JAIME
El broche que cerraba la capa de Brynden Tully era un pez negro de azabache engarzado en oro. Su cota de malla era lúgubre y gris. Encima llevaba canilleras, gorjal, guanteletes, hombreras y rodilleras de acero negro, aunque no había nada más negro que la expresión de su rostro mientras aguardaba a Jaime Lannister al final del puente levadizo, solo, a lomos de un corcel bayo con gualdrapa roja y azul.
«No me tiene el menor respeto.»
Bajo la mata de pelo canoso, el rostro de Tully estaba marcado por arrugas profundas y curtido por el viento, pero Jaime aún reconocía al gran caballero que en cierta ocasión había cautivado a un escudero con sus relatos de los Reyes Nuevepeniques. Los cascos de Honor resonaron contra los tablones del puente levadizo. Jaime había invertido mucho tiempo en decidir si debía llevar al encuentro la armadura dorada o la blanca; al final había optado por un jubón de cuero y una capa carmesí.
Se detuvo a un paso de Ser Brynden e inclinó la cabeza para saludar al anciano.
—Matarreyes —dijo Tully.
Que su primera palabra fuera aquel apodo decía mucho de cómo iba a ser el encuentro, pero Jaime estaba decidido a conservar el aplomo.
—Pez Negro —respondió—, gracias por venir.
—Supongo que habéis vuelto para cumplir el juramento que hicisteis ante mi sobrina —dijo Ser Brynden—. Creo recordar que le prometisteis a Catelyn que le devolveríais a sus hijas a cambio de vuestra libertad. —Tenía los labios apretados—. Pero no veo a las niñas. ¿Dónde están?
«¿Tiene que obligarme a decirlo?»
—No las tengo.
—Lástima. Entonces, ¿venís a reanudar el cautiverio? Vuestra celda sigue disponible. Hemos puesto paja fresca en el suelo.
«Y un bonito cubo en el que cagar, seguro.»
—Sois muy atento, ser, pero no, gracias. Prefiero la comodidad de mi pabellón.
—Mientras que Catelyn disfruta de la comodidad de la tumba.
«No tuve nada que ver en la muerte de Lady Catelyn —habría querido decirle—, y cuando llegué a Desembarco del Rey, sus hijas habían desaparecido.»
Estuvo a punto de hablarle de Brienne y de la espada que le había regalado, pero el Pez Negro lo estaba mirando como lo miraba Eddard Stark cuando lo encontró sentado en el Trono de Hierro, con la sangre del Rey Loco en la espada.
—He venido a hablar de los vivos, no de los muertos. De los que no tienen por qué morir, pero morirán...
—A menos que os entregue Aguasdulces, ¿no? ¿Ahora viene cuando amenazáis con ahorcar a Edmure? —Los ojos de Tully eran pura piedra bajo las cejas pobladas—. Haga lo que haga, el destino de mi sobrino es la muerte, así que ahorcadlo y acabemos de una vez. Me imagino que Edmure está tan harto de estar de pie en ese patíbulo como yo de verlo.
«Ryman Frey es un completo mentecato.»
Saltaba a la vista que la pantomima con Edmure y el patíbulo sólo había servido para fomentar la testarudez del Pez Negro, eso era evidente.
—Tenéis prisioneros a Lady Sybelle Westerling y a tres de sus hijos. Os devolveré a vuestro sobrino a cambio de ellos.
—¿Igual que habéis devuelto a las hijas de Lady Catelyn?
Jaime no pensaba dejarse provocar.
—Una anciana y tres niños a cambio de vuestro señor. Es el mejor trato que podríais esperar.
—No os falta valor, Matarreyes. —Ser Brynden le dedicó una sonrisa dura—. Pero negociar con perjuros es como construir en arenas movedizas. Cat debería haber sabido que no se podía confiar en chusma como vos.
«En quien confió fue en Tyrion —estuvo a punto de decir Jaime—. El Gnomo la engañó a ella también.»
—Lady Catelyn me arrancó aquellas promesas a punta de espada.
—¿Y el juramento que hicisteis ante Aerys?
Sintió un cosquilleo en los dedos que le faltaban.
—Aerys no tiene nada que ver con esto. ¿Queréis que intercambiemos a los Westerling por Edmure?
—No. Mi rey me confió a su reina para que la protegiera, y juré mantenerla a salvo. No la entregaré para que la ahorquen los Frey.
—Ha recibido el indulto real. No le sucederá nada. Os doy mi palabra.
—¿Vuestra palabra de honor? —Ser Brynden arqueó una ceja—. ¿Sabéis siquiera qué es el honor?
«Un caballo.»
—Os lo juraré por lo que queráis.
—No me jodas, Matarreyes.
—Intento evitarlo: arriad los estandartes, abrid las puertas, y les perdonaré la vida a todos vuestros hombres. Los que quieran podrán quedarse en Aguasdulces al servicio de Lord Emmon. Los demás podrán marcharse, aunque tendrán que rendir las armas y las armaduras.
—¿Hasta dónde llegarán desarmados antes de que les caiga encima algún bandido? No os podéis arriesgar a que se unan a Lord Beric; los dos lo sabemos. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Me llevaréis a Desembarco del Rey para matarme, como a Eddard Stark?
—Os permitiré vestir el negro. El bastardo de Ned Stark es el Lord Comandante del Muro.
—¿Eso también fue cosa de vuestro padre? —El Pez Negro entrecerró los ojos—. Recuerdo bien que Catelyn no confiaba en ese muchacho, igual que no confió nunca en Theon Greyjoy. Por lo visto tenía razón con respecto a los dos. No, ser, muchas gracias. Si no os importa, prefiero morir en un lugar cálido con la espada en la mano, y la espada estará manchada de sangre roja de león.
—La sangre de los Tully es igual de roja —le recordó Jaime—. Si no rendís el castillo, me obligáis a tomarlo por asalto. Morirán cientos de hombres.
—Cientos de los míos. Miles de los vuestros.
—Vuestra guarnición entera perecerá.
—Esa canción ya me la sé. ¿Queréis que la cante con la música de «Las lluvias de Castamere»? Mis hombres prefieren morir de pie, luchando, antes que de rodillas bajo la espada del verdugo.
«Esto no marcha bien.»
—La resistencia no servirá de nada, ser. La guerra ha terminado; vuestro Joven Lobo ha muerto.
—Asesinado en una transgresión de las sagradas leyes de la hospitalidad.
—Fue cosa de los Frey, no mía.
—Llamadlo como queráis. Apesta a Tywin Lannister.
Era algo que Jaime no podía negar.
—Mi padre también ha muerto.
—Que el Padre lo juzgue con justicia.
«Esa sí que es una perspectiva aterradora.»
—Yo habría matado a Robb Stark en el bosque Susurrante si me hubiera tropezado con él. Unos idiotas se interpusieron en mi camino. ¿Acaso importa cómo muriera el chico? El caso es que ha muerto, y su reino murió con él.
—¿Estáis ciego además de tullido, ser? Levantad la vista y veréis que el lobo huargo aún ondea por encima de nuestras murallas.
—Ya lo he visto. Está muy solo. Harrenhal ha caído, igual que Varamar y Poza de la Doncella. Los Bracken han doblado la rodilla y tienen a Tytos Blackwood acorralado en el Árbol de los Cuervos. Piper, Vance, Mooton... Todos vuestros banderizos se han rendido. Únicamente queda Aguasdulces. Tenemos veinte veces más hombres que vos.
—Veinte veces más hombres requieren veinte veces más de comida. ¿Qué tal andáis de provisiones, mi señor?
—Tenemos suficientes para quedarnos aquí hasta el fin de los tiempos si hace falta, mientras vosotros os morís de hambre tras las murallas.
Recitó la mentira con toda la osadía que fue capaz de reunir, con la esperanza de que el rostro no lo traicionara. Pero el Pez Negro no se dejó engañar.
—Tal vez hasta el fin de vuestros tiempos. Nosotros tenemos provisiones en abundancia, aunque mucho me temo que no dejamos gran cosa en los campos para nuestros visitantes.
—Podemos bajar comida de Los Gemelos —dijo—, o de las colinas del oeste, si es necesario.
—Si vos lo decís... Nunca dudaría de la palabra de un caballero tan honorable.
El desprecio que impregnaba su voz terminó de irritar a Jaime.
—Hay una manera más rápida de zanjar este asunto: un combate singular. Mi campeón contra el vuestro.
—Me preguntaba cuánto tardaríais en llegar a eso. —Ser Brynden se echó a reír—. ¿Quién será? ¿Jabalí? ¿Addam Marbrand? ¿Walder Frey el Negro? —Se inclinó hacia delante—. ¿Qué tal vos y yo, ser?
«En otros tiempos habría sido un hermoso enfrentamiento —pensó Jaime—; los bardos habrían compuesto canciones.»
—Cuando Lady Catelyn me liberó, me hizo jurar que jamás volvería a alzar las armas contra los Tully ni contra los Stark.
—Qué juramento más oportuno, ser.
Su rostro se ensombreció.
—¿Me estáis llamando cobarde?
—No. Os estoy llamando tullido. —El Pez Negro hizo un gesto en dirección a la mano dorada de Jaime—. Los dos sabemos que con eso no podéis luchar.
—Tenía dos manos. —«¿Vas a desperdiciar tu vida por orgullo?, susurró una vocecita en su interior»—. Hay quien diría que un tullido y un anciano son rivales muy igualados. Liberadme del juramento que le hice a Lady Catelyn y lucharé contra vos, espada contra espada. Si gano, nos quedamos con Aguasdulces. Si me matáis, levantaremos el asedio.
Ser Brynden se echó a reír otra vez.
—Por mucho que me gustaría tener la ocasión de quitaros esa mano dorada y arrancaros del pecho vuestro negro corazón, vuestras promesas no tienen ningún valor. Con vuestra muerte no ganaría nada excepto el placer de mataros, y no pienso arriesgar mi vida por eso, aunque el riesgo sea nimio.
Por suerte, Jaime no llevaba espada; de lo contrario la habría desenvainado, y si no lo mataba Ser Brynden, se encargarían los arqueros de la muralla.
—¿Qué condiciones aceptaríais? —le preguntó al Pez Negro.
—¿De vos? —Ser Brynden se encogió de hombros—. Ninguna.
—Entonces, ¿por qué habéis salido a negociar conmigo?
—Los asedios son tan aburridos... Quería veros el muñón y oír las excusas que pondríais para justificar vuestras últimas canalladas. Son todavía más débiles de lo que me temía. Siempre me decepcionáis, Matarreyes.
El Pez Negro hizo dar media vuelta a su yegua y trotó hacia Aguasdulces. El rastrillo descendió bruscamente; las púas de hierro se clavaron profundamente en el barro blando.
Jaime hizo dar la vuelta a Honor y emprendió el largo camino de regreso hasta las líneas de los Lannister. Sentía todos los ojos clavados en él: los de los hombres de Tully en las almenas; los de los Frey al otro lado del río.
«Si no están ciegos, ya se habrán dado cuenta de que me ha tirado mi oferta a la cara. —Iba a tener que atacar el castillo—. Bueno, ¿qué es otro juramento roto para el Matarreyes? Un poco más de mierda en el cubo. —Jaime decidió que sería el primero en subir a las almenas—. Y con esta mano dorada, probablemente seré también el primer hombre en caer.»
Cuando llegó al campamento, Lew el Pequeño le sujetó las riendas mientras Peck lo ayudaba a bajar de la silla.
«¿Se creen que estoy tan tullido que no puedo ni desmontar solo?»
—¿Qué tal te ha ido, mi señor? —le preguntó su primo Ser Daven.
—Bueno, no han clavado ninguna flecha en la grupa de mi caballo. Por lo demás, igual que a Ser Ryman. —Frunció el ceño—. Así que quiere que las aguas del Forca Rojo bajen aún más rojas. —«La culpa es sólo tuya, Pez Negro. No me has dejado elección»—. Reúne un consejo de guerra. Ser Addam, Jabalí, Forley Prester, tus señores de los ríos... Y nuestros amigos Frey, claro. Ser Ryman, Lord Emmon... Los que quieran enviar.
Se congregaron rápidamente. Lord Piper y los dos Lord Vance acudieron en nombre de los señores arrepentidos del Tridente, cuya lealtad iba a ponerse a prueba muy pronto. Ser Daven, Jabalí, Addam Marbrand y Forley Prester representaban al oeste. Lord Emmon Frey se unió a ellos junto con su esposa. Lady Genna exigió su taburete con una mirada que desafiaba a cualquiera a cuestionar su presencia allí. Nadie se atrevió. Los Frey enviaron a Ser Walder Ríos, más conocido como Walder el Bastardo, y a Edwyn, el primogénito de Ser Ryman, un hombre pálido y esbelto con la nariz aguileña y una mata de pelo negro y lacio. Bajo la capa de lana azul, Edwyn llevaba un jubón de piel de becerro con hermosos bordados.
—Hablo en nombre de la Casa Frey —anunció—. Mi padre se encuentra indispuesto esta mañana.
Ser Daven soltó un bufido.
—¿Está borracho, o con resaca por el vino de anoche?
—Lord Jaime —dijo Edwyn, que tenía los labios duros y desagradables de los avaros—, ¿tengo que soportar semejante descortesía?
—¿Es verdad? —preguntó Jaime—. ¿Vuestro padre está borracho?
Frey apretó los labios y miró a Ser Ilyn Payne, que estaba junto a la entrada de la carpa, con la cota de malla oxidada y la espada sobresaliéndole por encima de un hombro huesudo.
—Eh... Mi padre padece del estómago, mi señor. El vino tinto lo ayuda a hacer la digestión.
—Pues debe de estar digiriendo un mamut entero —apuntó Ser Daven.
Jabalí soltó una carcajada, y Lady Genna disimuló una risita.
—Basta —interrumpió Jaime—. Tenemos cosas que hacer: hay que conquistar un castillo. —Cuando su padre estaba en consejo siempre dejaba que los capitanes fueran los primeros en hablar. Había decidido hacer lo mismo—. ¿Cómo deberíamos proceder?
—Para empezar, ahorcad a Edmure Tully —le apremió Lord Emmon Frey—. Así, Ser Brynden se dará cuenta de que vamos en serio. Si enviamos la cabeza de Edmure a su tío, tal vez lo convenzamos para que se rinda.
—No es tan fácil convencer a Brynden el Pez Negro. —Karyl Vance, el señor de Descanso del Caminante, tenía cara de melancolía. Una marca de nacimiento color vino le cubría el cuello y la mitad del rostro—. Ni su propio hermano pudo convencerlo para que contrajera matrimonio.
Ser Daven sacudió la cabeza.
—Tenemos que lanzar un ataque contra las murallas: es lo que he dicho desde el principio. Aquí lo que hacen falta son torres de asalto, escalerillas y un ariete para derribar la puerta.
—Yo dirigiré el ataque —ofreció Jabalí—. El Pez va a probar el sabor del fuego y el acero.
—Son mis murallas —protestó Lord Emmon—; es mi puerta la que queréis derribar. —Volvió a sacarse el pergamino de la manga—. El propio rey Tommen me ha concedido...
—Ya hemos visto todos el papelito, tío —le espetó Edwyn Frey—. ¿Por qué no vas a enseñárselo al Pez Negro, para variar un poco?
—Si atacamos las murallas, correrá mucha sangre —intervino Addam Marbrand—. Propongo esperar a que haya una noche sin luna para enviar a una docena de hombres bien escogidos al otro lado del río, en un bote con los remos envueltos para que no hagan ruido. Pueden escalar las murallas con cuerdas y arpeos, y abrirnos las puertas desde dentro. Si el consejo lo desea, yo puedo ir al mando.
—Qué tontería —bufó Walder Ríos, el bastardo—. Ese truco no engañaría a alguien como Ser Brynden.
—El Pez Negro es el obstáculo —asintió Edwyn Frey—. Su yelmo tiene una trucha negra en la cimera, así es fácil distinguirlo desde lejos. Propongo que acerquemos las torres de asalto llenas de arqueros y simulemos un ataque contra las puertas. Eso hará que Ser Brynden suba a las almenas, con yelmo y todo. Que todos los arqueros unten con estiércol humano las astas de sus flechas y disparen contra ese yelmo. Cuando Ser Brynden muera, Aguasdulces será nuestro.
—Mío —dijo Lord Emmon con voz chillona—, Aguasdulces es mío.
La mancha de nacimiento de Lord Karyl se oscureció.
—¿Vos seréis el encargado de aportar el estiércol, Edwyn? Es un veneno mortífero, no me cabe duda.
—El Pez Negro merece una muerte más noble; yo seré quien se la proporcione. —Jabalí dio un puñetazo en la mesa—. Lo desafiaré a un combate singular. Con maza, hacha o espada larga, no me importa; me comeré al viejo con patatas.
—¿Y por qué va a aceptar vuestro desafío, ser? —preguntó Ser Forley Prester—. ¿Qué tiene que ganar con un duelo así? ¿Levantaremos el asedio si gana? No lo creo, y él tampoco se lo creerá. Con un combate singular no conseguiría nada.
—Conozco a Brynden Tully desde que servimos juntos como escuderos de Lord Darry —intervino Norbert Vance, el señor ciego de Atranta—. Si a mis señores les parece bien, iré a hablar con él y trataré de hacerle comprender lo desesperado de su posición.
—Lo comprende perfectamente —dijo Lord Piper. Era bajo, recio, con las piernas arqueadas y cabellera roja e indómita, padre de un escudero de Jaime; el parecido con el muchacho era inconfundible—. No es idiota, Norbert. Tiene ojos... y demasiado sentido común para entregarse a estos. —Hizo un gesto grosero en dirección a Edwyn Frey y Walder Ríos.
Edwyn se enfureció.
—Si mi señor de Piper está insinuando...
—No insinúo nada, Frey. Digo abiertamente lo que pienso, como cualquier hombre honrado. Pero claro, ¿cómo vais a saber vos qué hacen los hombres honrados? Sois una comadreja traicionera y mentirosa, igual que toda vuestra familia. Antes me bebería una jarra de meados que confiar en la palabra de un Frey. —Se inclinó por encima de la mesa—. Decidme, ¿dónde está Marq? ¿Qué habéis hecho con mi hijo? Acudió como invitado a vuestra boda sangrienta.
—Y seguirá siendo nuestro invitado —replicó Edwyn— hasta que demostréis que sois leal a Su Alteza el rey Tommen.
—Marq fue a Los Gemelos con cinco caballeros y veinte soldados —replicó Piper—. ¿Todavía son vuestros invitados, Frey?
—Alguno de los caballeros, puede que sí. Los demás recibieron su merecido. Y haríais bien en contener esa lengua traidora, Piper, si no queréis que os devolvamos a vuestro heredero a trozos.
«Los consejos de mi padre nunca fueron así», pensó Jaime mientras Piper se ponía en pie.
—Repetidme eso con una espada en la mano, Frey —rugió el hombre menudo—. ¿O sólo sabéis luchar con manchas de mierda?
El rostro demacrado de Frey palideció. Walder Ríos se levantó, a su lado.
—Edwyn no es hombre de espada. Yo, en cambio sí, Piper. Si queréis hacer algún comentario más, venid afuera.
—Esto es un consejo, no una guerra —les recordó Jaime—. Sentaos los dos. —Ninguno de ellos se movió—. ¡Ahora mismo!
Walder Ríos se sentó. Lord Piper, en cambio, no se dejaba avasallar tan fácilmente. Masculló una maldición y salió de la carpa a zancadas.
—¿Envío a unos cuantos hombres a traerlo, mi señor? —preguntó Ser Daven a Jaime.
—Enviad a Ser Ilyn —sugirió Edwyn Frey—. Sólo nos hace falta su cabeza.
Karyl Vance se volvió hacia Jaime.
—Las palabras de Lord Piper son fruto del dolor. Marq es su primogénito. Todos los caballeros que lo acompañaron a Los Gemelos eran sobrinos y primos suyos.
—Querréis decir traidores y rebeldes —bufó Edwyn Frey.
Jaime le dirigió una mirada gélida.
—Los Gemelos también apoyó la causa del Joven Lobo —les recordó a los Frey—. Después lo traicionasteis. Eso os hace dos veces más traidores que Piper. —Disfrutó viendo como se agriaba y moría la sonrisita de Edwyn. «Ya he soportado suficiente consejo por hoy», decidió—. Hemos terminado. Empezad con los preparativos, mis señores. Atacaremos al amanecer.
El viento soplaba del norte cuando los caballeros salieron de la carpa. A Jaime le llegaba el hedor del campamento de los Frey desde más allá del Piedra Caída. Al otro lado del río, Edmure Tully, con una soga en torno al cuello resaltaba en el patíbulo gris.
Sus tíos fueron los últimos en salir. Ser Emmon iba pisándole los talones a Lady Genna.
—Lord sobrino —empezó a protestar Emmon—. Este ataque contra mi asentamiento... No podéis hacerlo. —Tragó saliva, y la nuez subió y bajó en su garganta—. No podéis. Os... Os lo prohíbo. —Había estado mascando hojamarga otra vez; una salivilla rosada le brillaba entre los labios—. El castillo es mío, tengo el pergamino. Con la firma del Rey, del pequeño Tommen. Soy el señor legítimo de Aguasdulces y...
—No mientras viva Edmure Tully —replicó Lady Genna—. Tiene el corazón blando y los sesos débiles, ya lo sé, pero seguirá siendo un peligro mientras siga con vida. ¿Qué vas a hacer, Jaime?
«El peligro es el Pez Negro, no Edmure.»
—De Edmure ya me encargo yo. Ser Lyle, Ser Ilyn, venid conmigo, por favor. Ya va siendo hora de que le haga una visita a ese patíbulo.
El Piedra Caída era más rápido y profundo que el Forca Rojo, y el vado más cercano estaba a varias leguas corriente arriba. Cuando Jaime y sus hombres llegaron al río, la barcaza que lo cruzaba ya había emprendido la travesía. Mientras esperaban su regreso, Jaime les explicó qué pretendía. Ser Ilyn escupió en el río.
Cuando los tres bajaron de la barcaza en la orilla norte, una vivandera borracha se ofreció a dar placer a Jabalí con la boca.
—No, dadle placer a mi amigo —replicó Ser Lyle al tiempo que la empujaba hacia Ser Ilyn.
La mujer se echó a reír y fue a besar a Payne en los labios, pero en cuanto le vio los ojos se encogió y se alejó.
Los senderos de entre las hogueras eran un lodazal de barro marrón mezclado con excrementos de caballo, con tantas huellas de cascos como de botas. Mirase hacia donde mirase, Jaime veía las torres gemelas de la Casa Frey en escudos y estandartes, azul sobre gris, junto con los blasones de Casas menores que habían jurado fidelidad al Cruce: la garza de Erenford, la horca de labrador de Haigh, las tres ramas de muérdago de Lord Charlton... La llegada del Matarreyes no pasó desapercibida. Una anciana que vendía cochinillos se detuvo para mirarlo; un caballero cuyo rostro le sonaba de algo hincó una rodilla en tierra, y dos soldados que estaban meando en una zanja se volvieron y se salpicaron.
—Ser Jaime —oyó a sus espaldas, pero siguió caminando sin volverse.
Vio a su alrededor las caras de los hombres que había intentado matar en el bosque Susurrante, cuando los Frey luchaban bajo el estandarte del lobo huargo de Robb Stark. La mano de oro le colgaba pesada a un costado.
El gran pabellón rectangular de Ryman Frey era el más grande del campamento; sus paredes de lona gris eran rectángulos cosidos de tal forma que parecían muros de piedra, y los dos picos del techo recordaban a Los Gemelos. Lejos de encontrarse indispuesto, Ser Ryman estaba divirtiéndose. De la carpa salía el sonido de las carcajadas ebrias de una mujer mezcladas con las notas de una lira y la voz de un bardo.
«Más tarde me encargaré de vos, ser», pensó Jaime. Walder Ríos estaba ante su modesta carpa, hablando con dos soldados. Su escudo lucía las divisas de la Casa Frey con los colores invertidos y una barra de gules que cruzaba las torres desde la siniestra. Al ver a Jaime, el bastardo frunció el ceño.
«Una verdadera mirada de desconfianza. Este es más peligroso que ninguno de sus hermanos legítimos.»
El patíbulo se había alzado a quince palmos del suelo. Al píe de las escaleras había apostados dos lanceros.
—No podéis subir sin permiso de Ser Ryman —le dijo uno a Jaime.
—Esta dice que sí. —Jaime le dio unos toquecitos al puño de la espada con un dedo—. La única duda es: ¿tendré que pasar por encima de vuestros cadáveres?
Los lanceros se hicieron a un lado.
En lo alto del patíbulo, el señor de Aguasdulces contemplaba la trampilla que había bajo él. Tenía los pies negros y llenos de barro, las piernas desnudas. Lo único que llevaba era una sucia túnica de seda, del rojo y azul de los Tully, y una soga de cáñamo. Al oír el sonido de las pisadas alzó la vista y se humedeció los labios secos y agrietados.
—¿Matarreyes? —Cuando vio a Ser Ilyn abrió los ojos de par en par—. Más vale una espada que una soga. Adelante, Payne.
—Ya habéis oído a Lord Tully, Ser Ilyn —dijo Jaime—. Adelante.
El caballero silencioso agarró el mandoble con las dos manos. Era largo y pesado, tan afilado como podía llegar a estar un acero. Los labios agrietados de Edmure se movieron sin emitir sonido alguno. Cuando Ser Ilyn alzó el arma, cerró los ojos. Payne descargó el golpe con todo su peso.
—¡No! ¡Alto! ¡No! —Edwyn Frey llegó jadeante—. Mi padre viene ya. Tan deprisa como puede. Jaime, debéis...
—Mi señor es más apropiado, Frey —replicó Jaime—. Y en lo sucesivo, cuando os dirijáis a mí, omitid cualquier debéis.
Ser Ryman subió por las escaleras del patíbulo junto con una mujer desaliñada de pelo pajizo que iba tan borracha como él. Llevaba un vestido atado por delante, pero le habían desatado los lazos hasta el ombligo, así que se le salían los pechos. Eran voluminosos y pesados, con grandes pezones oscuros. Llevaba torcida en la cabeza una diadema de bronce batido con runas y una sarta de diminutas espadas negras. Al ver a Jaime se echó a reír.
—Por los siete infiernos, ¿y este quién es?
—El Lord Comandante de la Guardia Real —respondió Jaime con cortesía gélida—. Yo podría preguntaros lo mismo, mi señora.
—Eh, que no soy una señora. Soy la reina.
—Mi hermana se va a sorprender mucho cuando se entere.
—Pues me coronó Lord Ryman en persona, nada menos. —Sacudió las anchas caderas—. Soy la reina de las putas.
«No —pensó Jaime—, ese título también le corresponde a mi querida hermana.»
—Cállate, ramera. —Ser Ryman recuperó la voz por fin—. A Lord Jaime no le interesan las tonterías de una puta.
Aquel Frey era corpulento, de rostro ancho, ojos pequeños y papada blanda y temblorosa. El aliento le apestaba a vino y cebollas.
—Conque nombrando reinas, ¿eh, Ser Ryman? —preguntó Jaime con voz tranquila—. Qué estupidez. Igual que este asunto de Lord Edmure.
—Ya avisé al Pez Negro. Le dije que Edmure moriría a menos que entregara el castillo. Ordené construir este patíbulo para demostrarle que Ser Ryman Frey no amenaza en vano. Mi hijo Walder hizo lo mismo con Patrek Mallister en Varamar, y Lord Jason dobló la rodilla, pero... este Pez Negro es muy frío. Se negaba, así que tuve que...
—¿... ahorcar a Lord Edmure?
—Mi señor abuelo... —El hombretón se puso rojo—. Si lo ahorcamos, nos quedamos sin rehén, ser. ¿No lo habéis pensado?
—Sólo un imbécil formula amenazas que no está dispuesto a cumplir. Si os amenazara con golpearos a menos que cerrarais la boca, y os atrevierais a hablar, ¿qué creéis que haría yo?
—Ser, no entendéis...
Jaime lo golpeó. Fue un simple revés con la mano dorada, pero tan fuerte que Ser Ryman se tambaleó hacia atrás, hasta los brazos de su puta.
—Tenéis la cabeza muy dura, Ser Ryman, y el cuello muy gordo. ¿Cuántos golpes necesitaríais para cortar ese cuello, Ser Ilyn? —Ser Ilyn le agitó un único dedo ante la nariz. Jaime se echó a reír—. Baladronadas. Yo diría que tres.
Ryman Frey se dejó caer de rodillas.
—No he hecho nada...
—Excepto reír y follar. Ya lo sé.
—Soy el heredero del Cruce. No podéis...
—Ya os advertí qué pasaría si seguíais hablando. —Jaime vio como palidecía. «Borracho, imbécil y cobarde. Más vale que Lord Walder sobreviva a este; si no, los Frey están acabados»—. Marchaos de aquí, ser.
—¿Qué?
—Ya me habéis oído. Que os vayáis.
—Pero... ¿Adónde?
—Al infierno o a vuestra casa, lo que queráis. Me basta con que no estéis en el campamento cuando salga el sol. Os podéis llevar a vuestra reina de las putas, pero la corona se queda aquí. —Jaime se volvió hacia el hijo de Ser Ryman—. Edwyn, te pongo al mando en lugar de tu padre. Procura no ser tan imbécil como él.
—No será difícil, mi señor.
—Enviadle un mensaje a Lord Walder. La corona exige que entregue a todos sus prisioneros. —Jaime hizo un gesto con la mano dorada—. Traedlo, Ser Lyle.
Edmure Tully se había derrumbado de bruces en el cadalso cuando la hoja de Ser Ilyn había cortado la cuerda por la mitad. Un palmo de cáñamo le colgaba aún del nudo corredizo que le rodeaba el cuello. Jabalí cogió una punta y tiró para ponerlo en pie.
—Un pez con correa —dijo entre risitas—. Esto no se ve muy a menudo.
Los Frey se echaron a un lado para dejarles paso. Ante el cadalso se había congregado una multitud que incluía a una docena de vivanderos en diversos estadios de desaliño. Jaime se fijó en uno que llevaba una lira en la mano.
—Tú. El bardo. Ven conmigo.
—Como ordene mi señor —dijo el hombre, quitándose la gorra.
Nadie dijo ni palabra en el camino de regreso a la barcaza, con el bardo de Ser Ryman cerrando la marcha. Pero en cuanto se alejaron de la orilla en dirección a la ribera sur del Piedra Caída, Edmure Tully agarró a Jaime por el brazo.
—¿Por qué?
«Un Lannister siempre paga sus deudas —pensó—, y sois la única moneda que me queda.»
—Consideradlo un regalo de bodas.
Edmure lo miró con ojos desconfiados.
—¿Un... regalo de bodas?
—Me han dicho que vuestra esposa es muy bella. Tiene que serlo para que estuvierais en la cama con ella mientras asesinaban a vuestra hermana y a vuestro rey.
—No tenía ni idea. —Edmure se humedeció los labios agrietados—. Había violinistas junto a la puerta del dormitorio...
—Y Lady Roslin os estaba distrayendo.
—La... La obligaron, Lord Walder y los demás la obligaron. Roslin no quería... Estaba llorando, pero creí que era...
—¿Por la visión de vuestra virilidad rampante? Sí, me imagino que semejante espectáculo haría llorar a más de una mujer.
—Lleva a mi hijo en el vientre.
«No —pensó Jaime—, lo que le está creciendo en la barriga es vuestra condena a muerte.»
Cuando llegó a su pabellón hizo salir a Jabalí y a Ser Ilyn, pero no al bardo.
—Puede que pronto necesite una canción —le dijo—. Lew, prepara una bañera caliente para mi invitado. Búscale ropa limpia, Pia. Nada que lleve leones. Peck, sírvele vino a Lord Tully. ¿Tenéis hambre, mi señor?
Edmure asintió, pero seguía mirándolo con desconfianza.
Jaime se sentó en un taburete mientras Tully se bañaba. La suciedad tiñó el agua de gris.
—Cuando hayáis comido, mis hombres os escoltarán a Aguasdulces. Lo que suceda a continuación depende de vos.
—¿Qué queréis decir?
—Vuestro tío es viejo. Es valiente, sí, pero ya ha dejado atrás sus mejores años. No tiene esposa que lo llore ni hijos que defender. El Pez Negro sólo puede aspirar a una buena muerte. A vos, en cambio, os quedan muchos años, Edmure. Y vos sois el legítimo señor de la Casa Tully, no él. Vuestro tío hará lo que digáis. El destino de Aguasdulces está en vuestras manos.
Edmure se quedó mirándolo.
—El destino de Aguasdulces...
—Rendid el castillo y no morirá nadie. Vuestros hombres pueden irse en paz o quedarse al servicio de Lord Emmon. A Ser Brynden se le permitirá vestir el negro, y con él, a todos los hombres de su guarnición que quieran seguirlo. Vos también, si el Muro os atrae. O podéis venir a Roca Casterly como prisionero mío y disfrutar de toda la comodidad y cortesía que corresponden a un rehén de vuestra alcurnia. Si lo deseáis, vuestra esposa se reunirá con vos. Si nace un niño, servirá a la Casa Lannister como paje y escudero, y cuando llegue a ser caballero le asignaremos algunas tierras. Si Roslin os da una hija, nos encargaremos de su dote cuando tenga edad para casarse. Puede que vos mismo quedéis en libertad cuando termine la guerra. Sólo tenéis que rendir el castillo.
Edmure sacó las manos de la bañera y observó como le corría el agua entre los dedos.
—¿Y si no lo rindo?
«¿Tiene que obligarme a decírselo? —Pia estaba en la entrada con un montón de ropa en las manos. Los escuderos escuchaban con atención, igual que el bardo—. Que escuchen —pensó Jaime—. Que el mundo se entere. No importa.»
—Ya habéis visto cuántos somos, Edmure. —Se obligó a sonreír—. Habéis visto las escalas, las torres de asalto, los trabuquetes, los arietes... Basta con que dé una orden, y mi primo tenderá un puente para salvar el foso y derribará las puertas. Morirán cientos de hombres, sobre todo de los vuestros. Los que fueron vuestros banderizos irán en la primera oleada de ataque, así que empezaréis por matar a los padres y hermanos de los hombres que dieron la vida por vos en Los Gemelos. La segunda oleada la compondrán los Frey; de esos tengo muchos. Mis hombres irán después, cuando vuestros arqueros estén casi sin flechas, y vuestros caballeros, tan agotados que casi no puedan levantar las espadas. Cuando caiga el castillo pasaré por la espada a todos los que queden vivos. Sacrificaré el ganado, talaré el bosque de dioses, y prenderé fuego a los edificios y las torres. Demoleré las mismísimas paredes, y el Piedra Caída correrá entre las ruinas. Cuando termine, nadie creerá que allí hubo alguna vez un castillo. —Jaime se puso en pie—. Puede que vuestra esposa dé a luz antes. Supongo que querréis conocer a vuestro hijo. Os lo enviaré en cuanto nazca. Con una catapulta.
Tras su discurso se hizo el silencio. Edmure se quedó sentado en la bañera. Pia se apretaba la ropa contra el pecho. El bardo tensó una cuerda de la lira. Lew el Pequeño vació de miga una hogaza de pan duro para llenársela de guiso y fingió que no había oído nada.
«Con una catapulta», pensó Jaime. Si su tía estuviera allí, ¿seguiría diciendo que Tyrion era el verdadero hijo de Tywin?
—Podría salir de esta bañera y matarte aquí mismo, Matarreyes —dijo Edmure Tully cuando logró recuperar la voz.
—Podéis intentarlo. —Jaime aguardó. Edmure no hizo ademán de levantarse—. Os dejo para que disfrutéis de la comida. Bardo, toca para nuestro invitado mientras come. Espero que os sepáis la canción.
—¿La de las lluvias? Sí, mi señor. La conozco.
Edmure lo miró como si lo viera por primera vez.
—No. Él no. Apartadlo de mi vista.
—Pero hombre, si sólo es una canción —replicó Jaime—. Seguro que no canta tan mal.
«No me tiene el menor respeto.»
Bajo la mata de pelo canoso, el rostro de Tully estaba marcado por arrugas profundas y curtido por el viento, pero Jaime aún reconocía al gran caballero que en cierta ocasión había cautivado a un escudero con sus relatos de los Reyes Nuevepeniques. Los cascos de Honor resonaron contra los tablones del puente levadizo. Jaime había invertido mucho tiempo en decidir si debía llevar al encuentro la armadura dorada o la blanca; al final había optado por un jubón de cuero y una capa carmesí.
Se detuvo a un paso de Ser Brynden e inclinó la cabeza para saludar al anciano.
—Matarreyes —dijo Tully.
Que su primera palabra fuera aquel apodo decía mucho de cómo iba a ser el encuentro, pero Jaime estaba decidido a conservar el aplomo.
—Pez Negro —respondió—, gracias por venir.
—Supongo que habéis vuelto para cumplir el juramento que hicisteis ante mi sobrina —dijo Ser Brynden—. Creo recordar que le prometisteis a Catelyn que le devolveríais a sus hijas a cambio de vuestra libertad. —Tenía los labios apretados—. Pero no veo a las niñas. ¿Dónde están?
«¿Tiene que obligarme a decirlo?»
—No las tengo.
—Lástima. Entonces, ¿venís a reanudar el cautiverio? Vuestra celda sigue disponible. Hemos puesto paja fresca en el suelo.
«Y un bonito cubo en el que cagar, seguro.»
—Sois muy atento, ser, pero no, gracias. Prefiero la comodidad de mi pabellón.
—Mientras que Catelyn disfruta de la comodidad de la tumba.
«No tuve nada que ver en la muerte de Lady Catelyn —habría querido decirle—, y cuando llegué a Desembarco del Rey, sus hijas habían desaparecido.»
Estuvo a punto de hablarle de Brienne y de la espada que le había regalado, pero el Pez Negro lo estaba mirando como lo miraba Eddard Stark cuando lo encontró sentado en el Trono de Hierro, con la sangre del Rey Loco en la espada.
—He venido a hablar de los vivos, no de los muertos. De los que no tienen por qué morir, pero morirán...
—A menos que os entregue Aguasdulces, ¿no? ¿Ahora viene cuando amenazáis con ahorcar a Edmure? —Los ojos de Tully eran pura piedra bajo las cejas pobladas—. Haga lo que haga, el destino de mi sobrino es la muerte, así que ahorcadlo y acabemos de una vez. Me imagino que Edmure está tan harto de estar de pie en ese patíbulo como yo de verlo.
«Ryman Frey es un completo mentecato.»
Saltaba a la vista que la pantomima con Edmure y el patíbulo sólo había servido para fomentar la testarudez del Pez Negro, eso era evidente.
—Tenéis prisioneros a Lady Sybelle Westerling y a tres de sus hijos. Os devolveré a vuestro sobrino a cambio de ellos.
—¿Igual que habéis devuelto a las hijas de Lady Catelyn?
Jaime no pensaba dejarse provocar.
—Una anciana y tres niños a cambio de vuestro señor. Es el mejor trato que podríais esperar.
—No os falta valor, Matarreyes. —Ser Brynden le dedicó una sonrisa dura—. Pero negociar con perjuros es como construir en arenas movedizas. Cat debería haber sabido que no se podía confiar en chusma como vos.
«En quien confió fue en Tyrion —estuvo a punto de decir Jaime—. El Gnomo la engañó a ella también.»
—Lady Catelyn me arrancó aquellas promesas a punta de espada.
—¿Y el juramento que hicisteis ante Aerys?
Sintió un cosquilleo en los dedos que le faltaban.
—Aerys no tiene nada que ver con esto. ¿Queréis que intercambiemos a los Westerling por Edmure?
—No. Mi rey me confió a su reina para que la protegiera, y juré mantenerla a salvo. No la entregaré para que la ahorquen los Frey.
—Ha recibido el indulto real. No le sucederá nada. Os doy mi palabra.
—¿Vuestra palabra de honor? —Ser Brynden arqueó una ceja—. ¿Sabéis siquiera qué es el honor?
«Un caballo.»
—Os lo juraré por lo que queráis.
—No me jodas, Matarreyes.
—Intento evitarlo: arriad los estandartes, abrid las puertas, y les perdonaré la vida a todos vuestros hombres. Los que quieran podrán quedarse en Aguasdulces al servicio de Lord Emmon. Los demás podrán marcharse, aunque tendrán que rendir las armas y las armaduras.
—¿Hasta dónde llegarán desarmados antes de que les caiga encima algún bandido? No os podéis arriesgar a que se unan a Lord Beric; los dos lo sabemos. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Me llevaréis a Desembarco del Rey para matarme, como a Eddard Stark?
—Os permitiré vestir el negro. El bastardo de Ned Stark es el Lord Comandante del Muro.
—¿Eso también fue cosa de vuestro padre? —El Pez Negro entrecerró los ojos—. Recuerdo bien que Catelyn no confiaba en ese muchacho, igual que no confió nunca en Theon Greyjoy. Por lo visto tenía razón con respecto a los dos. No, ser, muchas gracias. Si no os importa, prefiero morir en un lugar cálido con la espada en la mano, y la espada estará manchada de sangre roja de león.
—La sangre de los Tully es igual de roja —le recordó Jaime—. Si no rendís el castillo, me obligáis a tomarlo por asalto. Morirán cientos de hombres.
—Cientos de los míos. Miles de los vuestros.
—Vuestra guarnición entera perecerá.
—Esa canción ya me la sé. ¿Queréis que la cante con la música de «Las lluvias de Castamere»? Mis hombres prefieren morir de pie, luchando, antes que de rodillas bajo la espada del verdugo.
«Esto no marcha bien.»
—La resistencia no servirá de nada, ser. La guerra ha terminado; vuestro Joven Lobo ha muerto.
—Asesinado en una transgresión de las sagradas leyes de la hospitalidad.
—Fue cosa de los Frey, no mía.
—Llamadlo como queráis. Apesta a Tywin Lannister.
Era algo que Jaime no podía negar.
—Mi padre también ha muerto.
—Que el Padre lo juzgue con justicia.
«Esa sí que es una perspectiva aterradora.»
—Yo habría matado a Robb Stark en el bosque Susurrante si me hubiera tropezado con él. Unos idiotas se interpusieron en mi camino. ¿Acaso importa cómo muriera el chico? El caso es que ha muerto, y su reino murió con él.
—¿Estáis ciego además de tullido, ser? Levantad la vista y veréis que el lobo huargo aún ondea por encima de nuestras murallas.
—Ya lo he visto. Está muy solo. Harrenhal ha caído, igual que Varamar y Poza de la Doncella. Los Bracken han doblado la rodilla y tienen a Tytos Blackwood acorralado en el Árbol de los Cuervos. Piper, Vance, Mooton... Todos vuestros banderizos se han rendido. Únicamente queda Aguasdulces. Tenemos veinte veces más hombres que vos.
—Veinte veces más hombres requieren veinte veces más de comida. ¿Qué tal andáis de provisiones, mi señor?
—Tenemos suficientes para quedarnos aquí hasta el fin de los tiempos si hace falta, mientras vosotros os morís de hambre tras las murallas.
Recitó la mentira con toda la osadía que fue capaz de reunir, con la esperanza de que el rostro no lo traicionara. Pero el Pez Negro no se dejó engañar.
—Tal vez hasta el fin de vuestros tiempos. Nosotros tenemos provisiones en abundancia, aunque mucho me temo que no dejamos gran cosa en los campos para nuestros visitantes.
—Podemos bajar comida de Los Gemelos —dijo—, o de las colinas del oeste, si es necesario.
—Si vos lo decís... Nunca dudaría de la palabra de un caballero tan honorable.
El desprecio que impregnaba su voz terminó de irritar a Jaime.
—Hay una manera más rápida de zanjar este asunto: un combate singular. Mi campeón contra el vuestro.
—Me preguntaba cuánto tardaríais en llegar a eso. —Ser Brynden se echó a reír—. ¿Quién será? ¿Jabalí? ¿Addam Marbrand? ¿Walder Frey el Negro? —Se inclinó hacia delante—. ¿Qué tal vos y yo, ser?
«En otros tiempos habría sido un hermoso enfrentamiento —pensó Jaime—; los bardos habrían compuesto canciones.»
—Cuando Lady Catelyn me liberó, me hizo jurar que jamás volvería a alzar las armas contra los Tully ni contra los Stark.
—Qué juramento más oportuno, ser.
Su rostro se ensombreció.
—¿Me estáis llamando cobarde?
—No. Os estoy llamando tullido. —El Pez Negro hizo un gesto en dirección a la mano dorada de Jaime—. Los dos sabemos que con eso no podéis luchar.
—Tenía dos manos. —«¿Vas a desperdiciar tu vida por orgullo?, susurró una vocecita en su interior»—. Hay quien diría que un tullido y un anciano son rivales muy igualados. Liberadme del juramento que le hice a Lady Catelyn y lucharé contra vos, espada contra espada. Si gano, nos quedamos con Aguasdulces. Si me matáis, levantaremos el asedio.
Ser Brynden se echó a reír otra vez.
—Por mucho que me gustaría tener la ocasión de quitaros esa mano dorada y arrancaros del pecho vuestro negro corazón, vuestras promesas no tienen ningún valor. Con vuestra muerte no ganaría nada excepto el placer de mataros, y no pienso arriesgar mi vida por eso, aunque el riesgo sea nimio.
Por suerte, Jaime no llevaba espada; de lo contrario la habría desenvainado, y si no lo mataba Ser Brynden, se encargarían los arqueros de la muralla.
—¿Qué condiciones aceptaríais? —le preguntó al Pez Negro.
—¿De vos? —Ser Brynden se encogió de hombros—. Ninguna.
—Entonces, ¿por qué habéis salido a negociar conmigo?
—Los asedios son tan aburridos... Quería veros el muñón y oír las excusas que pondríais para justificar vuestras últimas canalladas. Son todavía más débiles de lo que me temía. Siempre me decepcionáis, Matarreyes.
El Pez Negro hizo dar media vuelta a su yegua y trotó hacia Aguasdulces. El rastrillo descendió bruscamente; las púas de hierro se clavaron profundamente en el barro blando.
Jaime hizo dar la vuelta a Honor y emprendió el largo camino de regreso hasta las líneas de los Lannister. Sentía todos los ojos clavados en él: los de los hombres de Tully en las almenas; los de los Frey al otro lado del río.
«Si no están ciegos, ya se habrán dado cuenta de que me ha tirado mi oferta a la cara. —Iba a tener que atacar el castillo—. Bueno, ¿qué es otro juramento roto para el Matarreyes? Un poco más de mierda en el cubo. —Jaime decidió que sería el primero en subir a las almenas—. Y con esta mano dorada, probablemente seré también el primer hombre en caer.»
Cuando llegó al campamento, Lew el Pequeño le sujetó las riendas mientras Peck lo ayudaba a bajar de la silla.
«¿Se creen que estoy tan tullido que no puedo ni desmontar solo?»
—¿Qué tal te ha ido, mi señor? —le preguntó su primo Ser Daven.
—Bueno, no han clavado ninguna flecha en la grupa de mi caballo. Por lo demás, igual que a Ser Ryman. —Frunció el ceño—. Así que quiere que las aguas del Forca Rojo bajen aún más rojas. —«La culpa es sólo tuya, Pez Negro. No me has dejado elección»—. Reúne un consejo de guerra. Ser Addam, Jabalí, Forley Prester, tus señores de los ríos... Y nuestros amigos Frey, claro. Ser Ryman, Lord Emmon... Los que quieran enviar.
Se congregaron rápidamente. Lord Piper y los dos Lord Vance acudieron en nombre de los señores arrepentidos del Tridente, cuya lealtad iba a ponerse a prueba muy pronto. Ser Daven, Jabalí, Addam Marbrand y Forley Prester representaban al oeste. Lord Emmon Frey se unió a ellos junto con su esposa. Lady Genna exigió su taburete con una mirada que desafiaba a cualquiera a cuestionar su presencia allí. Nadie se atrevió. Los Frey enviaron a Ser Walder Ríos, más conocido como Walder el Bastardo, y a Edwyn, el primogénito de Ser Ryman, un hombre pálido y esbelto con la nariz aguileña y una mata de pelo negro y lacio. Bajo la capa de lana azul, Edwyn llevaba un jubón de piel de becerro con hermosos bordados.
—Hablo en nombre de la Casa Frey —anunció—. Mi padre se encuentra indispuesto esta mañana.
Ser Daven soltó un bufido.
—¿Está borracho, o con resaca por el vino de anoche?
—Lord Jaime —dijo Edwyn, que tenía los labios duros y desagradables de los avaros—, ¿tengo que soportar semejante descortesía?
—¿Es verdad? —preguntó Jaime—. ¿Vuestro padre está borracho?
Frey apretó los labios y miró a Ser Ilyn Payne, que estaba junto a la entrada de la carpa, con la cota de malla oxidada y la espada sobresaliéndole por encima de un hombro huesudo.
—Eh... Mi padre padece del estómago, mi señor. El vino tinto lo ayuda a hacer la digestión.
—Pues debe de estar digiriendo un mamut entero —apuntó Ser Daven.
Jabalí soltó una carcajada, y Lady Genna disimuló una risita.
—Basta —interrumpió Jaime—. Tenemos cosas que hacer: hay que conquistar un castillo. —Cuando su padre estaba en consejo siempre dejaba que los capitanes fueran los primeros en hablar. Había decidido hacer lo mismo—. ¿Cómo deberíamos proceder?
—Para empezar, ahorcad a Edmure Tully —le apremió Lord Emmon Frey—. Así, Ser Brynden se dará cuenta de que vamos en serio. Si enviamos la cabeza de Edmure a su tío, tal vez lo convenzamos para que se rinda.
—No es tan fácil convencer a Brynden el Pez Negro. —Karyl Vance, el señor de Descanso del Caminante, tenía cara de melancolía. Una marca de nacimiento color vino le cubría el cuello y la mitad del rostro—. Ni su propio hermano pudo convencerlo para que contrajera matrimonio.
Ser Daven sacudió la cabeza.
—Tenemos que lanzar un ataque contra las murallas: es lo que he dicho desde el principio. Aquí lo que hacen falta son torres de asalto, escalerillas y un ariete para derribar la puerta.
—Yo dirigiré el ataque —ofreció Jabalí—. El Pez va a probar el sabor del fuego y el acero.
—Son mis murallas —protestó Lord Emmon—; es mi puerta la que queréis derribar. —Volvió a sacarse el pergamino de la manga—. El propio rey Tommen me ha concedido...
—Ya hemos visto todos el papelito, tío —le espetó Edwyn Frey—. ¿Por qué no vas a enseñárselo al Pez Negro, para variar un poco?
—Si atacamos las murallas, correrá mucha sangre —intervino Addam Marbrand—. Propongo esperar a que haya una noche sin luna para enviar a una docena de hombres bien escogidos al otro lado del río, en un bote con los remos envueltos para que no hagan ruido. Pueden escalar las murallas con cuerdas y arpeos, y abrirnos las puertas desde dentro. Si el consejo lo desea, yo puedo ir al mando.
—Qué tontería —bufó Walder Ríos, el bastardo—. Ese truco no engañaría a alguien como Ser Brynden.
—El Pez Negro es el obstáculo —asintió Edwyn Frey—. Su yelmo tiene una trucha negra en la cimera, así es fácil distinguirlo desde lejos. Propongo que acerquemos las torres de asalto llenas de arqueros y simulemos un ataque contra las puertas. Eso hará que Ser Brynden suba a las almenas, con yelmo y todo. Que todos los arqueros unten con estiércol humano las astas de sus flechas y disparen contra ese yelmo. Cuando Ser Brynden muera, Aguasdulces será nuestro.
—Mío —dijo Lord Emmon con voz chillona—, Aguasdulces es mío.
La mancha de nacimiento de Lord Karyl se oscureció.
—¿Vos seréis el encargado de aportar el estiércol, Edwyn? Es un veneno mortífero, no me cabe duda.
—El Pez Negro merece una muerte más noble; yo seré quien se la proporcione. —Jabalí dio un puñetazo en la mesa—. Lo desafiaré a un combate singular. Con maza, hacha o espada larga, no me importa; me comeré al viejo con patatas.
—¿Y por qué va a aceptar vuestro desafío, ser? —preguntó Ser Forley Prester—. ¿Qué tiene que ganar con un duelo así? ¿Levantaremos el asedio si gana? No lo creo, y él tampoco se lo creerá. Con un combate singular no conseguiría nada.
—Conozco a Brynden Tully desde que servimos juntos como escuderos de Lord Darry —intervino Norbert Vance, el señor ciego de Atranta—. Si a mis señores les parece bien, iré a hablar con él y trataré de hacerle comprender lo desesperado de su posición.
—Lo comprende perfectamente —dijo Lord Piper. Era bajo, recio, con las piernas arqueadas y cabellera roja e indómita, padre de un escudero de Jaime; el parecido con el muchacho era inconfundible—. No es idiota, Norbert. Tiene ojos... y demasiado sentido común para entregarse a estos. —Hizo un gesto grosero en dirección a Edwyn Frey y Walder Ríos.
Edwyn se enfureció.
—Si mi señor de Piper está insinuando...
—No insinúo nada, Frey. Digo abiertamente lo que pienso, como cualquier hombre honrado. Pero claro, ¿cómo vais a saber vos qué hacen los hombres honrados? Sois una comadreja traicionera y mentirosa, igual que toda vuestra familia. Antes me bebería una jarra de meados que confiar en la palabra de un Frey. —Se inclinó por encima de la mesa—. Decidme, ¿dónde está Marq? ¿Qué habéis hecho con mi hijo? Acudió como invitado a vuestra boda sangrienta.
—Y seguirá siendo nuestro invitado —replicó Edwyn— hasta que demostréis que sois leal a Su Alteza el rey Tommen.
—Marq fue a Los Gemelos con cinco caballeros y veinte soldados —replicó Piper—. ¿Todavía son vuestros invitados, Frey?
—Alguno de los caballeros, puede que sí. Los demás recibieron su merecido. Y haríais bien en contener esa lengua traidora, Piper, si no queréis que os devolvamos a vuestro heredero a trozos.
«Los consejos de mi padre nunca fueron así», pensó Jaime mientras Piper se ponía en pie.
—Repetidme eso con una espada en la mano, Frey —rugió el hombre menudo—. ¿O sólo sabéis luchar con manchas de mierda?
El rostro demacrado de Frey palideció. Walder Ríos se levantó, a su lado.
—Edwyn no es hombre de espada. Yo, en cambio sí, Piper. Si queréis hacer algún comentario más, venid afuera.
—Esto es un consejo, no una guerra —les recordó Jaime—. Sentaos los dos. —Ninguno de ellos se movió—. ¡Ahora mismo!
Walder Ríos se sentó. Lord Piper, en cambio, no se dejaba avasallar tan fácilmente. Masculló una maldición y salió de la carpa a zancadas.
—¿Envío a unos cuantos hombres a traerlo, mi señor? —preguntó Ser Daven a Jaime.
—Enviad a Ser Ilyn —sugirió Edwyn Frey—. Sólo nos hace falta su cabeza.
Karyl Vance se volvió hacia Jaime.
—Las palabras de Lord Piper son fruto del dolor. Marq es su primogénito. Todos los caballeros que lo acompañaron a Los Gemelos eran sobrinos y primos suyos.
—Querréis decir traidores y rebeldes —bufó Edwyn Frey.
Jaime le dirigió una mirada gélida.
—Los Gemelos también apoyó la causa del Joven Lobo —les recordó a los Frey—. Después lo traicionasteis. Eso os hace dos veces más traidores que Piper. —Disfrutó viendo como se agriaba y moría la sonrisita de Edwyn. «Ya he soportado suficiente consejo por hoy», decidió—. Hemos terminado. Empezad con los preparativos, mis señores. Atacaremos al amanecer.
El viento soplaba del norte cuando los caballeros salieron de la carpa. A Jaime le llegaba el hedor del campamento de los Frey desde más allá del Piedra Caída. Al otro lado del río, Edmure Tully, con una soga en torno al cuello resaltaba en el patíbulo gris.
Sus tíos fueron los últimos en salir. Ser Emmon iba pisándole los talones a Lady Genna.
—Lord sobrino —empezó a protestar Emmon—. Este ataque contra mi asentamiento... No podéis hacerlo. —Tragó saliva, y la nuez subió y bajó en su garganta—. No podéis. Os... Os lo prohíbo. —Había estado mascando hojamarga otra vez; una salivilla rosada le brillaba entre los labios—. El castillo es mío, tengo el pergamino. Con la firma del Rey, del pequeño Tommen. Soy el señor legítimo de Aguasdulces y...
—No mientras viva Edmure Tully —replicó Lady Genna—. Tiene el corazón blando y los sesos débiles, ya lo sé, pero seguirá siendo un peligro mientras siga con vida. ¿Qué vas a hacer, Jaime?
«El peligro es el Pez Negro, no Edmure.»
—De Edmure ya me encargo yo. Ser Lyle, Ser Ilyn, venid conmigo, por favor. Ya va siendo hora de que le haga una visita a ese patíbulo.
El Piedra Caída era más rápido y profundo que el Forca Rojo, y el vado más cercano estaba a varias leguas corriente arriba. Cuando Jaime y sus hombres llegaron al río, la barcaza que lo cruzaba ya había emprendido la travesía. Mientras esperaban su regreso, Jaime les explicó qué pretendía. Ser Ilyn escupió en el río.
Cuando los tres bajaron de la barcaza en la orilla norte, una vivandera borracha se ofreció a dar placer a Jabalí con la boca.
—No, dadle placer a mi amigo —replicó Ser Lyle al tiempo que la empujaba hacia Ser Ilyn.
La mujer se echó a reír y fue a besar a Payne en los labios, pero en cuanto le vio los ojos se encogió y se alejó.
Los senderos de entre las hogueras eran un lodazal de barro marrón mezclado con excrementos de caballo, con tantas huellas de cascos como de botas. Mirase hacia donde mirase, Jaime veía las torres gemelas de la Casa Frey en escudos y estandartes, azul sobre gris, junto con los blasones de Casas menores que habían jurado fidelidad al Cruce: la garza de Erenford, la horca de labrador de Haigh, las tres ramas de muérdago de Lord Charlton... La llegada del Matarreyes no pasó desapercibida. Una anciana que vendía cochinillos se detuvo para mirarlo; un caballero cuyo rostro le sonaba de algo hincó una rodilla en tierra, y dos soldados que estaban meando en una zanja se volvieron y se salpicaron.
—Ser Jaime —oyó a sus espaldas, pero siguió caminando sin volverse.
Vio a su alrededor las caras de los hombres que había intentado matar en el bosque Susurrante, cuando los Frey luchaban bajo el estandarte del lobo huargo de Robb Stark. La mano de oro le colgaba pesada a un costado.
El gran pabellón rectangular de Ryman Frey era el más grande del campamento; sus paredes de lona gris eran rectángulos cosidos de tal forma que parecían muros de piedra, y los dos picos del techo recordaban a Los Gemelos. Lejos de encontrarse indispuesto, Ser Ryman estaba divirtiéndose. De la carpa salía el sonido de las carcajadas ebrias de una mujer mezcladas con las notas de una lira y la voz de un bardo.
«Más tarde me encargaré de vos, ser», pensó Jaime. Walder Ríos estaba ante su modesta carpa, hablando con dos soldados. Su escudo lucía las divisas de la Casa Frey con los colores invertidos y una barra de gules que cruzaba las torres desde la siniestra. Al ver a Jaime, el bastardo frunció el ceño.
«Una verdadera mirada de desconfianza. Este es más peligroso que ninguno de sus hermanos legítimos.»
El patíbulo se había alzado a quince palmos del suelo. Al píe de las escaleras había apostados dos lanceros.
—No podéis subir sin permiso de Ser Ryman —le dijo uno a Jaime.
—Esta dice que sí. —Jaime le dio unos toquecitos al puño de la espada con un dedo—. La única duda es: ¿tendré que pasar por encima de vuestros cadáveres?
Los lanceros se hicieron a un lado.
En lo alto del patíbulo, el señor de Aguasdulces contemplaba la trampilla que había bajo él. Tenía los pies negros y llenos de barro, las piernas desnudas. Lo único que llevaba era una sucia túnica de seda, del rojo y azul de los Tully, y una soga de cáñamo. Al oír el sonido de las pisadas alzó la vista y se humedeció los labios secos y agrietados.
—¿Matarreyes? —Cuando vio a Ser Ilyn abrió los ojos de par en par—. Más vale una espada que una soga. Adelante, Payne.
—Ya habéis oído a Lord Tully, Ser Ilyn —dijo Jaime—. Adelante.
El caballero silencioso agarró el mandoble con las dos manos. Era largo y pesado, tan afilado como podía llegar a estar un acero. Los labios agrietados de Edmure se movieron sin emitir sonido alguno. Cuando Ser Ilyn alzó el arma, cerró los ojos. Payne descargó el golpe con todo su peso.
—¡No! ¡Alto! ¡No! —Edwyn Frey llegó jadeante—. Mi padre viene ya. Tan deprisa como puede. Jaime, debéis...
—Mi señor es más apropiado, Frey —replicó Jaime—. Y en lo sucesivo, cuando os dirijáis a mí, omitid cualquier debéis.
Ser Ryman subió por las escaleras del patíbulo junto con una mujer desaliñada de pelo pajizo que iba tan borracha como él. Llevaba un vestido atado por delante, pero le habían desatado los lazos hasta el ombligo, así que se le salían los pechos. Eran voluminosos y pesados, con grandes pezones oscuros. Llevaba torcida en la cabeza una diadema de bronce batido con runas y una sarta de diminutas espadas negras. Al ver a Jaime se echó a reír.
—Por los siete infiernos, ¿y este quién es?
—El Lord Comandante de la Guardia Real —respondió Jaime con cortesía gélida—. Yo podría preguntaros lo mismo, mi señora.
—Eh, que no soy una señora. Soy la reina.
—Mi hermana se va a sorprender mucho cuando se entere.
—Pues me coronó Lord Ryman en persona, nada menos. —Sacudió las anchas caderas—. Soy la reina de las putas.
«No —pensó Jaime—, ese título también le corresponde a mi querida hermana.»
—Cállate, ramera. —Ser Ryman recuperó la voz por fin—. A Lord Jaime no le interesan las tonterías de una puta.
Aquel Frey era corpulento, de rostro ancho, ojos pequeños y papada blanda y temblorosa. El aliento le apestaba a vino y cebollas.
—Conque nombrando reinas, ¿eh, Ser Ryman? —preguntó Jaime con voz tranquila—. Qué estupidez. Igual que este asunto de Lord Edmure.
—Ya avisé al Pez Negro. Le dije que Edmure moriría a menos que entregara el castillo. Ordené construir este patíbulo para demostrarle que Ser Ryman Frey no amenaza en vano. Mi hijo Walder hizo lo mismo con Patrek Mallister en Varamar, y Lord Jason dobló la rodilla, pero... este Pez Negro es muy frío. Se negaba, así que tuve que...
—¿... ahorcar a Lord Edmure?
—Mi señor abuelo... —El hombretón se puso rojo—. Si lo ahorcamos, nos quedamos sin rehén, ser. ¿No lo habéis pensado?
—Sólo un imbécil formula amenazas que no está dispuesto a cumplir. Si os amenazara con golpearos a menos que cerrarais la boca, y os atrevierais a hablar, ¿qué creéis que haría yo?
—Ser, no entendéis...
Jaime lo golpeó. Fue un simple revés con la mano dorada, pero tan fuerte que Ser Ryman se tambaleó hacia atrás, hasta los brazos de su puta.
—Tenéis la cabeza muy dura, Ser Ryman, y el cuello muy gordo. ¿Cuántos golpes necesitaríais para cortar ese cuello, Ser Ilyn? —Ser Ilyn le agitó un único dedo ante la nariz. Jaime se echó a reír—. Baladronadas. Yo diría que tres.
Ryman Frey se dejó caer de rodillas.
—No he hecho nada...
—Excepto reír y follar. Ya lo sé.
—Soy el heredero del Cruce. No podéis...
—Ya os advertí qué pasaría si seguíais hablando. —Jaime vio como palidecía. «Borracho, imbécil y cobarde. Más vale que Lord Walder sobreviva a este; si no, los Frey están acabados»—. Marchaos de aquí, ser.
—¿Qué?
—Ya me habéis oído. Que os vayáis.
—Pero... ¿Adónde?
—Al infierno o a vuestra casa, lo que queráis. Me basta con que no estéis en el campamento cuando salga el sol. Os podéis llevar a vuestra reina de las putas, pero la corona se queda aquí. —Jaime se volvió hacia el hijo de Ser Ryman—. Edwyn, te pongo al mando en lugar de tu padre. Procura no ser tan imbécil como él.
—No será difícil, mi señor.
—Enviadle un mensaje a Lord Walder. La corona exige que entregue a todos sus prisioneros. —Jaime hizo un gesto con la mano dorada—. Traedlo, Ser Lyle.
Edmure Tully se había derrumbado de bruces en el cadalso cuando la hoja de Ser Ilyn había cortado la cuerda por la mitad. Un palmo de cáñamo le colgaba aún del nudo corredizo que le rodeaba el cuello. Jabalí cogió una punta y tiró para ponerlo en pie.
—Un pez con correa —dijo entre risitas—. Esto no se ve muy a menudo.
Los Frey se echaron a un lado para dejarles paso. Ante el cadalso se había congregado una multitud que incluía a una docena de vivanderos en diversos estadios de desaliño. Jaime se fijó en uno que llevaba una lira en la mano.
—Tú. El bardo. Ven conmigo.
—Como ordene mi señor —dijo el hombre, quitándose la gorra.
Nadie dijo ni palabra en el camino de regreso a la barcaza, con el bardo de Ser Ryman cerrando la marcha. Pero en cuanto se alejaron de la orilla en dirección a la ribera sur del Piedra Caída, Edmure Tully agarró a Jaime por el brazo.
—¿Por qué?
«Un Lannister siempre paga sus deudas —pensó—, y sois la única moneda que me queda.»
—Consideradlo un regalo de bodas.
Edmure lo miró con ojos desconfiados.
—¿Un... regalo de bodas?
—Me han dicho que vuestra esposa es muy bella. Tiene que serlo para que estuvierais en la cama con ella mientras asesinaban a vuestra hermana y a vuestro rey.
—No tenía ni idea. —Edmure se humedeció los labios agrietados—. Había violinistas junto a la puerta del dormitorio...
—Y Lady Roslin os estaba distrayendo.
—La... La obligaron, Lord Walder y los demás la obligaron. Roslin no quería... Estaba llorando, pero creí que era...
—¿Por la visión de vuestra virilidad rampante? Sí, me imagino que semejante espectáculo haría llorar a más de una mujer.
—Lleva a mi hijo en el vientre.
«No —pensó Jaime—, lo que le está creciendo en la barriga es vuestra condena a muerte.»
Cuando llegó a su pabellón hizo salir a Jabalí y a Ser Ilyn, pero no al bardo.
—Puede que pronto necesite una canción —le dijo—. Lew, prepara una bañera caliente para mi invitado. Búscale ropa limpia, Pia. Nada que lleve leones. Peck, sírvele vino a Lord Tully. ¿Tenéis hambre, mi señor?
Edmure asintió, pero seguía mirándolo con desconfianza.
Jaime se sentó en un taburete mientras Tully se bañaba. La suciedad tiñó el agua de gris.
—Cuando hayáis comido, mis hombres os escoltarán a Aguasdulces. Lo que suceda a continuación depende de vos.
—¿Qué queréis decir?
—Vuestro tío es viejo. Es valiente, sí, pero ya ha dejado atrás sus mejores años. No tiene esposa que lo llore ni hijos que defender. El Pez Negro sólo puede aspirar a una buena muerte. A vos, en cambio, os quedan muchos años, Edmure. Y vos sois el legítimo señor de la Casa Tully, no él. Vuestro tío hará lo que digáis. El destino de Aguasdulces está en vuestras manos.
Edmure se quedó mirándolo.
—El destino de Aguasdulces...
—Rendid el castillo y no morirá nadie. Vuestros hombres pueden irse en paz o quedarse al servicio de Lord Emmon. A Ser Brynden se le permitirá vestir el negro, y con él, a todos los hombres de su guarnición que quieran seguirlo. Vos también, si el Muro os atrae. O podéis venir a Roca Casterly como prisionero mío y disfrutar de toda la comodidad y cortesía que corresponden a un rehén de vuestra alcurnia. Si lo deseáis, vuestra esposa se reunirá con vos. Si nace un niño, servirá a la Casa Lannister como paje y escudero, y cuando llegue a ser caballero le asignaremos algunas tierras. Si Roslin os da una hija, nos encargaremos de su dote cuando tenga edad para casarse. Puede que vos mismo quedéis en libertad cuando termine la guerra. Sólo tenéis que rendir el castillo.
Edmure sacó las manos de la bañera y observó como le corría el agua entre los dedos.
—¿Y si no lo rindo?
«¿Tiene que obligarme a decírselo? —Pia estaba en la entrada con un montón de ropa en las manos. Los escuderos escuchaban con atención, igual que el bardo—. Que escuchen —pensó Jaime—. Que el mundo se entere. No importa.»
—Ya habéis visto cuántos somos, Edmure. —Se obligó a sonreír—. Habéis visto las escalas, las torres de asalto, los trabuquetes, los arietes... Basta con que dé una orden, y mi primo tenderá un puente para salvar el foso y derribará las puertas. Morirán cientos de hombres, sobre todo de los vuestros. Los que fueron vuestros banderizos irán en la primera oleada de ataque, así que empezaréis por matar a los padres y hermanos de los hombres que dieron la vida por vos en Los Gemelos. La segunda oleada la compondrán los Frey; de esos tengo muchos. Mis hombres irán después, cuando vuestros arqueros estén casi sin flechas, y vuestros caballeros, tan agotados que casi no puedan levantar las espadas. Cuando caiga el castillo pasaré por la espada a todos los que queden vivos. Sacrificaré el ganado, talaré el bosque de dioses, y prenderé fuego a los edificios y las torres. Demoleré las mismísimas paredes, y el Piedra Caída correrá entre las ruinas. Cuando termine, nadie creerá que allí hubo alguna vez un castillo. —Jaime se puso en pie—. Puede que vuestra esposa dé a luz antes. Supongo que querréis conocer a vuestro hijo. Os lo enviaré en cuanto nazca. Con una catapulta.
Tras su discurso se hizo el silencio. Edmure se quedó sentado en la bañera. Pia se apretaba la ropa contra el pecho. El bardo tensó una cuerda de la lira. Lew el Pequeño vació de miga una hogaza de pan duro para llenársela de guiso y fingió que no había oído nada.
«Con una catapulta», pensó Jaime. Si su tía estuviera allí, ¿seguiría diciendo que Tyrion era el verdadero hijo de Tywin?
—Podría salir de esta bañera y matarte aquí mismo, Matarreyes —dijo Edmure Tully cuando logró recuperar la voz.
—Podéis intentarlo. —Jaime aguardó. Edmure no hizo ademán de levantarse—. Os dejo para que disfrutéis de la comida. Bardo, toca para nuestro invitado mientras come. Espero que os sepáis la canción.
—¿La de las lluvias? Sí, mi señor. La conozco.
Edmure lo miró como si lo viera por primera vez.
—No. Él no. Apartadlo de mi vista.
—Pero hombre, si sólo es una canción —replicó Jaime—. Seguro que no canta tan mal.
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