CERSEI
Había sido un día frío, gris y húmedo. Diluvió toda la mañana, y las nubes no se despejaron por la tarde, cuando escampó. En ningún momento vieron el sol. Un clima tan adverso bastaba para desalentar incluso a la pequeña reina. En vez de montar con su grupo de gallinas y su cohorte de guardias y admiradores, se pasó el día entero en la Bóveda de las Doncellas, con sus gallinas, escuchando las canciones del Bardo Azul.
El día de Cersei no había sido mucho mejor, al menos hasta el anochecer. Cuando el cielo gris empezaba a teñirse de negro le dijeron que el Bella Cersei había entrado con la marea vespertina y que Aurane Mares le rogaba audiencia.
La Reina envió a buscarlo al momento. En cuanto lo vio entrar a zancadas en sus estancias supo que le llevaba buenas noticias.
—Alteza —le dijo con una amplia sonrisa—, Rocadragón ya es vuestro.
—Es maravilloso. —Le cogió las manos y lo besó en las mejillas—. Sé que Tommen estará igual de satisfecho. Eso quiere decir que podemos dar carta blanca a la flota de Lord Redwyne para que vaya a expulsar de las Escudos a los hombres del hierro.
Las noticias del Dominio eran más preocupantes con cada cuervo que llegaba. Por lo visto, los hombres del hierro no se habían conformado con sus nuevas piedras. Saqueaban con virulencia Mander arriba; incluso habían llegado a atacar el Rejo y las islas pequeñas que lo rodeaban. Los Redwyne apenas habían dejado una docena de navíos de combate en sus propias aguas, y todos estaban ya hundidos o en manos de los invasores. Por si fuera poco, empezaban a llegar informes de que el loco que se hacía llamar Euron Ojo de Cuervo se atrevía a enviar barcoluengos río arriba por el Sonido Susurrante, hacia Antigua.
—Cuando el Bella Cersei izó las velas, Lord Paxter ya se estaba aprovisionando para el viaje de vuelta —informó Lord Mares—. A estas alturas, el grueso de su flota estará en el mar.
—Esperemos que tengan un viaje rápido y mejor clima que el de hoy. —La Reina hizo una seña a Mares para que se sentara a su lado, junto a la ventana—. ¿Debemos dar las gracias a Ser Loras por este triunfo?
La sonrisa del hombre se esfumó.
—Algunos os dirían que sí, Alteza.
—¿Algunos? —Le dirigió una mirada interrogativa—. ¿Vos no?
—Nunca había visto caballero tan valeroso —dijo Mares—, pero convirtió en una carnicería lo que podría haber sido una victoria sin derramamiento de sangre. Ha muerto un millar de hombres o poco menos. Casi todos eran de los nuestros. Y no sólo soldados comunes, Alteza; también caballeros y jóvenes señores, los mejores, los más valientes.
—¿Y Ser Loras?
—Puede que se convierta en el mil uno. Después de la batalla lo llevaron al interior del castillo, pero sus heridas son espantosas. Ha perdido tanta sangre que los maestres no se atreven a ponerle las sanguijuelas.
—Qué pena. Tommen se va a llevar un disgusto. Admiraba tanto a nuestro galante Caballero de las Flores...
—Y el pueblo también —añadió su almirante—. Cuando muera Loras, las doncellas llorarán ante sus copas de vino por todo el reino.
La Reina sabía que no se equivocaba. El día en que Ser Loras se hizo a la mar, tres mil personas se congregaron ante la Puerta del Lodazal para despedirlo, y tres de cada cuatro eran mujeres. Aquello le había parecido un espectáculo despreciable. Habría querido gritarles que no eran más que ovejas y decirles que lo único que les podría proporcionar Loras Tyrell era una sonrisa y una flor. Sin embargo, proclamó que era el caballero más osado de los Siete Reinos, y sonrió cuando Tommen le entregó una espada enjoyada para que la utilizara en la batalla. El Rey también le había dado un abrazo, cosa que no entraba en los planes de Cersei, pero ya no tenía importancia. Podía permitirse el lujo de la generosidad; Loras Tyrell estaba agonizando.
—Contadme —ordenó Cersei—. Quiero saberlo todo, del principio al final.
Cuando terminó, la habitación estaba ya casi a oscuras. La Reina encendió unas cuantas velas y mandó a Dorcas a las cocinas a buscar pan, queso y buey guisado con rábano picante. Mientras cenaban le pidió a Aurane que le volviera a contar la historia para memorizar bien todos los detalles.
—No quiero que nuestra amada Margaery reciba esa noticia de cualquier desconocido —dijo—. Yo misma se la transmitiré.
—Vuestra Alteza es muy bondadosa —dijo Mares con una sonrisa.
«Una sonrisa malévola —pensó la Reina. Aurane no se parecía tanto como había creído al príncipe Rhaegar—. Tiene su pelo, pero por lo que se dice, también lo tiene la mitad de las putas de Lys. Rhaegar era un hombre; este es un chiquillo astuto, nada más. Aunque, a su manera, resulta útil.»
Margaery estaba en la Bóveda de las Doncellas, bebiendo vino con sus tres primas, todas concentradas en un juego nuevo llegado de Volantis. Era tarde, pero los guardias abrieron paso a Cersei al momento.
—Alteza —empezó—, es mejor que sea yo quien os dé la noticia. Aurane ha vuelto de Rocadragón. Vuestro hermano es un héroe.
—Siempre lo he sabido. —Margaery no parecía sorprendida.
«¿Por qué iba a estarlo? Se esperaba esto desde el momento en que Loras me pidió el mando.»
Pero cuando Cersei terminó de narrar la historia, las lágrimas brillaban en las mejillas de la joven reina.
—Redwyne tenía mineros excavando un túnel bajo las murallas del castillo, pero ese método era demasiado lento para el Caballero de las Flores. Sin duda pensaba en las gentes de vuestro padre, que sufrían en las Escudos. Lord Mares dice que ordenó el ataque cuando apenas llevaba media jornada al mando, después de que el castellano de Lord Stannis se negara a aceptar su oferta de zanjar el asedio con un combate singular entre ellos. Loras fue el primero en entrar cuando el ariete derribó las puertas del castillo. Dicen que cabalgó directamente hacia la boca del dragón, todo de blanco, haciendo girar el mangual por encima de la cabeza, matando a derecha e izquierda.
A aquellas alturas, Megga Tyrell ya no disimulaba los sollozos.
—¿Cómo murió? —quiso saber—. ¿Quién lo mató?
—Ningún hombre tuvo el honor de acabar con él —respondió Cersei—. Ser Loras recibió una saeta en el muslo y otra le atravesó el hombro, pero siguió luchando con valentía, aunque perdía sangre a borbotones. Más tarde recibió un golpe de maza que le rompió unas cuantas costillas. Después de eso... No, mejor no, os ahorraré la peor parte.
—Contádmelo todo —dijo Margaery—. Os lo ordeno.
«¿Os lo ordeno?» Cersei se detuvo un instante; luego decidió pasarlo por alto.
—Después de que los nuestros tomaran la muralla, los defensores se replegaron a un torreón interior. Loras volvió a encabezar el ataque. Le cayó encima aceite hirviendo. —Lady Alla se puso blanca como la cal y salió corriendo de la habitación—. Lord Mares me asegura que los maestres están haciendo todo lo posible, pero me temo que las quemaduras de vuestro hermano son demasiado graves. —Cersei abrazó a Margaery para consolarla—. Ha salvado el reino. —Al besar a la pequeña reina en la mejilla notó el sabor salado de sus lágrimas—. Jaime escribirá sus hazañas en el Libro Blanco; los bardos glosarán su valor durante mil años.
Margaery se liberó de su abrazo con tal violencia que Cersei estuvo a punto de caerse.
—Agonizante no es lo mismo que muerto —dijo.
—No, pero los maestres dicen...
—¡Agonizante no es lo mismo que muerto!
—Sólo quería ahorraros...
—Ya sé qué queríais. Fuera de aquí.
«Ahora ya sabes cómo me sentí la noche en que murió mi Joffrey.»
Hizo una reverencia; su rostro era una máscara de cortesía gélida.
—Comparto vuestra tristeza, querida hija. Os dejo a solas con vuestro dolor.
Lady Merryweather no apareció aquella noche, y Cersei estaba demasiado inquieta para conciliar el sueño.
«Si Lord Tywin pudiera verme ahora, sabría que soy su heredera, una heredera digna de la Roca», pensó mientras yacía en la cama al lado de Jocelyn Swyft, que roncaba suavemente con la cabeza en la otra almohada.
Margaery no tardaría en llorar con las lágrimas amargas que debería haber derramado por Joffrey. Tal vez Mace Tyrell llorara también, pero ella no le había dado motivo alguno para romper su alianza. ¿Qué había hecho sino honrar a Loras con su confianza? Él mismo le había pedido el mando de rodillas, ante la mirada de la mitad de la corte.
«Cuando muera tendré que erigir una estatua suya en alguna parte; le organizaré el funeral más magnífico que se haya visto jamás en Desembarco del Rey. —Al pueblo le gustaría. Y a Tommen también—. Puede que Mace me dé las gracias y todo. En cuanto a su señora madre, si los dioses son bondadosos, esta noticia la matará.»
El amanecer fue el más hermoso que Cersei había visto en muchos años. Taena se presentó poco después y confesó que se había pasado la noche consolando a Margaery y a sus damas, bebiendo vino, llorando y contando anécdotas de Loras.
—Margaery sigue convencida de que no va a morir —informó mientras la Reina se vestía para la reunión con la corte—. Tiene intención de enviarle a su maestre para que lo atienda. Las primas están rezando a la Madre, pidiéndole clemencia.
—Yo también rezaré. Acompañadme mañana al septo de Baelor y encenderemos un centenar de velas por nuestro galante Caballero de las Flores. —Se volvió hacia su doncella—. Tráeme la corona, Dorcas. La nueva, por favor.
Era más ligera que la anterior, de oro batido, con incrustaciones de esmeraldas que centelleaban cada vez que movía la cabeza.
—Esta mañana hay cuatro que vienen por asuntos del Gnomo —le dijo Ser Osmund cuando Jocelyn le abrió la puerta.
—¿Cuatro?
Fue una grata sorpresa para la Reina. El goteo de informadores que acudían a la Fortaleza Roja asegurando tener noticias de Tyrion era constante, pero que hubiera cuatro en un día no era lo habitual.
—Sí —asintió Osmund—. Uno os trae una cabeza.
—Lo recibiré el primero. Hacedlo pasar a mis habitaciones.
«Que no haya errores esta vez. Que Joff sea vengado por fin y pueda descansar en paz.»
Según los septones, el número siete era sagrado a ojos de los dioses. Si era así, tal vez aquella cabeza que le llevaban, la séptima, fuera el bálsamo que tanto ansiaba su corazón.
Resultó que se trataba de un tyroshi bajo, achaparrado y sudoroso, con una sonrisa zalamera que le recordaba la de Varys y la barba teñida de verde y rosa. A Cersei le desagradó a primera vista, pero estaba más que dispuesta a pasarlo todo por alto si la cabeza que llevaba en aquel cofre era de verdad la de Tyrion. El cofre era de cedro, con incrustaciones de marfil en forma de hojas y flores, y bisagras y cierres de oro blanco. Era hermoso, pero a la Reina sólo le interesaba lo que pudiera haber en su interior.
«Al menos es grande. Para ser tan pequeño, Tyrion tenía una cabeza enorme.»
—Alteza —murmuró el tyroshi al tiempo que se doblaba en una reverencia—, sois tan bella como se dice. La fama de vuestra hermosura ha cruzado el mar Angosto, así como la del dolor que desgarra vuestro bondadoso corazón. Nadie puede devolveros a vuestro valiente hijo, pero tengo la esperanza de poder ofreceros al menos algo que alivie vuestro sufrimiento. —Se llevó una mano al pecho—. Os traigo justicia. Os traigo la cabeza de vuestro valonqar.
La antigua palabra valyria le provocó un escalofrío, pero también un cosquilleo de esperanza.
—El Gnomo ya no es mi hermano, si es que lo fue alguna vez —declaró—. Y me niego a pronunciar su nombre. El suyo fue un nombre digno, antes de que lo deshonrara.
—En Tyrosh lo llamamos Manosrojas, por la sangre que corre por ellas. La sangre de un rey y un padre. Hay quien dice que también mató a su madre, que salió de su vientre desgarrándolo a zarpazos.
«Qué tontería», pensó Cersei.
—Es cierto —dijo—. Si traéis la cabeza del Gnomo en ese cofre, os concederé el título de señor y os otorgaré tierras fértiles y castillos. —Los títulos eran más baratos que el barro, y las tierras de los ríos estaban llenas de castillos en ruinas que se alzaban desolados entre campos descuidados y aldeas quemadas—. La corte me espera. Veamos qué traéis en esa caja.
El tyroshi abrió el cofre con un movimiento teatral y retrocedió sonriente. Dentro, la cabeza de un enano reposaba en un lecho de terciopelo azul, mirándola.
Cersei la contempló largo rato.
—Ese no es mi hermano. —Tenía un regusto amargo en la boca. «En fin, era demasiado pedir, sobre todo después de lo de Loras. Los dioses no son nunca tan generosos»—. Ese hombre tiene los ojos marones. Tyrion tenía uno negro y el otro verde.
—Los ojos, claro... Alteza, es que los ojos de vuestro hermano se habían... Cómo decirlo... podrido. Me tomé la libertad de sustituirlos por otros de cristal; pero como decís, me equivoqué de color.
Con eso sólo consiguió enfurecerla más.
—Puede que esa cabeza tenga ojos de cristal, pero yo no. En Rocadragón hay gárgolas que se parecen al Gnomo más que esa criatura. Es calvo y dobla en edad a mi hermano. ¿Dónde han ido a parar los dientes?
El hombre se había ido encogiendo ante la ira que rezumaba su voz.
—Tenía unos dientes de oro excelentes, Alteza, pero... Lo lamento mucho...
—Todavía no. Pero lo lamentaréis.
«Debería ordenar que lo estrangularan. Que luchara por respirar hasta que se le pusiera la cara negra, como le pasó a mi pobre hijo.» Tenía las palabras en la punta de la lengua.
—Ha sido un error involuntario. Los enanos son todos iguales, y... como puede ver Vuestra Alteza, no tiene nariz...
—¡Porque se la has cortado!
—¡No! —El sudor de su frente delataba la mentira.
—Sí. —El tono de Cersei era de una dulzura venenosa—. Al menos has tenido suficiente sentido común para eso. El último imbécil que vino, intentó convencerme de que un mago errante había hecho que le volviera a crecer. Aun así, en mi opinión, le debes una nariz a este enano. La Casa Lannister siempre paga sus deudas, y tú también las pagarás. Ser Meryn, llevad a este estafador con Qyburn.
Ser Meryn Trant se llevó a rastras al tyroshi, que seguía protestando. Cuando se quedaron solos, Cersei se volvió hacia Osmund Kettleblack.
—Quitad eso de mi vista, Ser Osmund, y haced pasar a los otros tres que dicen tener noticias del Gnomo.
—Sí, Alteza.
Por desgracia, los tres aspirantes a informadores le fueron de tan poca utilidad como el tyroshi. Uno le dijo que el Gnomo se escondía en un burdel de Antigua, donde daba placer a los hombres con la boca. La imagen era divertida, pero Cersei no se lo creyó ni por asomo. El segundo aseguró haber visto al enano en un espectáculo de cómicos en Braavos. El tercero insistía en que Tyrion se había hecho ermitaño y vivía en una colina encantada, en las tierras de los ríos. La Reina les dio la misma respuesta a los tres.
—Si tenéis la amabilidad de guiar a mis valientes caballeros hasta ese enano, recibiréis una generosa recompensa —prometió—. Siempre y cuando sea el Gnomo, claro. Si no... Bueno, mis caballeros no tienen paciencia con los engaños, ni con los patanes que les hacen perseguir sombras. Alguien podría quedarse sin lengua.
Los tres informadores perdieron la fe al momento y reconocieron que quizá se hubieran equivocado de enano.
Hasta entonces, Cersei no había caído en la cuenta de cuántos enanos había.
—¿Qué pasa? ¿Que el mundo entero está lleno de monstruitos retorcidos? —se quejó cuando salió el último informador—. ¿Cuántos puede haber?
—Menos que antes —respondió Lady Merryweather—. ¿Me concede Vuestra Alteza el honor de acompañarla a la corte?
—Si soportáis el aburrimiento... —suspiró Cersei—. Robert era un imbécil en muchos aspectos, pero en una cosa tenía razón: gobernar un reino era un trabajo agotador.
—Me entristece ver a Vuestra Alteza tan cansada. ¿Por qué no hacemos una escapada y dejamos que la Mano del Rey se ocupe de esas peticiones tan aburridas? Podemos disfrazamos de criadas y pasar el día con el pueblo para averiguar qué se cuenta de la caída de Rocadragón. Conozco la taberna donde canta el Bardo Azul cuando no está deleitando a la pequeña reina, y también un antro donde un conjurador convierte el plomo en oro, el agua en vino y a las chicas en chicos. Tal vez pueda hechizarnos a una de las dos. ¿No le haría gracia a Vuestra Alteza ser un hombre durante una noche?
«Si fuera un hombre, sería Jaime —pensó la Reina—. Si fuera un hombre, podría gobernar el reino en mi propio nombre en lugar de Tommen.»
—Sólo si vos siguierais siendo una mujer —dijo, a sabiendas de que era lo que quería oír Taena—. Sois muy mala, tentarme de esa manera... Pero ¿qué reina sería si dejara mi reino en las manos temblorosas de Harys Swyft?
—Vuestra Alteza es demasiado diligente. —Taena hizo un puchero.
—Cierto —reconoció Cersei—, y lo lamentaré antes de que llegue la noche. —Cogió a Lady Merryweather por el brazo—. Vamos.
Jalabhar Xho fue el primero en presentar su petición aquel día, como correspondía a su condición de príncipe en el exilio. Por espléndido que fuera su aspecto, con la capa de plumas de colores vivos, iba a lo de siempre: a suplicar. Cersei permitió, como en todas las ocasiones, que le rogara hombres y armas con que recuperar el Valle de la Flor Roja.
—Su Alteza está en medio de una guerra, príncipe Jalabhar —dijo cuando terminó—. Ahora mismo no puede prescindir de ningún hombre para la vuestra. Tal vez el año que viene.
Eso era lo que Robert le decía siempre. Al año siguiente le diría que se olvidara, pero aquel día, no: Rocadragón estaba en sus manos.
Lord Hallyne, del Gremio de Alquimistas, se presentó para pedir que permitiera a sus piromantes incubar los huevos de dragón que pudieran localizar en Rocadragón, ya que la isla estaba a salvo en manos regias.
—Si quedaran huevos de dragón, Stannis los habría vendido para pagar su revuelta —le dijo la Reina.
Se contuvo para no añadir que el plan era una locura. Desde la muerte del último dragón Targaryen, todos los intentos como aquel habían acabado en muerte o en desastre.
Un grupo de comerciantes se presentó para suplicar al trono que intercediera en su favor ante el Banco de Hierro de Braavos. Al parecer, los braavosis les exigían el pago inmediato de todas sus deudas, y se negaban a conceder nuevos créditos.
«Tenemos que crear nuestro propio banco —decidió Cersei—. El Banco Dorado de Lannisport.» Tal vez pusiera en marcha ese proyecto después de asegurar el trono de Tommen. Por el momento, lo único que podía hacer era ordenar a los mercaderes que pagaran a los usureros braavosis.
Su viejo amigo, el septón Raynard, encabezaba la delegación enviada por la Fe. Seis Hijos del Guerrero lo habían escoltado hasta allí; en total sumaban siete, un número sagrado y propicio. El nuevo Septón Supremo, o Gorrión Supremo, como lo llamaba el Chico Luna, lo hacía todo con el siete. Los caballeros llevaban cintos a rayas con los siete colores de la Fe. Se adornaban con cristales la empuñadura de la espada larga y la cimera del yelmo. Llevaban escudos rematados en punta por debajo; una forma que no era habitual desde la Conquista, y con un blasón que hacía siglos que no se veía en los Siete Reinos: una espada con los colores del arco iris brillando sobre un campo de oscuridad. Según Qyburn, casi cuatrocientos caballeros habían acudido ya para poner vida y espada al servicio de la Fe, con los Hijos del Guerrero, y cada día llegaban más.
«Todos ebrios de dioses. ¿Quién iba a imaginar que había tantos en el reino?»
Casi todos eran caballeros que habían estado al servicio de alguna Casa o caballeros errantes, pero también acudieron unos cuantos de noble cuna: segundones y otros hijos pequeños, señores menores, ancianos que querían expiar antiguos pecados... Y también estaba Lancel. Cuando Qyburn le dijo que el estúpido de su primo había renunciado a castillo, tierras y esposa para volver a la ciudad y unirse a la Noble y Pujante Orden de los Hijos del Guerrero, pensó que era una broma; pero allí estaba, con todos los demás imbéciles santurrones.
A Cersei no le gustaba nada todo aquello. Menos aún le gustaban la interminable hostilidad y la ingratitud del Gorrión Supremo.
—¿Dónde está el Septón Supremo? —interrogó a Raynard—. Lo he mandado llamar a él.
—Su Altísima Santidad me ha enviado a mí en su lugar —respondió el septón Raynard en tono contrito—. Me ordena que le diga a Vuestra Alteza que los Siete lo envían a combatir la perversión.
—¿Cómo? ¿Predicando la castidad en la calle de la Seda? ¿Cree que rezar por las putas las convertirá en vírgenes?
—El Padre y la Madre dieron forma a nuestros cuerpos para que el hombre se uniera con la mujer y engendraran hijos legítimos —replicó Raynard—. Que las mujeres vendan sus partes sagradas por dinero es un pecado nefando.
Tan piadoso sentimiento habría resultado mucho más convincente si la Reina no supiera que el septón Raynard tenía amigas íntimas en todos los burdeles de la calle de la Seda. Sin duda había decidido que era mejor repetir lo que piaba el Gorrión Supremo que fregar suelos.
—No os atreváis a venirme con sermones —le dijo—. Los propietarios de los burdeles se han quejado, y con razón.
—Los pecadores hablan, pero ¿por qué van a escuchar los justos?
—Esos pecadores alimentan las arcas reales —replicó la Reina con brusquedad—: con sus monedas se paga el salario de mis capas doradas y se construyen galeras para defender nuestras orillas. También hay que pensar en el comercio. Si no hubiera burdeles en Desembarco del Rey, los barcos se irían al Valle Oscuro o a Puerto Gaviota. Su Altísima Santidad me prometió paz en mis calles; la prostitución contribuye a mantener esa paz. Si desaparecen las putas, empezarán las violaciones. Por tanto, que Su Altísima Santidad rece en el septo, que es el sitio adecuado.
La Reina había pensado que vería también a Lord Gyles, pero en su lugar se presentó el Gran Maestre Pycelle, con el rostro ceniciento y gesto evasivo, para decirle que Rosby estaba tan débil que no se podía levantar.
—Lamento informaros de que me temo que Lord Gyles se reunirá muy pronto con sus nobles antepasados. Que el Padre lo juzgue con justicia.
«Si Rosby muere, Mace Tyrell y la pequeña reina volverán a intentar imponerme a Garth el Grosero.»
—Lord Gyles lleva años con esa tos, y hasta ahora no lo ha matado —protestó—. Se pasó tosiendo la mitad del reinado de Robert y todo el de Joffrey. Si se está muriendo, será porque alguien quiere verlo muerto.
El Gran Maestre Pycelle parpadeó con incredulidad.
—Alteza... ¿Quién...? ¿Quién podría desear la muerte de Lord Gyles?
—Tal vez su heredero. —«O la pequeña reina»—. Alguna mujer a la que despreció... —«Margaery, Mace y la Reina de las Espinas, ¿por qué no? Gyles se interpone en su camino»—. Algún viejo enemigo. Un enemigo nuevo. Vos.
El anciano palideció.
—V-Vuestra Alteza tiene que estar de broma. He... He purgado a su señoría, lo he sangrado, lo he tratado con cataplasmas e infusiones... Los vapores le proporcionan cierto alivio, y el sueñodulce le aplaca un poco la tos, pero lamento comunicaros que, junto con la sangre, ahora escupe trocitos de pulmón.
—Me da igual. Volved con Lord Gyles e informadlo de que no tiene mi permiso para morirse.
—Como ordene Vuestra Alteza. —Pycelle hizo una reverencia rígida.
Hubo más, más, muchos más, y cada peticionario era más aburrido que el anterior. Aquella noche, cuando por fin hubo terminado con el último, tomó una cena ligera con su hijo.
—Cuando reces antes de acostarte, dales las gracias a la Madre y al Padre por ser aún un niño —le dijo—. Reinar es muy duro. Te aseguro que no te va a gustar. Te picotearán como una bandada de cuervos; cada uno querrá un pedacito de tu carne.
—Sí, madre —dijo con tristeza. Cersei comprendió que se debía a que la pequeña reina le había dicho lo de Ser Loras. Según Ser Osmund, el niño se había echado a llorar. «Es pequeño. Cuando tenga la edad de Joff, se habrá olvidado hasta de la cara de Loras»—. No me importa, de verdad —continuó el niño—. Debería acompañarte todos los días a la corte, para escuchar. Margaery dice...
—Margaery habla demasiado —estalló Cersei—. Me dan ganas de arrancarle la lengua.
—¡No digas eso! —gritó Tommen de repente, con la carita redonda enrojecida—. No le toques la lengua. No la toques a ella. El rey soy yo, no tú.
Se quedó mirándolo con incredulidad.
—¿Qué has dicho?
—Que soy el rey y yo digo a quién hay que arrancarle la lengua, no tú. No dejaré que le hagas daño a Margaery. No te dejaré. ¡Te lo prohíbo!
Cersei lo cogió por la oreja y lo arrastró hasta la puerta mientras se debatía. Ser Boros Blount estaba montando guardia.
—Ser Boros, Su Alteza no sabe comportarse. Tened la amabilidad de acompañarlo a sus aposentos, y llevadle a Pate. Esta vez, que lo azote Tommen personalmente. Que no pare hasta que le sangren las dos nalgas. Si Su Alteza se niega, o si se atreve a protestar, llamad a Qyburn y que le corte la lengua a Pate, para que Su Alteza aprenda el precio de la insolencia.
—Como ordenéis —respondió Ser Boros al tiempo que miraba al Rey, incómodo—. Acompañadme, Alteza, por favor.
Cuando la noche envolvió la Fortaleza Roja, Jocelyn encendió la chimenea de la Reina, mientras Dorcas prendía las velas de los lados de la cama. Cersei abrió la ventana para respirar aire fresco, y vio que las nubes volvían a cubrir las estrellas.
—Qué noche más oscura, Alteza —murmuró Dorcas.
«Sí —pensó—, pero no tanto como en la Bóveda de las Doncellas, ni como en Rocadragón, donde yace Loras Tyrell quemado y sangrando, ni como en las celdas negras que hay bajo el castillo. —La Reina no sabía por qué le había acudido aquello a la cabeza. Estaba decidida a no volver a pensar en Falyse—. Un combate singular. Es culpa de Falyse, por casarse con semejante imbécil. —Según las noticias que llegaban de Stokeworth, Lady Tanda había muerto de un enfriamiento en el pecho provocado por la fractura de cadera. Habían nombrado Lady Stokeworth a Lollys la Lela, y Ser Bronn era el señor—. Tanda muerta, y Gyles agonizante. Menos mal que tenemos al Chico Luna; así no nos quedamos sin bufones. —La Reina sonrió y apoyó la cabeza en la almohada—. Cuando la besé en la mejilla, noté el sabor salado de sus lágrimas.»
Volvió a tener el viejo sueño, el de las tres niñas con capas marrones, una vieja arrugada y una carpa que olía a muerte.
La carpa de la vieja era alta, con cubierta puntiaguda. No quería entrar, igual que no había querido a los diez años, pero las otras niñas la miraban y no podía echarse atrás. En el sueño eran tres, como en la vida real. Jeyne Farman, la gorda, se quedó atrás, como siempre. Ya era raro que hubiera llegado hasta allí. Melara Hetherspoon era más atrevida, mayor y más bonita, aunque pecosa. Las tres se habían puesto la capa de lana basta y se habían cubierto con la capucha después de escabullirse de la cama y cruzar los terrenos del torneo para ir a ver a la hechicera. Melara había oído cuchichear a las criadas; decían que podía maldecir a un hombre o hacer que se enamorara, invocar demonios y predecir el futuro.
En la vida real, las niñas habían llegado jadeantes y risueñas, cuchicheando, tan emocionadas como asustadas. En el sueño era diferente. En el sueño, los pabellones estaban envueltos en sombras; los caballeros y criados con que se cruzaban eran de neblina. Las chicas vagaron un buen rato antes de dar con la carpa de la vieja. Cuando llegaron, todas las antorchas se estaban consumiendo ya. Cersei las observó arrebujarse en las capas y hablar en susurros.
«Marchaos —trató de decirles—. Dad media vuelta. Eso no es para vosotras.»
Pero aunque movía los labios, no le salían las palabras.
La hija de Lord Tywin fue la primera en levantar la cortina de la carpa, seguida de Melara. Jeyne Farman entró la última y trató de esconderse detrás de las otras dos, como hacía siempre.
En el interior reinaba un caos de olores: canela; nuez moscada; pimienta roja, negra y blanca; leche de almendras; cebolla; clavo; citronela; cotizado azafrán, y otras especias aún más escasas. La única luz procedía de un brasero de hierro en forma de cabeza de basilisco, era una iluminación verdosa que hacía que las paredes de la carpa parecieran frías, muertas, podridas. ¿Había sido así en la vida real? Cersei no lo recordaba.
En el sueño, la hechicera estaba durmiendo, igual que en la realidad.
«No la despertéis —quiso gritarles la Reina—. Estúpidas, no se debe despertar a una hechicera dormida.» Pero sin lengua no pudo hacer más que mirar como la niña se quitaba la capa y daba una patada al jergón de la bruja.
—Despierta —dijo—. Queremos que nos leas el futuro.
Cuando Maggy la Rana abrió los ojos, Jeyne Farman lanzó un grito de miedo y huyó de la carpa hacia la noche. Jeyne, regordeta y menuda, tímida e idiota, con su cara rechoncha, siempre asustada hasta de las sombras.
«Pero ella fue la inteligente.» Jeyne seguía viviendo en Isla Bella. Se había casado con un banderizo de su señor hermano y le había dado una docena de hijos.
La anciana tenía los ojos amarillos, con unas costras repugnantes. En Lannisport se comentaba que, cuando su esposo volvió del este con ella, junto con un cargamento de especias, era joven y hermosa, pero los años y la maldad habían dejado sus marcas. Era baja, achaparrada, llena de verrugas, con una papada verdosa. Había perdido todos los dientes, y las tetas le colgaban hasta las rodillas. Al acercarse a ella se percibía el olor de la enfermedad, y cuando habló, su aliento era extraño, fuerte, repulsivo.
—Largo de aquí —les dijo a las niñas con una voz que era como un graznido.
—Hemos venido a que nos leas el futuro —le replicó la pequeña Cersei.
—Largo de aquí —graznó por segunda vez la anciana.
—Nos han dicho que puedes ver el mañana —dijo Melara—. Sólo queremos saber con qué hombres vamos a casarnos.
—Largo de aquí —graznó Maggy por tercera vez.
«Hacedle caso —habría gritado la Reina si tuviera lengua—. Todavía estáis a tiempo. ¡Huid, estúpidas!»
La niña de los bucles dorados se llevó las manos a las caderas.
—Léenos el futuro o se lo diré a mi señor padre y te hará azotar por tu insolencia.
—Por favor —rogó Melara—. Léenos el futuro y nos marcharemos.
—Aquí hay alguien que no tiene futuro —murmuró Maggy con su espantosa voz ronca. Se puso la túnica y les hizo una seña para que se acercaran—. Si no queréis largaros, venid. Estúpidas. Venid, sí. Tengo que probar vuestra sangre.
Melara se puso pálida, pero Cersei no. Una leona no tenía miedo de una rana, por vieja y fea que fuera. Debería haberse marchado; debería haber obedecido; debería haber huido de allí. Sin embargo, cogió el puñal que le tendió Maggy, y se pasó la hoja de hierro mellado por la yema del pulgar. Luego le hizo lo mismo a Melara.
En la penumbra verdosa de la carpa, la sangre parecía más negra que roja. La boca desdentada de Maggy tembló al verla.
—Ven —susurró—, trae aquí.
Cersei le tendió la mano, y la vieja sorbió la sangre con unas encías tan suaves como las de un recién nacido. La Reina aún recordaba lo fría y desagradable que era aquella boca.
—Tres preguntas puedes hacer —dijo la vieja después de beber—. No te van a gustar mis respuestas. Haz las preguntas y lárgate.
«Vete —pensó la Reina en sueños—. No digas nada, vete.» Pero la niña carecía del sentido común suficiente para tener miedo.
—¿Cuándo me casaré con el príncipe? —preguntó.
—Nunca. Te casarás con el rey.
Bajo los rizos dorados, el rostro de la niña se frunció en un gesto de desconcierto. Durante muchos años pensó que aquellas palabras querían decir que no se casaría con Rhaegar hasta después de la muerte de Aerys, su padre.
—Pero seré reina, ¿verdad? —preguntó la pequeña.
—Sí. —Los ojos amarillos de Maggy tenían un brillo malévolo—. Reina serás... hasta que llegue otra más joven y bella para derrocarte y apoderarse de todo lo que te es querido.
La ira relampagueó en el rostro de la niña.
—Si lo intenta, le diré a mi hermano que la mate. —Ni aun así se detuvo; era una cría testaruda. Todavía le quedaba una pregunta, un atisbo de lo que le esperaba en la vida—. ¿El Rey y yo tendremos hijos? —preguntó.
—Oh, sí. Él, dieciséis; tú, tres.
Aquello no tenía lógica. El corte del pulgar le dolía; la sangre goteaba en la alfombra.
«¿Cómo es posible?», habría querido preguntar, pero ya no le quedaban preguntas.
Sin embargo, la anciana no había terminado con ella.
—De oro serán sus coronas y de oro sus mortajas —le dijo—. Y cuando las lágrimas te ahoguen, el valonqar te rodeará el cuello blanco con las manos y te arrebatará la vida.
—¿Qué es un valonqar? ¿Una especie de monstruo? —A la niña de pelo dorado no le habían gustado las profecías—. Eres una mentirosa, una rana con verrugas, una vieja maloliente, no me creo ni una palabra. Vámonos, Melara. No vale la pena escucharla.
—A mí también me tocan tres preguntas —insistió su amiga. Cersei la agarró por el brazo, pero ella se liberó y se volvió hacia la vieja—. ¿Me casaré con Jaime? —preguntó de sopetón.
«Qué imbécil —pensó la Reina, furiosa pese a los años transcurridos—. Jaime no sabe ni que existes». En aquellos tiempos, su hermano sólo vivía para las espadas, los perros, los caballos... y para ella, su melliza.
—Ni con Jaime ni con nadie —replicó Maggy—. Los gusanos devorarán tu virginidad. Tu muerte está aquí esta noche, niña. ¿No la hueles? Está muy cerca.
—La única que huele aquí eres tú —dijo Cersei.
A su lado tenía una mesa, y en ella, un tarro con una pócima espesa. La cogió y se la tiró a la anciana a los ojos. En la vida real, la vieja le gritó en un extraño idioma extranjero y las maldijo mientras huían de la carpa. Pero en el sueño, su rostro se disolvió, se fundió con los jirones de neblina gris hasta que sólo quedaron los ojos amarillos entrecerrados, los ojos de la muerte.
«El valonqar te rodeará el cuello con las manos», oyó la Reina, pero no era la voz de la anciana. Las manos salieron de la neblina de su sueño y se cerraron en torno a su cuello. Manos gruesas, manos fuertes. Por encima de ellas flotaba su rostro, que la miraba burlón desde arriba con ojos dispares. «No», trató de gritar la Reina, pero los dedos del enano se le hundieron en la carne y ahogaron sus protestas. Chilló y pataleó, pero no sirvió de nada. Pronto empezó a emitir los mismos sonidos que su hijo, el espantoso pitido al intentar respirar que había marcado los últimos momentos de Joff.
Se despertó en la oscuridad, jadeante, con la colcha enroscada en torno al cuello. Cersei se liberó de ella con tal violencia que la desgarró, y se incorporó sentada, con el pecho agitado.
«Ha sido un sueño —se dijo—, un sueño antiguo y una colcha enredada, nada más.»
Taena volvía a pasar la noche con la pequeña reina, así que quien dormía a su lado era Dorcas. La Reina la agitó por el hombro con brusquedad.
—Despierta, ve a buscar a Pycelle. Supongo que está con Lord Gyles. Que suba de inmediato.
Todavía medio dormida, Dorcas salió de la cama y se tambaleó por la estancia en busca de su ropa; sus pisadas hacían crujir la paja del suelo.
Al cabo de varios siglos, el Gran Maestre Pycelle entró arrastrando los pies. Se detuvo ante ella con la cabeza inclinada, parpadeando y esforzándose por contener los bostezos. Parecía como si el peso de la enorme cadena de maestre que llevaba en torno al cuello arrugado estuviera a punto de hacerlo caer. Pycelle había sido viejo desde que Cersei lo recordaba, pero hubo un tiempo en que también fue magnífico: digno, con atuendos opulentos y una cortesía exquisita. La poblada barba blanca le había proporcionado un aura de sabiduría. Pero Tyrion se la había afeitado, y lo que le había crecido en su lugar eran unos patéticos mechones de pelo fino y quebradizo, con los que trataba de esconder la papada sonrosada.
«No es un hombre —pensó—; son sus restos. Las celdas negras le arrebataron toda la fuerza. Bueno, con ayuda de la navaja del Gnomo.»
—¿Cuántos años tenéis? —preguntó Cersei con tono brusco.
—Ochenta y cuatro, si a Vuestra Alteza le parece bien.
—Me parecería mejor un hombre más joven.
El anciano se pasó la lengua por los labios.
—Sólo tenía cuarenta y dos cuando el Cónclave me hizo llamar. Kaeth tenía ochenta cuando lo eligieron, y Ellendor iba a cumplir los noventa. La carga pudo con ellos; ambos murieron en menos de un año. El siguiente fue Merion. Sólo tenía sesenta y seis años, pero murió de un enfriamiento cuando venía a Desembarco del Rey. Después de aquello, Aegon le pidió a la Ciudadela que enviara a alguien más joven. Fue el primer rey al que serví.
«Y Tommen será el último.»
—Necesito que me deis una pócima. Algo que me ayude a dormir.
—Una copa de vino antes de acostaros puede...
—Ya he bebido vino, cretino descerebrado. Quiero algo más fuerte, que no me deje soñar.
—¿Vuestra Alteza...? ¿Vuestra Alteza no quiere soñar?
—¿Qué acabo de deciros? ¿Es que tenéis las orejas tan reblandecidas como la polla? ¿Vais a traerme una pócima, o tendré que ordenarle a Lord Qyburn que rectifique otro de vuestros fracasos?
—No. No hay necesidad de involucrar a ese... De involucrar a Qyburn. Dormir sin soñar. Os traeré una pócima.
—Muy bien. Retiraos. —Pero cuando se dirigía hacia la puerta, lo llamó otra vez—. Una cosa más. ¿Qué os enseñan en la Ciudadela sobre las profecías? ¿Es posible predecir el futuro?
El anciano titubeó. Se llevó al pecho una mano arrugada, para acariciarse la barba que ya no tenía.
—¿Es posible predecir el futuro? —repitió lentamente—. Tal vez. En los antiguos libros hay ciertos hechizos... Pero Vuestra Alteza debería hacerse otra pregunta: ¿Se debe predecir el futuro? Y la respuesta es no. Hay puertas que deben permanecer cerradas.
—Aseguraos de cerrar la mía cuando salgáis. —Debería haberse imaginado que su respuesta iba a ser tan inútil como él.
A la mañana siguiente desayunó con Tommen. El niño se mostró mucho más dócil; al parecer, lo de administrar el castigo a Pate había dado resultado. Tomaron huevos fritos, pan frito, panceta y unas naranjas sanguinas recién llegadas de Dorne por barco. Los gatitos de su hijo estaban con él. Al verlos juguetear en torno a sus pies, Cersei se sintió un poco mejor.
«A Tommen no le sucederá nada malo mientras yo viva.» Si hacía falta, mataría a la mitad de los señores y a todo el pueblo de Poniente con tal de mantenerlo a salvo.
—Ve con Jocelyn —le dijo cuando terminaron.
Luego mandó llamar a Qyburn.
—¿Sigue viva Lady Falyse?
—Está viva, sí. Aunque quizá no demasiado... cómoda.
—Entiendo. —Cersei meditó un instante—. Ese tal Bronn... La verdad, no me gusta tener un enemigo tan cerca. Todo su poder le viene de Lollys. Pero si nos presentáramos con su hermana mayor...
—Por desgracia, me temo que Lady Falyse ya no será capaz de gobernar Stokeworth —respondió Qyburn—. Ni siquiera de comer por sí misma. Me complace deciros que he descubierto muchas cosas gracias a ella, pero el conocimiento tiene su precio. Espero no haberme sobrepasado en el cumplimiento de vuestras instrucciones.
—No.
Fuera cual fuera su plan, ya era demasiado tarde. No tenía sentido dar más vueltas a esas cosas.
«Más vale que muera —se dijo—. No querrá seguir viviendo sin su marido. Era un imbécil, pero parecía encariñada con él.»
—Hay otra cosa. Anoche tuve un sueño terrible.
—Todos los sufrimos de cuando en cuando.
—Este sueño tiene que ver con una bruja a la que fui a ver de niña.
—¿Una bruja de los bosques? Por lo general son inofensivas. Tienen algunos conocimientos de las hierbas y saben hacer de matronas, pero...
—Era mucho más que eso. Medio Lannisport acudía a ella en busca de amuletos y pócimas. Era madre de un señor menor, un comerciante rico al que mi abuelo había otorgado un título. El padre de este señor la había conocido en un viaje por el este. Unos decían que ella lo hechizó; otros, que le bastó con la magia que tenía entre los muslos. No siempre había sido repulsiva, o eso se decía. No recuerdo su nombre. Era muy largo, oriental, sonaba raro. La gente del pueblo la llamaba Maggy.
—¿Maegi?
—¿Así lo pronunciáis vos? Esa mujer chupaba una gota de sangre del dedo y decía qué depararía el futuro.
—La magia de sangre es la forma más negra de hechicería. Hay quien dice que también es la más poderosa.
No era lo que Cersei quería oír.
—Esa maegi me hizo varias profecías. Al principio me reí de ellas, pero... Predijo la muerte de una de mis doncellas. En aquel momento era una niña de once años, saludable como una potrilla, y vivía a salvo en la Roca. Pero poco después se cayó en un pozo y se ahogó.
Melara le había suplicado que no hablaran jamás de lo que habían oído en la carpa de la maegi.
«Si no volvemos a hablar de eso, se nos olvidará, se convertirá en una pesadilla que tuvimos —decía—. Las pesadillas nunca se hacen realidad.» Por aquel entonces eran tan jóvenes que aquello les sonó casi razonable.
—¿Aún echáis de menos a vuestra amiga de la infancia? —preguntó Qyburn—. ¿Eso es lo que os preocupa, Alteza?
—¿Melara? No. Apenas me acuerdo de su cara. Es que... La maegi sabía cuántos hijos iba a tener, y también lo de los bastardos de Robert. Años antes de que engendrara al primero, ella ya lo sabía. Me prometió que sería reina, pero dijo que llegaría otra... «Más joven y bella», me dijo... Otra reina que me arrebataría todo lo que me era querido.
—¿Y queréis impedir que se cumpla esa profecía?
«Más que nada en el mundo», pensó.
—¿Es posible?
—Oh, sí. No lo dudéis.
—¿Cómo?
—Me parece que Vuestra Alteza ya lo sabe.
Era verdad.
«Lo supe desde el principio —pensó—. Incluso cuando estábamos en la carpa. "Si lo intenta, le diré a mi hermano que la mate".»
Pero saber qué había que hacer era una cosa, y saber cómo hacerlo, otra muy diferente. Ya no podía confiar en Jaime. Una enfermedad repentina sería lo mejor, pero los dioses rara vez eran tan serviciales.
«Entonces, ¿cómo? ¿Un cuchillo, una almohada, una copa de veneno de corazón?» Todos los métodos tenían inconvenientes. Si un anciano moría mientras dormía, nadie sospechaba, pero si una muchacha de dieciséis años aparecía muerta en su cama, habría preguntas, y muy incómodas. Además, Margaery no dormía sola nunca. Incluso entonces, mientras Ser Loras agonizaba, estaba rodeada de espadas día y noche.
«Pero las espadas tienen dos filos. Los mismos que la guardan podrían acabar con ella. —Las pruebas tenían que ser tan abrumadoras que ni el señor padre de Margaery tuviera más remedio que acceder a su ejecución. No sería sencillo—. Sus amantes no confesarán; saben que perderían la cabeza, igual que ella. A menos que...»
Al día siguiente, la Reina bajó al patio para ir al encuentro de Osmund Kettleblack, que estaba entrenándose con uno de los gemelos Redwyne. No habría sabido decir cuál, pues nunca había podido distinguirlos. Contempló el baile de espadas durante un rato; luego se llevó aparte a Ser Osmund.
—Pasead un rato conmigo y decidme la verdad. Nada de fanfarronadas, ni de que un Kettleblack vale el triple que cualquier otro caballero. Muchas cosas dependen de vuestra respuesta. Vuestro hermano Osney... ¿Qué tal maneja la espada?
—Bien. Ya lo habéis visto. No es tan fuerte como Osfryd ni como yo, pero es rápido y letal.
—Si llegara el momento, ¿podría derrotar a Ser Boros Blount?
—¿Boros el Barrigas? —Ser Osmund soltó una risita—. ¿Cuántos años tiene? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? Está borracho la mitad del tiempo, y cuando está sobrio sigue estando gordo. Si alguna vez le gustó la batalla, ya no. Sí, Alteza, si hubiera que matar a Ser Boros, a Osney le resultaría fácil. ¿Por qué? ¿Boros ha cometido alguna traición?
—No —replicó ella.
«Pero Osney sí.»
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