andrajosa y macilenta, acusada de contagiarles la sífilis a cuatro soldados Tarly.
—Lavadle sus partes con lejía y encerradla en una mazmorra —ordenó Tarly.
Mientras se la llevaban a rastras, sollozante, su señoría divisó a Brienne a un lado de la multitud, entre Podrick y Ser Hyle. Frunció el ceño, pero no dio muestra alguna de haberla reconocido.
El siguiente era un marinero de la galeaza. Su acusador era un arquero de la guarnición de Lord Mooton, que llevaba una mano vendada y lucía un salmón en el pecho.
—Mi señor, este canalla me atravesó la mano con un puñal, acusándome de hacer trampas a los dados.
Lord Tarly apartó la vista de Brienne para fijarse en los hombres que tenía delante.
—¿Y era verdad?
—No, mi señor. Jamás hago trampas.
—Por robar mando cortar un dedo; si me mientes, te haré ahorcar. ¿Quieres que examine esos dados?
—¿Los dados? —El arquero miró a Mooton, pero su señoría estaba ensimismado en la contemplación de los botes de pescadores. Tragó saliva—. Es posible que... Esos dados, bueno, me dan suerte, sí, pero...
Tarly ya tenía suficiente.
—Cortadle el meñique; que él decida de qué mano. Al otro atravesadle la palma con un clavo. —Se levantó—. Hemos terminado. Devolved a los demás a las mazmorras; mañana me ocuparé de ellos.
Se volvió e hizo señas a Ser Hyle para que se adelantara. Brienne lo siguió.
—¿Mi señor? —dijo cuando estuvo ante él. Volvía a sentirse como si tuviera ocho años.
—Mi señora... ¿A qué debemos este... honor?
—Me han enviado en busca de... De... —titubeó.
—¿Cómo vais a encontrarlo si no sabéis qué es? ¿Matasteis vos a Lord Renly?
—No.
Tarly sopesó la respuesta.
«Me está juzgando, igual que ha juzgado a esos otros.»
—No —dijo él al final—. Sólo lo dejasteis morir.
Había muerto entre sus brazos; su sangre la había empapado. El rostro de Brienne se llenó de dolor.
—Fue hechicería. Yo jamás habría...
—¿Jamás? —Su voz se convirtió en un látigo—. Claro. Jamás deberíais haberos puesto la armadura, ni haber empuñado una espada. Jamás deberíais haber salido de las estancias de vuestro padre. Esto es la guerra, no el baile de la cosecha. Por todos los dioses, debería meteros en un barco y enviaros a Tarth.
—Hacedlo y responderéis ante el trono. —Quería parecer valiente, pero la voz le salió aguda e infantil—. Podrick, saca un pergamino que llevo en las alforjas y llévaselo a su señoría.
Tarly cogió la carta, la desenrolló y la leyó moviendo los labios, con el ceño fruncido.
—En misión de Su Alteza. ¿Qué clase de misión?
«Si me mientes, te haré ahorcar.»
—S-Sansa Stark.
—Si la pequeña Stark estuviera aquí, yo lo sabría. Ha huido hacia el norte, seguro. Querrá buscar refugio con alguno de los banderizos de su padre. Más le vale elegir al correcto.
—También puede haber ido hacia el Valle —se oyó farfullar Brienne—, con la hermana de su madre.
Lord Randyll le dirigió una mirada despectiva.
—Lady Lysa ha muerto. Un bardo la tiró montaña abajo. Ahora, Meñique está al mando del Nido de Águilas... Aunque no durará mucho. Los señores del Valle no son de los que se arrodillan ante cualquier mequetrefe trepador sin más habilidad que la de contar monedas de cobre. —Le devolvió la carta—. Id adonde queráis y haced lo que gustéis... Pero cuando os violen no vengáis a mí en busca de justicia; os lo habréis buscado por estúpida. —Miró a Ser Hyle—. Y vos, ser, ¿no tendríais que estar en la puerta? Os puse al mando allí, creo recordar.
—Así fue, mi señor —respondió Hyle Hunt—, pero pensé...
—Pensáis demasiado.
Lord Tarly se alejó a zancadas.
«Lady Lysa ha muerto.» Brienne se quedó inmóvil bajo el cadalso, con el precioso pergamino en la mano. La multitud se había dispersado, y los cuervos reanudaron su festín. «Un bardo la tiró montaña abajo.» ¿Habrían devorado los cuervos también a la hermana de Lady Catelyn?
—Habéis mencionado el Ganso Hediondo, mi señora —dijo Ser Hyle—. Si queréis que os lleve...
—Volved a vuestra puerta.
Un gesto de contrariedad se dibujó en su rostro.
«Un rostro vulgar, no honrado.»
—Si es lo que deseáis...
—Lo es.
—No era más que un juego para pasar el rato. No teníamos mala intención. —Titubeó—. No sé si lo sabéis, pero Ben ha muerto. Lo mataron en el Aguasnegras. A Farrow también, y a Will el Cigüeña. Y Mark Mullendore resultó herido: ha perdido medio brazo.
«Bien —habría querido decir Brienne—. Bien, se lo tenía bien merecido.» Pero recordaba a Mullendore sentado delante de su tienda, con el mono en el hombro. El animal llevaba puesta una diminuta cota de malla, e intercambiaba muecas con su amo. ¿Cómo los había llamado Catelyn Stark aquella noche, en Puenteamargo? Los caballeros del verano. Y había llegado el otoño, y estaban cayendo como las hojas.
Le dio la espalda a Hyle Hunt.
—Vamos, Podrick.
El chico trotó tras ella tirando de las riendas de los caballos.
—¿Vamos a buscar ese lugar? ¿El Ganso Hediondo?
—Yo sí. Tú vas a los establos, junto a la puerta oriental. Pregúntale al encargado si hay alguna posada donde podamos pasar la noche.
—Sí, ser. Mi señora. —Podrick caminaba con la vista clavada en el suelo, y de cuando en cuando pateaba un guijarro—. ¿Sabéis dónde está? ¿El Ganso? O sea, el Ganso Hediondo.
—No.
—Dijo que nos llevaría. Ese caballero. Ser Kyle.
—Hyle.
—Hyle. ¿Qué os hizo, ser? O sea, mi señora.
«El chico se traba al hablar, pero no es idiota.»
—En Altojardín, cuando el rey Renly convocó a sus banderizos, unos cuantos hombres me gastaron una broma. Ser Hyle Hunt fue uno de ellos. Fue una broma cruel, dolorosa, nada caballeresca. —Se detuvo—. La puerta oriental queda hacia allí. Nos reuniremos aquí mismo.
—Como ordenéis, mi señora. Ser.
El Ganso Hediondo no tenía cartel, y tardó casi una hora en encontrarlo. Se accedía por un tramo de peldaños de madera, y estaba bajo una carnicería de caballo. El local era oscuro y de techo bajo; al entrar, Brienne se golpeó la cabeza con una viga. No había ningún ganso a la vista. Los escasos taburetes estaban dispersos, y vio un banco de madera contra una pared de adobe. Las mesas eran barriles viejos de vino, grisáceos y carcomidos. El hedor augurado lo impregnaba todo. Olía sobre todo a vino, a humedad y a moho, así se lo decía la nariz, pero también olía a retrete, y un poco a cementerio.
Los únicos clientes eran tres marineros tyroshis, sentados en un rincón, que mascullaban a gruñidos bajo las barbas moradas y verdes. Le echaron un vistazo, y uno les dijo a los demás algo que los hizo reír. La tabernera estaba tras un tablón cruzado entre dos barriles. Se trataba de una mujer gruesa, flácida, de pelo raleante, con grandes pechos que se mecían bajo un amplio guardapolvo sucio. Era como si los dioses la hubieran hecho de masa cruda.
Brienne no se atrevía a beber agua en aquel lugar. Pidió una copa de vino.
—Busco a un hombre al que llaman Dick el Ágil —dijo.
—Dick Crabb. Viene casi todas las noches. —La mujer echó un vistazo a la armadura y la espada de Brienne—. Si lo vais a rajar, que sea en otro sitio. No queremos líos con Lord Tarly.
—Quiero hablar con él. ¿Por qué iba a querer hacerle ningún daño? —La tabernera se encogió de hombros—. Si me hacéis un gesto cuando entre, os estaré agradecida.
—¿Cuánto de agradecida?
Brienne puso en el tablón una estrella de cobre y fue a sentarse en la penumbra, en un lugar desde donde veía bien las escaleras.
Probó el vino. Le supo aceitoso, y había un pelo flotando.
«Un pelo tan frágil como mis esperanzas de dar con Sansa», pensó mientras lo sacaba. La búsqueda de Ser Dontos no había dado fruto, y tras la muerte de Lady Lysa, el Valle ya no parecía un refugio probable. «¿Dónde estáis, Lady Sansa? ¿Habéis huido a vuestro hogar, en Invernalia, o estáis con vuestro esposo, como parece creer Podrick?» Brienne no quería ir a buscar a la niña al otro lado del mar Angosto, donde hasta el idioma le resultaría extraño. «Haciendo gestos y gruñendo para que me entiendan resultaré aún más monstruosa. Se reirán de mí, igual que se rieron en Altojardín.» Se sonrojó tan sólo con recordarlo.
Cuando Renly se puso la corona, la Doncella de Tarth había cabalgado desde el Dominio para ir a unirse a él. El Rey la había recibido con cortesía y le había agradecido que se pusiera a su servicio. No sucedió lo mismo con sus señores y caballeros. Brienne no había esperado una bienvenida cálida; estaba preparada para recibir un trato frío, burlas y hostilidad. Ese plato ya lo había probado. No era el desprecio de la mayoría lo que la hacía sentir confusa y desvalida, sino la bondad de unos pocos. La Doncella de Tarth había estado prometida en tres ocasiones, pero hasta su llegada a Altojardín jamás la habían cortejado.
El primero había sido Ben Bushy el Grandullón, uno de los pocos hombres del campamento de Renly que la superaban en estatura. Envió a su escudero para que le limpiara la cota de malla, y le regaló un cuerno de plata para la cerveza. Ser Edmund Ambrose lo superó: le envió flores y le pidió que saliera a montar con él. Ser Hyle Hunt llegó más lejos que los otros dos: le regaló un libro con hermosas ilustraciones, con cientos de historias de hazañas caballerescas; le llevó manzanas y zanahorias para los caballos, y un penacho de seda azul para el yelmo; le contó cotilleos del campamento, e hizo comentarios ingeniosos y mordaces que la hicieron sonreír. Incluso un día se entrenó con ella, lo que significó más que todo el resto de los detalles.
Brienne pensaba que si los demás la empezaban a tratar con cortesía era gracias a él.
«Era más que cortesía.» En la mesa, los hombres se peleaban por sentarse a su lado; se ofrecían a llenarle la copa de vino o servirle mollejas. Ser Richard Farrow tocó canciones de amor con el laúd junto a su carpa; Ser Hugh Beesbury le llevó un tarro de miel «tan dulce como las doncellas de Tarth»; Ser Mark Mullendore la hizo reír con las bufonadas de su mono, un curioso animalito blanco y negro procedente de las Islas del Verano; un caballero errante llamado Will el Cigüeña se ofreció a darle un masaje para relajarle los hombros.
Brienne lo rechazó. Los rechazó a todos. Cuando Ser Owen Inchfíeld la agarró una noche y la besó por la fuerza, ella lo lanzó de culo contra una hoguera. Fue a mirarse a un espejo. Tenía el rostro tan ancho y pecoso como siempre, con los dientes saltones, los labios gruesos y la mandíbula fuerte. Seguía siendo fea. Lo único que quería era ser un caballero y servir al rey Renly, pero...
No lo hacían por que fuera la única mujer que tenían a mano. Hasta las vivanderas que seguían al campamento eran más bonitas que ella, y en el castillo, Lord Tyrell agasajaba a Renly todas las noches con banquetes, mientras doncellas nobles y damas encantadoras bailaban al son de la flauta, el cuerno y la lira.
«¿Por qué sois amables conmigo? —habría querido gritar cada vez que un caballero desconocido le hacía un cumplido—. ¿Qué pretendéis?»
Randyll Tarly resolvió el misterio el día que envió a dos de sus hombres para que la convocaran a su carpa. Su hijo pequeño, Dickon, había oído a cuatro caballeros bromear mientras ensillaban los caballos, y se lo había contado todo.
Habían hecho una apuesta.
Le dijo que la habían empezado tres de los caballeros más jóvenes, Ambrose, Bushy y Hyle Hunt, de su propia Casa. Pero luego corrió la voz, y muchos más se unieron al juego. Cada participante tenía que pagar un dragón de oro para entrar en la competición, y el total sería para el que se llevara su virginidad.
—He puesto fin al juego —le dijo Tarly—. Algunos de esos... competidores... son menos honorables que otros, y la apuesta iba creciendo día tras día. Más tarde o más temprano, alguno habría decidido reclamar el premio por la fuerza.
—Pero si son caballeros —replicó, conmocionada—. ¡Caballeros ungidos!
—Y hombres de honor. La culpa es vuestra.
La acusación hizo que se estremeciera.
—Yo jamás habría... Mi señor, no les he dado pie a nada.
—Sólo con estar aquí ya les dais pie. Si una mujer se comporta como una vivandera, no puede protestar si la tratan como a tal. Un ejército en guerra no es lugar para una doncella. Si en algo valoráis vuestra virtud o el honor de vuestra casa, os quitaréis esa armadura, volveréis a Tarth y le suplicaréis a vuestro padre que os busque un marido.
—He venido a luchar —insistió ella—. Quiero ser caballero.
—Los dioses hicieron a los hombres para luchar y a las mujeres para tener hijos —replicó Randyll Tarly—. Las mujeres libran sus guerras en el paritorio.
Alguien bajaba por las escaleras del local. Brienne puso el vaso de vino a un lado cuando un hombrecillo andrajoso, flaco, de rostro afilado, con el pelo castaño muy sucio, entró en el Ganso. Echó una mirada rápida a los marineros tyroshis y otra más larga a Brienne, y luego se dirigió al tablón.
—Vino —pidió—. Y sin meados de caballo, ¿eh?
La mujer miró a Brienne y asintió.
—Yo os invito al vino —dijo ella—, a cambio de unas palabras.
El hombre la miró con los ojos cargados de desconfianza.
—¿Unas palabras? Me sé muchas. —Se sentó en un taburete, frente a ella—. Que mi señora diga cuáles quiere oír y las diré.
—Tengo entendido que engañasteis a un bufón.
El hombre andrajoso bebió un trago de vino, pensativo.
—Puede que sí. O puede que no. —Llevaba una casaca desteñida y desgarrada de la que habían arrancado el blasón de algún señor—. ¿Quién lo quiere saber?
—El rey Robert.
Puso un venado de plata en el barril que los separaba. En la cara tenía la cabeza de Robert; en la cruz, un venado.
—Vaya, vaya. —Cogió la moneda y la hizo girar. Sonrió—. Me gusta cómo bailan los reyes. Puede que viera a ese bufón que decís, sí.
—¿Iba acompañado de una niña?
—De dos —replicó al momento.
—¿Dos niñas?
«La otra podría ser Arya.»
—Bueno —dijo el hombre—, la verdad es que no llegué a verlas, pero buscaba pasaje para tres.
—¿Pasaje hacia dónde?
—Al otro lado del mar.
—¿Recordáis qué aspecto tenía?
—Aspecto de bufón. —Cogió la moneda de la mesa cuando empezó a detenerse y la hizo desaparecer—. De bufón asustado.
—¿Asustado de qué?
Se encogió de hombros.
—No lo dijo, pero Dick el Ágil sabe a qué huele el miedo. Venía casi todas las noches, invitaba a beber a los marineros, gastaba bromas, cantaba canciones... Pero una noche entraron unos hombres con ese cazador en el pecho, y el bufón palideció. No dijo ni palabra hasta que se largaron. —Acercó el taburete—. Ese Tarly tiene soldados pululando por los muelles; vigilan cada barco que entra o sale. Quien quiera ciervos, que vaya al bosque. Quien quiera barcos, que vaya a los muelles. El bufón no se atrevía, así que le ofrecí ayuda.
—¿Qué clase de ayuda?
—La que cuesta más de un venado de plata.
—Decídmelo y os daré otro.
—Vamos a verlo.
Brienne puso otro venado en el barril. Él lo hizo girar, sonrió y lo cogió.
—Quien no pueda ir adonde están los barcos, que consiga que los barcos vayan a él. Le dije que conocía un lugar donde era posible. Un lugar... oculto.
A Brienne se le puso la carne de gallina.
—Una cala de contrabandistas. Enviaste al bufón a los contrabandistas.
—Y a las dos niñas. —Soltó una risita—. Lo único es que el lugar adonde los mandé... Bueno, no se ven barcos por allí desde hace tiempo. Como treinta años. —Se rascó la nariz—. ¿Qué tenéis que ver con ese bufón?
—Las dos niñas son mis hermanas.
—¿De verdad? Pobrecillas. Yo también tenía una hermana. Una cría flaca, con las rodillas huesudas, pero luego le salieron tetas, y el hijo de un caballero se le metió entre las piernas. La última vez que la vi se iba a Desembarco del Rey, a ganarse la vida tumbada de espaldas.
—¿Adónde los enviasteis?
Volvió a encogerse de hombros.
—Vaya, pues no me acuerdo.
Brienne estampó otro venado de plata contra el barril.
—¿Adónde?
El hombre empujó la moneda con el índice para devolvérsela.
—A un lugar que ningún venado podría encontrar... Aunque tal vez un dragón sí.
Presentía que con plata no le sacaría la verdad.
«Y con oro, puede que sí o puede que no. El acero sería más seguro.» Brienne se llevó la mano al puñal, pero al final recurrió a la bolsa. Sacó un dragón de oro y lo puso en el barril.
—¿Adónde?
El hombre andrajoso cogió la moneda y la mordió.
—Qué maravilla. Me recuerda a Punta Zarpa Rota. Al norte de esta ciudad, es una tierra salvaje, muchas colinas, muchos pantanos, pero allí fue donde nací y me crié. Me llamo Dick Crabb, aunque todos me llaman Dick el Ágil.
Ella no le dijo su nombre.
—¿En qué lugar de Punta Zarpa Rota?
—En Los Susurros. Habréis oído hablar de Clarence Crabb, claro.
—No.
Aquello pareció sorprenderlo.
—Ser Clarence Crabb. Llevo su sangre. Medía casi tres varas, y era tan fuerte que podía arrancar un pino con una mano y lanzarlo a mil pasos. No había caballo que soportara su peso, así que tenía que montar a lomos de un uro.
—¿Qué tiene que ver con esa cala de contrabandistas?
—Su esposa era una bruja de los bosques. Cada vez que Ser Clarence mataba a un hombre, se llevaba la cabeza a casa, y su mujer le daba un beso en los labios y la devolvía a la vida. Eran señores, y magos, y caballeros famosos, y piratas. Uno era un rey del Valle Oscuro. Le daban buenos consejos al viejo Crabb. Como sólo eran cabezas, no podían hablar muy alto, pero no se callaban nunca. Si eres una cabeza, lo único que puedes hacer en todo el día es hablar. Así que la fortaleza de Crabb acabó por llamarse Los Susurros. Aún le dan ese nombre, aunque hace mil años que está en ruinas. Un lugar solitario, Los Susurros. —Hizo bailar la moneda por los nudillos con destreza—. Un dragón también se siente solo. En cambio, diez...
—Diez dragones son una fortuna. ¿Me tomáis por estúpida?
—Os tomo por alguien que busca a un bufón. —La moneda bailó hacia un lado; luego hacia el otro—. Os puedo llevar a Los Susurros, mi señora.
A Brienne no le gustaba la manera en que jugaba con aquella moneda de oro. Aun así...
—Seis dragones si encontramos a mi hermana; dos si encontramos sólo al bufón, y nada si nada es lo que encontramos.
Crabb se encogió de hombros.
—Seis está bien. Con seis me conformo.
«Ha aceptado demasiado deprisa.» Le agarró la muñeca antes de que pudiera esconder el oro.
—No intentéis engañarme. Soy un hueso duro de roer.
Cuando lo soltó, Crabb se frotó la muñeca.
—Mierda puta —masculló—. Me habéis hecho daño en la mano.
—Lo siento mucho. Mi hermana tiene trece años. Tengo que encontrarla antes de que...
—Antes de que algún caballero se le meta en la raja. Se entiende. Se puede dar por salvada. Ahora, Dick el Ágil está con vos. Nos reuniremos mañana a primera hora junto a la puerta oriental. Tengo que buscarme un caballo.

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