28 de febrero de 2008

24 - Cersei

CERSEI

El Rey estaba haciendo pucheros.
—Quiero sentarme en el Trono de Hierro —le dijo—. A Joff siempre le dejabas sentarse.
—Joffrey tenía doce años.
—Pero yo soy el rey, y el trono es mío.
—¿Quién te ha dicho eso?
Cersei respiró a fondo para que Dorcas le pudiera apretar más el corsé. Era una muchacha corpulenta, mucho más fuerte que Senelle, pero también más torpe.
Tommen se puso rojo.
—Nadie.
—¿Nadie? ¿Así llamas a tu señora esposa? —Aquel amago de rebeldía olía de lejos a Margaery Tyrell—. Si me mientes, no tendré más remedio que mandar a buscar a Pate y azotarlo hasta hacerlo sangrar. —Pate era el niño de los azotes de Tommen, igual que lo había sido de Joffrey—. ¿Eso es lo que quieres?
—No —murmuró el Rey con tono hosco.
—¿Quién te lo ha dicho?
El niño se puso en pie.
—Lady Margaery. —Tenía suficiente sentido común para no llamarla reina delante de su madre.
—Eso está mejor. Tengo que tomar decisiones relativas a asuntos muy serios, Tommen; cosas que eres demasiado pequeño para entender. Lo que menos falta me hace es un niñito idiota jugando en el trono detrás de mí y distrayéndome con preguntas de crío. Supongo que Margaery también dice que deberías asistir a las reuniones de mi consejo.
—Sí —reconoció él—. Dice que tengo que aprender a ser rey.
—Cuando seas un poco mayor, podrás ir a todas las reuniones que quieras —le dijo Cersei—. Te garantizo que pronto te hartarás de ellas. Robert siempre las aprovechaba para echar una siesta. —«Y eso cuando se molestaba en asistir»—. Prefería la caza y la cetrería; las cosas aburridas se las dejaba al viejo Lord Arryn. ¿Te acuerdas de él?
—Se murió de un dolor de tripa.
—Sí, pobre hombre. Si tantas ganas tienes de aprender, ¿por qué no estudias la lista de todos los Reyes de Poniente y de las Manos que los sirvieron? Mañana me la puedes recitar.
—Sí, madre —respondió con docilidad.
—Así me gusta.
El reino era suyo. Cersei no tenía intención de entregarlo hasta que Tommen alcanzara la mayoría de edad.
«He esperado mucho; ahora, que espere él. He esperado la mitad de mi vida. —Había representado los papeles de hija obediente, novia ruborizada y esposa sumisa. Había soportado las torpes caricias ebrias de Robert, los celos de Jaime, las burlas de Renly, a Varys con sus risitas y a Stannis, siempre rechinando los dientes. Había lidiado con Jon Arryn, con Ned Stark y con su malvado y traicionero hermano, el enano asesino, siempre prometiéndose que algún día llegaría su turno—. Si Margaery Tyrell planea arrebatarme mi momento de gloria, está muy equivocada.»
Pero no era la mejor manera de empezar la jornada, y el día de Cersei tardó en mejorar. Se pasó el resto de la mañana con Lord Gyles y sus libros de cuentas, oyéndole toser datos relativos a estrellas, venados y dragones. Después llegó Lord Mares, para informar de que los tres primeros dromones estaban casi terminados y suplicarle más oro para acabarlos con el esplendor que merecían. Para la Reina fue un placer satisfacer su petición. El Chico Luna hizo cabriolas para amenizarle la comida con varios miembros del gremio de comerciantes, mientras escuchaba sus quejas sobre los gorriones que vagaban por las calles y dormían en las plazas.
«Tal vez tenga que enviar a los capas doradas para echar a esos gorriones de la ciudad», estaba pensando cuando los interrumpió Pycelle.
Últimamente el Gran Maestre se mostraba más quejumbroso que nunca durante las reuniones del consejo. Durante la última sesión había protestado hasta la saciedad por los hombres que había elegido Aurane Mares para capitanear sus nuevos dromones. Mares quería poner a jóvenes al mando, mientras que Pycelle abogaba por la experiencia e insistía en que se confiara en los capitanes que habían sobrevivido a los fuegos del Aguasnegras, «Hombres curtidos de probada lealtad», como los llamaba él. Cersei, en cambio, los calificó de viejos y se puso del lado de Lord Mares.
—Lo único que demostraron esos capitanes es que saben nadar —le replicó—. Una madre no debería sobrevivir a sus hijos, y un capitán no debería sobrevivir a su barco.
Pycelle no había encajado bien el reproche.
Aquel día no parecía tan colérico; hasta consiguió esbozar una sonrisa temblorosa.
—Una buena noticia, Alteza —anunció—: Wyman Manderly ha cumplido vuestras órdenes y ha decapitado al Caballero de la Cebolla de Lord Stannis.
—¿Lo sabemos a ciencia cierta?
—Ha colgado su cabeza y sus manos de las murallas de Puerto Blanco. Lord Wyman lo jura, y los Frey lo confirman. Han visto la cabeza allí, con una cebolla en la boca. También las manos: se reconocen por los dedos que le faltaban.
—Muy bien —dijo Cersei—. Mandad un pájaro a Manderly e informadlo de que, ahora que ha demostrado su lealtad, le enviaremos a su hijo de inmediato.
Puerto Blanco volvería pronto a la paz del rey, y Roose Bolton y su hijo bastardo se aproximaban a Foso Cailin desde el norte y el sur. Una vez tuvieran el Foso en su poder, unirían sus fuerzas y expulsarían a los hombres del hierro de la Ciudadela de Torrhen y de Bosquespeso. Con eso conseguirían la alianza del resto de los vasallos de Ned Stark cuando llegara la hora de marchar contra Lord Stannis.
Entretanto, en el sur, Mace Tyrell había erigido una ciudad de carpas alrededor de Bastión de Tormentas y tenía dos docenas de maganeles lanzando piedras contra las gruesas murallas del castillo, aunque sin grandes resultados hasta el momento.
«Lord Tyrell, el guerrero —meditó la reina—. Su blasón debería ser un gordo con el culo bien apoltronado.»
Aquella tarde, el adusto enviado braavosi se presentó a su audiencia. Cersei llevaba quince días aplazando su visita, y con gusto la habría aplazado un año entero, pero Lord Gyles le juraba que ya no era capaz de tratar con aquel hombre... Aunque la reina empezaba a dudar de que Gyles fuera capaz de hacer nada aparte de toser.
El braavosi decía llamarse Noho Dimittis.
«Un hombre irritante con un nombre irritante.» Encima, también tenía la voz irritante. Cersei se acomodó como pudo en el asiento mientras hablaba, preguntándose cuánto tiempo tendría que soportar aquel tormento. A su espalda se alzaba el Trono de Hierro, con las púas y filos que proyectaban sombras retorcidas por el suelo. Los únicos que podían sentarse en el trono eran el Rey y su Mano. Cersei ocupaba un asiento a sus pies, en un sillón de madera dorada con cojines carmesí.
Cuando el braavosi se detuvo para tomar aliento, Cersei pensó que era su oportunidad.
—Eso es asunto de nuestro lord tesorero.
Por lo visto, la respuesta no le pareció satisfactoria al noble Noho.
—He hablado seis veces con Lord Gyles. Tose y me da excusas, Alteza, pero el oro no llega.
—Hablad con él por séptima vez —sugirió Cersei en tono amable—. El número siete es sagrado a ojos de nuestros dioses.
—Ya veo que a Vuestra Alteza le complace bromear.
—Cuando bromeo, sonrío. ¿Me veis sonreír? ¿Oís carcajadas? Os aseguro que cuando bromeo, los que me rodean ríen a carcajadas.
—El rey Robert...
—... está muerto —le replicó con brusquedad—. El Banco de Hierro tendrá su oro cuando pongamos fin a esta rebelión.
—Alteza... —El hombre tuvo la insolencia de fruncirle el ceño.
—La audiencia ha terminado. —Cersei ya había soportado suficiente por un día—. Ser Meryn, acompañad a la puerta al noble Noho Dimittis. Ser Osmund, podéis escoltarme a mis aposentos.
Sus invitados no tardarían en llegar, y antes tenía que bañarse y cambiarse de ropa. Todo hacía presagiar que la cena también sería tediosa. Gobernar un reino ya era difícil; gobernar siete lo era mucho más.
Ser Osmund Kettleblack la acompañó por las escaleras, alto y esbelto con su atuendo blanco de la Guardia Real. Cersei esperó hasta asegurarse de que se encontraban a solas antes de cogerse de su brazo.
—Decidme, ¿cómo le va a vuestro hermano?
Ser Osmund parecía incómodo.
—Eh... Bastante bien, pero...
—¿Pero? —La Reina permitió que un atisbo de cólera asomara entre sus palabras—. He de confesaros que se me está acabando la paciencia con nuestro querido Osney. Ya va siendo hora de que doblegue a esa potrilla. Lo nombré escudo juramentado de Tommen para que pudiera pasar algún tiempo en compañía de Margaery todos los días. A estas alturas ya tendría que haber arrancado la rosa. ¿Acaso la pequeña reina es inmune a sus encantos?
—Sus encantos no fallan; por algo es un Kettleblack. Con vuestro permiso. —Ser Osmund se pasó los dedos por la aceitada barba negra—. El problema es ella.
—¿Y eso por qué? —La Reina había empezado a albergar dudas en cuanto a Ser Osney. Tal vez los gustos de Margaery se decantaran más por otro hombre. «Aurane Mares, con su cabellera de plata, o un hombretón robusto como Ser Tallad»—. ¿Es posible que la doncella prefiera a otro? ¿No le gusta el rostro de vuestro hermano?
—Su rostro le gusta. Osney me comentó que hace dos días le acarició las cicatrices y le preguntó qué mujer se las había hecho. No le había dicho que hubiera sido una mujer, pero ella lo sabía. Puede que alguien se lo dijera. Al parecer, no para de tocarlo cuando hablan. Le endereza el broche de la capa, le echa el pelo hacia atrás... Cosas así. Una vez, en las dianas de los arqueros, le pidió que la enseñara a tensar el arco para que tuviera que rodearla con los brazos. Osney le gasta bromas subidas de tono; ella se ríe y responde con bromas más subidas de tono todavía. Sí que le gusta, es evidente, pero...
—¿Pero? —inquirió Cersei.
—Nunca están a solas. La mayor parte del tiempo los acompaña el Rey, y si no está él es otra persona. Sus damas comparten el lecho con ella, dos diferentes cada noche. Otras dos le llevan el desayuno y la ayudan a vestirse. Reza con su septa, lee con su prima Elinor, canta con su prima Alla y cose con su prima Megga. Cuando no está practicando la cetrería con Janna Fossoway y Merry Crane, está jugando al ven a mi castillo con la pequeña Bulwer. Nunca sale a montar sin escolta: cuatro o cinco acompañantes y al menos una docena de guardias. Y siempre está rodeada de hombres, hasta en la Bóveda de las Doncellas.
—Hombres. —Algo era algo. Allí había posibilidades—. Decidme, ¿qué hombres?
Ser Osmund se encogió de hombros.
—Bardos. La enloquecen los bardos, los malabaristas y esa clase de gente. Siempre hay algún caballero rondando a sus primas. Osney dice que Ser Tallad es el peor. El muy zoquete no sabe si le gusta Elinor o Alla; lo único que sabe es que le gusta mucho. Los gemelos Redwyne también andan por allí. Baboso les lleva flores y fruta, y Horror ha empezado a tocar el laúd. Por lo que cuenta Osney, se obtendrían sonidos más dulces estrangulando a un gato. Otro que no falla es el isleño del verano.
—¿Jalabhar Xho? —Cersei soltó un bufido despectivo—. Seguro que se pasa todo el tiempo suplicándole oro y espadas para recuperar sus tierras.
Bajo las joyas y las plumas, Xho era poco más que un mendigo de noble cuna. Robert podría haber puesto fin a sus fastidiosas peticiones con una negativa firme, pero al imbécil borracho de su marido lo había atraído la idea de conquistar las Islas del Verano. Sin duda soñaba con mozas de piel oscura, desnudas bajo las capas de plumas y con los pezones negros como el carbón. Así que, en vez de «no», Robert siempre le decía a Xho «el año que viene», aunque el año siguiente no llegaba jamás.
—No sabría deciros si suplica, Alteza —respondió Ser Osmund—. Osney dice que les está enseñando la lengua del verano. A Osney no, a la Rei... a la potrilla y a sus primas.
—Un caballo que hablara la lengua del verano causaría sensación —replicó la Reina en tono seco—. Decidle a vuestro hermano que tenga siempre las espuelas a punto. Pronto encontraré la manera de que monte a la potrilla, podéis estar seguro.
—Se lo diré, Alteza. Está deseándolo, no creáis que no. La potrilla es muy hermosa.
«A la que desea es a mí, imbécil —pensó la Reina—. Lo único que quiere de Margaery es el título de señor que le espera entre sus piernas. —Sentía afecto por Osmund, pero a veces le parecía tan estúpido como Robert—. Espero que tenga la espada más aguda que el ingenio. Puede que llegue un día en que Tommen la necesite.»
Pasaban bajo la sombra de los restos de la Torre de la Mano cuando les llegó a los oídos un sonido de vítores y aplausos. En el otro extremo del patio, algún escudero había embestido contra el estafermo y lo había hecho girar. Las que más aplaudían eran Margaery Tyrell y sus gallinas.
«Cuánto escándalo por tan poca cosa. Ni que el crío hubiera ganado un torneo.» Entonces se sobresaltó al descubrir que el jinete del corcel era Tommen, vestido con una armadura dorada.
A la Reina no le quedó más remedio que exhibir una sonrisa e ir a ver a su hijo. Llegó junto a él mientras el Caballero de las Flores lo ayudaba a desmontar. El niño estaba jadeante de emoción.
—¿Habéis visto? —le preguntaba a todo el mundo—. Lo he hecho como me ha dicho Ser Loras. ¿Habéis visto, Ser Osney?
—Por supuesto —le aseguró Osney Kettleblack—. Todo un espectáculo.
—Montáis mejor que yo, señor —aportó Ser Dermot.
—Hasta he roto la lanza. ¿Habéis oído, Ser Loras?
—Un crujido retumbante como un trueno. —Ser Loras se sujetaba la capa blanca por el hombro con un broche en forma de rosa de jade y oro, y el viento le agitaba los rizos castaños—. Vuestro corcel es espléndido, pero con una vez no es suficiente. Tenéis que repetirlo mañana. Tenéis que montar todos los días hasta que todos los golpes que lancéis den en el blanco; hasta que la lanza forme parte de vuestro brazo.
—Eso haré.
—Habéis estado glorioso. —Margaery se dejó caer sobre una rodilla, besó al Rey en la mejilla y lo rodeó con un brazo—. Ten cuidado, hermano —le advirtió a Loras—. Me parece que dentro de unos pocos años, mi galante esposo te derribará del caballo.
Sus tres primas se mostraron de acuerdo, y la estúpida mocosa Bulwer empezó a dar saltitos y a canturrear.
—Tommen será el campeón, el campeón, el campeón...
—Cuando sea mayor —dijo Cersei.
Sus sonrisas se marchitaron como rosas acariciadas por la escarcha. La vieja septa, con su cara picada de viruelas, fue la primera en arrodillarse. Los demás la imitaron, con excepción de la pequeña reina y su hermano.
Tommen no pareció darse cuenta de que el ambiente se había tornado gélido.
—¿Me has visto, madre? —barboteó, feliz—. He roto la lanza contra el escudo, ¡y el saco no me ha dado!
—Te estaba mirando desde el otro lado del patio. Lo has hecho muy bien, Tommen. No esperaba menos de ti: llevas las justas en la sangre. Algún día ganarás todas las lizas, como hacía tu padre.
—No habrá hombre capaz de enfrentarse a él. —Margaery Tyrell le dedicó una sonrisa tímida a la Reina—. Pero no tenía idea de que el rey Robert fuera tan hábil en las justas. Decidnos, Alteza, ¿qué torneos ganó? ¿A qué grandes caballeros descabalgó? Seguro que al Rey le gustaría oír hablar de las victorias de su padre.
Cersei notó que le ascendía el rubor. La muchacha la había atrapado. En realidad, Robert Baratheon había sido un justador mediocre. En los torneos prefería con mucho los combates cuerpo a cuerpo, en los que podía golpear a diestro y siniestro con una maza o con un hacha roma. Ella estaba pensando en Jaime.
«No es propio de mí distraerme de esa manera.»
—Robert ganó el torneo del Tridente —tuvo que decir—. Derribó al príncipe Rhaegar y me eligió reina del amor y la belleza. Me sorprende que no conocieras esa historia, nuera. —No le dio tiempo a Margaery para replicar—. Ser Osmund, tened la amabilidad de ayudar a mi hijo a quitarse la armadura. Ser Loras, acompañadme; quiero hablar con vos.
Al Caballero de las Flores no le quedó más remedio que seguirla como el perrito que era. Cersei esperó a llegar a los peldaños antes de hablarle.
—Decidme, ¿de quién ha sido la idea?
—De mi hermana —reconoció—. Ser Tallad, Ser Dermot y Ser Portifer se estaban entrenando, y la Reina le sugirió a Su Alteza que probara suerte.
«La llama así para irritarme.»
—Y vos, ¿qué habéis hecho?
—He ayudado a Su Alteza a ponerse la armadura y lo he enseñado a sostener la lanza —respondió.
—Ese caballo era demasiado grande para él. ¿Y si se hubiera caído? ¿Y si el saco de arena le hubiera abierto la cabeza?
—Las magulladuras y los labios partidos forman parte del proceso de convertirse en caballero.
—Ahora empiezo a entender por qué está tullido vuestro hermano. —El muchacho le dio la satisfacción de ver como se le borraba la bonita sonrisa de la cara al oír aquello—. Tal vez mi hermano no os haya explicado bien cuáles son vuestros deberes, ser. Estáis aquí para proteger a mi hijo de sus enemigos. Entrenarlo es asunto de su maestro de armas.
—La Fortaleza Roja no tiene maestro de armas desde que asesinaron a Aron Santagar —le dijo Ser Loras con un atisbo de reproche en su voz—. Su Alteza tiene casi nueve años y está deseoso de aprender. A su edad ya debería ser escudero; alguien lo tiene que instruir.
«Alguien lo instruirá, pero no serás tú.»
—Decidme, ser, ¿a quién servisteis como escudero? —le preguntó con dulzura—. A Lord Renly, ¿verdad?
—Tuve ese honor, sí.
—Ya, lo que pensaba. —Cersei había visto cómo se estrechaban los lazos entre los escuderos y los caballeros a los que servían. No quería que Tommen se sintiera próximo a Loras Tyrell. El Caballero de las Flores no era el tipo de hombre al que un niño debía imitar—. He sido negligente. Entre gobernar un reino, luchar en una guerra y llorar a mi padre, he pasado por alto el crucial asunto de nombrar a un nuevo maestro de armas. Enseguida rectificaré ese error.
Ser Loras se apartó de la frente un mechón de pelo rizado.
—Su Alteza no encontrará a nadie ni la mitad de hábil que yo con la espada y la lanza.
«Somos modestos, ¿eh?»
—Tommen es vuestro rey, no vuestro escudero. Tenéis el deber de luchar por él y, si es necesario, morir por él. Nada más.
Lo dejó en el puente levadizo que cruzaba el foso seco con su lecho de púas de hierro, y entró a solas en el Torreón de Maegor.
«¿De dónde voy a sacar un maestro de armas? —se preguntó mientras subía a sus habitaciones. Tras rechazar a Ser Loras no se atrevía a elegir a ningún caballero de la Guardia Real. Sería como hurgar en la herida; sólo serviría para enfurecer a Altojardín. «¿Ser Tallad? ¿Ser Dermot? Tiene que haber alguien apto—. Tommen le había cogido cariño a su nuevo escudo juramentado, pero Osney estaba resultando menos eficaz de lo que ella había esperado en el asunto de la doncella Margaery, y tenía otros planes para su hermano Osfryd. Era una lástima que el Perro hubiera cogido la rabia. Tommen siempre había tenido miedo de la voz destemplada y el rostro quemado de Sandor Clegane, y su desdén habría sido el antídoto ideal contra la caballerosidad bobalicona de Loras Tyrell.
«Aron Santagar era dorniense —recordó Cersei—. Podría buscar a alguien en Dorne. —Entre Lanza del Sol y Altojardín se interponían siglos de sangre y guerras—. Sí, un dorniense se adecuaría de maravilla a mis necesidades. Tiene que haber buenas espadas en Dorne.»
Al entrar en sus habitaciones, Cersei se encontró a Lord Qyburn sentado junto a la ventana, leyendo.
—Si a Vuestra Alteza no le molesta, traigo unos informes.
—¿Más conjuras y traiciones? He tenido un día largo y agotador. Daos prisa.
—Como queráis. —El hombre le dedicó una sonrisa comprensiva—. Se dice que el arconte de Tyrosh ha propuesto una serie de condiciones a Lys para poner fin a la actual guerra de comercio. Hay rumores de que Myr estaba a punto de entrar en la guerra aliándose a los tyroshis, pero sin la Compañía Dorada, los myrienses no creen qué...
—Me da igual lo que crean los myrienses. Las Ciudades Libres siempre están luchando entre ellas; sus traiciones y alianzas no tienen relevancia para Poniente. ¿Traéis alguna noticia más importante?
—Al parecer, la revuelta de esclavos de Astapor se ha extendido a Meereen. Los marineros de una docena de barcos hablan de dragones...
—Arpías. Lo de Meereen son arpías. —Aquello le sonaba de algo. Meereen estaba al otro lado del mundo, al este, más allá de Valyria—. Que los esclavos se rebelen, ¿a nosotros qué nos importa? En Poniente no tenemos esclavos. ¿Eso es todo lo que me traéis?
—Hay una noticia de Dorne que tal vez le parezca más interesante a Vuestra Alteza. El príncipe Doran ha encerrado a Ser Daemon Arena, el bastardo que fue escudero de la Víbora Roja.
—Lo recuerdo. —Ser Daemon había sido uno de los caballeros dornienses que acompañaron al príncipe Oberyn a Desembarco del Rey—. ¿Por qué motivo?
—Exigió que liberase a las hijas del príncipe Oberyn.
—Qué imbécil.
—Otra cosa —continuó Lord Qyburn—: Nuestros amigos de Dorne nos informan de que la hija del Caballero de Bosquepinto se prometió de manera inesperada con Lord Estermont. La misma noche del compromiso la enviaron a Piedraverde, y se dice que ya se han casado.
—Tal vez tenga un bastardo en la barriga; eso lo explicaría todo. —Cersei se puso a juguetear con un mechón de cabello—. ¿Cuántos años tiene la cándida novia?
—Veintitrés, Alteza. Mientras que Lord Estermont...
—Debe de andar por los setenta. Ya lo sé.
Los Estermont eran sus parientes políticos; el padre de Robert se había casado con una de ellos en lo que sin duda fue un ataque de lujuria o de locura. Cuando Cersei se casó con el Rey, la señora madre de Robert llevaba años muerta, y aun así, sus dos hermanos se presentaron en la boda y se quedaron medio año. Más adelante, Robert se empecinó en devolverles el detalle con una visita a Estermont, una islita montañosa cercana al cabo de la Ira. Las dos espantosas semanas de humedad que pasó Cersei en Piedraverde, asentamiento de la Casa Estermont, fueron las más largas de su hasta entonces breve vida. Nada más verlo, Jaime cambió el nombre del castillo por Mierdaverde, y ella no tardó en imitarlo. Se pasó los días viendo como su regio esposo cazaba, practicaba la cetrería y bebía con sus tíos, y dejaba inconscientes con la maza a unos cuantos de sus primos en el patio de Mierdaverde.
También tenía una prima, una viuda menuda y regordeta con las tetas como sandías, que había perdido a su padre y a su marido durante el asedio de Bastión de Tormentas.
—Su padre se portó bien conmigo —le dijo Robert—, y ella y yo jugábamos juntos de pequeños.
No tardó mucho en volver a jugar con ella. En cuanto Cersei cerraba los ojos, el Rey se escabullía para consolar a la pobre mujer solitaria. Una noche le pidió a Jaime que lo siguiera para confirmar sus sospechas. Cuando regresó, su hermano le preguntó si quería ver muerto a Robert.
—No —había contestado ella—, quiero verlo con cuernos.
Le gustaba pensar que aquella fue la noche en que concibió a Joffrey.
—Eldon Estermont se ha casado con una mujer cincuenta años menor que él —le dijo a Qyburn—. ¿Y eso por qué tiene que preocuparme?
Él se encogió de hombros.
—No digo que os preocupéis... Pero tanto Daemon Arena como esa Santagar estaban muy unidos a Arianne, la hija del príncipe Doran, o eso nos dicen los dornienses. Puede que no tenga ninguna importancia, pero pensé que Vuestra Alteza debía saberlo.
—Pues ya lo sé. —Empezaba a perder la paciencia—. ¿Algo más?
—Sólo una cosa. Un asunto insignificante.
Le dedicó una sonrisa de disculpa y le habló de un espectáculo de marionetas que se había hecho muy famoso entre los habitantes de la ciudad: una representación en la que el reino de las bestias estaba gobernado por leones arrogantes y orgullosos.
—A medida que avanza esta ultrajante historia —continuó—, los cachorros de león se hacen más vanidosos y codiciosos, hasta que empiezan a devorar a sus súbditos. Cuando el noble venado protesta, los leones lo devoran también, y rugen que están en su derecho porque son las bestias más poderosas.
—¿Y así termina? —preguntó Cersei, divertida. Bien mirado, hasta podía ser una buena lección.
—No, Alteza. Al final sale un dragón de un huevo y devora a todos los leones.
Aquel remate hacía que el espectáculo de marionetas pasara de ser una simple insolencia a un acto de traición.
—Imbéciles descerebrados. Hay que ser cretino para arriesgar la cabeza por un dragón de madera. —Meditó un instante—. Que vuestros informantes vayan a esos espectáculos y se fijen en los asistentes. Si alguno de ellos es una persona de importancia, quiero su nombre.
—¿Puedo preguntaros qué haréis con ellos?
—A los adinerados los multaremos. La mitad de sus riquezas bastará para enseñarles una buena lección y volver a llenar nuestras arcas sin llegar a arruinarlos. Los pobres pueden perder un ojo por presenciar esa traición. Para los titiriteros, el hacha.
—Son cuatro. Tal vez Vuestra Alteza me permita quedarme con dos para mis asuntos. A ser posible una mujer...
—Ya os entregué a Senelle —replicó la Reina en tono brusco.
—Por desgracia la pobre chiquilla está casi... agotada.
A Cersei no le gustaba pensar en aquel tema. La muchacha había acudido a ella desprevenida, pensando que iba a servirle el vino. Ni siquiera pareció comprender la situación cuando Qyburn le puso la cadena en torno a la muñeca. El recuerdo aún le daba nauseas.
«Las celdas eran muy frías; hasta las antorchas temblaban. Y esa cosa horrible gritando en la oscuridad...»
—Sí, quedaos con una mujer. Con dos, si queréis. Pero antes, los nombres.
—Como ordenéis. —Qyburn se retiró.
En el exterior, el sol empezaba a ponerse. Dorcas le había preparado la bañera. La Reina estaba relajándose en el agua caliente, pensando qué les diría a sus invitados durante la cena, cuando Jaime irrumpió en la estancia y les ordenó a Jocelyn y a Dorcas que salieran. Su hermano distaba mucho de ir inmaculado y apestaba a caballo. Tommen iba con él.
—Querida hermana —dijo—, el Rey quiere hablar contigo.
Los bucles dorados de Cersei flotaban en el agua de la bañera. La estancia estaba llena de vapor. Una gota de sudor le corrió por la mejilla.
—¿Tommen? —dijo con voz peligrosamente dulce—. ¿Qué pasa ahora?
El niño conocía aquel tono, y se encogió.
—Su Alteza quiere su corcel blanco mañana —dijo Jaime—. Para la lección de justas.
Cersei se sentó en la bañera.
—No habrá justas.
—Sí que habrá. —Tommen proyectó hacia delante el labio inferior—. Quiero montar todos los días.
—Y así será —replicó la Reina—. En cuanto tengamos un maestro de armas como es debido para supervisar tu entrenamiento.
—No quiero un maestro de armas como es debido. ¡Quiero a Ser Loras!
—Tienes un concepto demasiado elevado de ese chico. Tu pequeña esposa te ha llenado la cabeza de tonterías relativas a él, ya lo sé, pero Osmund Kettleblack es tres veces mejor caballero que Loras.
Jaime se echó a reír.
—No será el Osmund Kettleblack que yo conozco.
De buena gana lo habría estrangulado.
«Puede que tenga que ordenar a Ser Loras que se deje derribar del caballo por Ser Osmund. Eso le quitaría la venda de los ojos a Tommen. Échale sal a una babosa y humilla a un héroe, los dos se encogen igual.»
—Voy a traer a un dorniense para que te entrene —le dijo—. Los dornienses son los mejores justadores del reino.
—No es verdad —replicó Tommen—. Y me da igual, no quiero a ningún dorniense, ¡quiero a Ser Loras! ¡Lo ordeno!
Jaime se echó a reír.
«No me ayuda en nada. ¿Es que le hace gracia?» La Reina golpeó el agua, airada.
—¿Tengo que hacer venir a Pate? A mí no me das órdenes, ¡soy tu madre!
—Sí, pero yo soy el rey. Margaery dice que todo el mundo tiene que hacer lo que el rey mande. Quiero mi corcel blanco ensillado mañana, para que Ser Loras me enseñe a justar. También quiero un gatito, y no quiero comer remolachas. —Se cruzó de brazos.
Jaime no paraba de reír. La Reina no le hizo caso.
—Ven aquí, Tommen. —El niño no se movió. Cersei suspiró—. ¿Tienes miedo? Un rey no debe mostrar temor. —Se acercó a la bañera sin atreverse a levantar la vista. Ella sacó la mano del agua y le acarició los rizos dorados—. Rey o no, sólo eres un niño. Yo gobernaré hasta que seas mayor de edad. Aprenderás a justar, te lo prometo, pero no de Loras. Los caballeros de la Guardia Real tienen obligaciones más importantes que jugar con un niño. Pregúntale al Lord Comandante. ¿No es verdad, ser?
—Obligaciones de lo más importante. —Jaime sonrió con los labios apretados—. Cabalgar por las murallas de la ciudad, por ejemplo.
Tommen parecía al borde de las lágrimas.
—Pero ¿puedo tener un gatito?
—Tal vez —concedió la Reina—. Pero no quiero oír ni una tontería más sobre las justas. ¿Me lo prometes?
El niño arrastró los pies por el suelo.
—Sí.
—Bien. Venga, márchate. Mis invitados no tardarán en llegar.
Tommen salió a toda prisa, pero en el último momento se volvió.
—Cuando sea rey del todo prohibiré las remolachas.
Su hermano cerró la puerta con el muñón.
—Tengo una duda, Alteza —dijo cuando estuvo a solas con Cersei—. ¿Estás borracha o es que eres idiota?
Cersei volvió a golpear el agua, y las salpicaduras llegaron hasta los pies de su hermano.
—Cuidado con lo que dices, ser, o...
—¿O qué? ¿O me enviarás a inspeccionar otra vez las murallas de la ciudad? —Jaime se sentó y cruzó las piernas—. Tus putas murallas están perfectamente. Las he recorrido palmo a palmo y he examinado las siete puertas. Las bisagras de la Puerta de Hierro están oxidadas, y hay que cambiar la Puerta del Rey y la Puerta del Lodazal: los arietes de Stannis las dejaron en muy mal estado. Las murallas son tan resistentes como siempre... Pero tal vez Vuestra Alteza haya olvidado que nuestros amigos de Altojardín están en la parte de dentro.
—No he olvidado nada —replicó, pensando en cierta moneda de oro con el busto de un rey olvidado en la cara y una mano en la cruz.
«¿Cómo es posible que un miserable carcelero tuviera una moneda como esa escondida bajo el orinal? ¿Cómo pudo llegar oro de Altojardín a manos de alguien como Rugen?»
—Es la primera noticia que tengo de que vaya a haber un nuevo maestro de armas. Vas a tener que buscar mucho para dar con un justador mejor que Loras Tyrell. Ser Loras es...
—Ya sé qué es, y no quiero verlo cerca de mi hijo. Más vale que le recuerdes cuáles son sus obligaciones. —El agua de la bañera se le estaba enfriando.
—Sabe cuáles son sus obligaciones, maneja la lanza mejor que...
—Tú la manejabas mejor que él antes de perder la mano. Y Ser Barristan, cuando era joven. Arthur Dayne era mejor, y el príncipe Rhaegar estaba a su altura. No me vengas con tonterías de lo fiera que es la flor. No es más que un niño.
Estaba harta de que Jaime le llevara la contraria. Nadie le había llevado la contraria a su señor padre. Cuando Tywin Lannister hablaba, todos obedecían. En cambio, cuando Cersei hablaba, se creían con derecho a darle consejos, contradecirla e incluso negarse.
«Todo porque soy una mujer, porque no puedo derrotarlos con una espada. Le tenían más respeto a Robert que a mí, y Robert era un imbécil descerebrado.» No se lo pensaba tolerar, y a Jaime menos que a nadie. «Tengo que librarme de él cuanto antes.» Hubo un tiempo en que soñó con que los dos gobernarían juntos los Siete Reinos, pero su hermano se había convertido en un estorbo más que en una ayuda.
Cersei se levantó de la bañera. El agua le chorreaba del pelo y le corría por los muslos.
—Cuando quiera tu consejo te lo pediré. Vete, ser. He de vestirme.
—Tienes invitados, ya. ¿De qué conspiración se trata esta vez? Hay tantas que les pierdo la pista.
Su mirada se demoró en las perlas de agua que le brillaban en el vello dorado, entre las piernas.
«Aún me desea.»
—¿Añoras lo que has perdido, hermano?
Jaime alzó la vista.
—Yo también te quiero, hermana, pero eres estúpida. Una preciosa estúpida dorada.
Aquello la hirió.
«En Piedraverde, la noche en que pusiste a Joff en mi interior, me decías cosas más bonitas», pensó.
—Fuera de aquí. —Le dio la espalda y lo oyó forcejear con el muñón para abrir la puerta.
Jocelyn se aseguró de que todo estaba dispuesto para la cena, mientras Dorcas ayudaba a la Reina a ponerse una túnica nueva. Era de tiras de seda verde brillante alternadas con tiras de terciopelo negro, y un intrincado encaje negro de Myr en la parte superior del corpiño. El encaje de Myr era caro, pero la reina tenía que estar radiante en todas las ocasiones, y las condenadas lavanderas le habían encogido varias túnicas, con lo que ya no le quedaban bien. Las habría mandado azotar por su descuido, pero Taena le sugirió que fuera compasiva.
—El pueblo os apreciará más si sois bondadosa —le dijo, de modo que Cersei ordenó que les descontaran del salario el valor de las túnicas, una solución mucho más elegante.
Dorcas le puso un espejo de plata en la mano.
«Muy bien —pensó la Reina, sonriendo a su reflejo. Era delicioso prescindir del luto. El negro la hacía demasiado pálida—. Lástima que Lady Merryweather no venga a la cena». Había sido un día duro, y el ingenio de Taena siempre la animaba. Cersei no había tenido una amiga con la que disfrutara tanto desde los tiempos de Melara Hetherspoon, y Melara había resultado ser una intrigante codiciosa con aspiraciones muy superiores a sus posibilidades. «No debo pensar mal de ella. Está muerta y ahogada, y me enseñó que no debía confiar en nadie excepto en Jaime.»
Sus invitados ya habían empezado con el hidromiel cuando se reunió con ellos.
«Lady Falyse no sólo tiene cara de pez, sino que bebe como un pez» reflexionó al fijarse en la frasca medio vacía.
—Mi querida Falyse —exclamó antes de darle un beso en la mejilla—, y el valiente Ser Balman. Sentí mucho lo de vuestra querida madre. ¿Cómo está Lady Tanda?
Lady Falyse parecía a punto de llorar.
—Qué amable por parte de Vuestra Alteza. El maestre Frenken dice que se rompió la cadera en la caída. Hizo todo lo que pudo. Ahora sólo nos queda rezar, pero...
«Reza todo lo que quieras; estará muerta antes de que cambie la luna.» Las mujeres de la edad de Tanda Stokeworth no sobrevivían a una fractura de cadera.
—Uniré mis plegarias a las vuestras —dijo Cersei—. Lord Qyburn me ha dicho que Tanda se cayó del caballo.
—La cincha de la silla se rompió mientras cabalgaba —dijo Ser Balman Byrch—. El mozo de cuadra tendría que haberse dado cuenta de que estaba desgastada. Ha recibido su castigo.
—Duro, espero. —La Reina se sentó e indicó a sus invitados que hicieran lo mismo—. ¿Otra copa de hidromiel, Falyse? Me parece recordar que siempre os ha gustado.
—Vuestra Alteza es muy amable al acordarse.
«¿Cómo me voy a olvidar? —pensó Cersei—. Jaime decía que seguro que meabas eso.»
—¿Qué tal el viaje?
—Incómodo —se quejó Falyse—. Estuvo lloviendo la mayor parte del día. Teníamos intención de pasar la noche en Rosby, pero ese joven pupilo de Lord Gyles nos negó la hospitalidad. —Sorbió por la nariz—. Acordaos de lo que os digo: cuando muera Gyles, ese miserable se quedará con su oro. Hasta puede que trate de reclamar las tierras y el título de señor, aunque Rosby nos corresponde a nosotros por derecho si fallece Gyles. Mi señora madre era tía de su segunda esposa y prima tercera de Gyles.
«¿Cuál es vuestro blasón, mi señora? ¿Un cordero, o una especie de mono codicioso?», pensó Cersei.
—Lord Gyles lleva amenazando con morirse desde que lo conozco, pero todavía sigue entre nosotros, y espero que por muchos años. —Le dedicó una sonrisa encantadora—. Sus toses nos enterrarán a todos.
—Es lo más probable —asintió Ser Balman—. El pupilo de Rosby no fue el único en agraviarnos, Alteza. En el camino también nos tropezamos con unos rufianes. Iban sucios y andrajosos, con hachas y escudos de cuero. Algunos se habían cosido estrellas en los jubones, estrellas sagradas de siete puntas, pero incluso de esa guisa tenían pinta de malvados.
—Tenían piojos, estoy segura —aportó Falyse.
—Se hacen llamar gorriones —comentó Cersei—. Son una plaga. Nuestro nuevo Septón Supremo se encargará de ellos en cuanto lo coronemos. Si no, yo misma tomaré medidas.
—¿Han elegido ya a Su Altísima Santidad? —quiso saber Falyse.
—No —tuvo que reconocer la Reina—. Estaban a punto de elegir al septón Ollidor, pero unos cuantos de esos gorriones lo siguieron hasta un burdel y lo arrastraron desnudo a la calle. Ahora, Luceon es el candidato más probable, aunque nuestros amigos de la otra colina dicen que todavía le faltan unos cuantos votos.
—Que la Vieja guíe las deliberaciones con su lámpara dorada de sabiduría —dijo Lady Falyse, toda piadosa.
Ser Balman se revolvió en el asiento, inquieto.
—Alteza, hay un asunto algo escabroso, pero... No quiero que haya malentendidos entre nosotros. Tenéis que saber que ni mi señora esposa ni su madre tuvieron nada que ver con el nombre que le pusieron al bastardo. Lollys es muy simple, y su esposo tiene tendencia al humor negro. Le dije que escogiera un nombre más adecuado para el bebé... y se echó a reír.
La Reina bebió un trago de vino y lo miró con atención. En otros tiempos, Ser Balman había sido buen justador, además de uno de los caballeros más atractivos de los Siete Reinos. Todavía podía alardear de su bonito bigote; por lo demás, no había envejecido bien. Había perdido buena parte del pelo rubio ondulado, mientras su barriga avanzaba inexorable contra el jubón. «Como títere deja mucho que desear —reflexionó—. Aun así, me servirá.»
—Tyrion era nombre de rey antes de que llegaran los dragones. El Gnomo lo ha ensuciado, pero tal vez ese niño le devuelva el honor. —«Si es que el bastardo vive lo suficiente»—. Sé que no sois culpables. Lady Tanda es la hermana que nunca tuve, y vos... —Se le quebró la voz—. P-perdonadme. Vivo atemorizada.
Falyse abrió y cerró la boca, con lo que se incrementó su parecido con un pez.
—¿Cómo? ¿Atemorizada, Alteza?
—No he podido dormir una noche entera desde la muerte de Joffrey. —Cersei llenó las copas de hidromiel—. Amigos míos... Porque sois mis amigos, ¿verdad? ¿Y del rey Tommen?
—Ese muchachito encantador —declaró Ser Balman—. Alteza, el lema de la Casa Stokeworth es Orgullosos de Ser Leales.
—Ojalá hubiera más como vos, mi buen ser. Si he de deciros la verdad, tengo serias dudas sobre Ser Bronn del Aguasnegras.
Marido y mujer intercambiaron una mirada.
—Ese hombre es un insolente, Alteza —dijo Falyse—. Grosero y malhablado.
—No es un verdadero caballero —dijo Ser Balman.
—No. —Cersei le dedicó su sonrisa más deslumbrante—. Vos sí que sabéis de caballerosidad. Recuerdo haberos visto justar en... ¿Qué torneo fue aquel en el que luchasteis de manera tan sobresaliente, ser?
—¿Aquello del Valle Oscuro, de hace seis años? —preguntó con una sonrisa modesta—. No, no estabais allí; de lo contrario os habrían coronado reina del amor y la belleza, sin duda. ¿Fue en el torneo de Lannisport, después de la Rebelión de Greyjoy? Allí desmonté a más de un buen caballero...
—A ese me refería. —Adoptó una expresión sombría—. El Gnomo desapareció la noche en que murió mi padre, dejando a dos honrados carceleros tendidos en un charco de sangre. Hay quien dice que ha huido por el mar Angosto, pero yo no estoy segura. El enano es astuto. Puede que esté al acecho, cerca de aquí, planeando más crímenes. Tal vez lo esconda algún amigo.
—¿Bronn? —Ser Balman se acarició el poblado bigote.
—Siempre fue leal al Gnomo. Sólo el Desconocido sabe a cuántos hombres ha enviado al infierno por orden de Tyrion.
—Alteza, si el enano hubiera estado acechando por nuestras tierras, me habría dado cuenta —señaló Ser Balman.
—Mi hermano es pequeño. Tiene un talento natural para acechar. —Cersei hizo que le temblara la mano—. Lo del nombre del niño es poca cosa, pero la insolencia que queda sin castigo alimenta la rebeldía. Y por lo que me dice Qyburn, ese Bronn está reuniendo mercenarios.
—Ahora tiene cuatro caballeros en su casa —dijo Falyse.
Ser Balman soltó un bufido.
—Mi querida esposa los sobrevalora, ¡caballeros, dice! Son mercenarios con ínfulas, y entre los cuatro no juntan ni un ápice de caballerosidad.
—Es lo que me temía. Bronn está reuniendo espadas para el enano. Que los Siete protejan a mi hijito... El Gnomo lo matará, igual que mató a su hermano. —Dejó escapar un sollozo—. Amigos míos, pongo mi honor en vuestras manos. Pero ¿qué es el honor de una reina comparado con las lágrimas de una madre?
—Hablad con libertad, Alteza —le aseguró Ser Balman—. Nada saldrá de esta habitación.
Cersei extendió el brazo y le apretó la mano.
—Pues... Dormiría mucho más tranquila por las noches si me enterase de que Ser Bronn ha sufrido un... Un desdichado accidente... Tal vez mientras cazaba.
Ser Balman meditó un instante.
—¿Un accidente mortal?
«No, imbécil, quiero que le rompas el meñique del pie. —Tuvo que morderse el labio—. Mis enemigos están por todas partes y mis amigos son idiotas.»
—Os lo suplico, ser —susurró—, no me hagáis decirlo...
—Comprendo. —Ser Balman alzó un dedo.
«Una bellota lo habría cogido más deprisa.»
—Sois un verdadero caballero, ser. La respuesta a las oraciones de una madre asustada. —Cersei le dio un beso—. Hacedlo pronto, por favor. Ahora mismo, Bronn sólo tiene cuatro hombres, pero reunirá más si no intervenimos. —Besó también a Falyse—. No olvidaré esto, amigos míos. Mis verdaderos amigos de Stokeworth. Orgullosos de Ser Leales. Tenéis mi palabra: cuando acabe esto le buscaremos un marido mejor a Lollys. —«Tal vez un Kettleblack»—. Un Lannister siempre paga sus deudas.
El resto fue todo hidromiel y remolachas con mantequilla, pan recién horneado, lucio rebozado con especias y costillas de jabalí. Cersei se había aficionado mucho al jabalí desde la muerte de Robert. Ni siquiera le molestó la compañía, aunque Falyse sonreía como una imbécil y Balman rebañó todos los platos, de la sopa al postre. Hasta pasada la medianoche no consiguió librarse de ellos. Ser Balman sugirió que pidieran otra frasca, y a la Reina no le pareció prudente negarse.
«Con lo que me han costado en hidromiel, podría haber contratado a un Hombre sin Rostro para que matara a Bronn», reflexionó cuando por fin se marcharon.
A aquellas horas, su hijo ya estaría profundamente dormido, pero Cersei fue a verlo antes de irse a la cama. Se sorprendió al ver tres gatitos negros acurrucados junto a él.
—¿De dónde han salido? —le preguntó a Ser Meryn Trant ante la puerta del dormitorio real.
—Se los regaló la pequeña reina. Sólo iba a quedarse uno, pero no se decidió: no sabía cuál le gustaba más.
«En fin, es mejor que sacárselos a su madre de la tripa con un puñal.» Los torpes intentos de seducción de Margaery eran tan obvios que daban risa. «Tommen es demasiado pequeño para los besos, así que le da gatitos.» Cersei habría preferido que no fueran negros. Los gatos negros daban mala suerte, tal como había descubierto la hijita de Rhaegar en aquel mismo castillo. «Habría sido mi hija si el Rey Loco no le hubiera gastado aquella broma cruel a mi padre.» Tuvo que ser la locura lo que llevó a Aerys a rechazar a la hija de Lord Tywin y quedarse con su hijo en su lugar, y además casar a su propio hijo con una débil princesa dorniense de ojos negros y pecho plano.
Pese a los años transcurridos, el recuerdo del rechazo la seguía irritando. Más de una noche había observado al príncipe Rhaegar en la sala, tocando el arpa de cuerdas plateadas con aquellos dedos tan largos y elegantes. ¿Habría hombre más hermoso?
«Pero era más que un hombre. Su sangre era la sangre de la antigua Valyria, la sangre de los dioses y los dragones.» Cuando apenas era una niña, su padre le había prometido que se casaría con Rhaegar. Ella no tendría más de seis o siete años.
—No se lo digas a nadie, pequeña —le dijo con aquella sonrisa secreta que sólo Cersei llegaba a ver—. Guarda silencio hasta que Su Alteza acceda al compromiso. Por ahora será nuestro secreto.
Y así había sido, aunque en cierta ocasión se dibujó a sí misma montada en un dragón, detrás de Rhaegar, con los brazos en torno a su pecho. Cuando Jaime vio el dibujo le dijo que representaba a la reina Alysanne y el rey Jaehaerys.
Tenía diez años cuando por fin vio al príncipe en persona, en el torneo que ofreció su señor padre para darle la bienvenida al Oeste al rey Aerys. Se habían erigido gradas para los espectadores ante los muros de Lannisport, y las aclamaciones de sus habitantes retumbaban como un trueno en Roca Casterly.
«Aplaudieron a mi padre el doble que al Rey —recordó la Reina—, pero sólo la mitad de lo que aplaudieron al príncipe Rhaegar.»
A sus diecisiete años, recién armado caballero, Rhaegar Targaryen lucía una coraza negra por encima de la cota de malla dorada cuando entró en las lizas. Largos gallardetes de seda roja, dorada y anaranjada colgaban de su yelmo y ondeaban como llamas. Dos tíos de Cersei cayeron ante su lanza, al igual que una docena de los mejores justadores de su padre, la flor y nata del Oeste. De noche, el príncipe tocaba su arpa plateada y la hacía llorar. Cuando se lo presentaron, Cersei estuvo a punto de ahogarse en la profundidad de sus tristes ojos color violeta.
«Le han hecho daño —recordó haber pensado—, pero cuando estemos casados, yo aliviaré su dolor. —Comparado con Rhaegar, hasta el apuesto Jaime parecía un crío inexperto—. El príncipe va a ser mi esposo —había pensado, ebria de emoción—, y cuando muera el viejo rey, yo seré la reina.» Su tía se lo había dicho antes del torneo.
—Tienes que estar más bonita que nunca —le dijo Lady Genna al tiempo que le colocaba bien el vestido—, porque en el último banquete se anunciará tu compromiso con el príncipe Rhaegar.
¡Qué feliz había sido aquel día! De lo contrario no se habría atrevido a visitar la carpa de Maggy la Rana. Sólo lo hizo para demostrarles a Jeyne y a Melara que las leonas no tenían miedo de nada.
«Iba a ser reina. ¿Qué podía temer una reina de una vieja repulsiva?» El recuerdo de la profecía todavía le erizaba el vello, y eso que había transcurrido toda una vida. «Jeyne salió de la carpa corriendo y llorando —recordó—, pero Melara se quedó, y yo también. Le dejamos probar nuestra sangre y nos reímos de sus tontas profecías. Nada de lo que decía tenía sentido.» Dijera lo que dijera la vieja, ella iba a ser la esposa del príncipe Rhaegar. Su padre se lo había prometido, y la palabra de Tywin Lannister valía tanto como el oro.
Sus risas murieron al final del torneo. No hubo banquete final, ni brindis para celebrar su compromiso con el príncipe Rhaegar; sólo silencios fríos y miradas gélidas entre el Rey y su padre. Más tarde, cuando Aerys y su hijo partieron con todos sus galantes caballeros hacia Desembarco del Rey, la niña acudió a su tía deshecha en lágrimas, sin entender nada.
—Vuestro padre propuso el enlace —le dijo Lady Genna—, pero Aerys se negó: «Eres mi mejor sirviente, Tywin, pero nadie casa a su heredero con la hija de su sirviente», le dijo el Rey. Sécate esas lágrimas, pequeña. ¿Alguna vez has visto llorar a un león? Tu padre te buscará otro hombre, y será mejor que Rhaegar.
Pero su tía le mintió, y su padre le había fallado, igual que Jaime le fallaba entonces.
«Mi padre no me buscó un hombre mejor. Me entregó a Robert, y la maldición de Maggy desplegó sus pétalos como una flor envenenada. —Si se hubiera casado con Rhaegar, como era intención de los dioses, él ni siquiera se habría fijado en la loba—. De lo contrario, hoy Rhaegar sería nuestro rey, y yo, su reina, la madre de sus hijos.»
Nunca había perdonado a Robert por matarlo.
Porque, por supuesto, a los leones no se les daba bien perdonar. Como descubriría muy pronto Ser Bronn del Aguasnegras.

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