LA PRINCESA EN LA TORRE
Su prisión era de seda.
Ese era el único consuelo que tenía Arianne. ¿Por qué se iba a tomar tantas molestias su padre para proporcionarle comodidades en su cautiverio si había decidido que muriera por traidora?
«No puede tener intención de matarme —se dijo cien veces—. Tamaña crueldad no sería propia de él. Soy de su sangre y su semilla, su heredera, su única hija.»
Si fuera necesario, se tiraría bajo las ruedas de la silla de su padre, reconocería su culpa y le suplicaría perdón. Y lloraría. Cuando viera correr las lágrimas por sus mejillas, la perdonaría.
Lo que no sabía era si podría perdonarse ella misma.
—Areo —había suplicado a su apresador durante el largo y seco viaje del Sangreverde a Lanza del Sol—. Nunca pretendí que la niña sufriera daño alguno. Tenéis que creerme.
La única respuesta de Hotah fue un gruñido. Arianne percibía su rabia. Estrellaoscura, el más peligroso de su pequeño grupo de conspiradores, se le había escapado. Fue más veloz que sus perseguidores y desapareció en el desierto con la espada manchada de sangre.
—Me conocéis bien, capitán —había insistido Arianne mientras recorrían legua tras legua—. Me habéis tratado desde que era niña. Siempre me protegisteis, igual que protegisteis a mi señora madre cuando vinisteis con ella desde Gran Norvos para ser su escudo en una tierra extraña. Ahora os necesito. Necesito vuestra ayuda. Yo no quería...
—Poco importa qué quisierais, princesita —le dijo Areo Hotah—. Sólo lo que hicisteis. —Su semblante era de piedra—. Lo siento mucho. El príncipe ordena y Hotah obedece.
Arianne suponía que la llevaría ante el trono de su padre, bajo la cúpula de vidrieras de la Torre del Sol. Pero Hotah la había dejado en la Torre de la Lanza, bajo la custodia de Ricasso, el senescal de su padre, y Ser Manfrey Martell, el castellano.
—Perdonad a este anciano ciego por no subir con vos, princesa —le dijo Ricasso—. Estas piernas no están a la altura de tantos escalones. Os hemos preparado una estancia. Ser Manfrey os escoltará hasta ella para que aguardéis la decisión del príncipe.
—¿Mis amigos también estarán confinados aquí?
Hotah había separado a Arianne de Garin, Drey y los demás después de su captura, y se había negado a decirle qué harían con ellos.
—Eso lo decidirá el príncipe —fue lo único que le respondió el capitán.
Ser Manfrey resultó un poco más comunicativo.
—Los han llevado a la Ciudad de los Tablones, y de allí irán en barco a Rocagrís, hasta que el príncipe Doran decida cuál será su destino.
Rocagrís, erigido en un islote del mar de Dorne, era un viejo castillo ruinoso, una prisión espantosa adonde se enviaba a los peores criminales para que se pudrieran hasta que les llegara la muerte.
—¿Mi padre quiere matarlos? —Arianne no se lo podía creer—. Hicieron lo que hicieron por el cariño que me profesan. Si mi padre quiere sangre, que sea la mía.
—Como digáis, princesa.
—Quiero hablar con él.
—Él esperaba que dijerais eso.
Ser Manfrey la tomó por el brazo y subió con ella por las escaleras, cada vez más arriba, hasta que le empezó a faltar el aliento. La Lanza de la Torre se alzaba hasta una altura de cincuenta varas, y su celda estaba en la parte superior. Arianne observó todas las puertas frente a las que pasaron, preguntándose si tras ella estaría encerrada alguna de las Serpientes de Arena.
Después de que cerraran y atrancaran su puerta, Arianne exploró su nuevo hogar. La celda era amplia y bien ventilada, y no carecía de comodidades. Había alfombras myrienses en el suelo, vino tinto para beber y libros para leer. En un rincón había un tablero ornamentado de sitrang con piezas talladas en marfil y ónice, aunque no habría tenido con quién jugar en caso de que le hubiera apetecido. Disponía de un lecho de plumas para dormir, y un retrete de asiento de mármol con una cesta de hierbas para perfumar el ambiente. A aquella altura, las vistas eran espléndidas. Una ventana daba al este, de modo que podía ver salir el sol por encima del mar. La otra la permitía contemplar la Torre del Sol y, más allá, las Murallas Serpenteantes y la Puerta Triple.
La exploración le llevó menos tiempo del que habría necesitado para atarse unas sandalias, pero al menos le sirvió para contener las lágrimas durante un rato. Arianne encontró una palangana y una jarra de agua fresca, y se lavó las manos y la cara, pero por mucho que frotara no había nada capaz de lavar el dolor que sentía.
«Arys —pensó—, mi caballero blanco. —Las lágrimas le llenaron los ojos y de repente volvía a estar llorando, con el cuerpo entero sacudido por los sollozos. Recordó como el hacha de Hotah le había atravesado la carne y el hueso, como había salido volando la cabeza—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué desperdiciaste tu vida? No fue lo que te pedí, no era lo que quería, yo sólo quería... Sólo quería... Sólo quería...»
Aquella noche lloró hasta quedarse dormida por primera vez, pero no por última. Ni siquiera en sus sueños encontró la paz. Soñó que Arys Oakheart la acariciaba, le sonreía, le decía que la amaba... Pero tenía los dardos clavados; sus heridas lloraban y le teñían de rojo las prendas blancas. Aun mientras dormía, una parte de ella sabía que era una pesadilla.
«Cuando llegue la mañana todo esto desaparecerá», se dijo la princesa, pero cuando llegó la mañana, ella seguía en su celda, Ser Arys seguía muerto, y Myrcella...
«Yo no deseaba eso, de verdad. No quería hacerle daño a la niña. Sólo quería convertirla en reina. Si no nos hubieran traicionado...»
—Alguien habló —había dicho Hotah.
El recuerdo aún la enfurecía. Arianne se aferró a eso, alimentó la llama que ardía en su corazón. La ira era mejor que las lágrimas, mejor que la pena, mejor que la culpa. Alguien había hablado, alguien en quien ella confiaba. Arys Oakheart había muerto por eso: el susurro de un traidor lo había matado tanto como el hacha del capitán. Y la sangre que corrió por el rostro de Myrcella era también obra del traidor. Alguien había hablado, alguien a quien ella quería. Eso era lo más cruel de todo.
Al pie de la cama había un arcón de cedro con su ropa, de modo que se quitó las prendas sucias del viaje, con las que había dormido, y se puso el vestido más provocativo que encontró, de seda etérea que lo cubría todo y no ocultaba nada. Tal vez el príncipe Doran la tratara como a una niña, pero no pensaba vestirse como tal. Sabía que un atuendo semejante incomodaría a su padre cuando fuera a castigarla por haberse fugado con Myrcella. Contaba con ello.
«Si tengo que arrastrarme y llorar, por lo menos que se sienta incómodo él también.»
Esperaba que llegara aquel mismo día, pero cuando la puerta se abrió por fin, sólo entraron los criados con la comida.
—¿Cuándo podré ver a mi padre? —Habían asado el cabrito con miel y limón. La guarnición era de hojas de parra rellenas de una mezcla de pasas, cebollas, setas y picantes guindillas dragón—. No tengo hambre —dijo Arianne. Sus amigos estarían comiendo galletas secas y tasajo en la travesía hacia Rocagrís—. Llevaos esto y traedme al príncipe Doran.
Pero le dejaron la comida, y su padre no acudió. Tras un tiempo, el hambre debilitó su resolución, así que se sentó y comió.
Cuando terminó, se quedó sin nada que hacer. Recorrió la torre a zancadas dos veces, tres veces, nueve veces. Se sentó junto al tablero de sitrang y movió un elefante sin saber bien por qué. Se sentó junto a la ventana y trató de leer un libro, hasta que vio borrosas las palabras y se dio cuenta de que estaba llorando otra vez.
«Arys, mi amor, mi caballero blanco, ¿por qué lo hicisteis? Tendríais que haberos rendido. Intenté decíroslo, pero las palabras se me ahogaron en la garganta. Loco galante, no quería que murieseis, ni que Myrcella... Oh, por los dioses, pobre niña...»
Por fin volvió a meterse en el lecho de plumas. La habitación se había quedado a oscuras y no tenía nada más que hacer aparte de dormir.
«Alguien habló —pensó—. Alguien habló. —Garin, Drey y Sylva Pintas eran sus amigos desde la infancia; los quería tanto como a su prima Tyene. No podía creerse que la hubieran delatado... Pero eso sólo dejaba a Estrellaoscura, y si él era el traidor, ¿por qué había vuelto la espada contra la pobre Myrcella?—. Quería que la matáramos en vez de coronarla, eso dijo en Piedrafresca. Dijo que así obtendría la guerra que buscaba.» Pero no tenía sentido que Dayne fuera el traidor. Si Ser Gerold había sido el gusano de la manzana, ¿por qué había atacado a Myrcella?
«Alguien habló.» ¿Podría haber sido Ser Arys? ¿La culpa había ganado al deseo en el corazón del caballero blanco? ¿Había amado a Myrcella más que a ella, había traicionado a su nueva princesa para expiar la traición cometida contra la antigua? ¿Estaba tan avergonzado por lo que había hecho que se lanzó hacia la muerte en el Sangreverde por no tener que vivir para enfrentarse a la deshonra?
«Alguien habló.» Sabría quién cuando su padre fuera a verla. Pero el príncipe Doran tampoco llegó al día siguiente. Ni un día después. La princesa estaba sola; sólo podía pasear, llorar y lamentarse. Durante el día trataba de leer, pero los libros que le habían dejado eran mortalmente aburridos: pesados tratados de historia y geografía, mapas anotados, un viejo y polvoriento estudio que detallaba las leyes de Dorne, La estrella de siete puntas y Vida de los Septones Supremos, y un grueso tomo sobre dragones que hacía que parecieran tan interesantes como las salamandras. Arianne habría dado cualquier cosa por un ejemplar de Diez mil barcos o Los amores de la reina Nymeria, algo que la abstrajera de sus pensamientos y le permitiera escapar de la torre una o dos horas, pero no le habían concedido tales pasatiempos.
Desde el asiento de la ventana sólo tenía que mirar hacia fuera para ver más abajo la gran cúpula de oro y vidrieras de colores, desde donde su padre gobernaba.
«Pronto me mandará llamar», se dijo.
No permitían que recibiera más visitas que las de los criados: Bors, siempre mal afeitado; Timoth, tan alto y digno; las hermanas Morra y Mellei; la pequeña y menuda Cedra, y la vieja Belandra, que había sido doncella de su madre. Le llevaban la comida, le hacían la cama y le vaciaban el orinal de debajo del retrete, pero ninguno le dirigía la palabra. Si quería más vino, Timoth se lo llevaba; si se le antojaba alguna de sus comidas favoritas, como higos, aceitunas o pimientos rellenos de queso, sólo tenía que decírselo a Belandra y se lo servían. Morra y Mellei se llevaban su ropa sucia, y se la devolvían limpia y fresca. Un día sí y otro no le llevaban una bañera, y la menuda y tímida Cedra le enjabonaba la espalda y la ayudaba a cepillarse el cabello.
Pero nadie le decía nada, y nadie se dignaba contarle lo que sucedía en el mundo más allá de su jaula de piedra.
—¿Han capturado a Estrellaoscura? —le preguntó a Bors un día—. ¿Todavía lo están persiguiendo? —El hombre se limitó a darle la espalda y salir—. ¿Te has quedado sordo? —le espetó Arianne—. Vuelve aquí y respóndeme. ¡Te lo ordeno!
La única respuesta que obtuvo fue la de la puerta al cerrarse.
—Timoth —intentó otro día—, ¿qué ha sido de la princesa Myrcella? No quería que le sucediera nada. —Había visto por última vez a la otra princesa en el camino de Lanza del Sol. Myrcella, demasiado débil para montar, viajaba en una litera con la cabeza envuelta en vendas de seda allí donde Estrellaoscura la había herido, con los ojos verdes brillantes de fiebre—. Decidme que no ha muerto, os lo suplico. ¿Qué tiene de malo que sepa sólo eso? Decidme cómo está.
Timoth no habló.
—Belandra —dijo Arianne unos días después—, si alguna vez le tuviste cariño a mi señora madre, apiádate de su pobre hija y dime cuándo piensa venir a verme mi padre. Por favor, por favor.
Pero Belandra también se había quedado sin lengua.
«¿Así piensa torturarme mi padre? ¿Sin hierros ni potro, sólo con silencio? —Era tan propio de Doran Martell que Arianne no pudo por menos que reír—. Cree que está siendo sutil, cuando en realidad sólo es débil.»
Decidió disfrutar del silencio y emplear el tiempo en curarse y fortalecerse para lo que le esperaba.
Sabía que, por mucho que pensara en Ser Arys, no le serviría de nada. Lo que hizo fue obligarse a pensar en las Serpientes de Arena, sobre todo en Tyene. Arianne quería a todas sus primas bastardas, desde la arisca y temperamental Obara hasta la pequeña Loreza, la más joven, de tan sólo seis años. Pero Tyene siempre había sido su favorita, la hermana que nunca había tenido. La princesa tampoco había estado próxima a sus hermanos varones. Quentyn vivía lejos, en Palosanto, y Trystane era demasiado joven. No, siempre había estado con Tyene, y también con Garin, con Drey y con Sylva Pintas. A veces, Nym tomaba parte en sus juegos, y Sarella siempre trataba de meterse donde no la llamaban, pero por lo general, el grupo lo componían cinco. Chapoteaban en los estanques y en las fuentes de los Jardines del Agua, y organizaban batallas subidos unos a hombros de otros. Tyene y ella habían aprendido juntas a leer, a cabalgar, a bailar. Cuando tenían diez años, Arianne había robado una frasca de vino, y se habían emborrachado juntas. Compartían la comida, la cama y las joyas. También habrían compartido a su primer hombre, pero Drey estaba demasiado excitado y se derramó en los dedos de Tyene en cuanto le sacó el miembro de los calzones.
«Mi prima tiene unas manos peligrosas.» El recuerdo la hizo sonreír.
Cuanto más pensaba en sus primas, más las echaba de menos.
«Por lo que yo sé, podrían estar debajo de esta habitación.» Aquella noche se dedicó a dar golpecitos en el suelo con el tacón de la sandalia. Al no obtener respuesta, sacó medio cuerpo por la ventana y miró hacia abajo. Había otras ventanas, todas más pequeñas que la suya; algunas no eran más grandes que troneras.
—¡Tyene! —gritó—. ¿Estás ahí, Tyene? ¡Obara, Nym! ¿Me oís? ¡Ellaria! ¿Hay alguien? ¡TYENE!
La princesa se pasó la mitad de la noche asomada a la ventana y gritó hasta quedarse ronca, pero no obtuvo respuesta. Aquello la asustó de verdad. Si las Serpientes de Arena estuvieran prisioneras en la Torre de la Lanza, habrían oído sus gritos. ¿Por qué no respondían?
«Si mi padre les ha hecho algún daño, no se lo perdonaré jamás», se dijo.
Cuando se cumplieron quince días de cautiverio, su paciencia estaba ya al límite.
—Voy a hablar con mi padre de inmediato —le dijo a Bors con su voz más imperiosa—. Llévame ante él.
No la llevó ante él.
—Quiero ver al príncipe —le dijo a Timoth, que dio media vuelta como si no la hubiera oído.
A la mañana siguiente, Arianne estaba esperando junto a la puerta cuando se abrió. Pasó como un rayo al lado de Belandra y estampó contra la pared la fuente de huevos especiados, pero los guardias la capturaron antes de que se alejara tres pasos. También los conocía a ellos, pero se mostraron sordos a sus amenazas. Volvieron a meterla a rastras en la celda, mientras ella pataleaba y se debatía.
Decidió que tenía que mostrarse más sutil. Su mejor baza era la joven, inocente y crédula Cedra. La princesa recordaba que Garin alardeaba de haberse acostado con ella. La siguiente vez que la bañó empezó a hablarle de nimiedades mientras le enjabonaba los hombros.
—Ya sé que tienes orden de no hablar conmigo —le dijo—, pero nadie ha dicho que yo no pueda hablarte.
Charló sin parar del calor que hacía, de lo que había cenado la noche anterior y de la pobre Belandra, que cada vez parecía más lenta y rígida. El príncipe Oberyn había armado a todas sus hijas para que nunca estuvieran indefensas, pero Arianne Martell no tenía más arma que su astucia. Así que sonrió, desplegó todo su encanto y no le pidió nada a cambio a Cedra: ni una palabra ni un asentimiento.
Al día siguiente, mientras la muchacha le servía la cena, volvió a charlar con ella. En aquella ocasión mencionó de pasada a Garin. Al oír su nombre, Cedra alzó la vista con timidez y estuvo a punto de derramar el vino.
«Conque esas tenemos, ¿eh?», pensó Arianne.
La siguiente vez que la bañó, le habló de sus amigos prisioneros, principalmente de Garin.
—Tengo miedo sobre todo por él —le confió a la sirvienta—. Los huérfanos son espíritus libres; les gusta vagar por el mundo. Garin necesita luz y aire fresco. Si lo encierran en cualquier celda de piedra húmeda, ¿cómo sobrevivirá? No durará ni un año en Rocagrís.
Cedra no dijo nada, pero cuando Arianne salió del agua estaba muy pálida, y apretaba la esponja con tanta fuerza que el jabón goteaba en la alfombra myriense.
Aun así hicieron falta cuatro días y dos baños más para que se hiciera con la joven.
—Por favor —susurró al final Cedra después de que Arianne describiera una vívida imagen de Garin tirándose por la ventana de su celda para saborear la libertad una última vez antes de morir—. Tenéis que ayudarlo. Por favor, no lo dejéis morir.
—No puedo hacer nada estando aquí encerrada —respondió también en susurros—. Mi padre no quiere verme. La única que puede salvar a Garin eres tú. ¿Lo quieres?
—Sí —murmuró Cedra, sonrojada—. Pero ¿cómo puedo ayudar?
—Puedes llevarle una carta a quien yo te diga —respondió la princesa—. ¿Te atreves? ¿Correrías ese riesgo... por Garin?
Cedra tenía los ojos como platos. Asintió.
«Ya tengo un cuervo —pensó Arianne, triunfante—. Pero ¿a quién se lo envío? —El único conspirador que había escapado era Estrellaoscura, pero a aquellas alturas, también podía estar prisionero; si no, sin duda había huido de Dorne. Luego pensó en la madre de Garin y en los huérfanos del Sangreverde—. No, no me sirven. Tiene que ser alguien con verdadero poder, alguien que no formara parte de nuestra intriga, pero con motivos para simpatizar con nosotros. —Se le pasó por la cabeza recurrir a su madre, pero Lady Mellario estaba muy lejos, en Norvos. Además, hacía muchos años que el príncipe Doran no escuchaba a su señora esposa—. No, ella tampoco me sirve. Me hace falta un señor, un señor suficientemente poderoso para que mi padre se acobarde y me libere.»
El más poderoso de los señores dornienses era Anders Yronwood, el Sangre Regia, señor de Palosanto y Guardián del Camino Pedregoso, pero Arianne sabía que no obtendría ayuda del hombre que había tenido como pupilo a su hermano Quentyn. «No.» El hermano de Drey, Ser Deziel Dalt, había aspirado en su momento a casarse con ella, pero era demasiado obediente y respetuoso para enfrentarse a su príncipe. Además, aunque el Caballero de Limonar podría intimidar a algún señor menor, no tenía capacidad para hacer cambiar de opinión al príncipe de Dorne. «No.» Lo mismo se podía decir del padre de Sylva Pintas. «No.» Arianne decidió por fin que únicamente le quedaban dos posibilidades reales: Harmen Uller, señor de Sotoinferno, y Franklyn Fowler, señor de Dominio del Cielo y Guardián del Paso del Príncipe.
Decía un dicho: «La mitad de los Uller están medio locos, y la otra mitad es peor». Ellaria Arena era hija natural de Lord Harmen. La habían encerrado junto con sus pequeñas y las demás Serpientes de Arena. Eso debía de haber suscitado la ira de Lord Harmen, y los Uller eran peligrosos cuando se enfadaban.
«Tal vez demasiado peligrosos.» La princesa no quería poner más vidas en peligro.
Quizá Lord Fowler fuera una elección más segura. Lo llamaban el Viejo Halcón. Nunca se había llevado bien con Anders Yronwood; los resentimientos entre sus Casas se remontaban a un milenio atrás, hasta los tiempos en que los Fowler habían elegido a Martell en lugar de Yronwood durante la guerra de Nymeria. Las gemelas Fowler también eran amigas de Lady Nym, pero ¿hasta qué punto pesaría aquello sobre el Viejo Halcón?
Arianne dudó varios días mientras redactaba su carta secreta. «Entregadle cien venados de plata a quien os lleve esto», empezaba. Así se aseguraría de que el mensaje llegara a su destino. Luego escribía dónde estaba y suplicaba que la rescataran. «Cuando tenga que contraer matrimonio, no olvidaré a quien me saque de esta celda.»
«Eso hará que los héroes se pongan en marcha.» A menos que el príncipe Doran la hubiera desheredado, seguía siendo la sucesora legítima de Lanza del Sol. El hombre que se casara con ella gobernaría Dorne a su lado algún día. Arianne sólo podía rezar por que su salvador fuera más joven que los barbablancas que le había ofrecido su padre durante años.
—Quiero un consorte con dientes —le dijo cuando rechazó al último.
No se atrevió a pedir pergamino para no despertar sospechas entre los carceleros, así que escribió la misiva bajo el texto de una página arrancada de La estrella de siete puntas, y cuando volvió a tocarle baño, se la puso a Cedra en la mano.
—Cerca de la Puerta Triple hay un lugar donde se abastecen las caravanas antes de cruzar el mar de arena —le dijo Arianne—. Busca a algún viajero que vaya al Paso del Príncipe y prométele un centenar de venados de plata si le entrega esto en mano a Lord Fowler.
—De acuerdo. —Cedra se escondió el mensaje en el corpiño—. Antes de que se ponga el sol habré encontrado a alguien, princesa.
—Bien —dijo—. Ya me contarás mañana cómo han ido las cosas.
Pero la niña no apareció al día siguiente. Tampoco acudió un día después. Cuando llegó la hora del baño de Arianne, Morra y Mellei le llenaron la bañera y se quedaron para frotarle la espalda y cepillarle el cabello.
—¿Qué le pasa a Cedra? ¿Está enferma? —les preguntó la princesa, pero no respondieron.
«La han descubierto —fue lo único que se le ocurrió—. ¿Qué otra cosa puede haber pasado?»
Aquella noche apenas pudo dormir por miedo a lo que pudiera suceder.
Al día siguiente, cuando Timoth le llevó el desayuno, Arianne pidió ver a Ricasso en vez de a su padre. Era evidente que no iba a conseguir que el príncipe Doran fuera a visitarla, pero sin duda, un simple senescal no desoiría la llamada de la heredera legítima de Lanza del Sol.
Sin embargo, la desoyó.
—¿Le diste mi recado a Ricasso? —le preguntó imperiosa a Timoth cuando volvió a verlo—. ¿Le has dicho que lo necesito?
Al ver que se negaba a responder, Arianne cogió la frasca de vino tinto y se la vació en la cabeza. El criado se retiró chorreando, con el rostro convertido en una máscara de dignidad herida.
«Mi padre piensa dejarme pudrir aquí —decidió la princesa—. O eso, o está haciendo planes para casarme con algún viejo asqueroso y me quiere tener encerrada hasta el encamamiento.»
Arianne Martell había crecido pensando que algún día se casaría con un gran señor elegido por su padre. Le enseñaron que para eso estaban las princesas... Aunque, desde luego, su tío Oberyn tenía una opinión diferente.
—Si queréis casaros, casaos —les decía la Víbora Roja a sus hijas—. Si no, tomad el placer allí donde lo encontréis. Demasiado escasea ya en el mundo. Pero elegid bien: si os cargáis con un imbécil o con un bestia, no me pidáis luego que os libre de él. Ya os he dado instrumentos para que lo hagáis vosotras solas.
La heredera legítima del príncipe Doran no había disfrutado nunca de la libertad que el príncipe Oberyn concedía a sus hijas bastardas. Arianne tenía que casarse; lo había aceptado. Drey había aspirado a ella, lo sabía, al igual que su hermano Deziel, el Caballero de Limonar. Daemon Arena había llegado incluso más lejos y había pedido su mano. Pero Daemon era bastardo, y el príncipe Doran no quería casarla con un dorniense.
Eso también lo había aceptado Arianne. Un año, el hermano del rey Robert fue a visitarlos y ella hizo lo que pudo por seducirlo, pero era casi una niña, y sus intentos divirtieron más que encandilaron a Lord Renly. Más adelante, cuando Hoster Tully le pidió que fuera a Aguasdulces para conocer a su heredero, encendió velas a la Doncella en muestra de gratitud, pero el príncipe Doran declinó la invitación. La princesa habría considerado incluso a Willas Tyrell, tullido y todo, pero su padre se negó a enviarla a Altojardín para que lo conociera. Pese a todo, trató de ir con ayuda de Tyene, pero el príncipe Oberyn las atrapó en Vaith y las obligó a volver. Aquel mismo año, el príncipe Doran trató de prometerla con Ben Beesbury, un señor menor de más de ochenta años, tan ciego como desdentado.
Beesbury murió pocos años después. Aquello le proporcionaba cierto consuelo en su situación actual: si estaba muerto, no podían obligarla a que fuera su esposa. Y el señor del Cruce había vuelto a contraer matrimonio, así que también estaba a salvo de él.
«Pero Elden Estermont sigue vivo y soltero. Igual que Lord Rosby y Lord Grandison.» Grandison tenía el sobrenombre de Barbagrís, aunque cuando ella lo conoció, su barba ya era blanca como la nieve. En el banquete de bienvenida se quedó dormido entre el plato de pescado y el de carne. A Drey le pareció muy apropiado, ya que su blasón representaba un león dormido. Garin la retó a que le hiciera un nudo en la barba sin despertarlo, pero Arianne se negó. Grandison le parecía un tipo agradable, menos quejumbroso que Estermont y más robusto que Rosby. Pero nunca se casaría con él. «Ni aunque Hotah estuviera detrás de mí con un hacha.»
Nadie fue a casarse con ella al día siguiente, ni al otro. Cedra no regresó. Arianne trató de ganarse a Morra y a Mellei de la misma manera, pero no sirvió de nada. Si hubiera podido quedarse a solas con una de ellas, quizá hubiera tenido alguna posibilidad, pero juntas, las hermanas eran una muralla. A aquellas alturas, la princesa habría agradecido un hierro al rojo o una noche en el potro de tortura. La soledad iba a volverla loca.
«Me merezco el hacha del verdugo por lo que hice, pero ni eso me quiere dar. Prefiere encerrarme y olvidarse de que he nacido.»
Se preguntó si el maestre Caleotte estaría redactando el pregón para nombrar heredero de Dorne a su hermano Quentyn.
Los días llegaban y pasaban, uno tras otro, tantos que Arianne perdió la noción del tiempo que llevaba prisionera. Cada vez se pasaba más horas en la cama, hasta que llegó a tal extremo que no se levantaba, excepto para ir al retrete. Las comidas que le servían se enfriaban sin que las tocara. Arianne dormía, despertaba y volvía a dormir, y aun así estaba tan agotada que no podía levantarse. Rezaba a la Madre para pedirle misericordia y al Guerrero para que le diera valor, y luego volvía a dormir. Otras comidas reemplazaban a las anteriores, y también quedaban intactas. En cierta ocasión en que se sintió fuerte, llevó toda la comida a la ventana y la tiró al patio para que no la tentara. El esfuerzo la dejó tan agotada que tuvo que meterse en la cama, y durmió media jornada.
Entonces llegó un día en que una mano callosa la despertó sacudiéndola por el hombro.
—Princesita —dijo una voz que había conocido desde la infancia—. Levantaos y vestíos. El príncipe quiere veros.
Areo Hotah, su viejo amigo y protector, estaba ante ella. Y le hablaba. Arianne sonrió adormilada. Se alegraba de ver aquella cara llena de cicatrices, de oír su voz ronca y gruñona con acento norvoshi.
—¿Qué habéis hecho con Cedra?
—El príncipe la envió a los Jardines del Agua —respondió Hotah—. Él mismo os lo dirá. Pero antes tenéis que comer y asearos.
Debía de tener un aspecto espantoso. Arianne salió de la cama tan débil como un gatito.
—Pedidles a Morra y a Mellei que preparen la bañera —le dijo—. Que Timoth me suba comida. Algo ligero. Un poco de caldo frío, pan y fruta.
—Sí, mi señora —respondió Hotah.
Arianne no había oído jamás un sonido tan dulce.
El capitán aguardó fuera mientras la princesa se bañaba, se cepillaba el pelo y mordisqueaba el queso y la fruta que le habían llevado. También bebió un poco de vino para aflojarse el nudo de la boca del estómago.
«Tengo miedo —comprendió—. Por primera vez en mi vida, tengo miedo de mi padre.»
Aquello le provocó tal ataque de risa que el vino se le salió por la nariz. Cuando llegó el momento de vestirse, optó por un sencillo vestido de lino color marfil con bordados en las mangas y el corpiño, en forma de uvas y hojas de parra. No se puso joyas. «Tengo que mostrarme humilde y contrita. Tengo que arrojarme a sus pies y suplicarle perdón, o tal vez no vuelva a oír una voz humana en mi vida.»
Cuando estuvo lista ya había anochecido. Arianne había pensado que Hotah la escoltaría hasta la Torre del Sol para oír el veredicto de su padre, pero la llevó a sus habitaciones privadas, donde Doran Martell aguardaba sentado tras un tablero de sitrang y las piernas gotosas reposando en un escabel almohadillado. Jugaba con un elefante de ónice; le daba vueltas en las manos hinchadas y enrojecidas. Nunca había visto tan mal al príncipe. Tenía la cara pálida y embotada, y las articulaciones, tan hinchadas que le dolía con sólo mirárselas. Cuando lo vio así, su corazón voló hacia él... Pero, sin saber por qué, no pudo arrodillarse y suplicarle como había planeado.
—Padre —se limitó a decir.
Cuando alzó la cabeza para mirarla, Doran tenía los ojos nublados de dolor.
«¿Será por la gota? —se preguntó Arianne—. ¿O por mí?»
—Los volantinos son un pueblo extraño y sutil —murmuró mientras dejaba el elefante a un lado—. Estuve en Volantis una vez, de camino a Norvos, donde conocí a Mellario. Las campanas sonaban y los osos bailaban en las escaleras. Seguro que Areo se acuerda de aquel día.
—Me acuerdo —asintió Areo Hotah con su voz recia—. Los osos bailaban, las campanas sonaban, y el príncipe vestía de rojo, dorado y naranja. Mi señora me preguntó quién era aquel que brillaba tanto.
El príncipe Doran esbozó una sonrisa débil.
—Dejadnos a solas, capitán.
Hotah golpeó el suelo con el mango de la alabarda, dio media vuelta y salió.
—Dije que pusieran un tablero de sitrang en tus habitaciones —le dijo su padre cuando se encontraron a solas.
—¿Y con quién iba a jugar?
«¿Por qué habla de un juego? ¿Es que la gota le ha reblandecido el seso?»
—Contigo misma. A veces es mejor estudiar un juego antes de empezar una partida. ¿Hasta qué punto lo conoces, Arianne?
—Lo suficiente para jugar.
—Pero no para ganar. A mi hermano le gustaba la lucha por el puro placer de luchar, pero yo sólo juego cuando puedo ganar. El sitrang no es para mí. —Examinó su rostro un largo momento—. ¿Por qué? Dime por qué, Arianne. Dime por qué.
—Por el honor de nuestra Casa. —La voz de su padre la enfurecía. Sonaba tan triste, tan agotado tan débil... Habría querido gritarle: «¡Eres un príncipe! ¡Deberíais estar encolerizado!»—. Tu mansedumbre es la vergüenza de todo Dorne, padre. ¡Tu hermano fue a Desembarco del Rey en tu lugar y lo mataron!
—¿Y crees que no lo sé? Oberyn viene conmigo cada vez que cierro los ojos.
—Para decirte que los abras, seguro. —Se sentó frente a él, al otro lado del tablero de sitrang.
—No te he dado permiso para sentarte.
—Pues vuelve a llamar a Hotah y dile que me azote por mi insolencia. Eres el príncipe de Dorne. Puedes hacerlo. —Tocó una pieza de sitrang, el pesado caballo—. ¿Habéis cogido a Ser Gerold?
—Ojalá. —Sacudió la cabeza—. Fue una locura que lo metieras en esto. Estrellaoscura es el hombre más peligroso de Dorne. Juntos nos habéis hecho mucho daño.
Arianne casi tenía miedo de preguntar.
—Myrcella... ¿Está...?
—¿Muerta? No, pero no porque Estrellaoscura no lo intentara. Todos los ojos estaban clavados en tu caballero blanco y nadie sabe a ciencia cierta qué pasó, pero al parecer, su caballo se asustó del otro en el último momento; si no, le habría destrozado el cráneo a la niña. Aun así, el tajo le abrió la mejilla hasta el hueso y le cortó la oreja derecha. El maestre Caleotte consiguió salvarle la vida, pero no hay cataplasma ni pócima que le arregle la cara. Era mi pupila, Arianne. La prometida de tu hermano. Estaba bajo mi protección. Nos has deshonrado a todos.
—Nunca quise que le pasara nada —insistió Arianne—. Si Hotah no se hubiera entrometido...
—Habrías coronado a Myrcella para provocar una rebelión contra su hermano. En vez de una oreja, habría perdido la vida.
—Sólo si hubiéramos perdido.
—¿Si hubierais perdido? Querrás decir cuando hubierais perdido. Dorne es el menos poblado de los Siete Reinos. Al Joven Dragón le gustaba fingir que nuestros ejércitos eran muy numerosos cuando escribía su libro, porque así su conquista parecía mucho más gloriosa, y a nosotros nos gusta regar la semilla que sembró para que nuestros enemigos nos crean más poderosos de lo que somos, pero una princesa tendría que conocer la verdad. El valor no es buen sustituto de la superioridad numérica. Por sí solo, Dorne no puede aspirar a vencer en una guerra contra el Trono de Hierro. Y aun así, tal vez sea lo que has provocado. ¿Estás orgullosa? —El príncipe no le dio tiempo de responder—. ¿Qué voy a hacer contigo, Arianne?
«Perdonarme», quería decir una parte de ella, pero sus palabras la habían herido demasiado profundamente.
—Bueno, haz lo que haces siempre: nada.
—Me pones difícil tragarme la ira.
—Más vale que dejes de tragártela, o te ahogarás. —El príncipe no respondió—. Dime cómo supiste de mis planes.
—Soy el príncipe de Dorne. Los hombres buscan mi favor.
«Alguien habló.»
—Lo sabías, e incluso así nos permitiste que nos marcháramos con Myrcella. ¿Por qué?
—Ahí fue donde cometí el error, y un error muy grave. Eres mi hija, Arianne. La nenita que acudía a mí cuando se despellejaba las rodillas. No me podía creer que conspirases contra mí. Tenía que averiguar la verdad.
—Ya la has averiguado. Quiero saber quién me delató.
—Si yo estuviera en tu lugar, también querría saberlo.
—¿Me lo vas a decir?
—No veo ningún motivo.
—¿Crees que no puedo descubrirlo por mí misma?
—Puedes intentarlo. Pero, mientras lo averiguas, desconfiarás de todo el mundo... Y un poco de desconfianza es bueno para una princesa. —El príncipe Doran suspiró—. Me decepcionas, Arianne.
—Dijo el cuervo al grajo. Tú llevas años decepcionándome a mí, padre.
No había pretendido ser tan directa, pero las palabras se le escaparon. «Ya está, ya lo he dicho.»
—Lo sé. Soy demasiado manso, débil y cauteloso, demasiado indulgente con nuestros enemigos. Pero en este momento me parece que te conviene un poco de esa indulgencia. Tendrías que estar suplicándome perdón en vez de tratar de provocarme aún más.
—Sólo pido indulgencia para mis amigos.
—Qué noble por tu parte.
—Hicieron lo que hicieron por el cariño que me profesan. No merecen morir en Rocagrís.
—Por extraño que parezca, estamos de acuerdo. Aparte de Estrellaoscura, tus compañeros de conspiración no eran nada más que niños alocados. Pero no se trataba de una inofensiva partida de sitrang. Tus amigos y tú jugabais a la traición. Podría haber ordenado que les cortaran la cabeza.
—Podrías, pero no lo hiciste. Dayne, Dalt, Santagar... No, jamás te atreverías a enemistarte con semejantes Casas.
—Me atrevo a mucho más de lo que crees, pero dejemos eso por el momento. A Ser Andrey lo he enviado a Norvos, a servir a tu señora madre durante tres años. Garin pasará los dos próximos años en Tyrosh. He conseguido dinero y rehenes de los demás huérfanos. A Lady Sylva no la castigué, pero ya estaba en edad de contraer matrimonio, y su padre la ha enviado por barco a Piedraverde para casarla con Lord Estermont. En cuanto a Arys Oakheart, eligió su destino y se enfrentó a él con valor. Un caballero de la Guardia Real... ¿Qué le hiciste?
—Me lo follé, padre. Si mal no recuerdo, me ordenaste que entretuviera a nuestros nobles visitantes.
El príncipe se puso rojo.
—¿Bastó con eso?
—Le dije que cuando Myrcella fuera reina, nos daría permiso para casarnos. Quería que fuera su esposa.
—Seguro que hiciste todo lo posible por evitar que rompiera sus votos —dijo su padre.
Le toco a ella ponerse roja. Había tardado medio año en seducir a Ser Arys. Aunque le aseguraba que, antes de vestir el blanco, había conocido a otras mujeres, nadie lo habría dicho por su manera de actuar. Sus caricias eran torpes; sus besos, nerviosos, y la primera vez que se acostaron juntos le derramó su semilla en los muslos cuando ella lo guiaba hacia su interior con la mano. Y peor aún, la vergüenza lo consumía. Si le hubieran dado un dragón por cada vez que había susurrado «no deberíamos estar haciendo esto», sería más rica que los Lannister.
«¿Atacó a Areo Hotah con la esperanza de salvarme? —se preguntó Arianne—. ¿O para huir de mí, para lavar con sangre su deshonra?»
—Me amaba —se oyó decir—. Murió por mí.
—Tal vez haya sido el primero de muchos. Tus primas y tú queríais guerra. Puede que la obtengáis. En estos momentos, otro caballero de la Guardia Real se acerca a Lanza del Sol. Ser Balon Swann me trae la cabeza de la Montaña. Mis banderizos han estado retrasándolo para permitirme ganar tiempo. Los Wyl lo llevaron a cazar y practicar la cetrería ocho días en el Sendahueso, y Lord Yronwood le organizó un banquete de dos semanas cuando llegó de las montañas. En estos momentos está en Tor, donde Lady Jordayne ha organizado unos juegos en su honor. Cuando llegue a Colina Fantasma se encontrará con Lady Toland empeñada en superarla. Pero más tarde o más temprano, Ser Balon llegará a Lanza del Sol, y entonces querrá ver a la princesa Myrcella... y a Ser Arys, su Hermano Juramentado. ¿Qué le diremos, Arianne? ¿Le explico que Oakheart pereció en un accidente de caza? ¿Que se cayó por unas escaleras? ¿O que Arys fue a nadar a los Jardines del Agua, resbaló en el mármol, se dio un golpe en la cabeza y se ahogó?
—No —replicó Arianne—. Dile que murió defendiendo a su princesita. Dile a Ser Balon que Estrellaoscura trató de matarla, pero Ser Arys se interpuso y le salvó la vida. Así deben morir los caballeros blancos de la Guardia Real: dando la vida por aquellos a los que habían jurado proteger. Puede que Ser Balon sospeche, igual que sospechaste tú cuando los Lannister mataron a tu hermana y a su hijo, pero no tendrá pruebas...
—Hasta que hable con Myrcella. ¿O también la niña debe sufrir un trágico accidente? Eso nos llevará a la guerra. Ninguna mentira salvará a Dorne de la ira de la Reina si su hija muere estando bajo mi protección.
«Me necesita —comprendió Arianne—. Por eso me ha convocado.»
—Yo podría decirle a Myrcella qué tiene que contar, pero ¿por qué?
La ira retorció el rostro de su padre.
—Te lo advierto, Arianne, se me está acabando la paciencia.
—¿Conmigo? —«Muy propio de él»—. Con Lord Tywin y con los Lannister siempre has tenido la paciencia de Baelor el Santo, pero no es lo mismo con la sangre de tu sangre.
—Confundes la paciencia con el autodominio. Llevo preparando la caída de Tywin Lannister desde el día en que me dijeron lo de Elia y sus hijos. Tenía la esperanza de arrebatarle todo lo que le era querido antes de matarlo, pero por lo visto, su hijo enano me ha privado de ese placer. En cierto modo me consuela saber que sufrió una muerte cruel a manos del monstruo que él mismo había engendrado. En fin, así han sido las cosas. Lord Tywin está aullando en el infierno... donde millares de hombres se reunirán con él si tu estupidez nos lleva a la guerra. —Su padre hizo una mueca, como si la sola palabra le causara dolor—. ¿Eso es lo que quieres?
La princesa se negó a dejarse acobardar.
—Quiero libertad para mis primas. Quiero venganza para mi tío. Quiero lo que me corresponde por derecho.
—¿Lo que te corresponde por derecho?
—Dorne.
—Dorne será tuyo cuando yo muera. ¿Tanto deseas librarte de mí?
—Eso te lo debería preguntar yo a ti, padre. Tú sí que llevas años intentando librarte de mí.
—No es verdad.
—¿No? ¿Se lo preguntamos a mi hermano?
—¿A Trystane?
—A Quentyn.
—¿Qué pasa con él?
—¿Dónde está?
—Con el ejército de Lord Yronwood, en el Sendahueso.
—Mientes bien, padre, lo reconozco. Ni siquiera has parpadeado. Quentyn ha ido a Lys.
—¿De dónde has sacado esa idea?
—Me lo ha dicho un amigo. —Ella también sabía guardar sus secretos.
—Tu amigo te ha mentido. Te doy mi palabra de que tu hermano no ha ido a Lys. Lo juro por el sol, por la lanza y por los Siete.
Arianne no estaba dispuesta a dejarse engañar con tanta facilidad.
—¿Adónde, entonces? ¿A Myr? ¿A Tyrosh? Sé que ha cruzado el mar Angosto y está contratando mercenarios para robarme lo que me corresponde por derecho.
—Tanta desconfianza te deshonra, Arianne. —Doran tenía el semblante sombrío—. Debería ser Quentyn el que conspirase contra mí. Lo envié lejos cuando no era nada más que un niño, demasiado pequeño para comprender las necesidades de Dorne. Anders Yronwood ha sido más padre suyo que yo, pero tu hermano sigue siendo leal y obediente.
—¿Por qué no? Lo prefieres a él; siempre lo has preferido. Se parece a ti, piensa como tú, y tienes intención de entregarle Dorne. No te molestes en negarlo. Se lo decías en la carta. —Aún tenía las palabras exactas grabadas a fuego en la memoria—. «Algún día ocuparás mi lugar y gobernarás sobre todo Dorne», eso le escribiste. Dime, padre, ¿cuándo decidiste desheredarme? ¿El día en que nació Quentyn, o fue el día en que nací yo? ¿Qué hice para que me odiaras tanto? —Se puso furiosa al sentir que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Nunca te he odiado. —El príncipe Doran apenas tenía un hilo de voz, cargada de dolor—. No lo entiendes, Arianne.
—¿Niegas haber escrito aquellas palabras?
—No. Quentyn se había marchado a Palosanto. Mi intención era que me sucediera, sí. Para ti tenía otros planes.
—Sí, claro —replicó con desprecio—. Menudos planes. Gyles Rosby, Ben Beesbury el Ciego, Grandison Barbagrís... Esos eran tus planes. —No le dio tiempo a replicar—. Ya sé que mi deber es darle un heredero a Dorne, nunca lo he olvidado. Me habría casado de buena gana, pero todos los hombres que me ofreciste eran un insulto. Era como si me escupieras con cada uno. Si alguna vez me tuviste el menor afecto, ¿por qué me ofreciste a Walder Frey?
—Porque sabía que lo rechazarías. Cuando llegaste a cierta edad tenía que aparentar que trataba de buscarte un consorte, pues de lo contrario habría suscitado sospechas, pero no me atrevía ofrecerte a ningún hombre que pudieras aceptar. Estabas prometida, Arianne.
«¿Prometida?» Se quedó mirándolo con incredulidad.
—¿A qué te refieres? ¿Es otra mentira? Nunca me dijiste...
—El pacto se selló en secreto. Quería decírtelo cuando crecieras un poco más, pensé que cuando fueras mayor de edad, pero...
—Tengo veintitrés años; hace siete que soy adulta.
—Lo sé. Si te he mantenido demasiado tiempo en la ignorancia ha sido para protegerte. Arianne, tu naturaleza... Para ti, un secreto sólo es algo divertido de lo que hablar con Garin y Tyene en la cama por la noche. Garin es tan chismoso como sólo pueden serlo los huérfanos, y Tyene se lo cuenta todo a Obara y a Lady Nym. Y si ellas se hubieran enterado... A Obara le gusta demasiado el vino, y Nym está demasiado allegada a las gemelas Fowler, y a saber en quién podrían confiar ellas. No podía correr el riesgo.
Arianne se sentía desconcertada, perdida.
«Prometida. Estaba prometida.»
—¿De quién se trata? ¿Con quién he estado prometida durante todos estos años?
—Ya no importa. Ha muerto.
Aquello la desconcertó más aún.
—Es que los ancianos son tan frágiles... ¿Qué ha sido? ¿Una cadera rota, un enfriamiento, la gota...?
—Un caldero de oro fundido. Los príncipes trazamos nuestros planes con el mayor esmero, y los dioses se divierten volviéndolos del revés. —El príncipe Doran hizo un gesto cansino con la hinchada mano roja—. Dorne será tuyo. Te doy mi palabra, si es que mi palabra significa algo para ti. A tu hermano Quentyn le espera un camino más duro.
—¿Qué camino? —Lo miró con desconfianza—. ¿Qué me estás ocultando? Los Siete me amparen, estoy harta de secretos. Cuéntamelo todo, padre, o nombra heredero a Quentyn y dile a Hotah que venga con el hacha, quiero morir al lado de mis primas.
—¿De verdad crees que les haría daño a las hijas de mi hermano? —Frunció el ceño—. A Obara, Nym y Tyene no les falta nada excepto la libertad, y Ellaria y sus hijas están felices, refugiadas en los Jardines del Agua. Dorea va por ahí arrancando naranjas de los árboles con su mangual, y Elia y Obella se han convertido en el terror de los estanques. —Suspiró—. No hace tanto tiempo que tú jugabas en esos estanques. Te subías a los hombros de una niña mayor... Una niña alta, con el pelo rubio muy fino...
—Jeyne Fowler, o su hermana Jennelyn. —Hacía muchos años que Arianne no recordaba aquello—. Ah, y Frynne, su padre era herrero. Tenía el pelo castaño. Pero mi favorito era Garin. Cuando me subía a los hombros de Garin, nadie nos podía derrotar, ni siquiera Nym y aquella niña tyroshi del pelo verde.
—La niña del pelo verde era la hija del arconte. Tenía que haberte enviado a Tyrosh en su lugar. Habrías servido como copera del arconte y habrías conocido en secreto a tu prometido, pero tu madre amenazó con hacer una locura si le arrebataba a otro de sus hijos. No quise herirla.
«Esta historia es cada vez más extraña.»
—¿Es ahí adonde ha ido Quentyn? ¿A Tyrosh, a cortejar a la hija del arconte?
Su padre cogió una pieza de sitrang.
—Tengo que saber cómo te has enterado de que Quentyn estaba fuera. Tu hermano ha emprendido un viaje largo y peligroso junto con Cletus Yronwood, el maestre Kedry y tres de los mejores caballeros jóvenes de Palosanto. Ha ido a traernos lo que más desea nuestro corazón.
—¿Qué es lo que más desea nuestro corazón? —preguntó Arianne, entrecerrando los ojos.
—Venganza. —Hablaba en voz baja, como si temiera que pudieran oírlo—. Justicia. —El príncipe Doran apretó el dragón de ónice con los dedos hinchados y gotosos, y susurró—: Fuego y sangre.
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