EL HOMBRE AHOGADO
Aeron Greyjoy no volvió a la orilla para ponerse la ropa hasta que tuvo las piernas y los brazos entumecidos de frío.
Había huido de Ojo de Cuervo como si todavía fuera la criatura débil de antaño, pero cuando las olas rompieron sobre su cabeza, le recordaron una vez más que aquel hombre había muerto.
«Renací del mar, más duro, más fuerte.» Ningún mortal podía asustarlo, igual que no lo asustaba la oscuridad... ni los huesos del alma, los huesos grises y tenebrosos de su alma. «El sonido de una puerta que se abre, el chirrido de una bisagra oxidada.»
La túnica del sacerdote crujió cuando se la puso; aún estaba rígida de la sal de su último lavado, hacía ya dos semanas. La lana se le pegó al pecho mojado y se bebió el salitre que le goteaba del pelo. Llenó el pellejo de agua y se lo colgó del hombro.
Mientras recorría la playa, un hombre ahogado que volvía de responder a la llamada de la naturaleza tropezó con él en la oscuridad.
—Pelomojado —murmuró. Aeron le puso una mano en la cabeza, lo bendijo y siguió adelante.
El suelo empezó a elevarse bajo sus pies, al principio poco a poco, luego de manera más pronunciada. Cuando sintió el tacto de la hierba entre los dedos supo que había dejado atrás la playa. Siguió ascendiendo sin dejar de escuchar el sonido de las olas.
«El mar nunca se fatiga. Yo también he de ser así, incansable.»
En la cima de la colina, cuarenta y cuatro monstruosas costillas de piedra se alzaban del suelo como gigantescos troncos de árboles blancuzcos. Su sola visión le aceleró el pulso. Nagga había sido el primer dragón marino, el más poderoso que jamás se había alzado de entre las olas. Se alimentaba de krákens y leviatanes, y su ira ahogaba islas enteras, pero el Rey Gris lo había matado y el Dios Ahogado había transformado sus huesos en piedra, para que los hombres nunca dejaran de maravillarse ante el valor del primero entre los reyes. Las costillas de Nagga se convirtieron en las vigas y columnas de su sala, y en sus mandíbulas situó su trono.
«Reinó aquí durante mil siete años —rememoró Aeron—. Aquí se desposó con una sirena y planeó las batallas contra el Dios de la Tormenta. Desde aquí gobernó sobre la piedra y la sal, siempre con túnicas de algas trenzadas y una alta corona blanca confeccionada con los dientes de Nagga.»
Pero aquello se remontaba al amanecer de los tiempos, cuando todavía había hombres poderosos que habitaban la tierra y el mar. Entonces, el fuego viviente de Nagga, dominado por el Rey Gris, caldeaba la sala. De sus paredes colgaban hermosos tapices tejidos con algas plateadas. Los guerreros del Rey Gris celebraban banquetes gracias a la generosidad del mar; comían en una mesa en forma de gigantesca estrella marina, sentados en tronos tallados en madreperla.
«Ya no queda nada de la antigua gloria.» Los hombres eran más pequeños y su vida se había acortado. El Dios de la Tormenta ahogó el fuego de Nagga tras la muerte del Rey Gris; las sillas y los tapices fueron robados; el techo y las paredes se pudrieron. Hasta el gran trono de colmillos del Rey Gris fue engullido por el mar. Sólo perduraban los huesos de Nagga, para recordar a los hijos del hierro las maravillas que habían existido. «Ya basta», pensó Aeron Greyjoy.
En la cima pedregosa de la colina había tallados nueve peldaños anchos. Más allá se alzaban las colinas inhóspitas de Viejo Wyk, y más lejos, las montañas negras, hostiles. Aeron se detuvo donde otrora habían estado las puertas, quitó el corcho del pellejo, bebió un trago de agua salada y se volvió para contemplar el mar.
«Nacimos del mar y al mar hemos de volver. —Pese a la distancia le llegaba el rumor incesante de las olas, y sentía el poder del dios que moraba bajo las aguas. Se dejó caer de rodillas—. Me has enviado a tu pueblo —rezó—. Han salido de sus salones y de sus chozas, de sus castillos y sus fortalezas, y han venido aquí, a los huesos de Nagga, procedentes de cada aldea de pescadores, de cada valle recóndito. Ahora, concédeles la sabiduría para reconocer al verdadero rey cuando se presente ante ellos, y la fuerza para rechazar al falso.» Rezó durante toda la noche, porque cuando el dios estaba en él, Aeron Greyjoy no necesitaba dormir, igual que no necesitan dormir las olas ni los peces del mar.
Las nubes oscuras huyeron espoleadas por el viento cuando las primeras luces llegaron a hurtadillas al mundo. El cielo negro se tornó gris como la pizarra; el mar negro se volvió gris verdoso. Las montañas negras de Gran Wyk, al otro lado de la bahía, se tiñeron de los tonos azules y verdosos de los pinos soldado. Mientras el color regresaba al mundo, un centenar de estandartes empezó a ondear. Aeron contempló el pez plateado de los Botley, la luna ensangrentada de los Wynch, los árboles verde oscuro de los Orkwood. Vio cuernos de guerra, vio leviatanes, vio guadañas, vio krákens por doquier, enormes y dorados. Bajo ellos empezaban a moverse los siervos y las esposas de sal, que removían las ascuas para devolver la vida a las hogueras y destripaban pescados para el desayuno de capitanes y reyes. La luz del amanecer acarició la playa pedregosa; vio como los hombres despertaban, apartaban las mantas de piel de foca y pedían el primer cuerno de cerveza del día.
«Bebed, bebed —pensó—, porque hoy tenemos que cumplir la misión del dios.»
El mar también se agitaba. Las olas se hicieron más grandes bajo el impulso del viento; mandaban nubes de espuma que rompían contra los barcoluengos.
«El Dios Ahogado se despierta», pensó Aeron. Oía su voz que brotaba desde las profundidades del mar.
«Hoy estaré contigo, a tu lado, porque eres mi siervo fuerte y leal —decía la voz—. Ningún impío se sentará en mi Trono de Piedramar.»
Fue allí, bajo el arco de las costillas de Nagga, donde sus hombres ahogados lo encontraron erguido, adusto, con la larga cabellera negra agitada por el viento.
—¿Es la hora? —preguntó Rus.
—Es la hora —asintió Aeron—. Adelante, convocadlos a todos.
Los hombres ahogados esgrimieron los garrotes de madera de deriva y empezaron a entrechocarlos al tiempo que caminaban colina abajo. Otros se les unieron, y pronto, el clamor se extendió por toda la costa. El estruendo era aterrador, como si un centenar de árboles se atacaran con las ramas. Los tambores empezaron a batir también, bum-bum-bum-bum-bum-bum, bum-bum-bum-bum-bum-bum. Sonó un cuerno de guerra, luego otro. AAAAAAuuuuuuuuuuuuuuuuuu.
Los hombres se apartaron de las hogueras para dirigirse hacia los huesos de la sala del Rey Gris. Fueron todos: remeros, timoneles, fabricantes de velas, armadores, los guerreros con sus hachas y los pescadores con sus redes. Algunos tenían siervos que los atendían; algunos tenían esposas de sal. Otros, que habían navegado a menudo a las tierras verdes, tenían maestres, bardos y caballeros. Los hombres sin categoría se agrupaban en semicírculo en torno a la base de la colina, con los siervos, los niños y las mujeres detrás. Los capitanes y los reyes ascendieron por la ladera. Aeron Pelomojado vio al alegre Sigfry Stonetree, a Andrik el Taciturno, al caballero Ser Harras Harlaw... Lord Baelor Blacktyde, con su capa de marta, estaba al lado de Stonehouse, con sus desastradas pieles de foca. La altura de Victarion lo hacía destacar por encima de todos, excepto de Andrik. Su hermano no llevaba yelmo, pero sí el resto de la armadura, y la capa de kraken que le caía, dorada, desde los hombros.
«Será nuestro rey. Basta con mirarlo para que no quepa la menor duda.»
Cuando Pelomojado alzó las manos huesudas, los tambores y los cuernos quedaron en silencio, los hombres ahogados bajaron los garrotes y todas las voces se fueron apagando. El único sonido que quedó fue el batir de las olas, un rugido que ningún hombre podía acallar.
—Nacimos del mar y al mar hemos de volver —empezó Aeron, al principio en voz baja a fin de que los hombres tuvieran que esforzarse para oírlo—. El Dios de la Tormenta, en su ira, arrancó a Balon del castillo y lo estrelló contra las rocas; ahora celebra sus banquetes bajo las olas, en las estancias acuosas del Dios Ahogado. —Alzó los ojos al cielo—. ¡Balon ha muerto! ¡El rey del hierro ha muerto!
—¡El rey ha muerto! —gritaron sus hombres ahogados.
—¡Pero lo que está muerto no puede morir, sino que se alza de nuevo, más duro, más fuerte! —les recordó—. Balon ha caído, Balon, mi hermano, que honró las Antiguas Costumbres y pagó el precio del hierro. Balon el Bravo, Balon el Bendito, Balon el Dos Veces Coronado, el que nos devolvió la libertad y a nuestro dios. Balon ha muerto... Pero un rey del hierro se levantará para sentarse en el Trono de Piedramar y gobernar las islas.
—¡Un rey se levantará! —gritaron—. ¡Un rey se levantará!
—Un rey se levantará. Así será. —La voz de Aeron retumbaba como las olas—. Pero ¿quién? ¿Quién ocupará el lugar de Balon? ¿Quién gobernará estas islas sagradas? ¿Se encuentra aquí, entre nosotros? —El sacerdote extendió las manos—. ¿Quién será nuestro rey?
Le respondió el graznido de una gaviota. La multitud empezó a agitarse, como si despertara de un sueño profundo. Los hombres se miraron para ver quién tenía la arrogancia de aspirar a la corona.
«Ojo de Cuervo siempre ha sido impaciente —se dijo Aeron Pelomojado—. Puede que hable en primer lugar. —Eso sería su perdición. Los capitanes y los reyes habían hecho un largo viaje para acudir a aquel banquete y no se iban a quedar con el primer plato que les pusieran delante—. Querrán probarlos todos, un bocadito de este, un pellizco de aquel, hasta dar con el que más les convenga.»
Euron también lo debía de saber. Se quedó allí con los brazos cruzados, entre sus mudos y sus monstruos. Únicamente el viento y las olas respondieron a Aeron.
—Los hijos del hierro deben tener un rey —insistió el sacerdote tras un largo silencio—. Os lo pregunto de nuevo. ¿Quién será nuestro rey?
—Yo —respondió alguien desde abajo.
—¡Gylbert! —gritaron varias voces al instante—. ¡Gylbert, rey! —Los capitanes abrieron paso al aspirante y a sus seguidores, que subieron a la colina para situarse junto a Aeron entre las costillas de Nagga.
El candidato a rey era un señor alto, flaco, de rostro taciturno y mandíbula prominente bien afeitada. Sus tres campeones ocuparon posiciones dos peldaños más abajo; llevaban su espada, su escudo y su estandarte. Tenían cierta semejanza con el señor, de modo que Aeron dedujo que eran sus hijos. Uno de ellos desplegó el estandarte: un gran barcoluengo negro contra un sol poniente.
—Soy Gylbert Farwynd, señor de Luz Solitaria —dijo el aspirante a la asamblea.
Aeron conocía a algunos Farwynd; eran una gente extraña que poseía tierras en las costas más occidentales de Gran Wyk y en las islas dispersas cercanas, rocas tan pequeñas que en la mayoría sólo cabía una casa. De todas ellas, Luz Solitaria era la más distante, a ocho días de navegación hacia el norte, entre colonias de focas y leones marinos, rodeada por el interminable océano gris. Los Farwynd que vivían allí eran aún más extraños que los demás. Había quien decía que eran cambiapieles, seres impíos capaces de adoptar la forma de leones marinos, morsas o hasta tiburones ballena, los lobos de alta mar.
Lord Gylbert empezó a hablar. Les contó historias sobre una tierra maravillosa situada más allá del mar del Ocaso, una tierra sin invierno ni penurias donde no se conocía la muerte.
—¡Elegidme rey y os llevaré allí! —exclamó—. Construiremos diez mil barcos, como hizo Nymeria, nos haremos a la mar con todo nuestro pueblo y navegaremos hacia la tierra que se extiende más allá del ocaso. Allí todo hombre será rey, y toda esposa, reina.
Aeron se fijó en que sus ojos cambiaban del azul al gris, inconstantes como los mares.
«Ojos de loco —pensó—, ojos de estúpido.» Sin duda, la visión de la que hablaba era una trampa que tendía el Dios de la Tormenta para atraer a los hijos del hierro a la destrucción. Entre las ofrendas que derramaron sus hombres ante la asamblea había pieles de foca, colmillos de morsa, brazaletes de hueso de ballena y cuernos de guerra con bandas de bronce. Los capitanes les echaron un vistazo y se apartaron para que fueran hombres de menor importancia quienes cogieran los obsequios. Cuando el estúpido terminó de hablar y sus campeones gritaron su nombre, sólo los Farwynd corearon el grito, y ni siquiera todos ellos. Pronto, las voces que clamaban «¡Gylbert! ¡Gylbert, rey!» se fueron desvaneciendo. La gaviota volvió a graznar por encima de ellos y se posó en una costilla de Nagga mientras el señor de la Luz Solitaria bajaba de la colina.
Aeron Pelomojado volvió a dar un paso al frente.
—Os lo pregunto de nuevo. ¿Quién será nuestro rey?
—¡Yo! —rugió una voz retumbante, y de nuevo, la multitud abrió paso.
El que había hablado subió a la cima de la colina en un palanquín de madera de deriva que sus nietos cargaban a hombros. Aquel hombre era una ruina; pesaba una docena de arrobas y tenía noventa años. Su capa era una piel de oso blanco. También tenía el pelo blanco como la nieve, y la barba le llegaba de las mejillas a los muslos, de manera que costaba ver dónde terminaba la barba y dónde empezaban las pieles. Aunque sus nietos eran hombretones corpulentos, les costó un gran esfuerzo cargar con su peso a la hora de subir por los empinados peldaños de piedra. Lo depositaron en el suelo ante la sala del Rey Gris, y tres de ellos permanecieron dos escalones más abajo para servirle de campeones.
«Hace sesenta años, quizá podría haberse ganado el favor de la asamblea —pensó Aeron—, pero su hora pasó hace mucho tiempo.»
—¡Sí, yo! —rugió el hombre desde su silla con una voz tan inmensa como él—. ¿Por qué no? ¿Quién hay mejor? Para los que estéis ciegos os diré que soy Erik Ironmaker. Erik el Justo. Erik el Destrozayunques. Muéstrales mi martillo, Thormor. —Uno de sus campeones lo levantó para que todos lo vieran: era una herramienta monstruosa, con el mango envuelto en cuero viejo, y su cabeza era un ladrillo de acero tan grande como una hogaza—. He perdido la cuenta de las manos que he machacado con ese martillo —dijo Erik—, pero tal vez os lo pueda decir algún ladrón. Tampoco sé cuántas cabezas he destrozado contra mi yunque, pero hay viudas que sí lo saben. Podría contaros todas las hazañas que he realizado en combate, pero tengo ochenta y ocho años; no viviría lo suficiente para narrarlas todas. Si la edad confiere sabiduría, no hay nadie más sabio que yo. Si el tamaño confiere fuerza, no hay nadie más fuerte. ¿Queréis un rey con herederos? Tengo tantos que no los puedo ni contar. ¡Erik rey, sí, me gusta! ¡Vamos, gritadlo conmigo! —comenzó a gritar—: ¡Erik! ¡Erik Destrozayunques! ¡Erik, rey!
Sus nietos corearon el grito, y los hijos de estos se adelantaron con cofres cargados a hombros. Los volcaron al pie de los peldaños de piedra y de ellos brotó un torrente de plata, bronce y acero: brazaletes, collares, puñales, cuchillos y hachas arrojadizas. Algunos capitanes cogieron los objetos de más valor y unieron sus voces al creciente cántico. Pero de pronto, una voz de mujer se hizo oír en medio del griterío.
—¡Erik! —Los hombres se apartaron para dejarle paso. Puso un pie en el peldaño más bajo—. Levántate, Erik —dijo.
Se hizo el silencio. El viento soplaba: las olas rompían contra la orilla; los hombres se susurraban cosas al oído. Erik Ironmaker miró desde arriba a Asha Greyjoy.
—Mocosa, tres veces maldita mocosa, ¿qué has dicho?
—¡Que te levantes, Erik! —replicó—. Levántate y gritaré tu nombre junto con los demás. Levántate y seré la primera en seguirte. Quieres una corona, ¿no? Pues levántate y cógela.
Ojo de Cuervo, todavía entre la multitud, se echó a reír. Erik lo miró. Las manos del hombretón se cerraron alrededor de los brazos del trono de madera de deriva. El rostro se le puso rojo, y luego morado. Los brazos le temblaron por el esfuerzo. Aeron vio como se le hinchaba una gruesa vena azul en el cuello mientras se esforzaba por levantarse. Durante un momento pareció que lo iba a conseguir, pero enseguida se quedó sin aliento y se derrumbó de nuevo sobre los cojines con un gemido. Euron se rió con más ganas todavía. El hombretón inclinó la cabeza y envejeció en un instante, a la vista de todos. Sus nietos se lo llevaron colina abajo.
—¿Quién gobernará a los hijos del hierro? —gritó de nuevo Aeron Pelomojado—. ¿Quién será nuestro rey?
Los hombres se miraron entre sí. Algunos miraron a Euron, otros a Victarion, unos cuantos a Asha. Las olas verdes y blancas rompían contra los barcoluengos. La gaviota graznó una vez más; era un chillido áspero, desesperado.
—Preséntate de una vez, Victarion —gritó Merlyn—. ¡Acabemos de una vez con este espectáculo!
—¡Cuando esté preparado! —replicó Victarion, también a gritos.
Aquello complació a Aeron.
«Es mejor que espere.»
El siguiente candidato fue Drumm, otro anciano, aunque no de edad tan avanzada como Erik. Ascendió hasta la cima de la colina por su propio pie. Llevaba a un costado Lluvia Roja, su famosa espada, forjada con acero valyrio en tiempos anteriores a la Maldición. Sus campeones eran hombres de importancia: sus hijos Denys y Donnel, ambos guerreros fornidos, y entre los dos, Andrik el Taciturno, un gigante de brazos gruesos como troncos de árboles. Que un hombre como él estuviera de su parte decía mucho en favor de Drumm.
—¿Dónde está escrito que nuestro rey deba ser un kraken? —empezó Drumm—. ¿Qué derecho tiene Pyke a reinar sobre nosotros? Gran Wyk es la isla más grande; Harlaw, la más rica; Viejo Wyk la más sagrada. Cuando el fuego de dragón consumió la estirpe negra, los hijos del hierro le dieron la primacía a Vickon Greyjoy, sí... pero como señor, no como rey.
Era un buen comienzo. Aeron oyó gritos de aprobación, pero fueron menguando a medida que el viejo empezaba a hablar de la gloria de los Drumm. Habló de Dale el Temible, de Roryn el Saqueador, de los cien hijos de Gormond Drumm, también llamado el Viejo Padre. Desenvainó Lluvia Roja y les contó cómo Hilmar Drumm el Astuto le había ganado aquella espada a un caballero sin más ayuda que su ingenio y un garrote de madera. Habló de barcos desaparecidos hacía tiempo y de batallas olvidadas ochocientos años atrás, y la multitud empezó a aburrirse. Habló, habló, habló y habló.
Y cuando los cofres de los Drumm se abrieron, los capitanes vieron los mezquinos regalos que les habían llevado.
«Nunca se ha comprado un trono con bronce», pensó Pelomojado. Era una certidumbre que se hizo aún más evidente a medida que los gritos de «¡Drumm! ¡Drumm! ¡Dunstan, rey!» se iban apagando.
Aeron sintió una tensión creciente en el estómago; le parecía que las olas batían con más fuerza que antes.
«Es la hora —pensó—. Es hora de que Victarion dé un paso al frente.»
—¿Quién será nuestro rey? —gritó el sacerdote una vez más, pero en aquella ocasión, sus furibundos ojos negros se clavaron en su hermano, en medio de la multitud—. Nueve hijos engendró la entrepierna de Quellon Greyjoy. Uno de ellos era más fuerte que los demás y no conocía el miedo.
Victarion le devolvió la mirada y asintió. Los capitanes le abrieron paso cuando subió por los peldaños.
—Bendíceme, hermano —dijo al llegar a la cima. Se arrodilló e inclinó la cabeza. Aeron descorchó el pellejo y le derramó un chorro de agua marina por la frente.
—Lo que está muerto no puede morir —dijo el sacerdote.
—Sino que se alza más duro, más fuerte —respondió Victarion.
Cuando Victarion se puso en pie, sus campeones se situaron al pie de la escalera: Rafe el Cojo, Rafe Stonehouse el Rojo y Nute el Barbero, todos ellos guerreros de gran fama. Stonehouse llevaba el estandarte de los Greyjoy, el kraken dorado sobre un campo negro como el mar de medianoche. En cuanto lo desplegó, los capitanes y los reyes empezaron a gritar el nombre del Lord Capitán. Victarion aguardó a que se callaran antes de dirigirse a ellos.
—Todos me conocéis. Si lo que queréis son palabras bonitas, pedídselas a otro. Yo no tengo lengua de bardo. Tengo un hacha, y tengo estos. —Alzó los enormes puños enfundados en guanteletes y los mostró, y Nute el Barbero mostró su hacha, una impresionante arma de acero—. Fui un hermano leal —continuó Victarion—. Cuando Balon contrajo matrimonio, fue a mí a quien envió a Harlaw para que le llevara a su esposa. Estuve al mando de sus barcoluengos en muchas batallas, y sólo perdí una. La primera vez que Balon se coronó, fui yo quien navegó hasta Lannisport para chamuscarle la cola al león. La segunda vez fue a mí a quien envió a despellejar al Joven Lobo si volvía aullando a su casa. Lo que os daré será más de lo mismo que os dio Balon. No tengo nada más que decir.
—¡Victarion! ¡Victarion! ¡Victarion, rey! —empezaron a entonar sus campeones. Abajo, sus hombres estaban volcando los cofres, una auténtica cascada de plata, oro y piedras preciosas, un tesoro procedente de mil saqueos. Los capitanes se debatieron para coger las piezas de más valor al tiempo que coreaban el grito—: ¡Victarion! ¡Victarion! ¡Victarion, rey!
«¿Hablará ahora o dejará que la asamblea siga su curso?», pensó Aeron, mientras miraba a Ojo de Cuervo. Orkwood de Monteorca estaba susurrando al oído de Euron.
Pero no fue Euron quien puso fin a los gritos, sino la tres veces maldita mujer. Se llevó dos dedos a la boca y lanzó un silbido largo, tan penetrante que cortó el jaleo igual que un cuchillo corta un flan.
—¡Tío! ¡Tío!
Se inclinó, tomó una gargantilla de oro y se dirigió hacia los peldaños. Nute la agarró por el brazo y, durante un momento, Aeron albergó la esperanza de que los campeones de su hermano consiguieran acallar a aquella estúpida, pero Asha se liberó de la mano del Barbero y le dijo a Ralf el Rojo algo que lo hizo apartarse. A medida que subía por las escaleras, las aclamaciones fueron cesando. Era la hija de Balon Greyjoy, de modo que la multitud tenía ganas de escuchar lo que fuera a decirle.
—Has sido muy amable al traer tantos regalos a mi asamblea, tío —le dijo a Victarion—, pero no hacía falta que vinieras con la armadura puesta. Te aseguro que no pienso hacerte ningún daño. —Sonaron unas cuantas risotadas; Asha se volvió para enfrentarse a los capitanes—. No hay hombre más valiente que mi tío, ni más fuerte, ni más fiero en la batalla. Sabe contar hasta diez tan deprisa como cualquiera, yo misma le he visto hacerlo... Aunque si le hace falta contar hasta veinte, tiene que quitarse las botas. —Aquello provocó otro estallido de carcajadas—. Lo malo es que no tiene hijos, y las esposas se le mueren. Ojo de Cuervo es mayor que él, es un aspirante con más derechos...
—¡Muy cierto! —gritó el Remero Rojo desde abajo.
—Ah, pero yo tengo más derechos aún. —Asha se puso la gargantilla en la cabeza en un ángulo extravagante, de manera que el oro brillara contra su pelo oscuro—. ¡El hermano de Balon no puede estar por delante del hijo de Balon!
—¡Los hijos de Balon han muerto! —exclamó Rafe el Cojo—. ¡Yo sólo veo aquí a su hija!
—¿Su hija? —Asha se pasó una mano bajo el jubón—. ¡Vaya! ¿Qué es esto? ¿Os lo enseño? Sé que algunos no veis una desde que dejasteis de mamar. —Todos volvieron a reírse—. Un rey no puede tener tetas, ¿es eso lo que quieres decir? Caray, Rafe, me has pescado, soy una mujer... Aunque no soy una vieja cascarrabias, como tú. Rafe el Cojo... ¿O debería llamarte Rafe el Flácido? —Asha se sacó una daga de entre los senos—. También soy madre: ¡este es el bebé que me llevo al pecho! —La alzó hacia el cielo—. Y estos son mis campeones. —Los tres hombres apartaron a los tres de Victarion para situarse bajo ella: Qarl la Doncella, Tristifer Botley y el caballero Ser Harras Harlaw, sobre cuya espada, Anochecer, se contaban tantas anécdotas como sobre la Lluvia Roja de Dunstan Drumm—. Mi tío dice que lo conocéis. También me conocéis a mí...
—¡Yo quiero conocerte mejor! —gritó alguien.
—¡Vete a casa a conocer a tu mujer! —le replicó Asha—. Mi tío dice que os dará más de lo mismo que os dio mi padre. Y yo pregunto, ¿qué es eso? Gloria y oro, diréis algunos. O libertad, qué hermosa palabra. Sí, todo eso nos dio... Y también nos dio viudedad, como puede atestiguar Lord Blacktyde. ¿Cuántos de vosotros visteis arder vuestros hogares cuando llegó Robert? ¿A cuántas de vuestras hijas violaron y destrozaron? Pueblos quemados, castillos derruidos... Eso os dio mi padre. Os dio derrotas. Mi tío dice que os quiere dar más. Yo no.
—¿Qué nos darás tú? —preguntó Lucas Codd—. ¿Clases de costura?
—Sí, Lucas. Nos tejeré hasta que formemos un reino. —Se pasó la daga de una mano a otra—. Tenemos que aprender una lección del Joven Lobo, que ganó todas las batallas... y las perdió todas.
—Un lobo no es un kraken —objetó Victarion—. Lo que el kraken agarra no lo suelta nunca, ya sea barcoluengo o leviatán.
—¿Y qué hemos agarrado nosotros, tío? ¿El Norte? ¿Y qué es eso, aparte de leguas y leguas de leguas y leguas, lejos del sonido del mar? Nos hemos apoderado de Foso Cailin, de Bosquespeso, de la Ciudadela de Torrhen y hasta de la propia Invernalia. ¿Qué hemos ganado con eso? —Hizo una seña, y la tripulación del Viento Negro se acercó con cofres de hierro y roble cargados a los hombros—. Aquí os entrego las riquezas de la Costa Pedregosa —dijo Asha al tiempo que volcaban el primero. Una avalancha de guijarros cayó en cascada peldaños abajo: guijarros grises, blancos, negros, desgastados por el mar—. Aquí os entrego las riquezas de Bosquespeso —dijo mientras abrían el segundo cofre. Las piñas se derramaron y rodaron hacia la multitud—. Y, por último, el oro de Invernalia. —Del tercer cofre cayeron nabos amarillos, duros, redondos, grandes como la cabeza de un hombre. Fueron a caer entre los guijarros y las piñas. Asha ensartó uno con la daga—. ¡Harmund Sharp! —gritó—. Tu hijo Harrag murió en Invernalia por esto. —Arrancó el nabo de la hoja y se lo lanzó—. Sé que tienes otros hijos. ¡Si quieres cambiar sus vidas por nabos, grita el nombre de mi tío!
—¿Y si grito tu nombre? —quiso saber Harmund—. ¿Qué me darás?
—Paz —replicó Asha—. Tierras. Victoria. Os daré Punta Dragón Marino y la Costa Pedregosa, tierra negra, árboles altos y suficientes piedras para que todos los no primogénitos se puedan construir un torreón. También tendremos a los norteños... como amigos, que estarán a nuestro lado contra el Trono de Hierro. Así que la elección es sencilla: coronadme y os traeré paz y victorias; coronad a mi tío y os dará más guerras y más derrotas. —Volvió a envainar la daga—. ¿Qué preferís, hijos del hierro?
—¡Victoria! —gritó Rodrik el Lector con las manos en torno a la boca—. ¡Victoria! ¡Asha!
—¡Asha! —coreó también Baelor Blacktyde—. ¡Asha, reina!
—¡Asha! ¡Asha! —La tripulación de Asha también se unió al grito—. ¡Asha, reina! —Dieron patadas contra el suelo, agitaron los puños y gritaron mientras Pelomojado escuchaba con incredulidad.
«¡Quiere deshacer lo que hizo su padre!»
Y pese a todo, Tristifer Botley gritaba su nombre, igual que muchos Harlaw, algunos Goodbrother, el congestionado Lord Merlyn y más hombres de los que el sacerdote habría creído... ¡Estaban gritando el nombre de una mujer!
En cambio, otros guardaban silencio o hablaban en susurros.
—¡No queremos la paz de los cobardes! —rugió Ralf el Cojo.
—¡Victarion! —gritó Ralf Stonehouse el Rojo, ondeando el estandarte de los Greyjoy—. ¡Victarion! ¡Victarion!
Los hombres se empujaban unos a otros. Uno le tiró una piña a Asha a la cabeza. Cuando se agachó para esquivarla, la gargantilla que se había puesto a modo de corona se le cayó. Durante un momento, el sacerdote se sintió como si estuviera sobre un hormiguero gigante y un millar de hormigas bullera a sus pies. Los gritos de «¡Asha!» y «¡Victarion!» resonaban por doquier; era como si una tormenta implacable los hubiera engullido a todos.
«El Dios de la Tormenta está entre nosotros —pensó el sacerdote—; ha venido a sembrar la furia y la discordia.»
De pronto, afilado como una estocada, el sonido de un cuerno hendió el aire.
Su tono era brillante y destructivo, un aullido estremecedor y ardiente que hacía que los huesos de los hombres parecieran palpitar al unísono con él. El grito quedó pendiente en el húmedo aire marino.
aaaRRRIIIiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
Todos los ojos se volvieron hacia la fuente del sonido. El que lanzaba la llamada era uno de los mestizos de Euron, un hombre monstruoso de cabeza afeitada. Llevaba brazaletes de oro, jade y azabache, y en el amplio pecho tenía tatuada una especie de ave de presa con las garras llenas de sangre.
aaaRRRIIIiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
El cuerno que hacía sonar era negro, brillante, retorcido; lo tenía que sostener con las dos manos porque su longitud sobrepasaba la altura de un hombre. Tenía abrazaderas de oro rojo y acero oscuro, y grabados en forma de antiguos glifos valyrios que parecían emitir un brillo rojizo a medida que el sonido subía de volumen.
aaaRRRIIIiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
Era un sonido espantoso, un aullido de rabia y dolor que quemaba los oídos. Aeron Pelomojado se tapó las orejas y rezó al Dios Ahogado para que enviara una ola arrolladora que silenciara aquel cuerno, pero el aullido seguía y seguía.
«Es el cuerno del infierno», habría querido gritar, aunque nadie lo habría oído. Las mejillas del hombre tatuado estaban tan hinchadas que parecían a punto de reventar; el pájaro del pecho se retorcía como si quisiera liberarse y salir volando. De repente, los glifos ardían brillantes; cada línea y cada letra relampagueaban con fuego blanco. El sonido no cesaba, no cesaba, retumbaba contra las colinas inhóspitas que tenían detrás, cruzaba las aguas del Cuna de Nagga para resonar contra las montañas de Gran Wyk, no cesaba, no cesaba, no cesaba, hasta que pareció inundar el mundo entero.
Y cuando parecía que el sonido no iba a parar nunca, paró.
El hombre del tatuaje se había quedado al fin sin aliento. Se tambaleó y estuvo a punto de caer. El sacerdote vio como Orkwood de Monteorca lo agarraba por un brazo para devolverle el equilibrio, mientras Lucas Codd, el Zurdo, le cogía el retorcido cuerno negro de las manos. Del instrumento surgía un tenue jirón de humo, y el sacerdote vio que el hombre que lo había hecho sonar tenía sangre y ampollas en los labios. El ave de su pecho también estaba sangrando.
Muy despacio, seguido por todos los ojos, Euron Greyjoy subió a la cima de la colina. Sobre ellos, la gaviota graznó una y otra vez.
«Ningún impío puede sentarse en el Trono de Piedramar», pensó Aeron, pero sabía que tenía que dejar hablar a su hermano. Movió los labios en una plegaria silenciosa.
Los campeones de Asha se echaron a un lado, y también los de Victarion. El sacerdote dio un paso atrás y puso una mano en la piedra fría y basta de las costillas de Nagga. Ojo de Cuervo se detuvo en la parte superior de la escalera, ante las puertas de la sala del Rey Gris, y volvió su ojo sonriente hacia los capitanes y los reyes, pero Aeron sentía también la mirada del otro ojo, del que mantenía oculto.
—¡Hijos del hierro! —clamó Euron Greyjoy—. Ya habéis escuchado mi cuerno. Escuchad ahora mis palabras. Soy el hermano de Balon, el mayor de los hijos de Quellon que aún viven. Por mis venas corre la sangre de Lord Vickon, la sangre del Viejo Kraken. Pero yo he navegado más lejos que ninguno de ellos. Sólo hay un kraken vivo que no ha conocido la derrota. Sólo hay uno que nunca ha doblado la rodilla. Sólo uno ha navegado hasta Asshai de la Sombra para ver maravillas y terrores que superan lo imaginable...
—¡Pues si tanto te gusta la Sombra, vete allí! —le gritó Qarl la Doncella, el de las mejillas lampiñas, uno de los campeones de Asha.
Ojo de Cuervo no le hizo el menor caso.
—Mi hermano pequeño quiere terminar la obra de Balon y adueñarse del Norte. Mi dulce sobrina, traernos paz y piñas. —Sus labios azulados se fruncieron en una sonrisa—. Asha prefiere la victoria a la derrota. Victarion quiere un reino, no unas cuantas varas de tierra. Yo os daré lo uno y lo otro.
»Me llamáis Ojo de Cuervo. Bien, porque ¿quién tiene mejor vista que el cuervo? Tras toda batalla, los cuervos acuden a cientos, a miles, para celebrar un festín con la carne de los caídos. Un cuervo es capaz de divisar la muerte a distancia. Y yo os digo que todo Poniente se está muriendo. Los que me sigan celebrarán un festín que durará hasta el fin de sus días.
»Somos los hijos del hierro; en otros tiempos fuimos conquistadores. Nuestro poder lo dominaba todo allí donde se oía el sonido de las olas. Mi hermano quiere que os conforméis con el frío y lúgubre Norte; mi sobrina, con menos todavía... Pero yo os entregaré Lannisport. Altojardín. El Rejo. Antigua. Las tierras de los ríos y el Dominio, el bosque Real y La Selva, Dorne y las Marcas, las Montañas de la Luna y el Valle de Arryn, Tarth y los Peldaños de Piedra. ¡Nos apoderaremos de todo! ¡Nos apoderaremos de Poniente! —Echó una mirada en dirección al sacerdote—. Todo a mayor gloria de nuestro Dios Ahogado, claro.
Durante un instante, Aeron se dejó cautivar por la osadía que destilaban aquellas palabras. El sacerdote había tenido el mismo sueño cuando vio por primera vez el cometa rojo en el cielo.
«Arrasaremos las tierras verdes, las pasaremos a fuego y espada, derribaremos los siete dioses de los septones y arrancaremos los árboles blancos de los norteños...»
—¡Ojo de Cuervo! —intervino Asha—. ¿Qué pasa? ¿Te has dejado el cerebro en Asshai? Si no podemos defender el Norte, y te aseguro que no podemos, ¿cómo vamos a conquistar los Siete Reinos enteros?
—Pero sobrinita, si no sería la primera vez que se consigue. ¿Es que Balon no enseñó a su pequeñina las artes de la guerra? Victarion, parece que la hija de nuestro hermano no ha oído hablar de Aegon el Conquistador.
—¿Aegon? —Victarion cruzó los brazos sobre el pecho acorazado—. ¿Qué tiene que ver el Conquistador con nosotros?
—Sé tanto como tú sobre la guerra, Ojo de Cuervo —bufó Asha—. Aegon Targaryen conquistó Poniente porque tenía dragones.
—También los tendremos nosotros —prometió Euron Greyjoy—. Ese cuerno que habéis oído lo encontramos entre las ruinas humeantes de lo que fue Valyria, un lugar que nadie más que yo se ha atrevido a recorrer. Ya habéis oído su llamada; ya habéis sentido su poder. Es un cuerno para dragones, con franjas de oro rojo y acero valyrio en las que hay grabados hechizos. Los antiguos Señores Dragón hacían sonar cuernos como este antes de que la Maldición acabara con ellos. Con este cuerno, hijos del hierro, puedo someter a los dragones a mi voluntad.
Asha soltó una carcajada.
—Te sería más útil un cuerno que sometiera las cabras a tu voluntad, Ojo de Cuervo. Ya no quedan dragones.
—Vuelves a equivocarte, niña. Hay tres, y yo sé dónde están. Sin duda, eso bien vale una corona de madera.
—¡Euron! —gritó Lucas Codd, el Zurdo.
—¡Euron! ¡Ojo de Cuervo! ¡Euron! —gritó el Remero Rojo.
Pero entonces fue a Hotho Harlaw a quien oyó el sacerdote, y a Gorold Goodbrother, y a Erik Destrozayunques.
—¡Euron! ¡Euron! ¡Euron! —El grito se extendió, creció, se convirtió en un rugido—. ¡EURON! ¡EURON! ¡OJO DE CUERVO! ¡EURON, REY! —El grito recorrió la colina de Nagga como un trueno, como si el Dios de la Tormenta estuviera haciendo entrechocar las nubes—. ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON! ¡EURON!
Hasta un sacerdote puede dudar. Hasta un profeta puede saber lo que es el terror. Aeron Pelomojado buscó a su dios en su interior, y sólo encontró silencio. Mientras un millar de voces gritaba el nombre de su hermano, él sólo oía el chirrido de una bisagra oxidada.
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