El Caballero Manchado
La noche era demasiado fría incluso para la estación otoñal. Un viento fuerte y húmedo soplaba en los callejones y levantaba el polvo que se había posado durante el día.
«Viento del norte, viene con hielo.»
Ser Arys Oakheart se subió la capucha para cubrirse el rostro. No le convenía que lo reconocieran. Quince días atrás habían asesinado a un comerciante en la ciudad de la sombra; era un hombre inofensivo que había acudido a Dorne a comprar fruta y, en vez de dátiles, había encontrado la muerte. Su único crimen era proceder de Desembarco del Rey.
«La turba habría encontrado un enemigo más duro en mí.» En aquel momento casi habría agradecido que lo atacaran. Se le escapó la mano para acariciar el pomo de la espada larga que le colgaba semioculta entre los pliegues de las túnicas de lino; la exterior, con tiras color turquesa e hileras de soles dorados; la naranja, más ligera, debajo. El atuendo dorniense era cómodo, pero su padre se habría escandalizado de haber vivido para ver a su hijo vestido de aquella guisa. Había nacido en el Dominio y los dornienses eran sus enemigos históricos, como atestiguaban los tapices que colgaban de las paredes de Roble Viejo. Arys sólo tenía que cerrar los ojos para volver a verlos: Lord Edgerran el Generoso, sentado en todo su esplendor, con las cabezas de cien dornienses amontonadas a sus pies; las Tres Hojas en el Paso del Príncipe, traspasadas por lanzas dornienses; Alester, que soplaba el cuerno de batalla con su último aliento; Ser Olyvar, el Roble Verde, todo de blanco, agonizando al lado del Joven Dragón.
«Dorne no es lugar adecuado para ningún Oakheart.»
Ya antes de la muerte del príncipe Oberyn, el caballero se sentía inquieto siempre que se alejaba de Lanza del Sol para adentrarse por los callejones de la ciudad de la sombra. Sentía constantemente que las miradas se clavaban en él, miradas de ojos dornienses, pequeños y negros, cargados de hostilidad mal disimulada. Los tenderos hacían lo posible por engañarlo, y a veces se preguntaba si los taberneros no escupirían en sus bebidas. En cierta ocasión, un grupo de críos andrajosos se dedicó a tirarle piedras hasta que desenvainó la espada y los espantó. La muerte de la Víbora Roja había exaltado aún más a los dornienses, aunque las calles se habían tranquilizado algo después de que el príncipe Doran confinara en una torre a las Serpientes de Arena. Aun así, lucir abiertamente la capa blanca en la ciudad de la sombra sería como ir pidiendo a gritos que lo atacaran. Llevaba tres prendas: dos de lana, una ligera y otra gruesa, y la tercera era una fina camisa de seda blanca. Pero sin capa se sentía desnudo.
«Más vale desnudo que muerto —se dijo—. Aun sin capa, sigo siendo un caballero de la Guardia Real. Ella lo tiene que respetar. Tengo que hacérselo entender.»
No debería haberse dejado meter en aquello, pero, como decía el bardo, el amor puede volver estúpido a cualquier hombre.
A menudo, la ciudad de la sombra de Lanza del Sol parecía desierta durante las horas de más calor, cuando sólo las moscas zumbonas se movían por las calles polvorientas, pero las calles cobraban vida en cuanto anochecía. Ser Arys oyó una música tenue que se colaba por las ventanas con persianas bajo las que pasaba; en alguna parte, los tambores marcaban el ritmo rápido de un baile de la lanza, haciendo palpitar la noche. En el punto donde se encontraban tres callejones, al pie de la segunda de las Murallas Serpenteantes, una muchacha de una casa de mancebía, ataviada sólo con joyas y ungüentos, lo llamó desde un balcón. El caballero le lanzó una mirada, encorvó los hombros y siguió avanzando contra el viento.
«Los hombres somos tan débiles... El cuerpo traiciona hasta al más noble.» Pensó en el rey Baelor el Santo, que ayunaba hasta el punto de desmayarse para someter las pasiones que lo avergonzaban. ¿Debería él hacer lo mismo?
Un hombre bajo estaba ante un portal, asando en un brasero unos trozos de serpiente a los que daba vueltas con unas pinzas de madera. El olor penetrante de las salsas hizo que se le saltaran las lágrimas. Tenía entendido que la mejor salsa de serpiente llevaba, además de semillas de mostaza y guindillas de dragón, una gota de veneno. Myrcella se había adaptado a la cocina local tan deprisa como a su príncipe dorniense, y de cuando en cuando, Ser Arys probaba algún plato sólo para complacerla. La comida le abrasaba la boca y lo obligaba a beber vino, pero en la salida picaba aún más que en la entrada. En cambio, a su princesita le encantaba.
La había dejado en sus habitaciones, inclinada ante un tablero de juego frente al príncipe Trystane, moviendo las piezas ornamentadas por las casillas de jade, cornalina y lapislázuli. Myrcella, concentrada, tenía los carnosos labios entreabiertos y los verdes ojos entrecerrados. El juego se llamaba sitrang. Había llegado a la Ciudad de los Tablones en una galera mercante procedente de Volantis, y los huérfanos lo habían difundido a lo largo del Sangreverde. En la corte dorniense, todo el mundo estaba enloquecido con él.
A Ser Arys le ponía los nervios de punta. Había diez piezas diferentes, cada una con sus poderes y atributos, y el juego cambiaba de partida en partida, en función de cómo distribuyera sus casillas cada jugador. El príncipe Trystane se había aficionado enseguida, y Myrcella se aprendió las reglas para poder jugar con él. Aún no había cumplido once años, mientras que su prometido tenía trece, y pese a ello, últimamente ganaba a menudo. A Trystane no parecía molestarle. Los dos niños eran diferentes a más no poder: él, con la piel aceitunada y el pelo lacio y negro; ella, pálida como la leche y con una mata de rizos dorados; clara y oscuro, igual que la reina Cersei y el rey Robert. El caballero les pedía a los dioses que Myrcella tuviera con su muchacho dorniense más alegrías que las que había recibido su madre de su señor de la tormenta.
No le gustaba dejarla sola, aunque sabía que en el castillo estaba a salvo. En la torre del Sol sólo había dos puertas que dieran acceso a las habitaciones de Myrcella, y Ser Arys tenía apostados a dos hombres ante cada una de ellas; eran guardias de la Casa Lannister, que habían llegado con él desde Desembarco del Rey, hombres curtidos en combate, duros y leales hasta la médula. Myrcella también tenía a sus doncellas y a la septa Eglantine, y al príncipe Trystane lo protegía su escudo juramentado, Ser Gascoyne del Sangreverde.
«Nadie la molestará —se dijo—, y en menos de quince días nos habremos marchado.»
Eso le había prometido el príncipe Doran. Arys se había llevado una desagradable sorpresa al ver lo envejecido y enfermo que estaba el dorniense, pero no dudaba de su palabra.
—Siento no haber podido conoceros hasta ahora, ni haber recibido a la princesa Myrcella —le había dicho Martell a Arys cuando lo recibió en sus estancias—. Espero que mi hija Aryanne os haya dado una bienvenida adecuada a Dorne, ser.
—Sí, mi príncipe —respondió al tiempo que rezaba para que no lo traicionara el rubor.
—Nuestra tierra es yerma y abrupta, pero no carece de lugares bellos. Nos duele que lo único que hayáis visto de Dorne sea Lanza del Sol, pero mucho me temo que ni vos ni vuestra princesa estaríais a salvo fuera de estos muros. Los dornienses somos un pueblo de sangre ardiente; nos enfurecemos deprisa y tardamos en perdonar. Desearía de todo corazón poder deciros que las Serpientes de Arena eran las únicas que anhelaban la guerra, pero no quiero mentiros, ser. Ya habéis oído a mi gente en las calles, gritándome que convoque a las lanzas. Mucho me temo que es lo mismo que desea la mitad de mis señores.
—¿Y vos, mi príncipe? —se atrevió a preguntar el caballero.
—Hace mucho, mi madre me enseñó que sólo los locos libran batallas perdidas. —Si la brusquedad de la pregunta lo había ofendido, el príncipe Doran disimuló bien—. Pero esta paz es frágil... Tan frágil como vuestra princesa.
—Sólo un animal le haría daño a una niña.
—Mi hermana Elia también tenía una niña. Se llamaba Rhaenys. Y también era una princesa. —El príncipe suspiró—. Los que serían capaces de apuñalar a la princesa Myrcella no tienen nada contra ella, igual que Ser Amory Lorch no tenía nada contra Rhaenys cuando la mató, si es que fue él. Sólo quieren obligarme a actuar, porque si la princesa Myrcella fuera asesinada en Dorne estando bajo mi protección, ¿quién prestaría oídos a mis explicaciones?
—Nadie le hará ningún daño a Myrcella mientras yo viva.
—Noble juramento —replicó Doran Martell con un atisbo de sonrisa—, pero sólo sois un hombre, ser. Tenía la esperanza de que encerrar a mis testarudas sobrinas contribuyera a calmar las aguas, pero lo único que hemos conseguido es que las cucarachas vuelvan a esconderse bajo las alfombras. Todas las noches los oigo susurrar mientras afilan los cuchillos.
«Tiene miedo —comprendió Ser Arys en aquel momento—. ¡Pero si le están temblando las manos! El príncipe de Dorne está aterrado.» Se quedó sin palabras.
—Tenéis que disculparme, ser —continuó el príncipe Doran—. Estoy delicado de salud, y a veces... A veces, Lanza del Sol me agota con tanto ruido, tanta suciedad, estos olores... En cuanto mis deberes me lo permitan tengo intención de regresar a los Jardines del Agua. Y me llevaré a la princesa Myrcella. —Antes de que el caballero pudiera protestar, el príncipe alzó una mano de nudillos rojos e hinchados—. Vos también vendréis. Y su septa, sus doncellas y sus guardias. Los muros de Lanza del Sol son altos, pero tras ellos está la ciudad de la sombra. Cientos de personas entran y salen cada día del castillo. Los Jardines son mi refugio. El príncipe Maron los hizo construir como regalo para su prometida Targaryen, para celebrar el enlace de Dorne con el Trono de Hierro. Allí, el otoño es una estación deliciosa. Los días son cálidos y las noches frescas, y la brisa salada sopla del mar, las fuentes y los estanques. Y hay otros chiquillos de noble cuna. Myrcella tendrá amigos de su edad con los que jugar. No estará sola.
—Como digáis. —Las palabras del príncipe le resonaban en la cabeza.
«Allí estará a salvo.» Pero entonces, ¿por qué le había dicho Doran Martell que no escribiera a Desembarco del Rey para contar lo del traslado? «Myrcella estará más segura si nadie sabe exactamente dónde se encuentra.» Ser Arys se había mostrado de acuerdo, aunque en realidad no tenía otra elección. Era caballero de la Guardia Real, pero, como había dicho el príncipe, sólo era un hombre.
El callejón desembocaba en un patio iluminado por la luna. «Pasando la cerería, una verja y unos peldaños», le había escrito ella. Cruzó la verja y subió por los peldaños hasta llegar ante una puerta.
«¿Debería llamar?» Decidió que no y empujó la puerta, y se encontró en una habitación grande, de techo bajo, penumbrosa, iluminada por un par de velas aromáticas cuyas llamas titilaban en nichos excavados en las gruesas paredes de adobe. Bajo sus sandalias había alfombras myrienses; de una pared pendía un tapiz, y también vio una cama.
—¿Mi señora? —gritó—. ¿Dónde estás?
—Aquí.
Ella salió de entre las sombras que había más allá de la puerta.
Lucía una serpiente ornamentada enroscada en el antebrazo derecho; las escamas de cobre y oro centelleaban cuando se movía. No llevaba nada más.
«No —quiso decirle el caballero—, sólo he venido a decirte que tengo que partir», pero cuando la vio, deslumbrante a la luz de las velas, perdió el habla. Tenía la garganta tan seca como las arenas dornienses. Se quedó en silencio, embriagado ante la gloria de su cuerpo, el hueco de la garganta, los pechos abundantes con grandes pezones oscuros, las curvas exuberantes de la cintura y las caderas. Y de pronto, sin saber cómo, la tenía entre los brazos y ella le estaba quitando la ropa. Cuando llegó a la camisa que llevaba bajo la túnica se la agarró por los hombros y desgarró la seda hasta el ombligo, pero a Arys ya nada le importaba. Sentía la piel suave bajo los dedos, tan cálida como la arena caldeada por el sol dorniense. Le alzó el rostro y buscó sus labios. La boca de la mujer se abrió bajo la suya; sus pechos le llenaron las manos. Sintió como se endurecían los pezones cuando los acarició con los pulgares. Tenía la cabellera espesa y negra, olía a orquídeas, y aquel olor terrenal y oscuro le provocó una erección casi dolorosa.
—Tócame —le susurró la mujer al oído. Él pasó la mano más allá de la suave curva del vientre para buscar el dulce lugar húmedo bajo la mata de vello negro—. Sí, así —murmuró ella mientras introducía un dedo en su interior. Dejó escapar un gemido, lo arrastró hacia la cama y lo hizo tumbarse—. Más, más, sí, mi caballero, mi caballero, mi dulce caballero blanco, sí, sí, a ti, te deseo a ti. —Lo guió hacia su interior y se abrazó a él para atraerlo con más fuerza—. Más —susurró—. Más, sí.
Lo rodeó con unas piernas fuertes como el acero. Sus uñas le arañaron la espalda mientras la embestía, una vez, y otra, y otra, hasta que dejó escapar un grito y arqueó la espalda contra el colchón. Mientras, ella le buscó los pezones con los dedos y se los pellizcó hasta que derramó su semilla en su interior.
«Ahora mismo podría morir feliz», pensó el caballero y, al menos durante unos instantes, estuvo en paz.
No murió.
Su deseo era profundo e infinito como el mar, pero cuando bajaba la marea asomaban los escollos de la vergüenza y la culpa, tan escabrosas como siempre. En ocasiones, las olas las cubrían, pero seguían bajo las aguas, duras, negras, resbaladizas.
«¿Qué estoy haciendo? —se preguntó—. Soy caballero de la Guardia Real.»
Rodó hacia un lado y se quedó tendido, contemplando el techo. Había una grieta enorme que iba de una pared a otra. No se había fijado hasta entonces, igual que no se había fijado en la imagen del tapiz, una escena en la que se veía a Nymeria con sus diez mil barcos.
«Sólo la veo a ella. Podría asomarse un dragón a la ventana, que yo no habría visto más que sus pechos, su rostro, su sonrisa.»
—Hay vino —le susurró contra el cuello. Le pasó una mano por el torso—. ¿Tienes sed?
—No.
Se echó a un lado y se sentó en el borde de la cama. Hacía calor, pero estaba temblando.
—Tienes sangre —dijo ella—. Te he arañado.
Cuando le rozó la espalda, el caballero se estremeció como si sus dedos fueran de fuego.
—No. —Se levantó, desnudo—. Ya basta.
—Tengo un bálsamo. Para los arañazos.
«Pero no para la vergüenza.»
—No es nada. Perdóname, mi señora, tengo que irme.
—¿Tan pronto? —Tenía la voz grave, una boca amplia hecha para susurrar, unos labios carnosos hechos para besar. La cabellera le caía por los hombros desnudos hasta los pechos redondos, negra, espesa, con suaves bucles. Hasta el vello del pubis era rizado y sedoso—. Quédate conmigo esta noche, ser. Todavía tengo muchas cosas que enseñarte.
—Ya he aprendido demasiado de ti.
—Pues en su momento, mis lecciones parecían agradarte. ¿Seguro que no te vas a otra cama, con otra mujer? Dime quién es. Lucharé con ella por ti, a pecho descubierto, cuchillo contra cuchillo. —Sonrió—. A menos que sea una Serpiente de Arena. En ese caso podríamos compartirte; aprecio mucho a mis primas.
—Ya sabes que no hay otra mujer, sólo... mi obligación.
Ella se giró y se apoyó en un codo para mirarlo. Sus grandes ojos negros brillaban a la luz de las velas.
—¿La obligación? ¿Esa zorra vieja? La conozco. Entre las piernas está tan seca como la arena; sus besos hacen sangrar. Que la obligación duerma sola por una vez; quédate conmigo esta noche.
—Mi lugar está en el palacio.
—Con tu otra princesa. —La mujer suspiró—. Me vas a poner celosa. Me parece que la quieres más que a mí. Esa doncella es demasiado joven para ti; lo que necesitas es una mujer, no una niñita, pero si eso te excita, puedo hacerme la inocente.
—No digas esas cosas. —«Recuerda que es dorniense.» En el Dominio se decía que era la comida lo que hacía a los dornienses tan irascibles, y a las dornienses, tan indómitas y lujuriosas. «Las guindillas y las especias extrañas le calientan la sangre, no lo puede evitar»—. Quiero a Myrcella como a una hija. —Nunca podría tener hijas, igual que no podría tener esposa. En su lugar tenía una bonita capa blanca—. Nos marchamos a los Jardines del Agua.
—Algún día —asintió ella—, pero con mi padre todo tarda cuatro veces más de lo que debería. Si dice que tiene intención de partir mañana, no será hasta dentro de quince días. En los Jardines estarás muy solo, te lo aseguro. ¿Dónde está el joven galante que decía que quería pasar el resto de la vida entre mis brazos?
—Cuando dije aquello estaba embriagado.
—Sólo habías tomado tres copas de vino aguado.
—Estaba embriagado de ti. Habían pasado diez años desde... No había tocado a una mujer desde que vestí el blanco. Nunca supe cómo podía ser el amor, pero ahora... Tengo miedo.
—¿Qué puede asustar a mi caballero blanco?
—Temo por mi honor —respondió—, y por el tuyo.
—De mi honor me ocupo yo. —Se llevó un dedo al pecho y se acarició lentamente el pezón—. Y de mi placer también, si hace falta. Soy adulta.
Lo era, no cabía duda. Al verla allí, sobre el colchón de plumas, con aquella sonrisa perversa, tocándose el pecho... ¿Habría otra mujer con unos pezones tan grandes, tan sensibles? No podía ni mirárselos sin que lo dominara el deseo de cogerlos, de lamerlos hasta que estuvieran duros, húmedos, brillantes...
Apartó la vista. Su ropa interior estaba dispersa por las alfombras. El caballero se inclinó para recogerla.
—Te tiemblan las manos —señaló ella—. Me parece que preferirían estar acariciándome. ¿Tanta prisa tienes en ponerte la ropa, ser? Te prefiero tal como estás. En la cama, desnudos, somos nosotros de verdad, un hombre y una mujer, amantes, una sola carne, tan cercanos como pueden estar dos seres humanos. La ropa nos convierte en personas diferentes. Yo prefiero ser carne y sangre, no sedas y joyas, y tú... No eres tu capa blanca.
—Sí lo soy —respondió Ser Arys—. Yo soy mi capa. Y esto tiene que terminar, tanto por tu propio bien como por el mío. Si nos descubrieran...
—Muchos te considerarían afortunado.
—Muchos me considerarían perjuro. ¿Qué pasaría si alguien le contara a tu padre que te he deshonrado?
—Mi padre será muchas cosas, pero nadie lo ha considerado nunca estúpido. El Bastardo de Bondadivina se llevó mi virtud cuando los dos teníamos catorce años. ¿Sabes lo que hizo mi padre cuando se enteró? —Recogió las mantas y se las subió hasta la barbilla para ocultar su desnudez—. Nada. A mi padre se le da muy bien no hacer nada. Lo llama pensar. Dime la verdad, ser, ¿qué te preocupa? ¿Tu deshonra o la mía?
—Las dos. —Era una acusación dolorosa—. Por eso, esta tiene que ser nuestra última vez.
—No es la primera vez que lo dices.
«Es verdad, y lo decía en serio. Pero soy débil; de lo contrario no estaría aquí en este momento.» Eso no se lo podía decir. Presentía que era una de esas mujeres que despreciaban la debilidad. «Tiene más de su tío que de su padre.» Se volvió y encontró la camisa de seda desgarrada en una silla.
—Está destrozada —se quejó—. ¿Cómo me la pongo ahora?
—Al revés —sugirió—. Cuando lleves la túnica no se verá el desgarrón. A lo mejor te la cose tu princesita. ¿O prefieres que te envíe una nueva a los Jardines del Agua?
—No me mandes regalos. —Aquello sólo serviría para llamar la atención. Sacudió la camisa y se la puso con la parte trasera por delante. Sentía la seda fresca contra la piel, aunque se le adhería a la espalda, allí donde tenía los arañazos. Al menos le serviría para volver a palacio—. Lo único que quiero es poner fin a este... Este...
—No eres nada galante, ser. Me hieres. Empiezo a pensar que todas tus palabras de amor eran mentira.
«A ti jamás te podría mentir.» Ser Arys se sintió como si le hubiera abofeteado.
—¿Por qué habría renunciado a mi honra, si no fuera por amor? Cuando estoy contigo... Casi no puedo ni pensar, eres lo que siempre había soñado, pero...
—Las palabras se las lleva el viento. Si me amas, no me dejes.
—Hice un juramento...
—Juraste no casarte ni engendrar hijos. Pues bebo el té de la luna, y sabes que no me puedo casar contigo. —Sonrió—. Aunque me podrías convencer para que te conservara como amante.
—Te estás burlando de mí.
—Un poquito. ¿Crees que eres el único miembro de la Guardia Real que ha amado a una mujer?
—Siempre ha habido hombres con más facilidad para pronunciar juramentos que para mantenerlos —reconoció. A Ser Boros Blount lo conocían bien en la calle de la Seda, y Ser Preston Greenfield solía visitar la casa de cierto mercero cuando estaba de viaje, pero Arys nunca avergonzaría a sus Hermanos Juramentados relatando sus debilidades—. A Ser Terrence Toyne lo encontraron en la cama con la amante de su rey —fue su respuesta—. Juró que era por amor, pero les costó la vida a los dos, y provocó la caída de su Casa y la muerte del caballero más noble que jamás había existido.
—¿Qué me dices de Lucamore el Lujurioso, con sus tres esposas y sus dieciséis hijos? Qué gracia me hace esa canción.
—La verdad no es tan divertida. Mientras vivió, nadie lo llamó nunca Lucamore el Lujurioso. Su nombre era Ser Lucamore Strong, y toda su vida era una mentira. Cuando se descubrió el engaño, sus propios Hermanos Juramentados lo castraron, y el Viejo Rey lo mandó al Muro. Esos dieciséis niños se quedaron en la estacada. No era un caballero de verdad, como tampoco lo era Terrence Toyne.
—¿Y el Caballero Dragón? —Apartó a un lado las mantas y puso los pies en el suelo—. Dices que era el caballero más noble que jamás haya existido, pero se llevó a su reina a la cama y la dejó embarazada.
—Me niego a creerlo —replicó, ofendido—. La historia de la traición del príncipe Aemon con la reina Naerys sólo fue eso, una historia, una mentira que inventó su hermano para apartar a su hijo y favorecer a su propio bastardo. Por algo llamaban el Indigno a Aegon. —Cogió el cinto y se lo abrochó. Le quedaba extraño sobre la seda dorniense de la camisa, pero el peso familiar de la espada larga y el puñal le recordaron quién era, qué era—. No quiero que se me recuerde como Ser Arys el Indigno —declaró—. No mancharé mi capa.
—Claro —replicó ella—. Esa capa blanca tan bonita. Por si no lo recuerdas, mi tío abuelo también la vistió. Murió cuando era pequeña, pero aún me acuerdo de él. Era alto como una torre y solía hacerme cosquillas hasta que me quedaba sin aliento de tanto reírme.
—No tuve el honor de conocer al príncipe Lewyn —respondió Ser Arys—, pero todo el mundo dice que fue un gran caballero.
—Un gran caballero que tenía una amante. Ahora ya es anciana, pero se comenta que de joven era toda una belleza.
«¿El príncipe Lewyn?» Ser Arys no conocía esa historia. Se quedó conmocionado. La traición de Terrence Toyne y los engaños de Lucamore el Lujurioso aparecían reseñados en el Libro Blanco, pero en la página del príncipe Lewyn no se mencionaba a ninguna mujer.
—Mi tío decía siempre que lo que determina la valía de un hombre es la espada que lleva en la mano, no la que tiene entre las piernas —siguió—, así que no me vengas con tonterías de capas manchadas. Lo que te ha deshonrado no es nuestro amor, son los monstruos a los que has servido y los animales a los que llamas hermanos.
Aquello lo hirió en lo más hondo.
—Robert no era ningún monstruo.
—Se encaramó a cadáveres de niños para ascender a su trono —replicó—. Aunque no era tan malo como Joffrey, eso lo reconozco.
«Joffrey.» Había sido un muchacho guapo, alto y fuerte para su edad, pero eso era lo único bueno que se podía decir de él. Ser Arys todavía se avergonzaba al recordar todas las veces que había golpeado a la pequeña Stark por orden del muchacho. Cuando Tyrion lo eligió para que fuera a Dorne con Myrcella, le encendió una vela al Guerrero en gesto de gratitud.
—Joffrey está muerto; el Gnomo lo envenenó. —Nunca habría pensado que el enano fuera capaz de hacer aquello—. Ahora el Rey es Tommen, y no es como su hermano.
—Ni como su hermana.
Era verdad. Tommen era un hombrecito de buen corazón que trataba de comportarse lo mejor que podía, pero la última vez que Arys lo había visto estaba llorando en los muelles. Myrcella no derramó ni una lágrima, y eso que era ella la que abandonaba su tierra y su hogar para sellar una alianza. Sin duda, la princesa era más valiente que su hermano, y también más inteligente y segura de sí misma. Tenía un ingenio más vivo y unos modales más exquisitos. Nada la intimidaba, ni siquiera Joffrey.
«Es verdad, las mujeres son las fuertes.» No pensaba tan sólo en Myrcella, sino también en la madre de la niña, en la suya, en la Reina de las Espinas, en las hermosas y mortíferas Serpientes de Arena de la Víbora Roja y, sobre todo, en la princesa Arianne Martell.
—No digo que te equivoques.
Tenía la voz ronca.
—Claro, ¡porque no puedes! Myrcella está mejor preparada para gobernar...
—Los varones tienen preferencia.
—¿Por qué? ¿Qué dios lo ha decidido? Yo soy la heredera de mi padre. ¿Tengo que renunciar a mis derechos en beneficio de mis hermanos?
—Estás tergiversando mis palabras. Yo no he dicho... Dorne es diferente. En los Siete Reinos nunca ha gobernado una mujer.
—El primer Viserys quería que lo sucediera su hija Rhaenyra, ¿acaso lo niegas? Pero mientras el Rey agonizaba, el Lord Comandante de su Guardia Real decidió que no sería así.
«Ser Criston Cole.» Criston el Hacedor de Reyes había enfrentado a hermano contra hermana y dividido a la Guardia Real, provocando la espantosa guerra que los bardos denominaron la Danza de los Dragones. Algunos decían que lo había hecho por ambición, ya que el príncipe Aegon era más dócil que su voluntariosa hermana mayor; otros le atribuían motivos más nobles y aseguraban que estaba defendiendo la antigua costumbre de los ándalos. Pero hubo quien murmuró que Ser Criston había sido amante de la princesa Rhaenyra antes de vestir el blanco y quería vengarse de la mujer que lo había rechazado.
—El Hacedor provocó una gran desgracia —dijo Ser Arys—, y lo pagó con creces, pero...
—... Pero tal vez los Siete te hayan enviado aquí para que un caballero blanco enderece lo que torció otro. ¿Sabes por qué quiere mi padre llevarse a Myrcella a los Jardines del Agua?
—Para ponerla a salvo de los que quieren hacerle daño.
—No. Para mantenerla lejos de los que quieren coronarla. El príncipe Oberyn, la Víbora en persona, le habría puesto la corona en la cabeza de seguir vivo, pero mi padre no tiene valor. —Se puso en pie—. Dices que quieres a esa niña como si fuera tu propia hija. ¿Permitirías que a tu hija la despojaran de sus derechos y la encarcelaran?
—Los Jardines del Agua no son ninguna cárcel —protestó Ser Arys con debilidad.
—¿Crees que en las cárceles no hay fuentes ni higueras? Pues cuando la niña haya entrado no la dejarán salir jamás. Igual que a ti; Hotah se encargará de eso. No lo conoces como yo. Cuando lo provocan es terrible.
Ser Arys frunció el ceño. El corpulento capitán norvoshi, con el rostro lleno de cicatrices, lo hacía sentir incómodo. Se decía que no se separaba de su enorme hacha ni para dormir.
—¿Qué quieres que haga?
—Lo que has jurado: proteger a Myrcella con tu propia vida. Defenderla... y defender sus derechos. Ponerle una corona en la cabeza.
—¡Hice un juramento!
—A Joffrey, no a Tommen.
—Sí, pero Tommen es un niño de buen corazón. Será mejor rey que Joffrey.
—Pero no mejor que Myrcella. Ella también lo quiere mucho. Sé que no permitirá que le pase nada malo. Bastión de Tormentas le corresponde por derecho, ya que Lord Renly no dejó herederos y Lord Stannis ha caído en desgracia. Con el tiempo heredará también Roca Casterly de su señora madre; será el más grande de los señores del reino... Pero, por derecho, Myrcella debería ocupar el Trono de Hierro.
—La ley... No sé...
—Yo sí. —Cuando se levantó, la mata de cabello negro le cayó como una cascada hasta las nalgas—. Aegon el Dragón creó la Guardia Real y sus votos, pero lo que un rey ha hecho, otro lo puede deshacer, o cambiar. Antes, los miembros de la Guardia Real lo eran de por vida, y aun así, Joffrey echó a Ser Barristan para que su perro pudiera vestir la capa. Myrcella querrá hacerte feliz, y a mí también me aprecia. Si se lo pedimos, nos dará permiso para casarnos. —Arianne lo abrazó y le apoyó la cara contra el pecho. La cabeza le quedaba justo debajo de la barbilla—. Podrás tenerme a mí y también la capa blanca, si eso es lo que quieres.
«Me está destrozando.»
—Ya sabes que sí, pero...
—Soy una princesa de Dorne —le dijo con aquella voz profunda—. No es apropiado que me hagas suplicar.
Ser Arys olió el perfume de su cabello; sintió los latidos de su corazón cuando se apretó contra él. Su cuerpo empezaba a responder a la proximidad. Sin duda, ella también se estaba dando cuenta. Cuando le puso las manos en los hombros, advirtió que temblaba.
—¿Arianne? ¿Princesa mía? ¿Qué te pasa, mi amor?
—¿Es necesario que lo diga, ser? Tengo miedo. Me llamas mi amor, pero me rechazas justo cuando más te necesito. ¿Tan mal está que quiera un caballero que vele por mí?
Nunca la había visto tan desvalida.
—No —dijo—, pero tienes a los guardias de tu padre para protegerte, ¿por qué...?
—Es de los guardias de mi padre de quienes tengo miedo. —Durante un momento, le pareció aún más joven que Myrcella—. Fueron los guardias de mi padre los que encadenaron a mis queridas primas.
—No están encadenadas. Tengo entendido que disfrutan de todas las comodidades.
Ella dejó escapar una carcajada amarga.
—¿Tú las has visto? No me dejan visitarlas, ¿lo sabías?
—Estaban conspirando para provocar una guerra...
—Loreza tiene seis años; Dorea, ocho. ¿Qué guerras pueden provocar? Pero mi padre las ha encerrado con sus hermanas. Ya lo has visto. Llevados por el miedo, hasta los hombres más fuertes pueden hacer cosas que de otra manera no harían, y mi padre no ha sido fuerte nunca. Arys, corazón mío, por el amor que dices que me profesas, escúchame. No soy tan valerosa como mis primas; nací de una semilla más débil, pero Tyene y yo tenemos la misma edad, y hemos sido como hermanas desde muy pequeñas. No hay secretos entre nosotras. Si las pueden encerrar a ellas, a mí también... y por la misma causa. La causa de Myrcella.
—Tu padre no haría eso jamás.
—No conoces a mi padre. Para él he sido una fuente continua de decepciones desde que llegué al mundo sin polla. Ha tratado de casarme media docena de veces con viejos desdentados, cada uno más despreciable que el anterior. Nunca me ordenó que me casara, cierto, pero me ofrece esos pretendientes para demostrar la pobre opinión que tiene de mí.
—Pese a eso, eres su heredera.
—¿Sí?
—Te dejó gobernando en Lanza del Sol cuando se retiró a los Jardines del Agua, ¿no?
—¿Gobernando? No. Dejó como castellano a su primo, Ser Manfrey; a Ricasso, ese viejo ciego, como senescal; a sus alguaciles, a cargo de cobrar los impuestos, y a su tesorero, Alyse Ladybright, de gestionarlos; a sus condestables, a cargo de patrullar la ciudad de la sombra; a sus justicias mayores, a cargo de realizar los juicios, y al maestre Myles, a cargo de responder a todas las cartas que no requiriesen la atención personal del príncipe. Y por encima de todos ellos puso a la Víbora Roja. Mi cometido eran los banquetes, las fiestas y la recepción de invitados distinguidos. Oberyn iba a los Jardines del Agua una vez por semana; a mí me llamaba dos veces al año. No soy la heredera que quiere mi padre; eso lo ha dejado muy claro. Nuestras leyes lo obligan, pero preferiría que lo sucediera mi hermano, estoy segura.
—¿Tu hermano? —Ser Arys le llevó una mano a la barbilla y le levantó la cabeza para mirarla a los ojos—. No te referirás a Trystane; no es más que un niño.
—No, Trys no. Quentyn. —Tenía los ojos osados y negros como el pecado, resueltos—. Conozco la verdad desde que tenía catorce años, desde un día en que fui a las habitaciones de mi padre para darle las buenas noches y me encontré con que no estaba. Más adelante supe que mi madre lo había hecho llamar. Se había dejado una vela encendida, y cuando fui a apagarla vi que al lado había una carta inacabada, dirigida a mi hermano Quentyn, que estaba en Palosanto. Mi padre le decía que tenía que hacer todo lo que le dijeran el maestre y el maestro de armas, «porque algún día ocuparás mi lugar y gobernarás sobre todo Dorne, y un gobernante debe ser fuerte en cuerpo y espíritu». —Una lágrima resbaló por la suave mejilla de Arianne—. Palabras de mi padre, escritas por su propia mano. Se me grabaron a fuego en la memoria. Aquella noche lloré hasta que me quedé dormida. Las noches siguientes, también.
Ser Arys aún no conocía a Quentyn Martell. Lord Yronwood había criado al príncipe desde edad muy temprana. El niño le había servido como paje y después como escudero; incluso recibió de sus manos el ordenamiento como caballero, en vez de que lo armara la Víbora Roja. «Si fuera padre, yo también querría que me sucediera un hijo varón», pensó, pero había oído el dolor en la voz de Arianne, y sabía que, si lo decía, la perdería.
—Quizá lo interpretaras mal —le dijo—. No eras más que una niña. Tal vez el príncipe sólo lo decía para animar a tu hermano y que fuera más diligente.
—¿Eso crees? Entonces, dime, ¿dónde está Quentyn ahora mismo?
—El príncipe se encuentra con el ejército de Lord Yronwood, en el Sendahueso —respondió Arys con cautela. Eso le había dicho el anciano castellano de Lanza del Sol cuando llegó a Dorne. La versión del maestre de la barba sedosa coincidía.
Arianne no estaba de acuerdo.
—Eso quiere mi padre que creamos, pero tengo amigos que me dan una versión muy diferente. Mi hermano ha cruzado el mar Angosto en secreto, haciéndose pasar por un vulgar mercader. ¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Puede haber cien motivos.
—O sólo uno. ¿Sabías que la Compañía Dorada ha roto su contrato con Myr?
—Como si fuera la primera vez que unos mercenarios rompen su contrato.
—La Compañía Dorada no. «Nuestra palabra vale tanto como el oro»: es su consigna desde tiempos de Aceroamargo. Myr está a punto de entrar en guerra con Lys y Tyrosh. ¿Por qué romper un contrato que ofrecía la perspectiva de buenos salarios y saqueos abundantes?
—Tal vez Lys le ofreciera un mejor sueldo. O Tyrosh.
—No —replicó ella—. Eso me lo podría creer de cualquiera de las otras compañías libres; la mayoría cambiaría de bando por media moneda de hierro. La Compañía Dorada es diferente. Es una hermandad de exiliados e hijos de exiliados, unida por el sueño de Aceroamargo. Quiere oro, sí, pero también un hogar. Lord Yronwood lo sabe tan bien como yo. Sus antepasados cabalgaron con Aceroamargo durante tres de las Rebeliones de los Fuegoscuro. —Cogió la mano de Ser Arys y entrelazó los dedos con los suyos—. ¿Has visto alguna vez el escudo de la Casa Toland de Colina Fantasma?
El caballero tuvo que pensar un instante.
—¿Un dragón que se muerde la cola?
—El dragón es el tiempo. No tiene principio ni fin, así que todo transcurre en círculo. Anders Yronwood es Criston Cole renacido. Susurra al oído de mi hermano que debería ser él quien gobernara después de mi padre, que no está bien que los hombres se arrodillen ante las mujeres... Y que Arianne, sobre todo, es la menos indicada para gobernar porque es una furcia testaruda. —Se echó el pelo hacia atrás en gesto desafiante—. Así que tus dos princesas comparten una causa común, ser... Al igual que comparten a un caballero que dice amarlas a las dos, pero que no está dispuesto a luchar por ellas.
—Os defenderé. —Ser Arys se dejó caer sobre una rodilla—. Es cierto que Myrcella es la mayor y está mejor preparada para llevar la corona. ¿Quién defenderá sus derechos si no lo hace su Guardia Real? Mi espada, mi vida, mi honor le pertenecen... Igual que a ti, alegría de mi corazón. Juro que nadie te robará lo que te corresponde por derecho de nacimiento mientras yo tenga fuerzas para blandir una espada. Soy tuyo. ¿Qué quieres de mí?
—Todo. —Se arrodilló para besarle los labios—. Todo, mi amor, mi amor verdadero, mi amor eterno. Pero antes...
—Pide lo que quieras y será tuyo.
—... Myrcella.
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