28 de febrero de 2008

03 - Cersei

CERSEI

Soñaba que estaba sentada en el Trono de Hierro, por encima de todos.
Abajo, los cortesanos eran ratones de mil colores. Los grandes señores y las damas orgullosas se arrodillaban ante ella. Valientes caballeros jóvenes ponían las espadas a sus pies y le suplicaban llevar sus prendas, y la Reina les sonreía desde arriba. Eso... hasta que el enano apareció de la nada y la señaló entre carcajadas. Las damas y los señores también empezaron a reír a hurtadillas, se tapaban la boca con la mano para ocultar la sonrisa. Entonces, la Reina se dio cuenta de que estaba desnuda.
Trató de taparse con las manos, horrorizada. Las púas y las hojas afiladas del Trono de Hierro se le clavaron en la carne cuando se acurrucó para ocultar su vergüenza. La sangre roja le bajó por las piernas; dientes de acero le mordisquearon las nalgas. Cuando trató de levantarse, se le encajó un pie en un boquete del metal retorcido. Cuanto más se debatía, más la engullía el trono; le arrancaba pedazos de carne del pecho y el vientre, le cortaba los brazos y las piernas hasta dejarla pegajosa, enrojecida.
Y mientras, abajo, su hermano no dejaba de reír.
Aquella alegría perversa le seguía resonando en los oídos cuando sintió un roce en el hombro y, de repente, se despertó. Durante un instante, la mano le pareció parte de la pesadilla; Cersei lanzó un grito, pero no era más que Senelle. El rostro de la doncella estaba pálido y asustado.
«No estamos solas —advirtió la Reina. Las sombras se cernían sobre su cama; eran figuras altas con cota de malla que brillaba bajo la capa. ¿Qué hacían allí unos hombres armados?—. ¿Dónde están mis guardias? —El dormitorio se encontraba a oscuras; la única luz era la del farol que sostenía en alto uno de los intrusos—. No debo mostrar temor.» Cersei se echó hacia atrás la melena revuelta.
—¿Qué queréis de mí? —dijo. Un hombre se adelantó hasta quedar iluminado por la luz. Cersei vio que llevaba una capa blanca—. ¿Jaime? —«He soñado con un hermano, pero es el otro el que viene a despertarme.»
—Alteza. —La voz no era la de su hermano—. El Lord Comandante nos ha ordenado que viniéramos a buscaros.
Tenía el pelo ondulado, como Jaime, pero su hermano lo tenía como ella, color oro batido, mientras que el de aquel hombre era negro y grasiento. Se quedó mirándolo desconcertada, mientras él mascullaba algo sobre un escusado y una ballesta, y pronunciaba el nombre de su padre.
«Todavía estoy soñando —pensó Cersei—. No me he despertado; la pesadilla no ha terminado. De un momento a otro, Tyrion saldrá de debajo de la cama y se reirá de mí.»
Pero aquello era una locura. Su hermano enano estaba encerrado en las celdas negras, condenado a morir aquel mismo día. Se contempló las manos y las movió para asegurarse de que conservaba todos los dedos. Cuando se pasó una mano por el brazo notó el vello erizado, pero ninguna herida. No tenía cortes en las piernas ni tajos en las plantas de los pies.
«Ha sido un sueño, nada más, un sueño. Ayer bebí demasiado; estos miedos sólo son fruto de los vapores del vino. Cuando llegue la noche seré yo la que ría. Mis hijos estarán a salvo, Tommen tendrá asegurado el trono, y mi retorcido valonqar será una cabeza más bajo y estará pudriéndose.»
Jocelyn Swyft había acudido junto a ella y le acercaba una copa a los labios. Cersei bebió un trago. Era agua mezclada con zumo de limón; estaba tan ácida que la escupió. Le llegó el sonido del viento nocturno que sacudía los postigos y, de pronto, lo vio todo con una extraña claridad. Jocelyn temblaba como un flan, tan asustada como Senelle. La silueta de Ser Osmund Kettleblack se cernía sobre ella. Tras él se encontraba Ser Boros Blount, con el farol. Junto a la puerta vigilaban los guardias de los Lannister, con leones dorados brillantes en la cimera del yelmo. También ellos parecían atemorizados.
«¿Es posible? —se preguntó la Reina—. ¿Será verdad?»
Se levantó y permitió que Senelle le pasara una túnica por los hombros para ocultar su desnudez. La propia Cersei se ató el cinturón con dedos torpes y rígidos.
—Mi señor padre tiene guardias que lo custodian día y noche —dijo.
Notaba la lengua espesa. Bebió otro trago de agua con limón y le dio vueltas en la boca para refrescarse el aliento. Una polilla se había quedado atrapada en el farol que sostenía Ser Boros; la oía zumbar y veía la sombra de las alas que se batían contra el cristal.
—Los guardias estaban en sus puestos, Alteza —dijo Osmund Kettleblack—. Hemos encontrado una puerta oculta tras la chimenea. Un pasadizo secreto. El Lord Comandante ha bajado por él para ver adónde lleva.
—¿Jaime? —El terror se apoderó de ella, repentino como una tormenta—. Jaime tendría que estar con el Rey...
—El pequeño no ha sufrido daño alguno. Ser Jaime envió de inmediato a una docena de hombres para que lo guardaran. Su Alteza duerme tranquilo.
«Ojalá tenga mejores sueños que yo, y un despertar más dulce.»
—¿Quién está con el Rey?
—Ese honor le ha correspondido a Ser Loras, si os parece bien.
No le parecía bien. Los Tyrell eran los únicos mayordomos a los que los reyes dragón habían ascendido muy por encima del nivel que les correspondía por derecho. Lo único que sobrepasaba su ambición era su vanidad. Ser Loras era hermoso como el sueño de una doncella, pero bajo la capa blanca corría pura sangre Tyrell. Que ella supiera, el inmundo fruto de aquella noche bien podría haber sido plantado y regado en Altojardín.
Pero era una sospecha que no se atrevía a formular en voz alta.
—Dadme un momento para que me vista. Ser Osmund, vos me acompañaréis a la Torre de la Mano. Ser Boros, espabilad a los carceleros y comprobad que el enano siga en su celda.
Ni siquiera quería pronunciar su nombre.
«Jamás habría tenido valor para alzar la mano contra nuestro padre», se dijo, pero tenía que estar segura.
—Como ordene Vuestra Alteza. —Blount le entregó el farol a Ser Osmund. Cersei se alegró de verlo alejarse.
«Mi padre no debería haberle devuelto la capa blanca.» Aquel hombre había demostrado claramente que era un cobarde.
Cuando salieron del Torreón de Maegor, el cielo se había teñido de azul cobalto, aunque las estrellas brillaban todavía.
«Todas menos una —pensó Cersei—. La estrella más brillante del oeste ha caído; a partir de ahora, las noches serán más oscuras. —Se detuvo un momento en el puente levadizo que cruzaba el foso seco y contempló las estacas que había abajo—. No se atreverían a mentirme en un asunto así.»
—¿Quién lo ha encontrado?
—Uno de sus guardias —respondió Ser Osmund—. Lum. Sintió una urgencia y encontró a Su Señoría en el escusado.
«No puede ser, es imposible. No es manera de morir para un león. —La Reina sentía una extraña calma. Recordó la primera vez que se le había caído un diente, cuando era pequeña. No le dolió, pero el agujero que le quedó en la boca le causaba una sensación rara y no podía dejar de rozárselo con la lengua—. Ahora hay un agujero en el mundo, en el lugar que ocupaba mi padre, y los agujeros piden a gritos que los llenen.»
Si era verdad que Tywin Lannister había muerto, nadie estaba a salvo... Y el que más peligro corría era su hijo, en el trono. Cuando cae el león, las bestias inferiores entran en juego: los chacales, los buitres, los perros salvajes. Tratarían de echarla a un lado, como siempre. Tendría que actuar deprisa, igual que cuando había muerto Robert. Aquello podía ser obra de Stannis Baratheon a través de un esbirro. Podía ser el preludio de otro ataque contra la ciudad. Ojalá fuera así.
«Que venga si quiere. Lo machacaré, igual que hizo mi padre, y esta vez morirá. —Stannis no la asustaba, como tampoco la asustaba Mace Tyrell. Nadie la asustaba. Era hija de la Roca, era una leona—. No se volverá a hablar de obligarme a contraer segundas nupcias.» Roca Casterly le pertenecía, junto con todo el poder de la Casa Lannister. Nadie volvería a dejarla de lado. Incluso cuando llegara el momento en que Tommen ya no la necesitara como regente, la señora de Roca Casterly seguiría siendo un poder que habría que tener en cuenta.
El sol naciente había teñido de rojo vivo las cúspides de las torres, pero bajo los muros, la noche acechaba todavía. El castillo estaba tan silencioso como si todos los habitantes hubieran muerto.
«Así debería ser. Morir solo no es digno de Tywin Lannister. Un hombre como él merece un séquito que atienda sus necesidades en el infierno.»
Ante la puerta de la Torre de la Mano se encontraban apostados cuatro lanceros con capa roja y yelmo con cimera en forma de león.
—Que no entre ni salga nadie sin mi permiso —les dijo.
Le resultó sencillo dar órdenes. «Mi padre también tenía acero en la voz.»
Una vez dentro de la torre, el humo de las antorchas le irritó los ojos, pero Cersei no lloró; no lloró, igual que no habría llorado su padre.
«Soy el único hijo varón de verdad que ha tenido. —Sus tacones arañaban la piedra cuando subía por las escaleras; todavía oía a la polilla revolotear como loca dentro del farol de Ser Osmund—. Muere —pensó la Reina con irritación—. Vuela hacia la llama y muere de una vez.»
Otros dos guardias con capa roja aguardaban en lo alto de las escaleras. Lester el Rojo musitó un pésame al verla pasar. La Reina respiraba con bocanadas cortas y rápidas; el corazón le latía como una mariposa en el pecho.
«Los peldaños —se dijo—. Esta condenada torre tiene demasiados peldaños.» Casi le daban ganas de hacerla derribar.
La sala estaba llena de imbéciles que hablaban en susurros, como si Lord Tywin estuviera durmiendo y tuvieran miedo de despertarlo. Tanto guardias como sirvientes retrocedieron a su paso mientras movían los labios. Les veía las encías rosadas; veía como agitaban la lengua, pero sus palabras no tenían más sentido que el zumbido de la polilla.
«¿Qué hacen aquí? ¿Cómo se han enterado?» Tendrían que haberla llamado a ella en primer lugar. Era la reina regente, ¿acaso se habían olvidado?
Ser Meryn Trant se encontraba ante el dormitorio de la Mano, ataviado con la armadura y la capa blanca. Llevaba levantado el visor del yelmo, y las enormes ojeras hacían que pareciera todavía medio dormido.
—Echad a toda esta gente —le ordenó Cersei—. ¿Mi padre sigue en el escusado?
—Lo han llevado a su cama, mi señora.
Ser Meryn abrió la puerta para dejarle paso. La luz del amanecer se colaba a través de los postigos para pintar barras doradas en los juncos que cubrían el suelo de la estancia. Su tío Kevan estaba de rodillas junto a la cama, tratando de rezar, pero apenas le salían las palabras. Los guardias se arracimaban cerca de la chimenea. La puerta secreta de la que le había hablado Ser Osmund era un boquete abierto tras las cenizas, no más grande que un horno. Para pasar por ella, un hombre tendría que arrastrarse.
«Pero Tyrion sólo es medio hombre. —La simple idea la hizo enfurecer—. No, el enano está encerrado en una celda negra. —No podía ser obra suya—. Stannis —se dijo—. Stannis está detrás de esto. Todavía tiene partidarios en la ciudad. Ha sido él, o quizá los Tyrell...»
Siempre se habían oído rumores acerca de pasadizos secretos en la Fortaleza Roja. Según se decía, Maegor el Cruel había matado a los hombres que construyeron el castillo para mantener en secreto su posición.
«¿Cuántos dormitorios más tendrán puertas ocultas? —De repente, Cersei se imaginó al enano saliendo de detrás de un tapiz en la habitación de Tommen, con un cuchillo en la mano—. Tommen está bien custodiado», se dijo. Pero Lord Tywin también había estado bien custodiado.
Durante un momento no reconoció al hombre muerto. Tenía el pelo como el de su padre, sí, pero sin duda era otro, más menudo y mucho más viejo. Llevaba la ropa de dormir subida hasta el pecho, de modo que estaba desnudo de cintura para abajo. La saeta se le había clavado en el vientre, entre el ombligo y el miembro viril, tan profundamente que sólo asomaban las plumas. Tenía el vello púbico rígido por la sangre seca, que también se le había coagulado en el ombligo.
Su olor hizo que arrugara la nariz.
—¡Sacadle esa flecha! —ordenó—. ¡Es la Mano del Rey!
«Y mi padre. Mi señor padre. ¿Tendría que gritar y mesarme el cabello? —Según decían, Catelyn Stark se había desgarrado la cara con las uñas cuando los Frey mataron a su adorado Robb—. ¿Sería eso lo que te gustaría, padre? —habría querido preguntarle—. ¿O preferirías que fuera fuerte? ¿Lloraste tú cuando murió tu padre?» Su abuelo había fallecido cuando ella no tenía más que un año, pero conocía bien la historia. Lord Tytos había engordado mucho, y el corazón le reventó un día cuando subía por las escaleras para visitar a su amante. Cuando sucedió, Lord Tywin se encontraba lejos, en Desembarco del Rey, sirviendo como Mano al Rey Loco. Pasaba mucho tiempo en Desembarco del Rey cuando Jaime y ella eran pequeños. Si lloró cuando le llevaron la noticia de la muerte de su padre, nadie vio sus lágrimas.
La Reina se clavó las uñas en la palma de las manos.
—¿Cómo habéis podido dejarlo así? Mi padre fue Mano de tres reyes; no ha habido hombre más grande en los Siete Reinos. Las campanas deben tañer por él igual que tañeron por Robert. Hay que bañarlo y vestirlo como corresponde a su categoría, con ropajes de armiño, hilo de oro y seda escarlata. ¿Dónde está Pycelle? ¡He dicho que dónde está Pycelle! —Se volvió hacia los guardias—. Ceños, ve a buscar al Gran Maestre Pycelle. Tiene que ver a Lord Tywin.
—Ya lo ha visto, Alteza —respondió Ceños—. Ha estado aquí, lo ha visto y ha ido a buscar a las hermanas silenciosas.
«Me han avisado a mí la última. —Aquello la enfurecía tanto que no le salían las palabras—. Y Pycelle sale corriendo para enviar un mensaje con tal de no mancharse esas manos blandengues. Es un inútil.»
—Id a buscar al maestre Ballabar —ordenó—. Id a buscar al maestre Frenken. A cualquiera. —Ceños y Orejamocha se precipitaron a obedecer—. ¿Dónde está mi hermano?
—Ha bajado por el túnel. Es un pasadizo vertical con peldaños de hierro incrustados en la piedra. Ser Jaime quiere ver hasta dónde llega.
«Sólo tiene una mano —habría querido gritarles—. Tendría que haber bajado uno de vosotros. No está en condiciones de andar trepando. Los hombres que asesinaron a mi padre aún pueden estar ahí abajo, esperándolo.» Su hermano mellizo siempre había sido demasiado impulsivo, y por lo visto, la pérdida de una mano no le había infundido cautela. Estaba a punto de ordenar a los guardias que bajaran a buscarlo cuando regresaron Ceños y Orejamocha escoltando a un hombre de pelo canoso.
—Alteza, este hombre asegura que fue maestre en sus tiempos —dijo Orejamocha.
El hombre hizo una profunda reverencia.
—¿En qué puedo servir a Vuestra Alteza?
Su rostro le sonaba de algo, aunque no conseguía identificarlo.
«Es viejo, pero no tanto como Pycelle. A este aún le quedan fuerzas. —Era alto, aunque algo encorvado y con patas de gallo alrededor de los ojos azules, atrevidos—. Tiene el cuello desnudo.»
—No lleváis cadena de maestre.
—Me la quitaron. Mi nombre es Qyburn, si a Vuestra Alteza le parece bien. Yo traté la mano de vuestro hermano.
—Querréis decir el muñón.
Ya había conseguido situarlo. Había llegado de Harrenhal con Jaime.
—Es cierto; no pude salvar la mano de Ser Jaime. Pero mis artes le salvaron el brazo, puede que hasta la vida. La Ciudadela me arrebató la cadena, pero no pudo quitarme mis conocimientos.
—Nos seréis útil —decidió ella—. Si me falláis, la pérdida que menos os importará será la de la cadena, os lo aseguro. Sacadle esa saeta del vientre a mi padre y preparadlo para las hermanas silenciosas.
—Como ordene mi reina. —Qyburn se acercó a la cama, se detuvo y miró hacia atrás—. ¿Qué queréis que haga con la muchacha, Alteza?
—¿Qué muchacha?
A Cersei se le había pasado por alto el segundo cadáver. Se acercó a la cama, echó a un lado un montón de mantas ensangrentadas y entonces la vio, desnuda, fría, rosada... A excepción del rostro, que se le había puesto tan negro como a Joff en el banquete de bodas. Tenía clavada en torno al cuello una cadena de manos doradas, retorcida y tan apretada que le había desgarrado la piel. Cersei siseó como una gata furiosa.
—¿Qué hace aquí?
—La hemos encontrado al llegar, Alteza —respondió Orejamocha—. Es la puta del Gnomo. —Como si eso explicara su presencia.
«A mi señor padre no le interesaban las prostitutas —pensó—. Después de que muriera nuestra madre, no volvió a tocar a una mujer.» Lanzó una mirada gélida al guardia.
—Esto no es lo que... Cuando murió su padre, Lord Tywin volvió a Roca Casterly y se encontró con..., con que una mujer de esta ralea... se había puesto las joyas de mi madre, y también una de sus túnicas. Se lo quitó todo, todo. Durante quince días la exhibieron desnuda por las calles de Lannisport para que confesara ante todos que era una ladrona y una ramera. Eso era lo que hacía Lord Tywin Lannister con las prostitutas. Él jamás... Esta mujer se encontraba aquí con otro propósito, no para...
—Puede que Lord Tywin la estuviera interrogando para averiguar algo sobre su ama —sugirió Qyburn—. Tengo entendido que Sansa Stark desapareció la noche en que el Rey fue asesinado.
—Eso es. —Cersei se agarró de buena gana a la sugerencia—. La estaba interrogando, claro. No cabe la menor duda.
Le acudió a la mente la imagen de un Tyrion burlón, con la boca retorcida en una sonrisa simiesca bajo los restos de la nariz.
«¿Y qué mejor manera de interrogarla que desnuda y con las piernas bien abiertas? —le susurró el enano—. De esa forma la interrogo yo también.»
La Reina dio media vuelta. «No quiero verla.» De pronto, la sola idea de estar en la misma habitación que la muerta le resultaba abrumadora. Apartó a Qyburn a un lado y salió a la recámara.
Osney y Osfryd, los hermanos de Ser Osmund, se habían reunido con él.
—Hay una mujer muerta en el dormitorio de la Mano —les dijo Cersei a los tres Kettleblack—. No quiero que nadie sepa que la encontraron aquí.
—De acuerdo, mi señora. —Ser Osney tenía arañazos superficiales en la mejilla, allí donde otra de las rameras de Tyrion le había clavado las uñas—. ¿Qué hacemos con ella?
—Échasela de comer a los perros. O llévatela a la cama. ¿A mí qué me importa? Pero nunca ha estado aquí. Exigiré la lengua de todo aquel que diga lo contrario. ¿Me explico?
Osney y Osfryd intercambiaron una mirada.
—Sí, Alteza.
Regresó al dormitorio con ellos y los observó mientras envolvían a la chica con las mantas ensangrentadas de su padre.
«Shae, se llamaba Shae.» Habían hablado por última vez la noche anterior al juicio por combate del enano, después de que aquella serpiente dorniense, todo sonrisas, se ofreciera a ser su campeón. Shae había preguntado por unas joyas, regalo de Tyrion, y también por ciertas promesas que tal vez le hubiera hecho Cersei: una casa en la ciudad y un caballero que la desposara. La Reina había dejado bien claro que la prostituta no obtendría nada de ella hasta que le dijera adónde había ido Sansa Stark.
—Eras su doncella. ¿Quieres hacerme creer que no sabías nada de sus planes? —le espetó, y Shae se retiró hecha un mar de lágrimas.
Ser Osfryd se echó al hombro el fardo del cadáver.
—Quiero la cadena —dijo Cersei—. Ten cuidado de no arañar el oro. —Osfryd asintió y se dirigió hacia la puerta—. No, por el patio no. —Hizo un gesto en dirección al pasadizo secreto—. Eso lleva a las mazmorras. Por ahí.
Justo cuando Ser Osfryd se arrodillaba ante la chimenea, la luz se hizo más intensa en el interior, y la Reina oyó sonidos. Jaime salió del pasadizo encorvado como una anciana, levantando con las botas nubes de cenizas del último fuego de Lord Tywin.
—Fuera de mi camino —les dijo a los Kettleblack, y corrió hacia él—. ¿Los has encontrado? ¿Has encontrado a los asesinos? ¿Cuántos eran?
Tenía que haber sido más de uno. Un solo hombre no había podido matar a su padre.
El rostro de su mellizo estaba macilento.
—El pasadizo baja hasta una cámara donde se cruza media docena de túneles. Hay unas verjas de hierro que los cierran, con cadenas y candados. Necesito las llaves. —Miró a su alrededor—. Quienquiera que hiciera esto puede seguir al acecho en los muros. Ahí abajo hay todo un laberinto y está muy oscuro.
Cersei se imaginó a Tyrion arrastrándose entre las paredes como una rata monstruosa.
«No. Déjate de tonterías. El enano está en su celda.»
—Derribad las paredes con mazas. Derribad la torre entera si hace falta. Quiero que los encuentren. Quiero encontrar a los culpables. Los quiero muertos.
Jaime la abrazó y le apretó con la mano la base de la espalda. Olía a ceniza, pero el sol de la mañana le acariciaba el pelo y le daba un brillo dorado. Habría querido atraer el rostro hacia el suyo y fundirse con él en un beso.
«Más tarde —se dijo—, más tarde acudirá a mí en busca de consuelo.»
—Somos sus herederos, Jaime —susurró—. A nosotros nos corresponde acabar su obra. Tienes que ocupar su lugar como Mano. Seguro que ahora lo comprendes. Tommen te necesita...
Jaime la empujó para zafarse de ella y levantó el brazo para obligarla a ver el muñón.
—¿Una Mano sin una mano? Parece un chiste malo, hermana. No me pidas que gobierne.
Su tío oyó el desaire. También Qyburn, y los Kettleblack, que cargaban con su fardo entre las cenizas. Lo oyeron hasta los guardias: Ceños, Hoke Patamulo y Orejamocha.
«Antes de que anochezca lo sabrá todo el castillo.» Cersei sintió un repentino calor en las mejillas.
—¿Que gobiernes? No he dicho nada de gobernar. Gobernaré yo hasta que mi hijo sea mayor de edad.
—No sé quién me da más pena —replicó su hermano—, si Tommen o los Siete Reinos.
Le dio una bofetada. Jaime levantó el brazo para detener el golpe, rápido como un gato... Pero aquel gato tenía un muñón de tullido en lugar de la mano derecha. Los dedos de Cersei le dejaron marcas rojas en la mejilla.
El sonido hizo que su tío se pusiera en pie.
—Vuestro padre yace muerto en esta misma habitación. Tened la decencia de iros a pelear afuera.
Jaime inclinó la cabeza en gesto de disculpa.
—Perdónanos, tío. Mi hermana está fuera de sí de dolor. No se puede controlar.
Habría querido abofetearlo de nuevo.
«Debía de estar loca al pensar que podría ser la Mano.» Antes preferiría abolir el cargo. ¿Cuándo le había proporcionado una Mano algo que no fueran pesares? Jon Arryn le había metido en la cama a Robert Baratheon, y antes de morir había empezado a husmear en sus cosas y las de Jaime. Eddard Stark lo retomó todo donde lo había dejado Arryn, y por culpa de su intromisión se había visto obligada a librarse de Robert antes de lo que habría querido, antes de poder encargarse de sus molestos hermanos. Tyrion vendió a Myrcella a los dornienses, convirtió en rehén a uno de sus hijos y asesinó al otro. Y cuando Lord Tywin regresó a Desembarco del Rey...
«La próxima Mano sabrá cuál es su lugar —se prometió. Tendría que nombrar a Ser Kevan. Su tío era incansable, prudente, siempre obediente. Podía confiar en él, como había hecho su padre—. La mano no discute con la cabeza.» Tenía que gobernar un reino, pero para ello le haría falta la ayuda de hombres. Pycelle era un lameculos que chocheaba; Jaime había perdido el valor junto con la mano de la espada, y no se podía confiar en Mace Tyrell ni en sus amiguitos Redwyne y Rowan. Nadie le garantizaba que no fueran los que habían perpetrado aquello. Sin duda, Lord Tyrell sabía que jamás gobernaría los Siete Reinos mientras viviera Tywin Lannister.
«Con ese tendré que ir con cuidado.» Sus hombres estaban por toda la ciudad; hasta había colado a uno de sus hijos en la Guardia Real, y pretendía meter a su hija en la cama de Tommen. Aún se enfurecía al pensar que su padre había accedido al compromiso entre Tommen y Margaery Tyrell.
«Esa chica le dobla la edad y ya ha enviudado dos veces.» Según Mace Tyrell, su hija seguía siendo virgen, pero Cersei tenía sus dudas. Joffrey había muerto asesinado antes de poder llevársela a la cama, pero antes había estado casada con Renly...
«Puede que a un hombre le guste el sabor del hidromiel, pero si le ponen delante una jarra de cerveza, también se la beberá. —Tendría que ordenarle a Lord Varys que averiguara lo que pudiera. De repente cayó en la cuenta: se había olvidado de la Araña—. Varys tendría que estar presente. Siempre está presente. —Cada vez que pasaba algo de importancia en la Fortaleza Roja, el eunuco aparecía como surgido de la nada—. Jaime está aquí, y también el tío Kevan, y Pycelle ha estado antes, pero Varys no. —Un escalofrío le recorrió la columna—. Ha intervenido en esto. Temía que mi padre tuviera intención de cortarle la cabeza, así que atacó primero. —Lord Tywin nunca había sentido la menor simpatía hacia el sonriente y obsequioso consejero de los rumores. Y si alguien conocía los secretos de la Fortaleza Roja, ese era él sin duda—. Debe de haber hecho causa común con Lord Stannis. Al fin y al cabo, se sentaron juntos en el Consejo de Robert...»
Cersei se dirigió hacia la puerta del dormitorio, donde estaba Ser Meryn Trant.
—Trant, traed a Lord Varys. Que venga chillando y pataleando si hace falta, pero ileso.
—Como ordene Vuestra Alteza.
Pero nada más irse un miembro de la guardia real, volvió otro. Ser Boros Blount estaba congestionado y sofocado; había subido corriendo las escaleras.
—No está —jadeó al ver a la Reina. Se dejó caer sobre una rodilla—. El Gnomo... La celda está abierta, Alteza... Ni rastro de él por ninguna parte...
«Lo que soñé era verdad.»
—Di órdenes muy concretas —replicó—. Había que mantenerlo vigilado día y noche.
El pecho de Blount subía y bajaba como un fuelle.
—También ha desaparecido un carcelero. Se llamaba Rugen. A los otros dos los hemos encontrado dormidos.
—Espero que no los despertarais, Ser Boros. Dejadlos dormir. —Tuvo que contenerse para no gritar.
—¿Que los deje dormir? —Alzó la vista, boquiabierto y confuso—. Sí, Alteza. ¿Cuánto tiempo los...?
—Para siempre. Encargaos de que duerman para siempre, ser. No toleraré que los guardias duerman mientras están vigilando.
«Está en los muros. Ha matado a nuestro padre, igual que mató a nuestra madre, igual que mató a Joff. —El enano también iría a por ella. La Reina lo sabía: era tal como le había augurado la vieja en la penumbra de aquella carpa—. Me reí de la adivina, pero tenía poderes. Vio mi futuro en una gota de sangre. Vio mi sino.» Las piernas apenas la sostenían. Ser Boros fue a sujetarla del brazo, pero la Reina esquivó su mano. ¿Quién le garantizaba que no era una de las criaturas de Tyrion?
—Apartaos de mí —chilló—. ¡Apartaos! —Trató de calmarse.
—¿Alteza? —inquirió Blount—. ¿Os traigo un vaso de agua?
«Lo que necesito es sangre, no agua. La sangre de Tyrion, la sangre del valonqar. —Las antorchas daban vueltas a su alrededor. Cersei cerró los ojos y vio al enano, que sonreía—. No —pensó—, no, casi me había librado de ti.» Pero la tenía cogida por el cuello, y notaba como empezaba a apretar.

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