LA HACEDORA DE REINAS
Bajo el ardiente sol de Dorne, la riqueza se medía tanto en agua como en oro, de modo que los pozos estaban bien vigilados. Pero el de Piedrafresca se había secado hacía ya cien años; sus guardianes se habían marchado en busca de lugares más húmedos, abandonando la modesta edificación de columnas acanaladas y arcada triple. Después, las arenas recuperaron lo que les pertenecía.
Arianne Martell llegó con Drey y Sylva cuando el sol empezaba a ponerse, el oeste se convertía en un tapiz dorado y lila, y las nubes brillaban con fulgor escarlata. Las ruinas también parecían brillar; las columnas caídas tenían un resplandor rosado; las sombras rojas reptaban entre las baldosas de piedra agrietadas, y las propias arenas iban del dorado al anaranjado y al violeta a medida que menguaba la luz. Garin había llegado horas antes, y el caballero al que llamaban Estrellaoscura, el día anterior.
—Esto es muy bonito —comentó Drey mientras ayudaba a Garin a dar de beber a los caballos. Habían llevado el agua que necesitaban. Los corceles de arena de Dorne eran rápidos e incansables, y podían galopar muchas leguas después de que otros caballos se rindieran, pero ni ellos podían vivir sin líquido—. ¿Cómo es que conocías este lugar?
—Me trajo mi tío, con Tyene y Sarella. —El recuerdo hizo sonreír a Arianne—. Cogió unas cuantas víboras y enseñó a Tyene la manera más segura de ordeñarles el veneno. Sarella se dedicó a pasear por las rocas, quitó la arena de los mosaicos y quiso saberlo todo de las personas que vivieron aquí.
—¿Y qué hacías tú, princesa? —preguntó Sylva Pintas.
«Me senté junto al pozo y me imaginé que un caballero ladrón me había traído para hacer conmigo lo que le viniera en gana —pensó—. Un hombre alto, musculoso, con ojos negros y un pico en el nacimiento del pelo.» El recuerdo la incomodó.
—Soñar despierta —respondió—, y cuando se puso el sol, me senté con las piernas cruzadas a los pies de mi tío y le pedí que me contara una historia.
—El príncipe Oberyn sabía muchas historias. —Garin también había estado con ellos aquel día; era hermano de leche de Arianne, y desde que aprendieron a caminar habían sido inseparables—. Recuerdo que nos habló del príncipe Garin, en cuyo honor me habían puesto el nombre.
—Garin el Grande —asintió Drey—, la maravilla del Rhoyne.
—Ese mismo. Hizo temblar a toda Valyria.
—Vaya si temblaron —dijo Ser Gerold—. Y luego lo mataron. Si llevo a la muerte a un cuarto de millón de hombres, ¿me llamarán Gerold el Grande? —Soltó un bufido—. No, gracias, me quedaré con Estrellaoscura. Al menos es mi propio nombre.
Desenvainó la espada larga, se sentó al borde del pozo y empezó a afilar la hoja con una amoladora.
Arianne lo observó con desconfianza.
«Es de noble cuna, lo suficiente para ser un digno consorte —pensó—. Mi padre pondría en duda mi sentido común, pero nuestros hijos serían tan hermosos como los Señores Dragón.» Si había un hombre más atractivo en Dorne, ella no lo conocía. Ser Gerold Dayne tenía la nariz aquilina, los pómulos altos y la mandíbula fuerte. Iba bien afeitado, pero la melena le caía hasta los hombros como un glaciar de plata, dividido por un mechón negro como la medianoche. «Pero tiene una boca cruel, y una lengua más cruel todavía.» Allí, a la contraluz del sol poniente, mientras afilaba el acero, sus ojos parecían negros, pero ella se los había visto de cerca y sabía que eran violeta. «Violeta oscuro. Oscuros y airados.»
Debió de notar su mirada, porque levantó la vista de la espada, clavó los ojos en los suyos y sonrió. Arianne se sintió sonrojar. «No debería haberlo traído. Si me mira así delante de Arys, correrá sangre por la arena.» Lo que no sabía era de quién sería la sangre. Por tradición, los caballeros de la Guardia Real eran los mejores de los Siete Reinos... Pero Estrellaoscura era Estrellaoscura.
Las noches dornienses eran frías en las arenas. Garin recogió leña, ramas blanquecinas de árboles que se habían secado y muerto cien años atrás. Drey encendió la hoguera, silbando mientras arrancaba chispas al pedernal.
Luego se sentaron en torno a las llamas y se pasaron de mano en mano un pellejo de vino del verano... Todos excepto Estrellaoscura, que prefería beber agua de limón sin endulzar. Garin estaba de buen humor, y los divirtió con las últimas anécdotas de la Ciudad de los Tablones, en la boca del Sangreverde, donde los huérfanos del río acudían a comerciar con las carracas, las cocas y las galeras procedentes de la otra orilla del mar Angosto. A juzgar por lo que decían los marinos, el Este era un hervidero de maravillas y horrores: una revuelta de esclavos en Astapor, dragones en Qarth, peste gris en Yi Ti... Un nuevo rey corsario se había alzado en las Islas del Basilisco y había atacado Árboles Altos, y en Qohor, los seguidores de los sacerdotes rojos se habían amotinado y habían tratado de quemar la Cabra Negra.
—Y la Compañía Dorada ha roto su contrato con Myr, justo cuando los myrienses estaban a punto de entrar en guerra con Lys.
—Seguro que los lysenos les han pagado —sugirió Sylva.
—Muy listos —asintió Drey—. Muy listos y cobardes.
Arianne sabía que no era así.
«Si Quentyn tiene el apoyo de la Compañía Dorada... —Su grito de guerra era "Bajo el oro está el amargo acero"—. Para darme de lado vas a necesitar amargo acero y mucho más, hermano.» Arianne era muy querida en Dorne, mientras que a Quentyn apenas lo conocían. Eso no había compañía de mercenarios que lo pudiera cambiar.
—Voy a mear —declaró Ser Gerold al tiempo que se levantaba.
—Vigila dónde pisas —le avisó Drey—. Hace mucho que el príncipe Oberyn ordeñó las víboras de la zona por última vez.
—Me amamantaron con veneno, Dalt. La víbora que me muerda lo lamentará.
Ser Gerold desapareció tras un arco caído. Los demás intercambiaron miradas.
—Perdonadme, princesa —comentó Garin en voz baja—, pero ese hombre no me gusta.
—Lástima —dijo Drey—. Creo que está un poco enamorado de ti.
—Lo necesitamos —les recordó Arianne—. Tal vez necesitemos su espada, y desde luego necesitamos su castillo.
—Ermita Alta no es el único castillo de Dorne —señaló Sylva Pintas—, y tenéis otros caballeros que os quieren bien. Drey es caballero.
—Cierto —afirmó él—. Tengo un caballo estupendo y una espada muy bonita, y a mi valor sólo le hace sombra el de... Bueno, el de bastantes, para ser sincero.
—Bastantes cientos, ser —señaló Garin.
Arianne los dejó a solas con sus chanzas. Drey y Sylva Pintas eran sus mejores amigos, aparte de su prima Tyene, y Garin había estado bromeando con ella desde que mamaban de las tetas de su madre, pero en aquel momento no estaba de humor para bufonadas. El sol se había puesto, y el cielo estaba plagado de estrellas.
«Cuántas. —Se sentó con la espalda apoyada en una columna acanalada y se preguntó si su hermano contemplaría aquella noche las mismas estrellas, allá donde estuviera—. ¿Ves la blanca, Quentyn? Es la estrella de Nymeria, muy brillante, y esa estela lechosa que tiene detrás la forman diez mil barcos. Nymeria brilló tanto como cualquier hombre, y lo mismo haré yo. ¡No me arrebatarás lo que me corresponde por derecho de nacimiento!»
Quentyn era muy joven cuando lo mandaron a Palosanto; demasiado, según su madre. Los norvoshi no entregaban a sus hijos como pupilos, y Lady Mellarion jamás le había perdonado al príncipe Doran que enviara a su hijo lejos de ella.
—Me hace tan poca gracia como a ti —había oído Arianne decir a su padre—, pero hay una deuda de sangre, y Quentyn es la única moneda que Lord Ormond está dispuesto a aceptar.
—¿Moneda? —había gritado su madre—. ¡Es tu hijo! ¿Qué clase de padre utiliza al fruto de su carne y de su sangre para pagar deudas?
—Los padres que son príncipes —fue la respuesta de Doran Martell.
El príncipe Doran seguía fingiendo que el hermano de Arianne estaba con Lord Yronwood, pero la madre de Garin lo había visto en la Ciudad de los Tablones, haciéndose pasar por mercader. Uno de sus acompañantes tenía un ojo vago, igual que Cletus Yronwood, el chabacano hijo de Lord Ander. Con ellos viajaba también un maestre que dominaba varios idiomas.
«Mi hermano no es tan listo como cree. Un hombre listo de verdad habría partido desde Antigua, aunque el viaje fuera más largo. Probablemente, en Antigua nadie lo habría reconocido.» Arianne contaba con amigos entre los huérfanos de la Ciudad de los Tablones, y algunos habían tratado de averiguar por qué un príncipe y el hijo de un gran señor viajaban con nombre falso y buscaban pasaje para cruzar el mar Angosto. Uno de ellos se coló cierta noche por una ventana, trasteó con la cerradura de la pequeña caja fuerte de Quentyn y encontró dentro los pergaminos.
Arianne habría dado mucho, cualquier cosa, por saber que aquel viaje secreto a través del mar Angosto era cosa de Quentyn y de nadie más... Pero los pergaminos que portaba llevaban el sello con el sol y la lanza de Dorne. El primo de Garin no se había atrevido a romper el lacre para leerlos, pero...
—Princesa...
Ser Gerold Dayne estaba tras ella, iluminado a medias por las estrellas, oculto a medias por las sombras.
—¿Qué tal la meada? —preguntó Arianne con picardía.
—Las arenas se han mostrado tan agradecidas como cabía esperar. —Dayne puso un pie en la cabeza de una estatua que tal vez fuera la Doncella hasta que las arenas le erosionaron el rostro—. Mientras meaba se me ha ocurrido que tal vez este plan tuyo no dé el resultado que esperas.
—¿Qué resultado espero, ser?
—La libertad de las Serpientes de Arena. Venganza para Oberyn y para Elia. ¿Qué tal me sé la canción? Quieres un poco de sangre de león.
«Eso y lo que me corresponde por derecho de nacimiento. Quiero Lanza del Sol, y el trono de mi padre. Quiero Dorne.»
—Quiero justicia.
—Llámalo como quieras. La coronación de la pequeña Lannister no es más que un gesto simbólico. Nunca ocupará el Trono de Hierro. Ni conseguirás la guerra que deseas. No es tan fácil provocar al león.
—El león ha muerto. ¿Quién sabe qué cachorro prefiere la leona?
—El que está en su madriguera. —Ser Gerold desenvainó la espada. A la luz de las estrellas, brillaba tan afilada como las mentiras—. Así comienzan las guerras. No con una corona de oro, sino con una hoja de acero.
«No soy ninguna asesina de niños.»
—Guarda eso. Myrcella está bajo mi protección, y sabes de sobra que Ser Arys no permitirá que le suceda nada a su adorada princesa.
—No, mi señora. Lo que sé es que los Dayne llevan miles de años matando a Oakhearts.
Tamaña arrogancia la dejó sin palabras.
—Tenía la sensación de que los Oakheart llevaban el mismo tiempo matando Daynes.
—Cada familia tiene sus tradiciones. —Estrellaoscura envainó la espada—. La luna está saliendo; tu dechado de virtudes se acerca.
Tenía buena vista. El jinete del alto palafrén gris era Ser Arys, que cabalgaba por las arenas con la capa blanca ondeando al viento. La princesa Myrcella iba abrazada a su cintura, envuelta en una capa con capucha que le ocultaba los rizos dorados.
Mientras Ser Arys la ayudaba a desmontar, Drey hincó una rodilla en tierra ante ella.
—Alteza...
—Mi señora... —Sylva Pintas se arrodilló a su lado.
—Soy vuestro hombre, mi reina. —Garin dobló las dos rodillas.
Myrcella se aferró al brazo de Arys Oakheart, desconcertada.
—¿Por qué me llaman Alteza? —preguntó con vocecita lastimera—. ¿Dónde estamos, Ser Arys? ¿Quiénes son estas personas?
«¿Es que no le ha dicho nada?» Arianne se adelantó en un remolino de sedas, con una sonrisa para tranquilizar a la niña.
—Son mis leales amigos, Alteza... Y también serán los vuestros.
—¿Princesa Arianne? —La niña le echó los brazos al cuello—. ¿Por qué me dan trato de reina? ¿Le ha pasado algo a Tommen?
—Ha caído en manos de hombres malvados, Alteza —respondió Arianne—, y mucho me temo que conspiran con él para arrebataros vuestro trono.
—¿Mi trono? ¿Queréis decir el Trono de Hierro? —La niña estaba cada vez más confundida—. No me lo ha arrebatado, Tommen es...
—... más joven que vos, ¿verdad?
—Soy un año mayor que él.
—Eso quiere decir que el Trono de Hierro os corresponde por derecho —dijo Arianne—. Vuestro hermano no es más que un chiquillo; no es culpa suya. Tiene malos consejeros... Vos, en cambio, tenéis amigos. Si me lo permitís, tendré el honor de presentároslos. —Cogió a la niña de la mano—. Alteza, Ser Andrey Dalt, heredero de Limonar.
—Mis amigos me llaman Drey —dijo él—, y para mí sería un gran honor que Vuestra Alteza hiciera lo mismo.
Drey tenía el rostro franco y una sonrisa sincera, pero Myrcella lo miró con desconfianza.
—Mientras no os conozca tengo que llamaros ser.
—Me llame como me llame Vuestra Alteza, soy vuestro hombre.
Sylva carraspeó. Arianne se volvió hacia ella.
—¿Me permitís presentaros a Lady Sylva Santagar, mi reina? Mi querida Sylva Pintas.
—¿Por qué os llaman así? —preguntó Myrcella.
—Porque tengo muchas pecas, Alteza —respondió Sylva—. Aunque intentan hacerme creer que se debe a que soy la heredera de Bosquepinto.
El siguiente fue Garin, un joven de piel oscura y nariz larga, que llevaba un pendiente de jade.
—Garin, de los huérfanos, que siempre me hace reír —dijo Arianne—. Su madre fue mi ama de cría.
—Siento mucho que haya muerto —dijo Myrcella.
—No ha muerto, mi dulce reina. —Garin sonrió mostrando el diente de oro que le había comprado Arianne para sustituir el que le había roto—. Lo que quiere decir mi señora es que soy de los huérfanos del Sangreverde.
Myrcella ya tendría tiempo de conocer la historia de los huérfanos en su viaje río arriba. Arianne llevó a la futura reina ante el último miembro de su pequeño grupo.
—Y por último, pero el primero en valor, se pone a vuestro servicio Ser Gerold Dayne, caballero de Campoestrella.
Ser Gerold hincó una rodilla en el suelo. La luz de la luna brilló en sus ojos oscuros cuando examinaron a la niña con frialdad.
—Hubo un Arthur Dayne —comentó Myrcella—. Era caballero de la Guardia Real en tiempos de Aerys, el Rey Loco.
—Era la Espada del Amanecer. Murió.
—¿Ahora sois vos la Espada del Amanecer?
—No. Me llaman Estrellaoscura, y prefiero la noche.
Arianne se llevó a la niña.
—Debéis de tener hambre. Hay dátiles, queso, aceitunas y limonada si queréis. Pero no comáis ni bebáis demasiado. En cuanto descanséis un poco tendremos que volver a montar. Aquí, en las arenas, siempre es preferible viajar de noche, antes de que el sol suba por el cielo. Les va mejor a los caballos.
—Y a los jinetes —añadió Sylva Pintas—. Vamos, alteza, tenéis que entrar en calor. Será un honor que me permitáis serviros.
Acompañó a la princesa hacia la hoguera, seguida por Ser Gerold.
—La historia de mi Casa se remonta a hace diez mil años, hasta el amanecer de los tiempos —se quejó el caballero—. ¿Por qué todo el mundo se acuerda sólo de mi primo Dayne?
—Fue un gran caballero —señaló Arys Oakheart.
—Tenía una gran espada —replicó Estrellaoscura.
—Y un gran corazón. —Ser Arys cogió a Arianne por el brazo—. Tengo que hablar un momento con vos, princesa.
—Vamos.
Se adentró en las ruinas con Ser Arys. Bajo la capa, el caballero llevaba un jubón de hilo de oro con un bordado que representaba las tres hojas verdes de roble, la divisa de su Casa. Se cubría con un yelmo ligero de acero rematado por una púa y envuelto en tela amarilla, a la manera de Dorne. Podría haber pasado por cualquier caballero de no ser por la capa de deslumbrante seda blanca, clara como la luz de la luna y etérea como una brisa.
«Una inconfundible capa de la Guardia Real, el muy bobo...»
—¿Qué sabe la niña?
—Poca cosa. Antes de salir de Desembarco del Rey, su tío le dijo que yo era su protector, y que cualquier orden que le diera tendría como objetivo protegerla. Ha oído los gritos en las calles, las peticiones de venganza... Sabe que esto no es un juego. Es valiente, y más sabia de lo que corresponde a su edad. Ha hecho todo lo que le he dicho sin preguntar nada. —La cogió del brazo, miró a su alrededor y bajó la voz—. Hay otras cosas que debéis saber. Tywin Lannister ha muerto.
—¿Muerto? —repitió conmocionada.
—El Gnomo lo asesinó. La Reina ha asumido la regencia.
—¿De veras? —«¿Una mujer en el Trono de Hierro? Arianne lo meditó un instante, y decidió que era para bien. Si los señores de los Siete Reinos se acostumbraban al gobierno de la reina Cersei, les costaría mucho menos doblar la rodilla ante la reina Myrcella. Y Lord Tywin había sido un rival peligroso; sin él, los enemigos de Dorne serían mucho más débiles. «Lannister matando a Lannister, qué maravilla»—. ¿Qué ha sido del enano?
—Consiguió escapar —respondió Ser Arys—. Cersei ofrece el título de señor a quien le lleve su cabeza.
En un patio interior de baldosas semicubiertas por la arena, la empujó contra una columna para besarla y le puso una mano en un pecho. Fue un beso largo, voraz; le habría levantado las faldas, pero Arianne se liberó entre risas.
—Ya veo que os excita esto de hacer reinas, ser, pero no disponemos de tiempo. Más tarde, os lo prometo. —Le acarició una mejilla—. ¿Habéis tenido algún problema?
—Sólo Trystane. Quería sentarse junto a la cama de Myrcella para jugar al sitrang con ella.
—Ya os dije que tuvo las manchas rojas a los cuatro años. Sólo se cogen una vez. Tendríais que haber dicho que Myrcella padecía psoriagrís; así no se habría acercado.
—El chico no, pero el maestre de vuestro padre...
—Caleotte —dijo—. ¿Trató de visitarla?
—No, sólo tuve que describirle las manchas rojas de la cara. Dijo que no había nada que hacer, que dejara que la enfermedad siguiera su curso, y me dio un ungüento para aliviarle el picor.
Ningún menor de diez años moría a causa de las manchas rojas, pero para los adultos podía ser mortal, y el maestre Caleotte no había pasado la enfermedad de niño. Arianne lo descubrió cuando la tuvo ella, a los ocho años.
—Bien. —Asintió—. ¿Y la doncella? ¿Resulta convincente?
—A cierta distancia, sí. El Gnomo la eligió por encima de muchas niñas de más alta cuna. Myrcella la ayudó a rizarse el pelo, y ella misma le pintó las manchas en la cara. Son parientes lejanas. Lannisport está lleno de Lannys, Lannetts, Lantells y Lannisters de ramas menores de la familia, y la mitad tiene el pelo dorado. Con la ropa de dormir de Myrcella y el ungüento del maestre en la cara... En la penumbra me habría engañado hasta a mí. Fue mucho más difícil dar con un hombre que ocupara mi lugar. Dake es el más parecido en estatura, pero está demasiado gordo, así que dejé a Rolder con mi armadura y le dije que no se levantara el visor. Mide cuatro dedos menos que yo, pero si no estamos juntos y no pueden comparar, puede que nadie se dé cuenta. En cualquier caso, permanecerá en las habitaciones de Myrcella.
—Sólo necesitamos unos pocos días. La princesa estará lejos del alcance de mi padre.
—¿Dónde? —La atrajo hacia sí y le rozó el cuello con la nariz—. Ya va siendo hora de que me contéis el resto del plan, ¿no os parece?
Ella se echó a reír y lo apartó.
—No, va siendo hora de que nos pongamos en marcha.
La luna brillaba ya por encima de la Doncella Luna cuando partieron de las ruinas secas y polvorientas de Piedrafresca en dirección sudoeste. Arianne y Ser Arys abrían la marcha, seguidos por Myrcella a lomos de una yegua retozona. Garin iba detrás con Sylva Pintas, y sus dos caballeros dornienses cerraban la marcha.
«Somos siete —advirtió Arianne. No lo había pensado hasta entonces, pero parecía un buen presagio para su causa—. Siete jinetes de camino hacia la gloria. Algún día, los bardos nos inmortalizarán.» Drey habría preferido un grupo más numeroso, pero eso habría llamado la atención, y cada hombre adicional duplicaba el riesgo de traición. «Es de lo poco que me enseñó mi padre.» Doran Martell había sido cauteloso incluso cuando era joven y fuerte, siempre dado a los silencios y los secretos. «Ya va siendo hora de que deje su carga, pero no toleraré ningún insulto contra su honor ni contra su persona.» Lo devolvería a sus Jardines del Agua, para que viviera los años que le quedaran entre las risas de los niños y el aroma de las limas y las naranjas. «Y Quentyn le puede hacer compañía. Cuando corone a Myrcella y libere a las Serpientes de Arena, todo Dorne se reunirá bajo mi estandarte.» Tal vez los Yronwood apoyasen a Quentyn, pero por sí mismos no representaban amenaza alguna. Si se decantaban por Tommen y los Lannister, haría que Estrellaoscura los aniquilara hasta que no quedara rastro de ellos.
—Estoy cansada —se quejó Myrcella tras varias horas de viaje—. ¿Falta mucho? ¿Adónde vamos?
—La princesa Arianne os lleva a un lugar donde estaréis sana y salva —la tranquilizó Ser Arys.
—Es un viaje largo —dijo Arianne—, pero cuando lleguemos al Sangreverde, todo será más sencillo. Allí se reunirán con nosotros unos hombres de Garin, los huérfanos del río. Viven en barcas, y recorren el Sangreverde y sus afluentes pescando, recogiendo fruta y haciendo trabajos sueltos aquí y allá.
—Sí —intervino Garin en tono alegre—. Cantamos, jugamos y bailamos en el agua, y sabemos mucho de sanación. Mi madre es la mejor comadrona de Poniente, y mi padre cura las verrugas.
—¿Cómo podéis ser huérfanos si tenéis padres? —preguntó la niña.
—Son los rhoynar —le explicó Arianne—, y su madre fue el río Rhoyne.
Myrcella no lo entendía.
—Yo creía que los rhoynar erais vosotros. O sea, los dornienses.
—Lo somos en parte, Alteza. Por mis venas corre la sangre de Nymeria, y también la de Mors Martell, el señor dorniense con el que contrajo matrimonio. El día de su boda, Nymeria les prendió fuego a sus barcos para que todos comprendieran que ya no había vuelta atrás. Muchos se alegraron de ver aquellas llamas, porque antes de llegar a Dorne habían hecho un viaje largo, terrible, y demasiados habían sucumbido a las tormentas, las enfermedades y la esclavitud. Pero también hubo unos pocos que lo lamentaron. No les gustaba esta tierra seca y roja, ni su dios de siete rostros, así que se aferraron a sus antiguas costumbres, construyeron barcazas con los restos de los barcos quemados y se convirtieron en los huérfanos del Sangreverde. La Madre de sus canciones no es la nuestra, sino la madre Rhoyne, cuyas aguas los alimentaron desde el amanecer de los tiempos.
—Me han dicho que los rhoynar tienen una especie de dios tortuga —comentó Ser Arys.
—El Anciano del Río es un dios menor —dijo Garin—. Él también nació de la Madre Río, y se enfrentó al Rey Cangrejo por el dominio de todo lo que habita bajo las aguas.
—Oh —se asombró Myrcella.
—Tengo entendido que vos también habéis librado grandes batallas, Alteza —comentó Drey con su voz más alegre—. Se dice que nuestro valeroso príncipe Trystane no tiene piedad ante el tablero de sitrang.
—Siempre dispone los cuadrados de la misma manera, con todas las montañas delante y los elefantes en los pasos —respondió la niña—. Así que yo envío a mi dragón para que se coma a sus elefantes.
—¿Vuestra doncella también sabe jugar? —preguntó Drey.
—¿Rosamund? No. Traté de enseñarle las reglas, pero le parecieron demasiado complicadas.
—¿Es una Lannister? —quiso saber Lady Sylva.
—Una Lannister de Lannisport, no de Roca Casterly. Tiene el pelo del mismo color que yo, pero liso, no rizado. La verdad es que no se parece mucho a mí, pero con mi ropa, la gente que no nos conoce nos confunde.
—Así que ya lo habíais hecho antes...
—Sí. Nos cambiamos en la Mar Veloz, de camino a Braavos. La septa Eglantine me tiñó el pelo de castaño. Decía que era un juego, pero lo que pretendía era protegerme por si acaso mi tío Stannis se apoderaba del barco.
Era evidente que la niña estaba cada vez más cansada, de modo que Arianne ordenó que se detuvieran. Una vez más dieron de beber a los caballos, descansaron un rato, y comieron queso y fruta. Myrcella compartió una naranja con Sylva Pintas, mientras Garin comía aceitunas y escupía los huesos a Drey.
Arianne había albergado la esperanza de llegar al río antes de que saliera el sol, pero se habían puesto en marcha mucho más tarde de lo previsto, de modo que aún iban a caballo cuando el cielo empezó a teñirse de rojo por el este. Estrellaoscura trotó hasta ponerse a su altura.
—Princesa —dijo—, a no ser que por fin hayas decidido matar a la niña, yo en tu lugar ordenaría que acelerásemos la marcha. No tenemos carpas, y las arenas son crueles durante el día.
—Conozco las arenas tan bien como tú, ser —le replicó.
Pero hizo lo que le sugería. Era un trato duro para las monturas, pero más valía perder seis caballos que una princesa.
El viento del oeste no tardó en soplar, ardiente, seco, lleno de arenilla. Arianne se cubrió el rostro con el velo. Era de seda brillante, verde claro por arriba y amarillo por debajo, en suave transición. Unas pequeñas perlas verdes le daban peso y tintineaban al chocar entre sí mientras cabalgaba.
—Ya sé por qué lleva velo mi princesa —comentó Ser Arys cuando la vio sujetárselo a las sienes del yelmo de cobre—. Para que su belleza no apague el sol en comparación.
Ella no pudo contener una carcajada.
—No, vuestra princesa lleva velo para evitar que se le deslumbren los ojos y se le llene la boca de arena. Vos deberíais hacer lo mismo, ser.
Se preguntó cuánto tiempo llevaría su caballero blanco elaborando tan vulgar galantería. Ser Arys era buena compañía en la cama, pero en cuestión de ingenio dejaba mucho que desear.
Sus dornienses se cubrieron el rostro, igual que ella, y Sylva Pintas ayudó a la princesa a ponerse el velo, pero Ser Arys no dio su brazo a torcer. No tardó en tener las mejillas enrojecidas y el rostro cubierto de sudor.
«Si tardamos mucho, se va a cocer en esa ropa tan gruesa», reflexionó. No sería el primero. En siglos anteriores, más de un ejército había bajado del Paso del Príncipe con los estandartes al viento, sólo para marchitarse y asarse en las ardientes arenas rojas de Dorne. «El escudo de la Casa Martell muestra el sol y la lanza, las dos armas favoritas de los dornienses —había escrito el Joven Dragón en su jactanciosa obra La conquista de Dorne—, y de las dos, el sol es la más mortífera.»
Por suerte, no tenían que cruzar todo el mar de arena, sino sólo una franja estrecha. Arianne divisó un halcón que volaba en círculos sobre ellos, en el cielo despejado, y supo que ya habían dejado atrás la peor parte. Pronto llegaron junto a un árbol nudoso y retorcido, con tantas espinas como hojas. Aquellos arbolillos recibían el nombre de mendigos de la arena, pero su presencia significaba que no estaban lejos del agua.
—Casi hemos llegado, Alteza —le dijo Garin a Myrcella en tono alegre cuando divisó más mendigos de la arena, todo un bosquecillo que crecía en torno al lecho seco de un arroyo.
El sol caía como un martillo de fuego, pero no importaba: el viaje se acercaba a su fin. Se detuvieron para que los caballos bebieran otra vez; ellos también bebieron de los pellejos y se humedecieron los velos, y montaron de nuevo para enfrentarse al último tramo. Apenas habían recorrido media legua cuando empezaron a cabalgar por la hierba seca, entre olivos. Tras cruzar una hilera de colinas pedregosas, la hierba se hizo más verde y abundante, y divisaron limonares regados por un entramado de canales antiguos. Garin fue el primero en divisar el brillo verdoso del río. Lanzó un grito y emprendió el galope.
Arianne Martell había cruzado el Mander en cierta ocasión, cuando fue a visitar a la madre de Tyene con tres Serpientes de Arena. Comparado con él, el Sangreverde apenas merecía la denominación de río, y aun así, era lo que daba vida a Dorne. Debía su nombre al color verde sucio de sus aguas turbias, pero a medida que se acercaban, la luz del sol parecía transformarlas en oro. Pocas veces había visto nada tan bello.
«Lo que viene ahora será más fácil y relajado —pensó—, Sangreverde arriba hasta llegar al Vaith, y por ahí, hasta donde pueda llegar la barcaza. —Eso les daría tiempo suficiente para preparar a Myrcella para lo que se avecinaba. Después del Vaith tenían por delante el mar de arena. Iban a necesitar ayuda de Asperón y Sotoinferno para la travesía, pero no le cabía duda de que la recibirían. La Víbora Roja se había criado como pupilo en Asperón, y Ellaria Arena, la amante del príncipe Oberyn, era hija natural de Lord Uller. Cuatro Serpientes de Arena eran nietas suyas—. Coronaré a Myrcella en Sotoinferno y allí alzaré mi estandarte.»
La barcaza estaba media legua río abajo, oculta bajo las ramas colgantes de un gran sauce llorón. Anchas, de techo bajo, las barcazas maniobradas con pértigas apenas tenían calado; el Joven Dragón las había desdeñado llamándolas chozas sobre balsas, pero no les había hecho justicia. Las únicas que no tenían hermosas tallas y estaban bien pintadas eran las de los huérfanos más pobres. Aquella era de varios tonos de verde, con la barra del timón tallada en forma de sirena y cabezas de pez en las bordas. La cubierta estaba abarrotada de pértigas, sogas y tarros de aceite de oliva, y tanto en la proa como en la popa había faroles de hierro. Arianne no vio a ningún huérfano.
«¿Dónde está la tripulación?», se preguntó.
Garin tiró de las riendas bajo el sauce.
—¡Eh, pescados, despertad! —gritó al tiempo que bajaba del caballo—. Ha llegado vuestra reina y quiere una bienvenida regia. Levantaos, salid, traemos canciones y vino dulce. Tengo ganas de...
La puerta de la barcaza se abrió de golpe, y Areo Hotah salió a la luz del sol con la alabarda en la mano.
Garin se detuvo bruscamente. Arianne se sintió como si la hubieran golpeado en el vientre con un hacha.
«Esto no tenía que acabar así. Esto no tenía que pasar.»
—Vaya, la última persona que esperaba ver —oyó decir a Drey.
Arianne supo que tenía que actuar de inmediato.
—¡Vámonos! —gritó irguiéndose en la silla—. ¡Arys, proteged a la princesa...!
Hotah golpeó la cubierta con el mango de la alabarda. Una docena de guardias armados con dardos y ballestas surgió tras las ornamentadas bordas de la barcaza. Otros aparecieron en el tejado de los camarotes.
—¡Rendíos, princesa! —ordenó el capitán—. De lo contrario, por orden de vuestro padre, tendremos que matarlos a todos, excepto a la niña y a vos.
La princesa Myrcella se había quedado inmóvil en su montura. Garin retrocedió a paso lento con las manos levantadas. Drey se desabrochó el cinto.
—Rendirnos es lo más inteligente —le dijo a Arianne mientras su arma caía al suelo.
—¡No! —Ser Arys Oakheart puso su caballo entre Arianne y las ballestas, con la espada plateada en la mano. Se había descolgado el escudo para ponérselo en el brazo izquierdo—. ¡No la cogeréis mientras me quede aliento!
«Tonto sin remedio —fue lo único que pudo pensar Arianne—, ¿qué crees que haces?»
Estrellaoscura soltó una carcajada.
—¿Sois ciego o idiota, Oakheart? Son demasiados. Bajad la espada.
—Haced lo que os dice, Ser Arys —lo apremió Drey.
«Nos han atrapado, ser —habría querido gritar Arianne—. Vuestra muerte no nos liberará. Si amáis a vuestra princesa, rendíos.» Pero, cuando trató de hablar, las palabras se le ahogaron en la garganta.
Ser Arys Oakheart le lanzó una última mirada anhelante, clavó las espuelas doradas al caballo y atacó.
Cabalgó directamente hacia la barcaza, con la capa blanca ondeando a la espalda. Arianne Martell no había visto nunca nada tan caballeresco, ni tan estúpido.
—¡Nooo! —gritó, pero había recuperado la voz demasiado tarde. Una ballesta disparó, y luego otra. Hotah rugió una orden. A tan poca distancia, tanto habría dado que la armadura del caballero blanco fuera de papel. La primera saeta atravesó el pesado escudo de roble y se le clavó en el hombro. La segunda le rozó la sien. Un dardo desgarró el flanco de su montura, pero el caballo siguió adelante y sólo se tambaleó al subir por la plancha.
—¡No! —gritaba alguna niña, alguna niñita idiota—. ¡No, por favor, esto no tenía que pasar!
Oyó que Myrcella también gritaba con voz aguda.
La espada larga de Ser Arys relampagueó a izquierda y derecha, y dos lanceros cayeron. El caballo se alzó sobre las patas traseras y coceó en la cara a un ballestero que intentaba volver a cargar el arma, pero los demás ya estaban disparando, llenando de saetas al gran corcel. Los impactos eran tan fuertes que el caballo cayó de lado. Arys Oakheart consiguió liberarse de su peso sin saber cómo. Aún tenía la espada en la mano. Logró ponerse de rodillas junto a su caballo moribundo...
... Y se encontró con Areo Hotah ante él.
El caballero blanco alzó la espada demasiado despacio. La alabarda de Hotah le cortó el brazo derecho por el hombro, ascendió en medio de un reguero de sangre y volvió a caer en un terrible golpe a dos manos que cortó la cabeza de Arys Oakheart y la envió volando por los aires. Fue a caer entre los juncos, y el Sangreverde la engulló.
Arianne no recordaba haberse bajado del caballo. Tal vez se hubiera caído. Eso tampoco lo recordaba. Se encontró de repente a cuatro patas en la arena, temblando, sollozando, vomitando.
«No —pensaba sin cesar—, no, no, nadie tenía que resultar herido, todo estaba planeado, tuve mucho cuidado.»
—¡A por él! —oyó gritar a Areo Hotah—. Que no escape, ¡a por él!
Myrcella estaba en el suelo, sollozante y temblorosa, con las manos en la cara blanca. Le corría sangre entre los dedos. Arianne no entendía nada. Algunos hombres cogían a los caballos, otros corrían hacia ella y hacia sus acompañantes, pero nada tenía sentido. Estaba presa de un sueño, de una espantosa pesadilla roja.
«No puede ser verdad. Pronto me despertaré y me reiré de mis terrores nocturnos.»
No ofreció resistencia cuando la cogieron para atarle las manos a la espalda. Uno de los guardias tiró de ella para ponerla en pie. Vestía los colores de su padre. Otro se agachó y le quitó de la bota el cuchillo arrojadizo, regalo de su prima, Lady Nym.
Areo Hotah lo cogió y lo examinó con el ceño fruncido.
—El príncipe ha dado orden de que os lleve a Lanza del Sol —anunció. Tenía las mejillas y la frente llenas de salpicaduras de la sangre de Arys Oakheart—. Lo siento mucho, princesita.
Arianne alzó el rostro deshecho en lágrimas.
—¿Cómo era posible que lo supiera? —le preguntó al capitán—. Tuve mucho cuidado. ¿Cómo era posible que lo supiera?
—Alguien habló. —Hotah se encogió de hombros—. Siempre hay alguien que habla.
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