28 de febrero de 2008

28 - Cersei

CERSEI

El ascenso hasta la cima de la colina de Visenya fue lento. Mientras los caballos se esforzaban en la subida, la Reina se recostó contra un mullido cojín rojo. Fuera se oía la voz de Ser Osmund Kettleblack.
—¡Abrid paso! ¡Despejad la calle! ¡Abrid paso a Su Alteza la Reina!
—Margaery tiene una cohorte muy animada —iba diciéndole Lady Merryweather—. Hay malabaristas, cómicos, poetas, titiriteros...
—¿Y bardos? —quiso saber Cersei.
—En abundancia, Alteza. Hamish el Arpista toca para ella cada dos semanas, y a veces Alaric de Eysen nos entretiene en las veladas, pero su favorito es el Bardo Azul.
Cersei lo recordaba de la boda de Tommen.
«Joven; joven y atractivo. Tal vez ahí haya algo.»
—Tengo entendido que también hay otros hombres. Caballeros y cortesanos. Admiradores. Decidme la verdad, mi señora, ¿creéis que Margaery sigue siendo doncella?
—Ella dice que sí, Alteza.
—Ya lo sé. ¿Y qué decís vos?
Los ojos negros de Taena tenían un brillo travieso.
—Cuando se casó con Lord Renly en Altojardín, ayudé a quitarle la túnica para el encamamiento. Su señoría era un hombre de cuerpo bello y lleno de deseo; saltaba a la vista cuando lo metimos en la cámara nupcial, donde su esposa lo aguardaba desnuda como el día de su nombre, toda ruborizada bajo las colchas. Ser Loras la había llevado arriba en persona. Margaery puede decir que el matrimonio no llegó a consumarse, que Lord Renly había bebido demasiado en el banquete de bodas, pero os aseguro que, la última vez que lo vi, lo que tenía entre las piernas no estaba precisamente mustio.
—¿Visteis por casualidad el lecho nupcial a la mañana siguiente? —preguntó Cersei—. ¿La chica había sangrado?
—No se mostraron las sábanas, Alteza.
«Lástima.» Pero la ausencia de sangre, por sí sola, no demostraba nada. Había oído que las campesinas sangraban como puercas la noche de bodas, pero el caso de las doncellas de noble cuna, como Margaery Tyrell, era distinto. Se decía que era más habitual que la hija de un señor perdiera la virginidad a lomos de un caballo que en el lecho con su esposo, y Margaery llevaba montando desde que tuvo edad para caminar.
—Tengo entendido que la Reina cuenta con muchos admiradores entre los caballeros de nuestra Casa. Los gemelos Redwyne, Ser Tallad... Decidme, ¿alguien más?
Lady Merryweather se encogió de hombros.
—Ser Lambert, ese imbécil que se oculta un ojo sano con un parche. Bayard Norcross. Courtenay Greenhill. Los hermanos Woodwright; a veces, Portifer; Lucantine más a menudo. Ah, y el Gran Maestre Pycelle la visita con frecuencia.
—¿Pycelle? ¿De verdad? —¿Acaso el viejo gusano pensaba cambiar al león por la rosa? «Si es así, lo lamentará»—. ¿Quién más?
—El isleño del verano, con su capa de plumas. ¿Cómo me he podido olvidar de él, con esa piel más negra que la tinta? Hay otros que van para presentar sus respetos a sus primas. Elinor está prometida al joven Ambrose, pero le gusta coquetear, y Megga tiene un pretendiente nuevo cada dos semanas. En cierta ocasión besó a un pinche en la cocina. Me he enterado de que piensan casarla con el hermano de Lady Bulwer, pero, si Megga pudiera elegir, estoy segura de que preferiría a Mark Mullendore.
Cersei se echó a reír.
—¿El caballero mariposa que perdió el brazo en el Aguasnegras? ¿Para qué quiere medio hombre?
—Megga lo considera encantador. Le ha pedido a Lady Margaery que la ayude a buscar un mono para él.
—Un mono. —La Reina no supo qué decir. «Gorriones y monos. No cabe duda: el reino se está volviendo loco»—. ¿Qué hay de nuestro valeroso Ser Loras? ¿Visita a menudo a su hermana?
—Más que ningún otro. —Taena frunció el ceño, y se formó una línea entre sus ojos oscuros—. Va a verla todas las mañanas y todas las noches, a menos que eso interfiera en sus deberes. Su hermano la quiere con devoción, lo comparten todo con... Oh... —Durante un momento, la myriense casi pareció conmocionada. Luego, una amplia sonrisa se abrió camino en su rostro—. He tenido un pensamiento muy malvado, Alteza.
—Entonces, no lo digáis en voz alta. La colina está llena de gorriones y, como todos sabemos, los gorriones aborrecen la maldad.
—Por lo que se dice, también aborrecen el agua y el jabón, Alteza.
—Puede que el exceso de oraciones atrofie el olfato. Se lo preguntaré a Su Altísima Santidad.
Los cortinajes oscilaban adelante y atrás en oleadas de seda carmesí.
—Orton me ha dicho que el Septón Supremo no tiene nombre —dijo Lady Taena—. ¿Cómo es posible? En Myr todos tenemos nombre.
—Bueno, lo tuvo, como todos. —La Reina hizo un gesto con la mano para indicar que aquello carecía de importancia—. Hasta los septones de sangre noble utilizan solamente los nombres que se les asignan cuando hacen los votos, y quien asciende a Septón Supremo pierde también ese nombre. La Fe dicta que ya no necesita nombre humano, porque se ha convertido en la encarnación de los dioses.
—Entonces, ¿cómo se distingue a un Septón Supremo de otro?
—Con dificultad. Hay que decir «el gordo», o «el que había antes del gordo», o «el que murió mientras dormía». Siempre se les puede sonsacar el nombre con el que nacieron, pero no les gusta que los llamen por él. Les recuerda que llegaron al mundo como vulgares hombres, y eso no les agrada.
—Dice mi señor esposo que este nuevo nació con tierra debajo de las uñas.
—Lo mismo sospecho yo. Lo habitual es que los Máximos Devotos elijan a uno de los suyos, pero ha habido excepciones. —El Gran Maestre Pycelle le había narrado la historia con todo tedioso detalle—. Durante el reinado del rey Baelor el Santo se eligió Septón Supremo a un simple picapedrero. Trabajaba la piedra tan bien que Baelor decidió que era el Herrero en carne mortal. No sabía leer ni escribir, y era incapaz de recordar las oraciones más sencillas. Se dice que la Mano de Baelor lo envenenó para ahorrar tamaña vergüenza al reino. Tras su muerte, el elegido fue un niño de ocho años, otra vez por imposición del rey Baelor. Su Alteza declaró que el pequeño hacía milagros, aunque sus manitas sanadoras no pudieron curarlo tras su último ayuno.
Lady Merryweather dejó escapar una carcajada.
—¿Ocho años? Tal vez mi hijo pueda llegar a Septón Supremo. Tiene casi siete.
—¿Reza mucho? —inquirió la Reina.
—La verdad es que prefiere jugar con espadas.
—Entonces es un niño de verdad, sí. ¿Será capaz de recitar los nombres de los Siete?
—Supongo.
—En ese caso, lo tendré en cuenta.
Cersei no dudaba de que había muchos niños que honrarían la corona de cristal mejor que el imbécil al que habían decidido entregársela los Máximos Devotos.
«Eso pasa por dejar que los idiotas y los cobardes se gobiernen a sí mismos. La próxima vez seré yo quien elija a su amo.» Y la próxima vez no tardaría en llegar, si el nuevo Septón Supremo seguía molestándola. En aquellas cuestiones, la Mano de Baelor no podría darle muchas lecciones a Cersei.
—¡Despejad el camino! —gritaba Ser Osmund Kettleblack—. ¡Abrid paso a Su Alteza la Reina!
La litera empezó a detenerse, lo que sólo podía significar que estaban cerca de la cima de la colina.
—Deberíais traer a vuestro hijo a la corte —le dijo Cersei a Lady Merryweather—. Con seis años no es tan pequeño. Tommen tiene que estar con otros niños. ¿Por qué no el vuestro?
Que ella recordara, Joffrey no había tenido nunca amigos de su edad.
«El pobre estuvo siempre solo. Cuando era pequeña, yo tenía a Jaime... y a Melara, hasta que se cayó al pozo. —Joff se había encariñado con el Perro, claro, pero aquello no era amistad de verdad. Simplemente buscaba al padre que nunca encontró en Robert—. Una especie de hermano pequeño puede ser lo que necesita Tommen para alejarse de Margaery y sus gallinas.» Quizá con el tiempo se hicieran tan amigos como lo fueron Robert y Ned Stark. «Un imbécil, pero un imbécil leal. Tommen va a necesitar amigos leales que le guarden las espaldas.»
—Vuestra Alteza es muy amable, pero el único hogar que ha conocido Russell es Granmesa. Me temo que en una ciudad tan grande se sentiría perdido.
—Al principio —reconoció la Reina—, pero pronto se acostumbrará, como me pasó a mí. Cuando mi padre me envió a la corte, lloré mucho, y Jaime se enfureció, hasta que mi tía se sentó conmigo en el Jardín de Piedra y me dijo que en Desembarco del Rey no había nadie de quien debiera tener miedo.
—Sois una leona —respondió la otra mujer—; son las bestias inferiores las que deben temeros.
—Vuestro hijo también encontrará el valor. Sin duda os gustaría más tenerlo cerca, donde pudierais verlo a diario. Es vuestro único hijo, ¿verdad?
—Por ahora. Mi señor esposo ha rogado a los dioses para que nos bendigan con otro hijo, por si...
—Lo sé.
Pensó en Joffrey, llevándose las manos al cuello. En sus últimos momentos se había vuelto hacia ella en una súplica desesperada, y un recuerdo repentino había detenido un instante el corazón de Cersei: una gota de sangre roja siseando en la llama de una vela, una voz como el croar de una rana que hablaba de coronas y de mortajas, y de muerte a manos del valonqar.
En el exterior de la litera, Ser Osmund hablaba a gritos con alguien, que le respondía también a gritos. La litera se detuvo bruscamente.
—¿Qué os pasa? ¿Estáis todos muertos? —rugió Kettleblack—. ¡Apartaos del camino, joder!
La Reina levantó una esquina de la cortina y llamó a Ser Meryn Trant.
—¿Qué ocurre?
—Los gorriones, Alteza. —Ser Meryn llevaba una armadura de lamas blancas bajo la capa. El yelmo y el escudo le colgaban de la silla de montar—. Han acampado en mitad de la calle. Haremos que se aparten.
—Bien, pero con delicadeza. No quiero verme en medio de otra revuelta. —Cersei soltó la cortina—. Esto es absurdo.
—Cierto, Alteza —asintió Lady Merryweather—. Tendría que ser el Septón Supremo quien acudiera a vos. En cuando a esos condenados gorriones...
—Les da de comer, los mima y los bendice. Pero se niega a bendecir al Rey. —Sabía muy bien que la bendición era un rito vacuo, pero los ritos y ceremonias tenían mucho poder a los ojos de los ignorantes. El propio Aegon el Conquistador había fechado el comienzo de su reinado el día en que el Septón Supremo lo ungió en Antigua—. Ese condenado sacerdote me obedecerá, o descubrirá lo débil y humano que sigue siendo.
—Orton dice que lo que quiere en realidad es el oro, que no realizará la bendición hasta que la corona vuelva a hacer los pagos.
—La Fe tendrá su oro en cuanto nosotros tengamos paz.
El septón Torbert y el septón Raynard habían sido muy comprensivos... a diferencia de aquel condenado braavosi, que había acosado al pobre Lord Gyles de manera tan implacable que lo había hecho acabar en cama escupiendo sangre.
«Necesitábamos esos barcos.» No podía confiar en el Rejo para contar con una armada; los Redwyne estaban demasiado allegados a los Tyrell. Tenía que contar con una fuerza propia en el mar.
Se la proporcionarían los dromones que se estaban construyendo en el río. Su nave insignia iba a hundir en las aguas el doble de remos que la Martillo del Rey Robert. Aurane le había pedido permiso para llamarla Lord Tywin, y Cersei se lo concedió de buena gana. Se moría de ganas de oír a los hombres hablar de su padre en femenino. Otro barco llevaría por nombre Bella Cersei, y el mascarón de proa sería una talla suya chapada en oro, vestida con cota de malla y yelmo de león, con una lanza en la mano. Las seguirían la Valor de Joffrey, la Joanna y la Leona, además de la Reina Margaery, la Rosa Dorada, la Lord Renly, la Lady Olenna y la Princesa Myrcella. La Reina había cometido el error de decirle a Tommen que podía elegir el nombre de las cinco últimas. En realidad, él había insistido en llamar a una Chico Luna. Lord Aurane tuvo que señalarle que muchos hombres se negarían a servir a bordo de un barco que llevara nombre de bufón; al fin, el niño accedió a ponerle el nombre de su hermana.
—Si ese septón zarrapastroso piensa obligarme a comprar la bendición de Tommen, se va a enterar —le dijo a Taena. La Reina no tenía la menor intención de mostrarse servil ante un montón de sacerdotes.
La litera se detuvo otra vez, en aquella ocasión con tanta brusquedad que Cersei dio un salto.
—Esto es insoportable.
Se asomó una vez más, y vio que habían llegado a la cima de la Colina de Visenya. Más adelante se alzaba el Gran Septo de Baelor, con su magnífica cúpula y sus siete torres resplandecientes, pero entre sus escaleras de mármol y ellos se interponía un hosco mar de humanidad oscura, harapienta, sucia.
«Gorriones», supo en cuanto olfateó el aire, aunque jamás había habido un gorrión con semejante olor a rancio.
Cersei se quedó horrorizada. En los informes que le había llevado Qyburn ponía cuántos eran, pero oír hablar de ellos era una cosa, y verlos, otra completamente diferente. Había cientos acampados en la plaza, y más cientos en los jardines. Sus hogueras para cocinar impregnaban el aire de humo y hedor. Las tiendas de tela y las chozas de barro y restos de madera ensuciaban el mármol níveo. Divisó gorriones acurrucados hasta en las escaleras, bajo las torres imponentes del Gran Septo.
Ser Osmund se acercó a ella al trote. Junto a él cabalgaba Ser Osfryd, a lomos de un semental tan dorado como su capa. Osfryd era el mediano de los Kettleblack, más taciturno que sus hermanos, más dado a fruncir el ceño que a sonreír.
«Y si es verdad lo que se comenta, también es el más cruel. Tal vez debería enviarlo al Muro.»
El Gran Maestre Pycelle habría preferido poner al mando de los capas doradas a alguien de más edad, «más curtido en las artes de la guerra», y varios de sus consejeros se habían mostrado de acuerdo con él.
—Ser Osfryd está suficientemente curtido —les dijo ella, pero ni con eso consiguió que se callaran.
«Me ladran como una jauría de perros importunos.» Pycelle había agotado su paciencia. Llegó a tener la osadía de protestar ante su idea de buscar un maestro de armas en Dorne, con la excusa de que aquello podía ofender a los Tyrell.
—¿Y por qué creéis que lo hago? —le preguntó, burlona.
—Disculpad, Alteza —dijo Ser Osmund—, mi hermano está llamando a más capas doradas. Despejaremos el camino, no temáis.
—No tengo tiempo. Seguiré a pie.
—Por favor, Alteza. —Taena la cogió por el brazo—. Me dan miedo. Son muchos, son cientos, y están tan sucios...
Cersei le dio un beso en la mejilla.
—El león no tiene miedo del gorrión, pero sois muy amable al preocuparos por mí. Sé que me deseáis lo mejor, mi señora. Ser Osmund, tened la amabilidad de ayudarme a bajar. —«Si hubiera sabido que tendría que andar, me habría vestido de otra manera.» Llevaba una túnica blanca con bordados de hilo de oro, con encajes, pero modesta. Hacía años que no se la ponía, y la notaba incómodamente prieta por la cintura—. Ser Osmund, Ser Meryn, acompañadme. Ser Osfryd, vigilad mi litera.
Varios gorriones estaban tan flacos y demacrados que parecían capaces de comerse sus caballos.
Mientras avanzaba entre la multitud desharrapada, junto a sus hogueras para cocinar, los carromatos y los rudimentarios refugios, la Reina no pudo evitar acordarse de otra ocasión en que una muchedumbre se había congregado en aquella misma plaza. El día en que se casó con Robert Baratheon, miles de personas acudieron para aclamarlos. Todas las mujeres lucían sus mejores prendas; la mitad de los hombres llevaba niños a hombros. Cuando salió del septo de la mano del joven rey, el rugido de la multitud se habría podido oír en Lannisport.
—Les habéis caído en gracia, mi señora —le susurró Robert al oído—. Mirad, hay una sonrisa en cada rostro.
Durante un breve instante había sido feliz en su matrimonio... Hasta que su mirada se cruzó por casualidad con la de Jaime.
«No —recordó haber pensado—, no en cada rostro, mi señor.»
Aquel día no sonreía nadie. Las miradas que le lanzaban los gorriones eran resentidas, hoscas, hostiles. Le abrieron paso, pero de mala gana.
«Si de verdad fueran gorriones, bastaría con un grito para que echaran a volar. Un centenar de capas doradas con palos, espadas y mazas limpiarían este estercolero en nada de tiempo. Eso es lo que habría hecho Lord Tywin. Se habría librado de todos, en vez de pasar entre ellos.»
Cuando vio lo que habían hecho con Baelor el Bienamado, la Reina tuvo motivos para lamentarse de tener un corazón tan blando. La gran estatua de mármol que durante años había sonreído con serenidad en la plaza estaba cubierta de calaveras y huesos hasta la cintura. Algunas calaveras conservaban restos de carne. Encima de ellos había un cuervo que disfrutaba del seco y correoso festín. Las moscas zumbaban por doquier.
—¿Qué significa esto? —espetó Cersei a la multitud—. ¿Queréis enterrar al bendito Baelor en una montaña de carroña?
Un hombre al que le faltaba una pierna se adelantó apoyado en una muleta de madera.
—Alteza, estos huesos son de mujeres y hombres santos, asesinados por su fe. Septones, septas; hermanos pardos, castaños y verdes; hermanas blancas, azules y grises. A unos los ahorcaron; a otros los destriparon. Hombres sin dios y adoradores del demonio han saqueado los septos, han violado a madres y doncellas y hasta han atacado a hermanas silenciosas. Nuestra Madre grita de angustia. Hemos traído sus huesos desde todos los rincones del reino para dar testimonio de la agonía de la Sagrada Fe.
Cersei sentía el peso de todos los ojos clavados en ella.
—El Rey tendrá noticia de estas atrocidades —respondió en tono solemne—. Tommen compartirá vuestra ira. Esto es obra de Stannis y de su bruja roja, y de los norteños salvajes que adoran a los árboles y a los lobos. —Alzó la voz—. ¡Vuestra muerte será vengada, buenas gentes!
Se oyeron unas cuantas aclamaciones, pero no muchas.
—No pedimos venganza para nuestros muertos —dijo el hombre de una sola pierna—, sólo protección para los vivos. Para los septos y los lugares sagrados.
—El Trono de Hierro tiene que defender la Fe —gruñó un patán corpulento con una estrella de siete puntas pintada en la frente—. Un rey que no protege a su pueblo no es rey ni es nada.
Un murmullo de asentimiento empezó a alzarse entre los que lo rodeaban. Un hombre tuvo la temeridad de agarrar a Ser Meryn Trant por la muñeca.
—Ya va siendo hora de que todos los caballeros ungidos renuncien a sus señores de este mundo y defiendan la Sagrada Fe —le dijo—. Si adoráis a los Siete, venid con nosotros, ser.
—Suéltame —replicó Ser Meryn al tiempo que se liberaba.
—Os escucho —dijo Cersei—. Mi hijo es joven, pero adora a los Siete. Tendréis su protección, y también la mía.
Aquello no bastó para apaciguar al hombre de la estrella en la frente.
—El que nos defiende es el Guerrero —dijo—, no ese niño rey regordete.
Meryn Trant fue a echar mano de la espada, pero Cersei lo detuvo antes de que desenvainara. Sólo contaba con dos caballeros entre un mar de gorriones. Había garrotes, guadañas, palos, cayados y unas cuantas hachas.
—No toleraré que se vierta sangre en este lugar sagrado, ser. —«¿Por qué todos los hombres son tan críos? Si lo mata, los demás nos despedazarán miembro a miembro»—. Todos somos hijos de la Madre. Vamos, Su Altísima Santidad nos aguarda.
Pero cuando avanzó entre los gorriones y se dirigió hacia las escaleras del septo, una bandada de hombres armados salió para bloquear las puertas. Vestían cota de malla y cuero grueso, y alguna que otra pieza de armadura abollada. Unos tenían lanzas; otros, espadas largas. La mayoría llevaba hachas y se había cosido una estrella roja al jubón desteñido. Dos de ellos tuvieron la insolencia de cruzar las lanzas ante ella para impedirle el paso.
—¿Así recibís a vuestra reina? —les preguntó, airada—. Decidme, ¿dónde están Raynard y Torbert?
No era propio de aquellos dos perderse la ocasión de adularla. Torbert siempre montaba todo un espectáculo, dejándose caer de rodillas ante ella para lavarle los pies.
—No conozco a esos hombres que mencionáis —dijo uno con una estrella roja en el jubón—, pero si están al servicio de la Fe, los Siete los necesitan.
—El septón Raynard y el septón Torbert están entre los Máximos Devotos —dijo Cersei—, y se enfurecerán cuando se enteren de que me habéis obstruido el paso. ¿Acaso me negáis la entrada al septo sagrado de Baelor?
—Alteza —intervino un hombre de barba canosa y hombros encorvados—, vos sois bienvenida, pero vuestros hombres tienen que dejar la espada fuera. Por orden del Septón Supremo no se permiten armas en el interior.
—Los caballeros de la Guardia Real no dejan nunca sus armas, ni siquiera en presencia del rey.
—La palabra del rey manda en la casa del rey —replicó el anciano—, pero esta es la casa de los dioses.
Se le enrojecieron las mejillas. Bastaba con que le diera una orden a Meryn Trant, y el barbablanca encorvado iría a reunirse con sus dioses antes de lo que habría querido.
«Pero aquí no. Ahora no.»
—Esperadme —le ordenó tajante a su Guardia Real.
Subió sola por las escaleras. Los lanceros apartaron las lanzas. Otros dos hombres empujaron con todas sus fuerzas las puertas, que se abrieron con un gemido.
En la Sala de las Lámparas, Cersei se encontró con una veintena de septones arrodillados, pero no estaban rezando. Tenían cubos de agua jabonosa y estaban fregando el suelo. Al ver las túnicas de lana basta y las sandalias, los tomó por gorriones, hasta que uno de ellos alzó la cabeza. Tenía la cara roja como una remolacha, y le sangraban las ampollas reventadas de las manos.
—Saludos, Alteza.
—¿Septón Raynard? —La Reina no daba crédito a sus ojos—. ¿Qué hacéis ahí de rodillas?
—Está limpiando el suelo. —El que así hablaba era un poco más bajo que la Reina y flaco como el mango de una escoba—. El trabajo es una forma de oración que complace al Herrero. —Se levantó con el cepillo en la mano—. Os estábamos esperando, Alteza.
La barba del hombre era entrecana, bien recortada, y llevaba el pelo recogido en una coleta. Su túnica estaba limpia, pero también desgastada y remendada. Se había remangado hasta los codos para cepillar el suelo, pero por debajo de las rodillas tenía la ropa empapada y chorreante. Su rostro era anguloso, con unos ojos hundidos tan marrones como el barro.
«Va descalzo», advirtió con consternación. Tenía unos pies espeluznantes, endurecidos, callosos.
—¿Vos sois Su Altísima Santidad?
—Lo somos.
«Dame fuerzas, Padre.» La Reina sabía que debería arrodillarse, pero el suelo del septo estaba lleno de jabón y agua sucia, y no quería echar a perder el vestido. Miró al resto de los ancianos arrodillados.
—No veo a mi amigo el septón Torbert.
—El septón Torbert se encuentra confinado en una celda de penitencia, a pan y agua. Es un pecado que una persona esté tan gorda cuando la mitad del reino se muere de hambre.
Cersei ya había soportado suficiente por un día. Se permitió demostrar la cólera que sentía.
—¿Os parece bien recibirme así? ¿Chorreando y con un cepillo en la mano? ¿Sabéis quién soy?
—Vuestra Alteza es la reina regente de los Siete Reinos —replicó el hombre—, pero está escrito en La estrella de siete puntas que los hombres deben inclinarse ante sus señores y los señores ante sus reyes, de modo que los reyes tienen que inclinarse ante los Siete que Son Uno.
«¿Me está diciendo que me arrodille?» Era evidente que no la conocía bien.
—Tendríais que haberme recibido en las escaleras, ataviado con vuestras mejores vestiduras y con la corona de cristal en la cabeza.
—No tenemos corona, Alteza.
Cersei frunció el ceño más aún.
—Mi señor padre le entregó a vuestro predecesor una corona de extraordinaria belleza, de cristal tallado y oro batido.
—Y por ese regalo lo honramos en nuestras oraciones —replicó el Septón Supremo—, pero los pobres necesitaban comida en el estómago más de lo que nos necesitamos cristal en la cabeza. Vendimos esa corona. Igual que las otras que había en las criptas, y también todos los anillos y las túnicas de hilo de plata e hilo de oro. La lana abriga igual. Por eso nos dieron ovejas los Siete.
«Está completamente loco.» Los Máximos Devotos también debían de haber estado locos cuando eligieron a aquella criatura... Locos o aterrados de los mendigos congregados a sus puertas. Los informantes de Qyburn aseguraban que al septón Luceon sólo le faltaban nueve votos para resultar elegido cuando las puertas cedieron y los gorriones entraron como una marea en el Gran Septo, con su líder a hombros y blandiendo hachas.
Clavó una mirada gélida en el hombre menudo.
—¿Podemos hablar con más intimidad en alguna parte, Santidad?
El Septón Supremo le entregó el cepillo a un Máximo Devoto.
—Si Vuestra Alteza tiene la amabilidad de seguirnos...
La precedió por las puertas interiores hasta el septo propiamente dicho. Sus pisadas resonaban en los suelos de mármol. Las motas de polvo brillaban en los haces de luz coloreada que entraban por las vidrieras de la gran cúpula. El incienso endulzaba el ambiente, y junto a los siete altares, las velas brillaban como estrellas. Un millar parpadeaba por la Madre, y casi otras tantas por la Doncella, pero las del Desconocido se podían contar con los dedos y aún sobraban.
La invasión de gorriones había llegado incluso allí. Una docena de caballeros errantes desaliñados se había arrodillado ante el Guerrero y le suplicaba que bendijera las espadas que habían amontonado a sus pies. Ante el altar de la Madre, un septón dirigía la oración de una docena de gorriones, cuyas voces le llegaban tan lejanas como olas que lamieran la orilla. El Septón Supremo fue con Cersei hasta el lugar donde la Vieja alzaba su farol. Se arrodilló ante el altar, y a ella no le quedó más remedio que arrodillarse a su lado. Por suerte, aquel Septón Supremo no tenía tanta verborrea como el gordo.
«En fin, al menos algo por lo que dar las gracias.»
Cuando terminó de rezar, Su Altísima Santidad no hizo ademán de levantarse. Por lo visto iban a tener que hablar de rodillas.
«Artimañas de retaco», pensó con diversión.
—Altísima Santidad —empezó—, esos gorriones tienen aterrada a toda la ciudad. Quiero que se vayan.
—¿Adónde van a ir, Alteza?
«Hay siete infiernos; cualquiera me vale.»
—No sé, al lugar de donde hayan venido.
—Han venido de todas partes. El gorrión es el más común, el más humilde de los pájaros, igual que ellos son los más comunes y humildes de los hombres.
«Son comunes; al menos en eso estamos de acuerdo.»
—¿Habéis visto lo que han hecho con la estatua del bendito Baelor? Ensucian la plaza con sus cerdos, sus cabras, sus excrementos...
—Es más fácil limpiar los excrementos que la sangre, Alteza. Si algo ensució esta plaza fue la ejecución que tuvo lugar aquí.
«¿Osa echarme en cara lo de Ned Stark?»
—Todos lamentamos aquello. Joffrey era joven, no tan sabio como debería haber sido. Debería haber decapitado a Lord Stark en cualquier otro lugar, por respeto al bendito Baelor... Pero era un traidor, no lo olvidemos.
—El rey Baelor perdonó a los que conspiraron contra él.
«El rey Baelor encerró a sus propias hermanas por el único crimen de ser bellas.» La primera vez que le relataron aquella historia, Cersei fue a la cuna de Tyrion y lo pellizcó hasta que el pequeño monstruo empezó a llorar. «Tendría que haberle tapado la nariz y haberle metido una media en la boca.» Se obligó a sonreír.
—El rey Tommen también perdonará a los gorriones en cuanto regresen a su hogar.
—La mayor parte de ellos ha perdido su hogar. Hay sufrimiento por todas partes... Y dolor, y muerte. Antes de venir a Desembarco del Rey me ocupaba de medio centenar de aldeas demasiado pequeñas para tener su propio septón. Iba caminando de unas a otras para celebrar bodas, absolver a los pecadores y poner nombre a los recién nacidos. Esas aldeas ya no existen, Alteza. Hay hierbajos y espinos donde antes florecían los jardines; las cunetas están llenas de huesos.
—La guerra es espantosa. Esas atrocidades son obra de los norteños, y de Lord Stannis y sus adoradores del demonio.
—Algunos de mis gorriones hablan de manadas de leones que los saquearon... Y también del Perro, que era vuestro hombre. En Salinas mató a un anciano septón y deshonró a una niña de doce años, una chiquilla inocente que estaba consagrada a la Fe. Tenía la armadura puesta cuando la violó; la cota de malla le desgarró las tiernas carnes. Cuando terminó con ella se la entregó a sus hombres, que le cortaron la nariz y los pezones.
—No podéis hacer responsable a Su Alteza de todos los crímenes que cometan quienes sirvieron alguna vez a la Casa Lannister. Sandor Clegane es un traidor y un salvaje; ¿por qué creéis que prescindimos de sus servicios? Ahora lucha por el bandido Beric Dondarrion, no por el rey Tommen.
—Como digáis. Pero hay una cuestión... ¿Dónde estaban los caballeros del rey mientras sucedían esas cosas? ¿Acaso no juró Jaehaeris el Conciliador sobre el mismísimo Trono de Hierro que la corona protegería y defendería siempre a la Fe?
Cersei no tenía ni idea de lo que había jurado o dejado de jurar Jaehaeris el Conciliador.
—Cierto —asintió la Reina—. Y el Septón Supremo lo bendijo y lo ungió rey. Es la tradición: siempre que hay un nuevo Septón Supremo, tiene que dar su bendición al rey. Pero vos se la negáis a Tommen.
—Vuestra Alteza está confundida. No se la negamos.
—No habéis acudido.
—El momento no ha madurado.
«¿Qué eres? ¿Un sacerdote o un frutero?»
—¿Y qué podría hacer yo para... madurarlo?
«Como se atreva a hablar de oro, me ocuparé de este igual que del anterior, y buscaré a algún devoto de ocho años para que lleve la corona de cristal.»
—El reino está lleno de reyes. La Fe tiene que asegurarse antes de exaltar a uno por encima de los demás. Hace trescientos años, cuando Aegon el Dragón se posó al pie de esta misma colina, el Septón Supremo se encerró en el Septo Estrellado de Antigua y rezó durante siete días y siete noches, sin tomar más alimento que pan y agua. Cuando salió anunció que la Fe no se opondría a Aegon ni a sus hermanas, porque la Vieja había levantado la lámpara para mostrarle el camino que tenía por delante. Si Antigua se alzaba en armas contra el Dragón, la ciudad ardería, y el Faro, la Ciudadela y el Septo Estrellado serían derribados y destruidos. Lord Hightower era un hombre piadoso. Al enterarse de la profecía, mantuvo a su ejército en casa y le abrió a Aegon las puertas de la ciudad, cuando llegó. Y Su Altísima Santidad ungió al Conquistador con los siete aceites. Debo hacer lo mismo que hizo él hace trescientos años: rezar y ayunar.
—¿Durante siete días y siete noches?
—Durante el tiempo que haga falta.
Cersei se moría por abofetear aquel rostro solemne y devoto.
«Podría ayudarte a ayunar —pensó—. Podría encerrarte en una torre y encargarme de que no te den de comer hasta que hablen los dioses.»
—Esos falsos reyes adoran a falsos dioses —le recordó—. El único que defiende la Sagrada Fe es el rey Tommen.
—Y pese a ello, los septos sufren saqueos e incendios por doquier. Hasta las hermanas silenciosas han sido violadas; sus gritos de angustia se alzan hacia el cielo. ¿Ha visto Su Alteza los huesos y calaveras de nuestros mártires?
—Sí —tuvo que responder—. Bendecid a Tommen, y él pondrá fin a esos ataques.
—¿Cómo va a hacerlo, Alteza? ¿Enviará un caballero a recorrer los caminos con cada hermano mendicante? ¿Nos dará hombres para proteger a nuestras septas de los lobos y los leones?
«Haré como si no hubieras mencionado a los leones.»
—El reino se encuentra en guerra. Su Alteza necesita a todos sus hombres. —Cersei no pensaba mermar los ejércitos de Tommen para que sus hombres hicieran de niñeras de los gorriones o protegieran el coño arrugado de un millar de septas amargadas. «Seguro que la mitad de ellas rogaba por una buena violación en sus oraciones»—. Vuestros gorriones tienen en su poder hachas y garrotes; que se defiendan solos.
—Las leyes del rey Maegor lo prohíben; sin duda, Su Alteza lo sabe. Por decreto suyo, la Fe rindió sus armas.
—Ahora el rey es Tommen, no Maegor. —¿Qué le importaba a ella lo que hubiera decretado Maegor el Cruel trescientos años atrás? «En vez de quitarles la espada a los fieles tendría que haberlos utilizado para sus propios fines.» Señaló al Guerrero, en su altar de mármol rojo—. ¿Qué tiene en la mano?
—Una espada.
—¿Y se le ha olvidado cómo se utiliza?
—Las leyes de Maegor...
—... se pueden derogar.
Dejó la frase en el aire, a la espera de que el Gorrión Supremo mordiera el anzuelo.
No la decepcionó.
—El renacimiento de la Fe Militante... Eso sería la respuesta a trescientos años de plegarias, Alteza. El Guerrero volvería a alzar su espada brillante y limpiaría de todo mal este mundo pecador. Si Su Alteza me permitiera restaurar las antiguas y benditas órdenes de la Espada y la Estrella, todo hombre piadoso de los Siete Reinos sabría que es nuestro señor verdadero y legítimo.
Era justo lo que quería oír Cersei, pero tuvo buen cuidado de no mostrarse impaciente.
—Su Altísima Santidad habló antes de perdón. Corren tiempos difíciles; el rey Tommen os estaría muy agradecido si pudieseis perdonar la deuda de la corona. Creo que le debemos a la Fe unos novecientos mil dragones.
—Novecientos mil seiscientos setenta y cuatro dragones. Oro que dará de comer a los hambrientos y reconstruirá un millar de septos.
—¿Es oro lo que queréis? —preguntó la Reina—. ¿O la derogación de esas viejas leyes de Maegor?
El Septón Supremo meditó un instante.
—Como queráis. La deuda será perdonada, y el rey Tommen tendrá su bendición. Los Hijos del Guerrero me escoltarán a su presencia, con toda la gloria de la Fe, mientras mis gorriones acuden en defensa de los débiles y humildes de esta tierra, renacidos como Clérigos Humildes de los viejos tiempos.
La Reina se puso en pie y se alisó las faldas.
—Ordenaré que redacten los papeles, y Su Alteza los firmará y les pondrá el sello real. —Lo que más le gustaba a Tommen de ser rey era jugar con el sello.
—Que los Siete amparen a Su Alteza. Que su reinado sea largo. —El Septón Supremo juntó las yemas de los dedos y alzó la vista hacia el cielo—. ¡Que tiemblen los malvados!
«¿Habéis oído, Lord Stannis?» Cersei no pudo por menos que sonreír. Ni su señor padre lo habría hecho mejor. De un plumazo había librado Desembarco del Rey de la plaga de gorriones, había conseguido la bendición para Tommen y había reducido la deuda de la corona en casi un millón de dragones. Sentía el corazón henchido de júbilo mientras el Septón Supremo la acompañaba a la Sala de las Lámparas.
Lady Merryweather compartió la alegría de la Reina, aunque nunca había oído hablar de los Clérigos Humildes ni de los Hijos del Guerrero.
—Existieron antes de la Conquista de Aegon —le explicó Cersei—. Los Hijos del Guerrero eran una orden de caballeros que renunciaban a sus tierras y posesiones, y se convertían en espadas juramentadas de Su Altísima Santidad. Los Clérigos Humildes eran más modestos, pero mucho más numerosos. Eran parecidos a los hermanos mendicantes, aunque llevaban hachas en lugar de cuencos. Recorrían los caminos escoltando a los viajeros de septo en septo y de ciudad en ciudad. Su distintivo era una estrella de siete puntas, en rojo sobre blanco, así que el pueblo los llamaba estrellas. Los Hijos del Guerrero vestían una capa con los colores del arco iris y una armadura con incrustaciones de plata encima de una camisa de cerdas, y llevaban cristales en forma de estrella en la empuñadura de la espada larga. Eran las Espadas: hombres santos, ascetas, fanáticos, hechiceros, matadragones, cazadores de demonios... Se contaban muchas historias sobre ellos. Pero todas coinciden en que eran implacables en el odio que profesaban a los enemigos de la Sagrada Fe.
Lady Merryweather comprendió al instante.
—¿Enemigos como Lord Stannis y su hechicera roja, por ejemplo?
—Pues sí, qué casualidad —respondió Cersei, riendo como una chiquilla—. ¿Qué os parece si abrimos una frasca de hidromiel y, de camino a casa, bebemos por el fervor de los Hijos del Guerrero?
—Por el fervor de los Hijos del Guerrero y por el talento de la reina regente. ¡Por Cersei, la primera de su nombre!
El hidromiel era tan dulce y exquisito como el triunfo de Cersei, y la litera casi parecía flotar durante el viaje de regreso a la ciudad. Pero al pie de la Colina Alta de Aegon se encontraron con Margaery Tyrell y sus primas, que volvían de un paseo a caballo.
«Es que me persigue», pensó Cersei, contrariada al ver a la pequeña reina.
Detrás de Margaery iba una larga hilera de cortesanos, guardias y sirvientes, muchos de ellos cargados con cestas de flores. Cada una de sus primas tenía un admirador: Alyn Ambrose, un escudero alto y flaco, cabalgaba junto a Elinor, con la que se había prometido. Ser Tallad iba con la tímida Alla, y Mark Mullendore, el manco, con la regordeta y risueña Megga. Los gemelos Redwyne escoltaban a Meredyth Crane y Janna Fossoway, otras dos damas de Margaery. Todas las mujeres llevaban flores en el pelo. Jalabhar Xho también se había unido al grupo, al igual que Ser Lambert Turnberry, con su parche, y el atractivo juglar al que llamaban Bardo Azul.
«Y claro, un caballero de la Guardia Real debe acompañar a la pequeña reina, y claro, es el Caballero de las Flores.» Ser Loras estaba deslumbrante con su armadura de lamas blancas e incrustaciones de oro. Ya no tenía la osadía de entrenar a Tommen en el uso de las armas, pero el Rey seguía pasando demasiado tiempo en su compañía. Cada vez que el niño volvía después de pasar una tarde con su esposa tenía una nueva anécdota sobre algo que Ser Loras había dicho o hecho.
Margaery los saludó cuando se cruzaron las columnas, y acompasó el paso de su caballo al de la litera de la Reina. Tenía las mejillas sonrojadas; los bucles castaños le caían por los hombros y se movían con cada soplo de viento.
—Hemos estado cogiendo flores otoñales en el bosque Real —les dijo.
«Ya sabía dónde estabas —pensó la Reina. Sus informadores le daban cuenta de todos los movimientos de Margaery—. Nuestra pequeña reina es una muchachita muy inquieta.» Rara vez pasaban más de tres días sin que saliera a montar. Algunas veces iba por el camino de Rosby para coger conchas y comer en la playa; otras cruzaba el río con su séquito para disfrutar de una tarde de cetrería. También le gustaban los botes, y navegar por el río Aguasnegras para pasar el rato. Cuando le entraba un ataque de devoción, salía del castillo para ir a rezar en el septo de Baelor. Era cliente de una docena de modistas diferentes; todos los orfebres de la ciudad la conocían, y hasta iba a veces al mercado del pescado, junto a la Puerta del Lodazal, para ver las capturas del día. Fuera adonde fuera, el pueblo la adulaba, y Lady Margaery hacía cuanto estaba en su mano para alimentar su fervor. Siempre estaba dando limosna a los mendigos; compraba pasteles calientes a los panaderos en sus carromatos, y detenía su caballo para hablar con los comerciantes.
Si hubiera sido por ella, Tommen haría lo mismo. No paraba de invitarlo a que las acompañara a ella y a sus gallinas en sus correrías, y el chico no paraba de pedir permiso a su madre para que lo dejara ir. La Reina se lo había concedido unas cuantas veces, aunque sólo fuera para que Ser Osney pasara unas horas más en compañía de Margaery.
«Para lo que ha servido... Osney ha resultado toda una decepción.»
—¿Te acuerdas del día en que tu hermana embarcó hacia Dorne? —le preguntaba Cersei a su hijo—. ¿Recuerdas cómo gritaba la chusma cuando volvíamos al castillo, las piedras, las maldiciones?
Pero gracias a la pequeña reina, el Rey era inmune al sentido común.
—Si nos mezclamos con el pueblo, nos querrá más.
—La chusma quería tanto al gordo del Septón Supremo que lo hizo pedazos miembro a miembro, y eso que era un hombre santo —le recordó. Sólo sirvió para que hiciera pucheros y se mostrara hosco con ella.
«Justo lo que quiere Margaery, seguro. Trata de robármelo todos los días, de todas las maneras posibles. —Quizá Joffrey habría sabido ver qué escondía tras su sonrisa manipuladora y la habría puesto en su lugar, pero Tommen era más ingenuo—. Margaery sabía que Joff era demasiado fuerte para ella —pensó mientras recordaba la moneda de oro que había encontrado Qyburn—. Para que la Casa Tyrell tuviera alguna posibilidad de gobernar, tenían que eliminarlo.» Recordó que Margaery y su repulsiva abuela habían conspirado para casar a Sansa Stark con Willas, el hermano tullido de la pequeña reina. Para evitarlo, Lord Tywin se les había adelantado y había casado a Sansa con Tyrion, pero su intención no había dejado lugar a dudas. «Están juntos en esto —comprendió, sobresaltada—. Los Tyrell sobornaron a los carceleros para que liberaran a Tyrion, y se lo llevaron por el camino de las Rosas para reunirlo con su vil esposa. A estas alturas, los dos estarán a salvo en Altojardín, bien escondidos tras una muralla de rosas.»
—Tendríais que haber venido con nosotras, Alteza —parloteó la pequeña intrigante mientras subían por la ladera de la Colina Alta de Aegon—. Hemos pasado un rato maravilloso. Los árboles están vestidos de dorado, rojo y naranja, y hay flores por todas partes. Y castañas. Hemos asado unas cuantas antes de volver.
—No tengo tiempo para ir por los bosques cogiendo flores —replicó Cersei—. Tengo que gobernar un reino.
—¿Sólo uno, Alteza? ¿Quién gobierna los otros seis? —Margaery rió alegremente—. Espero que disculpéis mi broma; ya sé que soportáis una carga muy pesada. Me tendríais que dejar que la compartiera con vos. Seguro que hay algo en lo que os pueda ayudar, y así se acabarían todos esos rumores de que rivalizamos por el afecto del Rey.
—¿Eso se dice? —Cersei sonrió—. Qué tonterías. Nunca, ni durante un momento, os he considerado mi rival.
—No sabéis cuánto me agrada oír eso. —La chica no pareció darse cuenta de que Cersei sólo intentaba poner fin a la conversación—. Tommen y vos tenéis que acompañarnos la próxima vez. Estoy segura de que a Su Alteza le encantará. El Bardo Azul ha estado cantando, y Ser Tallad nos ha enseñado a luchar con un palo, como hace el pueblo. No sabéis lo bonitos que están los bosques en otoño.
—A mi difunto marido también le gustaban los bosques. —En los primeros años de su matrimonio, Robert le suplicó a menudo que fuera a cazar con él, pero Cersei se negó siempre. Las expediciones de caza de su marido le daban tiempo para estar con Jaime. «Días dorados y noches de plata.» Sin duda, su danza era peligrosa. Dentro de la Fortaleza Roja había ojos y oídos por todas partes, y nunca se sabía cuándo iba a regresar Robert. En cierto modo, el peligro hacía que los ratos que pasaron juntos fueran aún más emocionantes—. Pero a veces la belleza enmascara un peligro mortal —le advirtió a la pequeña reina—. Robert perdió la vida en esos bosques.
Margaery le dedicó una sonrisa a Ser Loras; era una sonrisa afable, fraternal, cargada de afecto.
—Vuestra Alteza es muy amable al temer por mí, pero mi hermano me protege.
«Vete a cazar —le había dicho Cersei a Robert medio centenar de veces—. Mi hermano me protege.» Recordó lo que había dicho Taena aquel mismo día y no pudo contener una carcajada.
—Vuestra Alteza tiene una risa preciosa. —Lady Margaery le dedicó una sonrisa interrogante—. ¿Vais a compartir esa broma conmigo?
—Algún día —le prometió la Reina—. Algún día, os lo prometo.

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