JAIME
—Tenía la esperanza de que te hubieras hartado ya de esa barba asquerosa. Con tanto pelo en la cara, pareces Robert.
Su hermana había dejado el luto y se había puesto una túnica verde jade con mangas de encaje de Myr. Del cuello le colgaba una cadena dorada con una esmeralda del tamaño de un huevo de paloma.
—Robert tenía la barba negra. La mía es dorada.
—¿Dorada? Más bien plateada. —Cersei le arrancó un pelo de la barbilla y lo alzó. Era una cana—. Se te está escapando todo el color, hermano. Te has convertido en un fantasma de lo que eras, en un tullido pálido. Y sin sangre, siempre de blanco. —Tiró el pelo—. Me gustas más de oro y carmesí.
«Tú a mí me gustas bañada por la luz del sol, con el agua formando perlas en tu piel desnuda.» Habría querido besarla, llevarla en brazos a su dormitorio, tumbarla en la cama... «Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna...»
—Hagamos un trato: Libérame de esta misión y mi navaja de afeitar estará a tus órdenes.
Ella tensó los labios. Había estado bebiendo vino caliente especiado, y olía a nuez moscada.
—¿Tienes el descaro de negociar conmigo? ¿He de recordarte que has jurado obedecer?
—He jurado proteger al Rey. Mi lugar está a su lado.
—Tu lugar está donde él te ordene.
—Tommen estampa su sello en cualquier papel que le pongas delante. Esto es cosa tuya, y es una tontería. ¿Por qué nombras Guardián del Occidente a Daven si luego no tienes confianza en él?
Cersei se sentó frente a la ventana. Jaime veía a sus espaldas las ruinas ennegrecidas de la Torre de la Mano.
—¿A qué viene tanta renuencia, ser? ¿Perdiste el valor junto con la mano?
—Le hice un juramento a Lady Stark: le prometí que jamás volvería a esgrimir un arma contra los Tully ni contra los Stark.
—Una promesa de borracho que te arrancaron a punta de espada.
—¿Cómo puedo defender a Tommen si no estoy con él?
—Derrotando a sus enemigos. Nuestro padre decía siempre que un golpe rápido con la espada es mejor defensa que cualquier escudo. Reconozco que para empuñar una espada suele hacer falta una mano. Aun así, hasta un león tullido puede inspirar temor. Quiero Aguasdulces. Quiero a Brynden Tully prisionero o muerto. Y alguien tiene que averiguar qué pasa en Harrenhal. Necesitamos urgentemente a Wylis Manderly, suponiendo que aún esté vivo y prisionero, pero la guarnición no ha respondido a ninguno de los cuervos que hemos enviado.
—Son hombres de Gregor —le recordó Jaime—. A la Montaña le gustaban crueles y estúpidos. Lo más probable es que se comieran tus cuervos con mensaje y todo.
—Por eso te envío a ti. Puede que también se te coman, mi valeroso hermano, pero confío en que les proporciones una buena indigestión. —Cersei se alisó el vestido—. Quiero que, durante tu ausencia, Ser Osmund esté al mando de la Guardia Real.
«Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna...»
—No te corresponde a ti elegir. Si tengo que marcharme, Ser Loras tomará el mando en mi lugar.
—¿Estás de broma? Ya sabes qué opino de Ser Loras.
—Si no hubieras enviado a Balon Swann a Dorne...
—Lo necesito allí. Los dornienses no son de confianza. Esa serpiente roja fue el campeón de Tyrion, ¿lo has olvidado? No estoy dispuesta a dejar a mi hija en sus manos. Y no quiero a Loras Tyrell al mando de la Guardia Real.
—Ser Loras es tres veces más hombre que Ser Osmund.
—Tu concepto de hombría ha cambiado bastante, hermano.
Jaime sentía la rabia crecer en su interior.
—Cierto, Loras no te mira las tetas como Osmund, pero no me parece...
—A ver qué te parece esto. —Cersei lo abofeteó.
Jaime no hizo ademán de detener el golpe.
—Por lo visto me va a hacer falta una barba más espesa para amortiguar las caricias de mi reina.
Habría querido arrancarle la túnica y transformar sus golpes en besos. Ya lo había hecho otras veces, antes, cuando tenía dos manos.
Los ojos de la Reina eran de hielo verde.
—Más vale que te marches, ser.
«... Lancel, Osmund Kettleblack y el Chico Luna...»
—¿Estás sordo además de tullido? Tienes la puerta detrás.
—Como ordenes. —Jaime dio media vuelta y salió de la estancia.
En algún lugar, los dioses se debían de estar riendo. Cersei nunca había llevado bien que le negaran nada; eso ya lo sabía. Tal vez hubiera podido conmoverla con palabras más tiernas, pero en los últimos tiempos se enfadaba sólo con verla.
Una parte de él se alegraría de dejar atrás Desembarco del Rey. No le gustaban en absoluto los lameculos y los bufones que rodeaban a Cersei. Según Addam Marbrand, en el Lecho de Pulgas los llamaban el consejo pirado. Y Qyburn... Sí, le había salvado la vida, pero seguía siendo un Titiritero Sangriento.
—Qyburn apesta a secretos —alertó a Cersei. Con eso sólo consiguió que se riera.
—Todos tenemos secretos, hermano —replicó.
«Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna...»
Cuarenta caballeros y otros tantos escuderos lo aguardaban ante los establos de la Fortaleza Roja. La mitad eran hombres de Occidente, leales a la Casa Lannister; los otros, enemigos recientes convertidos en amigos cuestionables. Ser Dermont de La Selva portaría el estandarte de Tommen; Ronnet Connington, el Rojo, el blanco de la Guardia Real. Un Paege, un Piper y un Peckledon compartirían el honor de servir como escuderos al Lord Comandante.
—Mantén a tus amigos a tus espaldas y a tus enemigos donde puedas verlos —le había aconsejado en cierta ocasión Sumner Crakehall. ¿O había sido su padre?
Su palafrén era un alazán rojizo; su caballo de combate, un magnífico garañón gris. Hacía muchos años que Jaime no ponía nombre a sus caballos; había visto morir a demasiados en las batallas, y si tenían nombre, resultaba más duro. Pero cuando el joven Piper empezó a llamarlos Honor y Gloria, le hizo gracia, y se quedaron con los nombres. Gloria llevaba arneses color carmesí Lannister; la armadura de Honor era del blanco de la Guardia Real. Josmyn Peckledon sujetó las riendas del palafrén para que Jaime montara. El escudero era flaco como una lanza, con las piernas y los brazos largos, el pelo gris ratón y las mejillas cubiertas con una suave pelusa. Lucía la capa carmesí de los Lannister, pero en su jubón aparecían los tres salmonetes púrpura sobre campo amarillo de su propia Casa.
—¿Queréis poneros la mano nueva, mi señor? —le preguntó.
—Ponéosla, Jaime —lo animó Ser Kennos de Kayce—. Saludad con ella al pueblo; le daréis una buena anécdota que contar a sus hijos.
—Mejor no. —Jaime no estaba dispuesto a mostrar una mentira dorada a la multitud. «Que vean el muñón. Que vean al tullido»—. Pero si queréis lo podéis compensar, Ser Kennos. Saludad con las dos manos; sacudid también los pies si os apetece. —Cogió las riendas con la mano izquierda y dio la vuelta al caballo—. Payne —llamó mientras los demás formaban—, vos cabalgaréis a mi lado.
Ser Ilyn Payne se adelantó para situarse junto a Jaime. Parecía un mendigo en una fiesta de gala. Su cota de malla era vieja y oxidada, y la llevaba encima de prendas de cuero endurecido sucias. Ni el hombre ni su montura lucían blasón alguno. Tenía el escudo tan abollado por los golpes que habría sido difícil saber de qué color estuvo pintado en un principio. Con el rostro sombrío y los ojos hundidos, Ser Ilyn podría haberse hecho pasar por la mismísima muerte... como había sucedido durante años.
«Pero ya no.» Ser Ilyn había sido la mitad del precio que exigió Jaime a cambio de tragarse la orden del niño rey como un buen Lord Comandante. La otra mitad había sido Ser Addam Marbrand.
—Los necesito —le dijo a su hermana, y Cersei prefirió no discutir.
«Lo más probable es que se alegre de librarse de ellos.» Ser Addam era amigo de la infancia de Jaime, y el silencioso verdugo fue siempre leal a su padre. Payne era capitán de la guardia de la Mano cuando le oyeron afirmar que Lord Tywin era el que gobernaba los Siete Reinos y le decía al rey Aerys lo que tenía que hacer. Aerys Targaryen dio orden de que le cortaran la lengua.
—Abrid las puertas —dijo Jaime.
—¡ABRID LAS PUERTAS! —repitió la orden Jabalí con voz retumbante.
Cuando Mace Tyrell salió por la puerta del Lodazal, en medio del sonido de tambores y violines, había miles de personas en las calles para aclamarlo en su despedida. Los niños se unieron a la marcha y caminaron junto a los soldados de los Tyrell con la cabeza alta y las piernas marcando el paso, mientras sus hermanas les lanzaban besos desde las ventanas.
Aquel día no era así. Unas cuantas prostitutas les gritaban invitaciones al pasar, y un vendedor de empanadas pregonaba su mercancía. En la plaza de los Zapateros, dos gorriones harapientos arengaban a un centenar de ciudadanos y anunciaban la maldición que recaería sobre la cabeza de los impíos y de los adoradores de demonios. La muchedumbre se abrió para dejar paso a la columna. Tanto gorriones como zapateros les lanzaron miradas hoscas.
—Les gusta el olor de las rosas, pero no sienten afecto hacia los leones —observó Jaime—. Mi hermana haría bien en tomar nota.
Ser Ilyn no respondió.
«El compañero perfecto para un viaje largo. Voy a disfrutar mucho con su conversación.».
La mayor parte de sus fuerzas aguardaba al otro lado de las murallas de la ciudad: Ser Addam Marbrand con su avanzadilla de jinetes, Ser Steffon Swyft y el convoy de provisiones, los Cien Santos del anciano Ser Bonifer el Bueno, los arqueros a caballo de Sarsfield, el maestre Gulian con cuatro jaulas llenas de cuervos, y doscientos hombres a caballo bajo el mando de Ser Flement Brax. En realidad no se trataba de una gran milicia; era menos de un millar de hombres. Pero el número era lo de menos en Aguasdulces. Ya había todo un ejército de los Lannister asediando el castillo, y una fuerza aún más numerosa de los Frey; el último pájaro que habían recibido indicaba que los asediadores tenían problemas para conseguir provisiones. Brynden Tully lo había asolado todo antes de retirarse tras sus murallas.
«No es que hubiera gran cosa que asolar. —Por lo que había visto en las tierras de los ríos, apenas quedaba un campo sin quemar, una ciudad sin saquear ni una doncella sin violar—. Y ahora me envía mi querida hermana para que termine el trabajo que empezaron Amory Lorch y Gregor Clegane.» Aquello le dejaba un regusto amargo.
A tan poca distancia de Desembarco del Rey, el camino Real era tan seguro como podía ser un camino en los tiempos que corrían, pero Jaime les pidió a Marbrand y a sus jinetes que se adelantaran.
—Robb Stark me cogió desprevenido en el bosque Susurrante —reconoció Jaime—. No volverá a sucederme.
—Tenéis mi palabra. —El alivio de Marbrand al volver a verse a caballo era evidente; prefería con mucho llevar la capa gris humo de su Casa que la de lana dorada de la Guardia de la Ciudad—. Si hay algún enemigo a menos de doce leguas, lo sabréis de antemano.
Jaime había dado órdenes estrictas de que nadie se apartara de la columna sin su permiso; de lo contrario se encontraría con un montón de jóvenes señores aburridos echando carreras por los prados, espantando al ganado y pisoteando los sembrados. Aún quedaban vacas y ovejas cerca de la ciudad, manzanas en los árboles y bayas en los arbustos, además de campos de cebada, avena y trigo de invierno, y carretas y carros de bueyes en el camino. Más adelante, la situación no sería tan favorable.
Allí a caballo, al frente de un ejército y con el silencioso Ser Ilyn a su lado, Jaime estaba casi satisfecho. Sentía el calor del sol en la espalda, y el viento le acariciaba el cabello como los dedos de una mujer. Cuando Lew Piper el Pequeño se acercó al galope con el yelmo lleno de moras, Jaime se comió un puñado y le dijo al chico que compartiera el resto con los demás escuderos y con Ser Ilyn Payne.
Payne parecía tan cómodo con el silencio como con la armadura oxidada y las prendas de cuero. El único ruido que emitía era el de los cascos de su caballo y el tintineo de la espada en la vaina cada vez que cambiaba de postura en la silla de montar. Su rostro picado de viruelas era sombrío, y sus ojos, fríos como el hielo, pero Jaime tenía la sensación de que se alegraba de estar allí.
«Le di a elegir —se recordó—. Podría haber rechazado mi oferta y haber seguido como Justicia del Rey.»
El nombramiento de Ser Ilyn había sido un regalo de bodas de Robert Baratheon al padre de su novia, una prebenda para compensar a Payne por la lengua que había perdido al servicio de la Casa Lannister. Había sido un decapitador excelente. Nunca falló en una ejecución, y sólo en raras ocasiones tuvo que asestar un segundo golpe. Además, su silencio tenía algo que inspiraba terror. Pocas veces había habido una Justicia del Rey tan adecuado para el cargo.
Cuando Jaime decidió llevárselo, fue a buscar a Ser Ilyn a sus habitaciones, al final del paseo del Traidor. El piso superior de la torre baja semicircular estaba dividido en celdas para prisioneros que requiriesen cierto nivel de comodidad: caballeros o señores menores a la espera de que se pagara su rescate o los intercambiaran. La entrada de los calabozos comunes estaba al nivel del suelo, tras una puerta de hierro forjado y otra de madera gris astillada. En los pisos intermedios se encontraban las habitaciones del Carcelero Jefe, el Lord Confesor y la Justicia del Rey. El cometido de la Justicia era decapitar, pero por tradición también estaba al mando de los calabozos y de sus encargados.
Y Ser Ilyn Payne era la persona menos adecuada para esa tarea. No sabía leer ni escribir y no podía hablar, así que tenía que dejar todos los asuntos en manos de sus subordinados, fueran quienes fueran. Pero el reino no había tenido un Lord Confesor desde tiempos del segundo Daeron, y el último Carcelero Jefe había sido un comerciante de tejidos que le compró el cargo a Meñique durante el reinado de Robert. Sin duda había sacado buen provecho de él durante unos años, hasta que cometió el error de conspirar con otros idiotas ricos para entregarle el Trono de Hierro a Stannis. Se hacían llamar los Astados, así que Joff ordenó que les clavaran astas en la cabeza antes de tirarlos por las murallas. De modo que le correspondió a Rennifer Mareslargos, el jefe de calabozos que decía a quien quisiera escucharlo que llevaba una «gota de dragón», abrirle a Jaime las puertas de los calabozos y guiarlo escaleras arriba, hasta el lugar donde había vivido Ilyn Payne durante quince años.
Las habitaciones apestaban a comida podrida, y los juncos del suelo estaban llenos de sabandijas. Jaime estuvo a punto de tropezar con una rata al entrar. El mandoble de Payne reposaba en una mesa de caballetes, junto a una piedra de afilar y un trozo de hule. El acero estaba inmaculado; el borde mostraba un brillo azul con la luz intensa, pero por el suelo había montones de ropa sucia, y las piezas de armadura esparcidas por doquier estaban rojas de óxido. Jaime perdió la cuenta de las jarras de vino rotas.
«A este hombre, lo único que le importa es matar», pensó mientras Ser Ilyn salía de un dormitorio que apestaba a orinales llenos.
—Su Alteza me envía a recuperar sus tierras de los ríos —le dijo Jaime—. Me gustaría que me acompañarais... Si no os importa dejar atrás todo esto.
La respuesta fue el silencio, junto con una mirada larga, sin parpadear. Pero justo cuando iba a dar la vuelta para salir, Payne asintió.
«Y aquí está, cabalgando conmigo. —Jaime miró a su acompañante—. Puede que aún haya esperanza para nosotros dos.»
Aquella noche acamparon al pie de la colina del castillo de los Hayford. Mientras se ponía el sol, un centenar de tiendas se alzó en la ladera y a lo largo de las orillas del arroyo que discurría junto a ella. Jaime organizó en persona a los centinelas. No esperaba que hubiera problemas tan cerca de la ciudad, pero su tío Stafford también se había creído a salvo en el Cruce de Bueyes. Era mejor no correr riesgos innecesarios.
Cuando les llegó la invitación del castillo para que subieran a cenar con el castellano de Lady Hayford, Jaime acudió acompañado de Ser Ilyn, Ser Addam Marbrand, Ser Bonifer Hasty, Ronnet el Rojo, Jabalí y otra docena de caballeros y señores menores.
—En fin, tendré que ponerme la mano —le dijo a Peck antes de emprender el ascenso.
El muchacho la cogió de inmediato. La mano estaba cincelada en oro y parecía muy real: las uñas eran incrustaciones de madreperla y los dedos estaban flexionados lo justo para poder agarrar el pie de una copa.
«No puedo luchar, pero sí beber», reflexionó Jaime mientras el chico le abrochaba las cinchas al muñón.
—De hoy en adelante, todos os llamarán Manodeoro, mi señor —le aseguró el armero la primera vez que se la puso en la muñeca.
«Se equivocaba. Me llamarán Matarreyes hasta el día de mi muerte.»
La mano de oro fue objeto de muchos comentarios admirativos durante la cena, al menos hasta que Jaime derribó una copa de vino. En aquel momento se dejó dominar por el genio.
—Si tanto os gusta esta mierda, cortaos la mano de la espada y os la regalo —le dijo a Flement Brax.
Después de aquello cesaron los comentarios relativos a su mano, y pudo beber en paz un poco de vino.
La señora del castillo era Lannister por matrimonio, una niña regordeta que aún gateaba: la habían casado con su primo Tyrek antes de que cumpliera un año. Tal como imponía la etiqueta, les llevaron a Lady Ermesande para que le dieran su aprobación, embutida en una diminuta túnica de hilo de oro con las líneas zigzagueantes verdes y las ondas en verde más claro de la Casa Hayford en diminutas cuentas de jade. Pero la niña no tardó en echarse a llorar, por lo que su ama de cría se la llevó a la cama.
—¿Seguimos sin noticias de Lord Tyrek? —preguntó el castellano mientras le servían la trucha.
—Sí. —Tyrek Lannister había desaparecido durante los disturbios de Desembarco del Rey, mientras Jaime estaba prisionero en Aguasdulces. El muchacho habría cumplido catorce años, suponiendo que siguiera con vida.
—Dirigí la búsqueda en persona por orden de Lord Tywin —intervino Addam Marbrand mientras quitaba las espinas del pescado—, pero no corrí mejor suerte que Bywater: yo tampoco descubrí nada. La última vez que lo vieron estaba a caballo, y en ese momento, la turba rompió la barrera de los capas doradas. Después de aquello... Bueno, encontramos su palafrén, pero no al jinete. Lo más probable es que lo derribaran y lo asesinaran. Pero si fue así, ¿qué pasó con su cadáver? La chusma dejó allí los demás; ¿por qué no el suyo?
—Tendría más valor vivo —señaló Jabalí—. Se pagaría un buen rescate por cualquier Lannister.
—Sin duda —convino Marbrand—, pero jamás se pidió rescate alguno. El chico se ha esfumado.
—El chico está muerto. —Jaime se había bebido tres copas de vino; la mano dorada le parecía más pesada y torpe por momentos. «Tanto daría que me hubieran hecho un garfio»—. Si se dieron cuenta de quién era el crío que habían matado, lo tiraron al río, seguro. Temerían la cólera de mi padre; ya la conocían en Desembarco del Rey. Lord Tywin siempre pagaba sus deudas.
—Siempre —asintió Jabalí, y con eso se acabó la conversación.
Pero más tarde, en la habitación de la torre que le habían ofrecido para pasar la noche, Jaime empezó a tener dudas. Tyrek había servido al rey Robert como escudero a la vez que Lancel. Las cosas que se saben pueden ser tan valiosas como el oro y tan mortíferas como una daga. Enseguida le acudió a la mente Varys, siempre sonriente y con su olor a lavanda. El eunuco tenía agentes e informadores por toda la ciudad; para él habría sido sencillo disponer las cosas para que se llevaran a Tyrek en la confusión... siempre que supiera por adelantado que la chusma se iba a amotinar.
«Y Varys lo sabía todo, o eso nos quería hacer creer. Pero no avisó a Cersei de la revuelta, y tampoco bajó a los barcos para despedir a Myrcella.»
Abrió los postigos. La noche era cada vez más fría, y una esquirla de luna brillaba en el cielo. A su luz, la mano tenía un brillo mortecino.
«No me servirá para estrangular eunucos, pero al menos le podrá convertir esa sonrisa babosa en escombros rojos.» Tenía ganas de golpear a alguien.
Ser Ilyn estaba afilando el mandoble cuando Jaime dio con él.
—Ya es la hora —le dijo.
El decapitador se levantó y lo siguió; sus botas de cuero agrietado resonaban contra los empinados peldaños de piedra cuando bajaron por las escaleras. Ante la armería había un patio pequeño. Jaime cogió dos escudos, dos yelmos y un par de espadas romas de torneo. Le tendió una a Payne y cogió la otra con la mano izquierda antes de pasar el brazo derecho por las cinchas del escudo. Los dedos dorados estaban algo curvados, pero no podían agarrar, de manera que no sostenía el escudo con firmeza.
—Habéis sido caballero, ser —dijo Jaime—. Igual que yo. Veamos qué somos ahora.
La respuesta de Ser Ilyn fue alzar la espada, y Jaime se adelantó para atacar. Payne estaba tan oxidado como su cota de malla y no era tan fuerte como Brienne, pero detuvo todos los golpes con su hoja o interpuso el escudo. Danzaron bajo la luna menguante mientras las espadas romas entonaban su canción de acero. Durante un rato, el caballero silencioso se conformó con dejar que Jaime tomara la iniciativa en el baile, pero más adelante empezó a responder a los golpes con golpes. Acertó a Jaime en el muslo, en el hombro y en el antebrazo. En tres ocasiones hizo que le resonara la cabeza con golpes en el yelmo. Un tajo le arrancó el escudo del brazo derecho y estuvo a punto de romper las correas que le ataban la mano de oro al muñón. Cuando bajaron las espadas, Jaime estaba molido y magullado, pero el vino se había evaporado, y tenía la cabeza despejada.
—Volveremos a bailar —prometió a Ser Ilyn—. Mañana, y pasado mañana. Bailaremos todos los días, hasta que sea tan bueno con la mano izquierda como lo era con la derecha.
Ser Ilyn abrió la boca y emitió un sonido chasqueante.
«Una carcajada», comprendió Jaime. Algo se le revolvió en las tripas.
A la mañana siguiente, nadie tuvo la osadía de mencionar sus magulladuras. Por lo visto no habían oído el estrépito de su lucha a espada en medio de la noche. Pero, mientras bajaban al campamento, Lew Piper el Pequeño formuló la pregunta que caballeros y señores no se atrevían a hacer. Jaime le sonrió.
—En Casa Hayford tienen mozas muy ardientes. Son mordiscos de amor, chaval.
Al día radiante y ventoso lo siguió otro encapotado, y luego, tres de lluvia. No los afectaban el viento ni el agua. La columna mantuvo el mismo paso hacia el norte por el camino Real, y cada noche, Jaime daba con un lugar aislado para buscarse más mordiscos de amor. Lucharon en un establo ante la mirada de una mula tuerta, y en la bodega de una posada entre barriles de vino y cerveza. Lucharon entre los restos ennegrecidos de un enorme granero de piedra; en una isleta boscosa, en medio de un arroyo de aguas bajas, y al aire libre mientras la lluvia repiqueteaba suavemente contra sus yelmos y escudos.
Jaime buscaba excusas para sus correrías nocturnas, pero no cometía la estupidez de pensar que los demás las creían. Sin lugar a dudas, Addam Marbrand sabía lo que se hacía, y posiblemente otros capitanes lo sospecharan. Pero nadie hablaba del tema delante de él, y como el único testigo carecía de lengua, no había peligro de que nadie supiera hasta qué punto se había convertido el Matarreyes en un espada incompetente.
No tardaron en ver los rastros de la guerra por todas partes. En los sembradíos crecían malas hierbas, espinos y arbustos, en lugar del trigo otoñal que tendría que estar a punto para la cosecha; apenas había viajeros por el camino Real, y los lobos gobernaban aquel mundo fatigado desde el ocaso hasta el amanecer. Casi todos los animales eran suficientemente cautelosos para mantener las distancias, pero un jinete de la avanzadilla de Marbrand vio como mataban a su caballo cuando desmontó para mear.
—Ningún animal sería tan osado —declaró Bonifer el Bueno, el del rostro severo y triste—. Son demonios con piel de lobo; los envían para castigarnos por nuestros pecados.
—Este caballo debió de cometer pecados terribles —replicó Jaime ante lo que quedaba del pobre animal.
Dio orden de que trocearan el resto de la carne y la pusieran en salazón; tal vez la necesitaran más adelante.
En un lugar llamado Cuerno de la Puerca encontraron a un anciano caballero llamado Ser Roger Hogg, sentado con testarudez en su torreón, con seis soldados, cuatro ballesteros y una veintena de campesinos. Era un hombretón corpulento e irritable, y Ser Kennos comentó que tal vez se tratara de un Crakehall, ya que su blasón era un jabalí pinto. Por lo visto, Jabalí también lo creía, ya que se pasó una hora interrogando a Ser Roger sobre sus antepasados.
A Jaime le interesaba más lo que pudiera decirles de los lobos.
—Tuvimos problemas con una manada que llevaba la estrella blanca —le dijo el viejo caballero—. Vinieron a husmear después de vos, mi señor, pero conseguimos echarlos, y enterramos a tres entre los nabos. Antes llegó una manada de putos leones, y disculpad la expresión. El que los comandaba tenía una manticora en el escudo.
—Ser Amory Lorch —le aclaró Jaime—. Mi señor padre le dio orden de asolar las tierras de los ríos.
—De las que no formamos parte —replicó Ser Roger Hogg con tenacidad—. Le debo lealtad a la Casa Hayford, y Lady Ermesande hinca su pequeña rodilla ante Desembarco del Rey, o bueno, la hincará cuando sepa andar. Se lo dije, pero ese tal Lorch no quiso escucharme. Mató a la mitad de mis ovejas y a tres buenas cabras que daban leche, y trató de achicharrarme en mi torre. Pero las paredes son de piedra maciza, de tres varas de grosor, así que, cuando se consumió el fuego, se hartó y se fue. Luego llegaron los lobos, los de cuatro patas, y se comieron las ovejas que me había dejado la manticora. A cambio me cobré unas cuantas pieles, pero con eso no llenamos el estómago. ¿Qué podemos hacer, mi señor?
—Sembrar —dijo Jaime—, y rezar para obtener una cosecha tardía.
No era una respuesta que infundiera muchas esperanzas, pero no tenía otra.
Al día siguiente, la columna cruzó el arroyo que marcaba los límites entre las tierras que debían lealtad a Desembarco del Rey y las de Aguasdulces. El maestre Gulian consultó un mapa y anunció que aquellas colinas eran dominio de los hermanos Wode, dos caballeros vasallos de Harrenhal... Pero sus hogares habían sido de adobe y madera, y sólo quedaban unas pocas vigas ennegrecidas.
No había rastro de los Wode ni de sus vasallos, aunque unos bandidos se habían refugiado en las bodegas, bajo el torreón del segundo hermano. Uno de ellos vestía los restos andrajosos de una capa carmesí, pero Jaime lo ahorcó junto con los demás. Se sintió bien. Aquello era justicia.
«Tómalo por costumbre, Lannister, y quizá sí que acaben por llamarte Manodeoro. Manodeoro el Justo.»
A medida que se acercaban a Harrenhal, el mundo era cada vez más gris. Cabalgaron bajo cielos plomizos, junto a aguas que brillaban tan viejas y frías como una lámina de acero batido. Jaime no pudo dejar de preguntarse si Brienne lo habría precedido.
«Si cree que Sansa Stark trató de llegar a Aguasdulces...» Si se hubieran encontrado con otros viajeros, tal vez se habría detenido a preguntarles si habían visto por casualidad a una hermosa doncella con el cabello castaño rojizo, o a otra grande y fea con una cara que cortaba la leche. Pero en los caminos no había más que lobos, y sus aullidos no le dieron la respuesta.
Las torres de la locura de Harren el Negro aparecieron por fin al otro lado de las aguas plomizas del lago: cinco dedos retorcidos de piedra negra y deforme que se alzaban hacia el cielo. Meñique había recibido el título de Señor de Harrenhal, pero por lo visto no tenía prisa en ocupar su nuevo asentamiento, así que a Jaime le había correspondido la misión de poner orden en Harrenhal, de camino a Aguasdulces.
De lo que no cabía duda era de que hacía falta poner orden. Gregor Clegane les había arrebatado el inmenso castillo sombrío a los Titiriteros Sangrientos antes de que Cersei lo llamara a Desembarco del Rey. Sin duda, los hombres de la Montaña seguirían armando bulla allí como guisantes secos en una armadura, pero no eran los más indicados para restablecer la paz del rey en el Tridente. La única paz que habían proporcionado jamás era la de la tumba.
Los jinetes de avanzadilla de Ser Addam habían informado de que las puertas de Harrenhal estaban cerradas y atrancadas. Jaime alineó a sus hombres ante ellas y le ordenó a Ser Kennos de Kayce que hiciera sonar el Cuerno de Herrock, negro, retorcido, con abrazaderas de oro viejo.
Tres llamadas retumbaron contra las paredes antes de que se oyera el gemido de las bisagras de hierro y las puertas se abrieran lentamente. Las murallas de la locura de Harren el Negro eran tan gruesas que Jaime pasó bajo una docena de matacanes antes de encontrarse de repente bajo la luz del patio donde se había separado de los Titiriteros Sangrientos, no hacía tanto tiempo. En la tierra prensada crecían malas hierbas; las moscas zumbaban en torno a los restos de un caballo.
Unos cuantos hombres de Ser Gregor salieron de las torres para verlo desmontar, todos con ojos duros, con boca dura.
«No podían ser de otra manera para cabalgar con la Montaña.» Lo único bueno que se podía decir de los hombres de Gregor era que no se trataba de una chusma tan cruel y violenta como la de la Compañía Audaz.
—Anda y que me jodan, si es Jaime Lannister —exclamó de repente un soldado de pelo canoso—. Es el Matarreyes, muchachos. ¡Anda y que me jodan con una lanza!
—¿Quién eres tú? —preguntó Jaime.
—El ser me llamaba Bocasucia, si a mi señor le parece bien. —Se escupió en las manos y se frotó las mejillas como si con eso fuera a estar más presentable.
—Qué encanto. ¿Eres tú el que está al mando?
—¿Yo? Mierda, claro que no. Mi señor. ¡Anda y que me jodan con una lanza! —Bocasucia tenía suficientes migas en la barba para alimentar a toda la guarnición. Jaime no pudo contener una carcajada. El soldado lo consideró un estímulo—. ¡Anda y que me jodan con una lanza! —dijo otra vez, también riéndose.
—Ya lo habéis oído —le dijo Jaime a Ilyn Payne—. Buscad una buena lanza, que sea bien larga, y metédsela por el culo.
Ser Ilyn no tenía lanza, pero Jon Bettley, el Lampiño, le tiró una de buena gana. Las carcajadas ebrias de Bocasucia cesaron al instante.
—A mí no os acerquéis con eso.
—Pues decídete de una vez —replicó Jaime—. ¿Quién está al mando aquí? ¿Ser Gregor nombró castellano a alguien?
—A Polliver —respondió otro hombre—, pero el Perro lo mató, mi señor. A él y al Cosquillas, y también a ese chico de Sarsfield.
«Otra vez el Perro.»
—¿Estáis seguros de que fue Sandor? ¿Lo visteis?
—Nosotros no, mi señor. Nos lo dijo un posadero.
—Fue en la posada de la encrucijada, mi señor —intervino un hombre más joven con una mata de pelo color arena. Llevaba la cadena de monedas que perteneciera a Vargo Hoat, monedas de medio centenar de ciudades lejanas, de plata y de oro, de cobre y de bronce, monedas cuadradas y redondas, triángulos, aros y fragmentos de hueso—. El posadero juró que el que lo hizo tenía media cara quemada. Sus putas dijeron lo mismo. Sandor viajaba con un crío, un campesino harapiento. Por lo que nos contaron, hicieron trizas a Polly y al Cosquillas, y se fueron a caballo en dirección al Tridente.
—¿Enviasteis hombres tras ellos?
Bocasucia frunció el ceño como si la sola idea le resultara dolorosa.
—No, mi señor. Mierda, claro que no.
—Cuando un perro está rabioso hay que rebanarle el cuello.
—Bueno... —El hombre se frotó la boca—. Polly no me caía bien, mierda, y el Perro, pues era el hermano del ser, así que...
—Somos duros, mi señor —intervino el que llevaba las monedas—, pero hay que estar loco para enfrentarse al Perro.
Jaime se quedó mirándolo.
«Es más valiente que los demás y no está tan borracho como Bocasucia.»
—Tuvisteis miedo de él.
—Yo no diría miedo, mi señor. Se lo dejábamos a hombres que nos aventajaran. A alguien como el ser. O como vos.
«Como yo cuando aún tenía dos manos.» Jaime no se hacía ilusiones: en aquellos momentos, Sandor acabaría con él sin siquiera sudar.
—¿Cómo te llamas?
—Rafford, si os parece bien. Me suelen llamar Raff.
—Raff, reúne a la guarnición de la Sala de las Cien Chimeneas. También a los prisioneros. Quiero verlos. Y a las putas de la encrucijada. Ah, y a Hoat. Me quedé consternado al enterarme de su muerte. Quiero ver su cabeza.
Cuando se la llevaron, advirtió que le habían cortado los labios, las orejas y buena parte de la nariz. Los cuervos le habían devorado los ojos. De todos modos, aún resultaba reconocible: era la Cabra. Jaime habría identificado aquella barba en cualquier lugar; era un mechón absurdo de tres palmos de largo que colgaba de una barbilla puntiaguda. Por lo demás, al cráneo del qohoriense apenas le quedaban unas tiras de pellejo.
—¿Dónde está el resto? —preguntó.
Nadie quiso decírselo. Por último, Bocasucia bajó la vista.
—Podrido, ser. Y comido.
—Había un prisionero que no hacía más que suplicar comida —reconoció Rafford—, así que el ser dijo que le diéramos cabra asada. Lo malo es que al qohoriense no le quedaba mucha carne. El ser le había cortado las manos y los pies, y luego, los brazos y las piernas.
—El maricón gordo se comió la mayor parte —aportó Bocasucia—, pero el ser se encargó de que la probaran todos los prisioneros. Y la Cabra también, a sí mismo. El muy gilipollas no paraba de babear mientras le dábamos de comer; la grasa le corría por la barba.
«Padre, tus dos perros se han vuelto locos», pensó Jaime. Recordó las historias que le habían contado de niño en Roca Casterly sobre Lady Lothston, que había enloquecido, se bañaba en sangre y organizaba banquetes de carne humana entre aquellos mismos muros.
La venganza había perdido todo su sabor.
—Tira esto al lago. —Jaime le lanzó a Peck la cabeza de Hoat y se volvió hacia la guarnición—. Ser Bonifer Hasty se hará cargo de Harrenhal en nombre de la corona hasta que llegue Lord Petyr. Aquellos que lo deseéis podéis uniros a él, si os acepta. Los demás cabalgaréis conmigo hacia Aguasdulces.
Los hombres de la Montaña intercambiaron miradas.
—Están en deuda con nosotros —dijo uno—. El ser nos lo prometió. Una copiosa recompensa, nos dijo.
—Con esas palabras —corroboró Bocasucia—. «Una copiosa recompensa para los que cabalguen conmigo».
Una docena de hombres se unió a las protestas.
Ser Bonifer alzó una mano enguantada.
—Todo el que se quede conmigo recibirá ochenta fanegas de tierra para trabajarlas, otro tanto cuando se case y otras ochenta cuando nazca su primer hijo.
—¿Tierra, ser? —Bocasucia escupió—. Me cago en la tierra. Para arar como imbéciles nos habríamos quedado en casa, con vuestro perdón, ser. El ser dijo «una copiosa recompensa». O sea, oro.
—Si tenéis alguna queja, id a Desembarco del Rey y presentádsela a mi querida hermana. —Jaime se volvió hacia Rafford—. Ahora quiero ver a los prisioneros, empezando por Ser Wylis Manderly.
—¿El gordo? —preguntó Rafford.
—Espero sinceramente que no. Y no me relatéis la triste historia de cómo murió, o puede que os suceda a todos lo mismo.
Si había albergado alguna esperanza de encontrar a Shagwell, a Pyg o a Zollo pudriéndose en las mazmorras, se llevó una gran decepción. Por lo visto, toda la Compañía Audaz había abandonado a Vargo Hoat. De la servidumbre de Lady Whent sólo quedaban tres personas: el cocinero que le había abierto la poterna a Ser Gregor, un herrero encorvado llamado Ben Pulgarnegro y una muchacha llamada Pia, que ya no era tan hermosa como cuando Jaime la había visto por última vez. Le habían roto la nariz y le habían saltado la mitad de los dientes. Al ver a Jaime, la chica cayó a sus pies entre sollozos y se le aferró a la pierna con fuerza histérica, hasta que Jabalí consiguió arrancarla.
—Nadie te va a hacer daño —le dijo, pero sólo consiguió que sollozara con más fuerza.
Los otros prisioneros habían recibido mejor trato. Ser Wylis Manderly estaba entre ellos, junto con otros norteños de noble cuna que había hecho cautivos la Montaña que Cabalga en las batallas de la orilla del Tridente. Eran rehenes útiles; cada uno valía un buen rescate. Estaban sucios y andrajosos, y algunos tenían golpes recientes o dientes rotos, o les faltaban dedos, pero les habían lavado y vendado las heridas, y ninguno había pasado hambre. Jaime se preguntó si tendrían alguna sospecha de lo que habían estado comiendo, pero optó por no preguntar.
A ninguno le quedaban ganas de mostrarse desafiante, y a Ser Wylis menos que a nadie. Era un tonel de sebo con barba, ojos estúpidos, y papada cetrina y temblorosa. Cuando Jaime le dijo que lo escoltarían hasta Poza de la Doncella y allí tomaría un barco hacia Puerto Blanco, se derrumbó en un charco y sollozó más aún que Pía. Hicieron falta cuatro hombres para ponerlo en pie.
«Demasiada cabra asada —reflexionó Jaime—. Dioses, cómo odio este puto castillo.» Harrenhal había presenciado más horrores en trescientos años que Roca Casterly en tres mil.
Jaime ordenó que se encendieran fuegos en la Sala de las Cien Chimeneas y mandó al cocinero a sus cocinas para que les preparase una comida caliente a los hombres de su columna.
—Cualquier cosa menos cabra.
Él cenó en la Sala del Cazador con Ser Bonifer Hasty, un hombre flaco y solemne, propenso a salpicar sus frases con alusiones a los Siete.
—No quiero a ningún seguidor de Ser Gregor —declaró mientras cortaba una pera tan seca como él, de tal forma que parecía procurar a toda costa que ni una gota de su zumo inexistente le salpicara el inmaculado jubón violeta bordado con las dos bandas estrechas y la central más ancha, todas blancas, de su Casa—. No tendré a mi servicio a semejantes pecadores.
—Mi septón decía que todos los hombres son pecadores.
—No se equivocaba —reconoció Ser Bonifer—, pero hay pecados más negros que otros, más hediondos a la nariz de los Siete.
«Y vos tenéis tan poca nariz como mi hermano pequeño; de lo contrario, mis pecados os harían vomitar esa pera.»
—Muy bien. Os quitaré de encima a la pandilla de Gregor.
Siempre le serían útiles unos cuantos soldados más. Aunque no fuera para otra cosa, podía enviarlos los primeros por las escalerillas si había que tomar Aguasdulces por asalto.
—Llevaos también a la ramera —le pidió Ser Bonifer—. Ya sabéis cuál. La chica de las mazmorras.
—Pia. —La última vez que había estado allí, Qyburn le había enviado a la chica a su cama, pensando que eso le agradaría. Pero la Pia que sacaron de las mazmorras era muy diferente de la muchachita dulce, simple y risueña que se había metido bajo sus mantas. Había cometido el error de hablar cuando Ser Gregor quería silencio, así que la Montaña le destrozó los dientes con el puño enfundado en un guantelete, y también le rompió la linda naricilla. Sin duda le habría hecho algo mucho peor si Cersei no lo hubiera llamado a Desembarco del Rey para que se enfrentara a la lanza de la Víbora Roja. Jaime no pensaba guardar luto por él—. Pia nació en este castillo —le dijo a Ser Bonifer—. No conoce otro hogar.
—Es una fuente de corrupción —replicó Ser Bonifer—. No la quiero cerca de mis hombres, exhibiendo sus... partes.
—No creo que se exhiba ya mucho —respondió—, pero si tanto os molesta, me la llevaré. —Siempre podía trabajar para él como lavandera. A sus escuderos no les importaba plantarle la carpa, cuidar de su caballo ni limpiarle la armadura, pero la tarea de ocuparse de su ropa les parecía muy poco viril—. ¿Podréis defender Harrenhal sólo con vuestros Cien Santos? —preguntó Jaime.
En realidad deberían llamarse Ochenta y Seis Santos, ya que habían perdido a catorce en el Aguasnegras, pero no le cabía duda de que Ser Bonifer volvería a tener un centenar en cuanto encontrara reclutas suficientemente piadosos.
—No creo que haya dificultades. La Vieja iluminará nuestro camino, y el Guerrero dará fuerza a nuestros brazos.
«O el Desconocido vendrá a buscaros a todos muy santamente.» Jaime no tenía manera de saber quién había convencido a su hermana para que nombrara a Ser Bonifer castellano de Harrenhal, pero aquello le olía a Orton Merryweather. Le parecía recordar que Hasty había servido al bisabuelo de Merryweather, y el justicia mayor pelirrojo era de la clase de tontos que supondrían que alguien al que llamaban el Bueno sería la pócima que necesitaban las tierras de los ríos para curar las heridas que habían dejado Roose Bolton, Vargo Hoat y Gregor Clegane.
«Pero puede que no se equivoque.» Hasty procedía de las tierras de la tormenta, así que no tenía amigos ni enemigos en el Tridente: ninguna disputa sangrienta, ninguna deuda pendiente, ningún deber para con nadie. Era sobrio, justo y obediente; sus Ochenta y Seis Santos eran soldados disciplinados, y era hermoso verlos desfilar en sus altos capones grises. La reputación de sus hombres era tan inmaculada que Meñique bromeaba diciendo que Ser Bonifer debía de haber castrado también a los jinetes.
Pese a todo, Jaime albergaba dudas hacia cualquier grupo de soldados más conocido por la belleza de sus caballos que por los enemigos a los que había matado.
«Me imagino que rezarán bien, pero ¿sabrán pelear?» Que él supiera, no se habían deshonrado en el Aguasnegras, pero tampoco se habían distinguido. El propio Ser Bonifer había sido de joven un caballero prometedor, pero algo le había sucedido, una derrota, una deshonra, un escarceo con la muerte, y después había decidido que las justas eran una vanidad huera y había dejado la lanza definitivamente.
«Pero alguien tiene que defender Harrenhal, y aquí el amigo Baelor Culosanto es el elegido de Cersei.»
—Este castillo tiene mala fama —le advirtió—, y no es inmerecida. Se dice que Harren y sus hijos todavía recorren sus habitaciones por las noches, y que cualquiera que los vea estalla en llamas.
—No me dan miedo las sombras, ser. Está escrito en La estrella de siete puntas: los espíritus y los espectros no tienen ningún poder contra el hombre piadoso que lleve la Fe como armadura.
—Pues poneos una armadura de fe, pero reforzadla con una buena cota de malla. Todo el que ha estado al mando en este castillo ha terminado mal. La Montaña, la Cabra... Hasta mi padre.
—Si no os importa que os lo diga, no eran hombres piadosos como nosotros. El Guerrero nos defiende, y siempre habrá ayuda cerca por si algún enemigo nos amenazara. El maestre Gulian se va a quedar con sus cuervos; Lord Lancel se encuentra en Darry con su guarnición, y Lord Randyll defiende Poza de la Doncella. Entre los tres podremos dar caza a los bandidos que ronden por aquí y aniquilarlos. Cuando lo logremos, los Siete guiarán a los campesinos bondadosos de regreso a sus aldeas, para que las reconstruyan y vuelvan a sembrar.
«Al menos a los que no mató la Cabra.» Jaime colocó los dedos dorados en torno al pie de la copa de vino.
—Si cae en vuestras manos algún miembro de la Compañía Audaz de Hoat, avisadme de inmediato.
El Desconocido se había llevado a la Cabra antes de que Jaime pudiera dar con él, pero aún quedaba Zollo, y también Shagwell, Rorge, Urswyck el Fiel y los demás.
—¿Para que podáis torturarlos y matarlos?
—¿Qué haríais vos en mi lugar? ¿Perdonarlos?
—Si se arrepintieran sinceramente de sus pecados... Sí, los abrazaría a todos como hermanos y rezaría con ellos antes de mandarlos al patíbulo. Los pecados se pueden perdonar; los crímenes hay que castigarlos. —Hasty juntó las yemas de los dedos ante sí, en un gesto que incomodó a Jaime; le recordaba demasiado a su padre—. ¿Qué queréis que hagamos si damos con Sandor Clegane?
«Rezar —pensó Jaime— y correr.»
—Mandadlo con su amado hermano y dad gracias a los dioses por haber creado siete infiernos. Con uno no bastaría para retener a los dos Clegane. —Se puso en pie con torpeza—. Beric Dondarrion es otra cuestión. Si lo capturáis, esperad a mi regreso. Quiero llevarlo a Desembarco del Rey con una soga al cuello, y que Ser Ilyn le corte la cabeza donde medio reino lo pueda ver.
—¿Y ese sacerdote myriense que cabalga con él? Se dice que va divulgando la fe falsa que profesa.
—Matadlo, besadlo o rezad con él, como queráis.
—No tengo el menor deseo de besarlo, mi señor.
—Seguro que él siente lo mismo por vos. —La sonrisa de Jaime se transformó en un bostezo—. Disculpadme, pero si no tenéis objeción, os dejo.
—Por supuesto, mi señor —respondió Hasty. Sin duda tenía ganas de rezar.
Jaime tenía ganas de luchar. Bajó los escalones de dos en dos para salir adonde el aire de la noche era fresco y vigorizante. Jabalí y Ser Flement Brax se estaban enfrentando en el patio, a la luz de las antorchas, rodeados de soldados que los jaleaban.
«Vencerá Ser Lyle —supo—. Tengo que encontrar a Ser Ilyn.» Volvían a picarle los dedos. Se alejó del ruido y de la luz, pasó bajo el puente cubierto y atravesó el patio de la Piedra Líquida antes de darse cuenta de adonde lo guiaban sus pasos.
Al acercarse al foso del oso vio la luz blanquecina y fría de un farol, que se derramaba por las gradas de piedra.
«Parece que se me han adelantado.» El foso sería un buen lugar para bailar, y tal vez Ser Ilyn hubiera pensado lo mismo.
Pero el caballero que había ante el foso era más corpulento, tenía barba y vestía un jubón rojo y blanco adornado con grifos.
«Connington. ¿Qué hace aquí?» Abajo, el cadáver del oso yacía aún en la arena, aunque ya sólo quedaban los huesos y la piel enmarañada y medio enterrada. Jaime sintió una punzada de compasión por el animal. «Al menos murió luchando.»
—Hola, Ser Ronnet —saludó—, ¿os habéis extraviado? Es un castillo muy grande, lo sé.
Ronnet el Rojo alzó el farol.
—Quería ver el lugar donde el oso bailó con la no tan hermosa doncella. —Con aquella luz, su barba brillaba como si fuera de fuego. A Jaime le llegó el olor a vino de su aliento—. ¿Es verdad que la moza luchó desnuda?
—¿Desnuda? No. —Se preguntó a quién se le habría ocurrido incorporar aquel detalle a la historia—. Los Titiriteros le pusieron un vestido de seda rosa y le dieron una espada de torneo. La Cabra quería que su muerte fuera «divedtida». De lo contrario...
—... sólo con ver a Brienne desnuda, el oso habría huido aterrado. —Connington se echó a reír. Jaime no.
—Habláis como si conocierais a la dama.
—Fui su prometido.
Aquello lo cogió por sorpresa. Brienne no había mencionado ningún compromiso.
—Su padre le buscó marido...
—Tres veces —asintió Connington—. Yo fui la segunda intentona. Cosas de mi padre. Me habían dicho que la moza era fea, y se lo dije, pero me respondió que con la vela apagada, todas las mujeres son iguales.
—Vuestro padre. —Jaime examinó el jubón de Ronnet el Rojo, donde dos grifos se enfrentaban sobre campo de gules y plata. «Grifos danzando»—. Era el... hermano de nuestra difunta Mano, ¿no?
—El primo. Lord Jon no tenía hermanos.
—No.
De pronto lo recordó todo. Jon Connington había sido amigo del príncipe Rhaegar. Cuando Merryweather fracasó en su intento de contener la Rebelión de Robert y no hubo manera de localizar al príncipe Rhaegar, Aerys recurrió al mejor que le quedaba, y le otorgó a Connington el cargo de Mano. Pero el Rey Loco siempre estaba amputándose las Manos. De Lord Jon se deshizo tras la batalla de las Campanas: lo despojó de tierras, honores y riquezas, y lo expulsó al otro lado del mar para que muriera en el exilio, a lo que él contribuyó matándose a base de bebida. En cambio, su primo, el padre de Ronnet el Rojo, se había unido a la rebelión, y después del Tridente obtuvo el Nido del Grifo como recompensa. Pero sólo el castillo: Robert se quedó con el oro, y repartió la mayor parte de las tierras de los Connington entre sus partidarios más fervorosos.
Ser Ronnet era un caballero con unas pocas tierras, nada más. Para una persona en su situación, la Doncella de Tarth sería una fruta muy apetecible.
—¿Cómo es que no os casasteis? —preguntó Jaime.
—Uf, fui a Tarth y la vi. Le sacaba seis años, y aun así tenía mi altura. Era como una puerca vestida de seda, aunque las puercas tienen las tetas más grandes. Cuando intentaba hablar, casi se ahogaba con su propia lengua. Le di una rosa y le dije que era lo único que iba a obtener de mí. —Connington contempló el foso—. El oso no era tan peludo como ese monstruo, os lo...
La mano dorada de Jaime le golpeó la boca con tal fuerza que el otro caballero cayó rodando por las gradas. El farol se le escapó de las manos y se rompió, y el aceite se extendió y empezó a arder.
—Habláis de una dama de noble cuna, ser. Llamadla por su nombre. Llamadla Brienne.
Connington se alejó a cuatro patas de las llamas que se extendían.
—Brienne. Como quiera mi señor. —Escupió una flema ensangrentada a los pies de Jaime—. Brienne la Bella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario