28 de febrero de 2008

10 - Sansa

SANSA

En cierta ocasión, cuando no era más que una niña, un bardo errante había pasado medio año con ellos en Invernalia. Era un hombre de edad avanzada, con el pelo canoso y las mejillas curtidas por el viento, pero cantaba sobre caballeros, hazañas y hermosas damas; Sansa derramó lágrimas de amargura cuando se marchó, y suplicó a su padre que no lo dejara partir.
—Ya nos ha cantado tres veces por lo menos todas las canciones que se sabe —le dijo Lord Eddard con cariño—. No puedo retenerlo contra su voluntad. Pero no llores. Te prometo que vendrán otros bardos.
No fue así; pasó más de un año antes de que llegara otro. Sansa había rezado a los Siete en su septo y a los antiguos dioses junto al árbol corazón; les pedía que le devolvieran al anciano, o mejor aún, que enviaran a otro bardo, que además fuera joven y guapo. Pero los dioses no le dieron respuesta, y las salas de Invernalia permanecieron en silencio.
Eso había ocurrido cuando era pequeña, pequeña y estúpida. Pero ya era una doncella; tenía trece años y había florecido. Todas las noches estaban llenas de canciones, y durante el día, en sus oraciones, lo que pedía era silencio.
Si el Nido de Águilas tuviera la estructura de otros castillos, sólo las ratas y los carceleros oirían las canciones del hombre muerto. Normalmente, los muros de las mazmorras eran tan gruesos que ahogaban las canciones y los gritos por igual. Pero las celdas del cielo tenían un muro de aire, así que cada acorde del hombre muerto volaba libremente para despertar ecos entre las rocas de la Lanza del Gigante. Y las canciones que elegía... Cantaba sobre la Danza de los Dragones, sobre la hermosa Jonquil y su bufón, sobre Jenny de Piedrasviejas y el Príncipe de las Libélulas. Cantaba sobre traiciones, sobre crueles asesinatos, sobre hombres ahorcados y venganzas sangrientas. Cantaba sobre el dolor y la tristeza.
Fuera adonde fuera en el castillo, Sansa no podía escapar de la música. Las notas flotaban y ascendían por las escaleras de caracol de las torres, la encontraban desnuda en la bañera, cenaban con ella al anochecer, se colaban en su dormitorio cuando cerraba los postigos por la noche. Llegaban con el aire frío y tenue, y al igual que el aire, le daban escalofríos. No había vuelto a nevar en el Nido de Águilas desde el día en que cayó Lady Lysa, pero todas las noches habían sido espantosamente frías.
La voz del bardo era potente y dulce. A Sansa le parecía que sonaba mejor que antes, que había adquirido matices, que estaba llena de dolor, de miedo, de añoranza. No comprendía por qué los dioses le habían concedido una voz tan bella a un hombre tan malvado.
«Me habría tomado por la fuerza en los Dedos si Petyr no hubiera apostado a Ser Lothor para protegerme —tuvo que recordarse—. Y tocó para ahogar mis gritos cuando la tía Lysa intentó matarme.»
Eso no hacía que le resultara menos duro escuchar las canciones.
—Por favor —le había suplicado a Lord Petyr—, ¿no podéis hacerlo callar?
—Le di mi palabra, cariño. —Petyr Baelish, Señor de Harrenhal, Señor Supremo del Tridente y Lord Protector del Nido de Águilas y del Valle de Arryn, levantó la vista de la carta que estaba escribiendo. Desde la caída de Lady Lysa había escrito cientos de cartas. Sansa había visto a los cuervos entrar y salir de la pajarera—. Prefiero soportar sus canciones que sus sollozos.
«Es mejor que cante, sí, pero...»
—¿Tiene que cantar toda la noche, mi señor? Lord Robert no puede dormir. Siempre está llorando...
—Por su madre. Es inevitable; la ha perdido. —Petyr se encogió de hombros—. Ya falta poco. Lord Nestor subirá mañana por la mañana.
Sansa sólo había visto a Lord Nestor Royce una vez, después de que Petyr se casara con su tía. Royce era el Guardián de las Puertas de la Luna, el gran castillo erigido al pie de la montaña y que protegía las escaleras de acceso al Nido de Águilas. Los invitados de la boda se habían alojado allí la noche anterior a emprender el ascenso. Lord Nestor no le había dedicado ni dos miradas, pero la perspectiva de verlo allí la aterraba. También era Mayordomo Supremo del Valle, vasallo de Jon Arryn y de Lady Lysa.
—No irá a... No permitiréis que Lord Nestor vea a Marillion, ¿verdad?
Su rostro debía de reflejar el espanto que sentía, porque Petyr dejó la pluma en la mesa.
—Todo lo contrario. Insistiré en que lo interrogue. —Le hizo un gesto para que ocupara una silla contigua a la suya—. Marillion y yo hemos llegado a un acuerdo. Es que Mord puede ser tan persuasivo... Y si nuestro bardo nos decepciona y canta una canción que no nos interese... pues nos bastará con decir que miente. ¿A quién te parece que creerá Lord Nestor?
—¿A nosotros?
Sansa habría dado cualquier cosa por estar segura.
—Pues claro. Nuestras mentiras redundan en su beneficio.
Hacía calor en la estancia; el fuego chisporroteaba alegre en la chimenea. Aun así, Sansa se estremeció.
—Sí, pero... ¿qué pasará si...?
—¿Si Lord Nestor valora más el honor que el provecho? —Petyr la rodeó con un brazo—. ¿Qué pasará si quiere la verdad, si quiere justicia para su señora asesinada? —Esbozó una sonrisa—. Conozco bien a Lord Nestor, cariño. ¿Crees que voy a permitir que le haga daño a mi hija?
«No soy tu hija —pensó—. Soy Sansa Stark, hija de Lord Eddard y Lady Catelyn, de la sangre de Invernalia.» Pero no lo dijo. De no ser por Petyr Baelish, habría sido ella en vez de Lysa Arryn quien habría caído al vacío, al cielo frío y azul, hacia la muerte entre las piedras, doscientas varas más abajo. «Qué valiente es.» Sansa habría deseado tener aquel mismo valor; lo único que quería era volver a meterse en la cama, esconderse bajo la manta y dormir, dormir, dormir. No había conseguido conciliar el sueño durante una noche entera desde la muerte de Lysa Arryn.
—¿No le podéis decir a Lord Nestor que estoy... indispuesta, o...?
—Le interesará oír tu versión de la muerte de Lysa.
—Mi señor, si... Si Marillion dice la verdad...
—Querrás decir si miente.
—¿Si miente? Sí... Si miente, será mi palabra contra la suya, y Lord Nestor sólo tendrá que mirarme a los ojos para ver lo asustada que estoy...
—Un poco de miedo no estará fuera de lugar, Alayne. Presenciaste una escena terrible. Nestor se conmoverá. —Petyr examinó sus ojos como si los viera por primera vez—. Tienes los ojos de tu madre. Ojos sinceros, inocentes. Azules como el mar iluminado por el sol. Cuando crezcas un poco, más de un hombre se ahogará en esos ojos. —Sansa no supo qué decir—. Lo único que tienes que hacer es contarle a Lord Nestor lo mismo que le contaste a Lord Robert.
«Robert no es más que un niño enfermizo —pensó—. Lord Nestor es un hombre, estricto y desconfiado.»
Robert era tan débil que había que protegerlo incluso de la verdad.
—Algunas mentiras son gestos de amor —le había asegurado Petyr; aprovechó para recordárselo.
—Cuando mentimos a Lord Robert, fue para ahorrarle muchos pesares —dijo.
—Y esta mentira nos ahorrará muchos pesares a nosotros. De lo contrario, tú y yo tendremos que abandonar el Nido de Águilas por la misma puerta que Lysa. —Petyr volvió a coger la pluma—. Le serviremos mentiras con dorado del Rejo, y se las beberá y pedirá más, te lo prometo.
«A mí también me está sirviendo mentiras —comprendió Sansa. Pero eran mentiras reconfortantes, y se las decía con buena intención—. Mentir no es malo si se hace con buena intención.» Ojalá pudiera creerlo...
Las cosas que había dicho su tía justo antes de caer seguían perturbando a Sansa sobremanera.
—Delirios —los denominaba Petyr—. Mi esposa estaba loca, ya lo viste.
Era verdad, lo había visto.
«No hice más que construir un castillo de nieve y por eso ella quería tirarme por la Puerta de la Luna. Petyr me salvó. Él amaba a mi madre y...»
¿Y a ella? ¿Cómo lo podía dudar? La había salvado.
«Salvó a Alayne, su hija», le susurró una vocecita interior.
Pero ella era Sansa a la vez... Y en ocasiones le parecía que el Lord Protector también era dos personas. Era Petyr, su protector, cariñoso, divertido y afable. Pero también era Meñique, el señor que había conocido en Desembarco del Rey, que se acariciaba la barba con su sonrisa taimada al tiempo que hablaba al oído a la reina Cersei. Y Meñique no era su amigo. Cuando Joff la golpeó, quien la defendió fue el Gnomo, no Meñique. Cuando la turba intentó violarla, quien la puso a salvo fue el Perro, no Meñique. Cuando los Lannister la casaron con Tyrion contra su voluntad, quien la consoló fue Garlan el Galante, no Meñique. Meñique nunca había movido ni el meñique por ella.
«Excepto cuando me sacó de allí. Lo hizo por mí. Pensé que era Ser Dontos, mi pobre Florián borracho, pero desde el principio fue cosa de Petyr. Meñique no era más que una máscara que se tenía que poner.» Sólo que a veces le costaba decidir dónde terminaba la máscara y dónde empezaba el hombre. Meñique y Lord Petyr eran muy parecidos. Tal vez debería huir de ambos, pero no tenía adónde ir. Invernalia había ardido; Bran y Rickon estaban muertos; Robb había sido traicionado y asesinado en Los Gemelos, junto con su señora madre; Tyrion estaba condenado a muerte por el asesinato de Joffrey, y si volvía a Desembarco del Rey, la Reina la haría decapitar también a ella. Su tía, la que creía que la protegería, había intentado matarla. Su tío Edmure era prisionero de los Frey, y su tío abuelo, el Pez Negro, estaba bajo asedio en Aguasdulces.
«No tengo adónde ir —pensó Sansa con tristeza—, y no tengo más amigos que Petyr.»
Aquella noche, el hombre muerto cantó «El día en que ahorcaron a Robin el Negro», «Las lágrimas de la Madre» y «Las lluvias de Castamere». Luego se detuvo un rato, pero justo cuando Sansa empezaba a adormilarse volvió a rasgar la lira. Cantó «Seis pesares», «Hojas caídas» y «Alysanne».
«Qué canciones tan tristes —pensó. Cuando cerraba los ojos se lo imaginaba en su celda del cielo, acurrucado en un rincón, lo más lejos posible del frío cielo negro, tapado con pieles y con la lira contra el pecho—. Pero no debo compadecerlo. Era vanidoso y cruel, y pronto estará muerto.» No lo podía salvar. Y además, ¿por qué iba a querer salvarlo? Marillion había intentado violarla, y Petyr la había salvado no una vez, sino dos. «A veces hay que mentir.» Sólo las mentiras la habían mantenido con vida en Desembarco del Rey. Si no hubiera mentido a Joffrey, su Guardia Real la habría matado a palizas.
Después de «Alysanne», el bardo volvió a guardar silencio el tiempo suficiente para que Sansa consiguiera conciliar el sueño apenas una hora. Pero cuando las primeras luces del amanecer arañaban los postigos le llegaron los dulces acordes de «En una mañana brumosa», y se despertó de inmediato. En realidad era una canción más apropiada para una mujer, el lamento de una madre en la mañana tras una batalla espantosa, mientras busca entre los caídos el cadáver de su único hijo.
«La madre canta su dolor por el hijo muerto —pensó Sansa—. El dolor de Marillion es por sus dedos, por sus ojos.»
La letra de la canción le llegó como un dardo que se le clavó en la oscuridad.
Ser, ¿habéis visto a mi hijo pequeño?
Un joven gallardo, de pelo trigueño.
Prometió volver, regresar al hogar
Me juró que nunca me haría llorar.
Sansa se tapó los oídos con un almohadón de plumas de ganso para no seguir escuchando, pero no sirvió de nada. Había llegado el día; estaba despierta, y Lord Nestor Royce estaba subiendo por la montaña.
El Mayordomo Jefe y su grupo de acompañantes llegaron al Nido de Águilas a última hora de la tarde, cuando el valle se tornaba dorado y rojo a sus pies, y el viento empezaba a soplar con fuerza. Iba con él su hijo Albar, y también los acompañaban una docena de caballeros y una veintena de soldados.
«Cuántos desconocidos.» Sansa observó sus rostros con ansiedad. ¿Serían amigos o enemigos?
El atuendo con que Petyr recibió a los visitantes confería cierta oscuridad a sus ojos verde grisáceo. Llevaba una casaca de terciopelo negro, con mangas grises a juego con los calzones de lana. El maestre Colemon estaba junto a él, con la cadena de múltiples metales en torno al cuello largo y enjuto. Aunque el maestre era, con mucho, el más alto de los dos, el Lord Protector atraía todas las miradas. Por lo visto, aquel día había dejado de lado las sonrisas. Escuchó con atención solemne mientras Royce le presentaba a los caballeros que lo habían acompañado.
—Sois bienvenidos, mis señores —dijo cuando terminó—. Ya conocéis al maestre Colemon, por supuesto. Lord Nestor, ¿recordáis a Alayne, mi hija natural?
—Desde luego.
Lord Nestor Royce era un hombretón tan grueso de cuello como de pecho, con cabello escaso, barbita canosa y mirada severa. Inclinó la cabeza poco menos de un dedo en gesto de saludo.
Sansa hizo una reverencia, demasiado asustada para hablar, temerosa de decir alguna inconveniencia. Petyr la ayudó a alzarse.
—Cariño, ten la amabilidad de ir a buscar a Lord Robert y llevarlo a la Sala Alta para que reciba a sus invitados.
—Sí, padre. —La voz le sonó aguda y tensa.
«Voz de mentirosa —pensó mientras bajaba por las escaleras y cruzaba la galería hacia la Torre de la Luna—. Voz de culpable.»
Gretchel y Maddy estaban ayudando a Robert Arryn a ponerse los calzones cuando Sansa entró en su dormitorio. El señor del Nido de Águilas había estado llorando otra vez. Tenía los ojos enrojecidos e irritados, las pestañas, tupidas de legañas; la nariz, hinchada y llena de mocos que le brillaban sobre el labio superior, y el inferior lo tenía ensangrentado de tanto mordérselo.
«Lord Nestor no puede verlo así», pensó Sansa, desesperada.
—Acércame la palangana, Gretchel. —Cogió al niño de la mano y lo llevó hacia la cama—. ¿Ha dormido bien mi Robalito esta noche?
—No. —Sorbió por la nariz—. No he podido dormir nada de nada, Alayne. Ha estado cantando otra vez, y me habían cerrado la puerta. Grité para que me dejaran salir, pero no vino nadie. Me habían encerrado en mi cuarto.
—Qué malos.
Mojó un paño suave en el agua templada y empezó a limpiarle la cara, con suavidad, con mucha suavidad. Si frotaba a Robert con demasiada energía, podía tener un ataque de temblores. Era un niño frágil, terriblemente menudo para su edad. Tenía ocho años, pero Sansa había visto niños de cinco más corpulentos.
A Robert le temblaba el labio superior.
—Quería ir a dormir contigo.
«Ya lo sé.»
Robalito tenía por costumbre meterse en la cama de su madre, hasta que se casó con Lord Petyr. Tras la muerte de Lysa, el niño se había pasado las noches recorriendo el Nido de Águilas en busca de otras camas en las que meterse. La que más le gustaba era la de Sansa, motivo por el que ella le había pedido a Ser Lothor Brune que le cerrara la puerta con llave la noche anterior. No le habría importado si se limitara a dormir, pero siempre estaba tratando de frotarle la nariz contra el pecho, y cuando le daban ataques de temblores solía mojar la cama.
—Lord Nestor Royce ha subido de las Puertas para venir a verte —le dijo Sansa mientras le limpiaba la nariz.
—Pues yo no quiero verlo —replicó el niño—. Quiero que me cuentes un cuento. El cuento del Caballero Alado.
—Luego. Antes tienes que ver a Lord Nestor.
—Lord Nestor tiene una verruga —replicó el niño retorciéndose. A Robert le daban miedo los hombres con verrugas—. Mami decía que era horrible.
—Mi pobre Robalito... —Sansa le retiró el pelo de la cara—. La echas de menos, ya lo sé. Lord Petyr también la echa de menos. La quería tanto como tú.
Era mentira, pero lo decía con buena intención. La única mujer a la que Petyr había amado en su vida era a la madre asesinada de Sansa. Eso le había confesado a Lady Lysa justo antes de empujarla por la Puerta de la Luna.
«Estaba loca y era peligrosa. Asesinó a su propio esposo, y me habría asesinado a mí si Petyr no hubiera acudido a salvarme.»
Pero no eran cosas que Robert tuviera necesidad de saber. No era nada más que un niñito enfermizo que había querido mucho a su madre.
—Ya está —dijo Sansa—. Ahora sí que pareces un señor. Maddy, tráele la capa.
Era de lana de cordero, suave y cálida, de un hermoso azul celeste que resaltaba el color crema de la túnica. Se la sujetó en torno a los hombros con un broche de plata en forma de media luna, y lo cogió de la mano. Por una vez, Robert la siguió sin resistencia.
La Sala Alta había estado cerrada desde la caída de Lysa, y Sansa sintió un escalofrío al volver a entrar. Era una estancia alargada, imponente, hermosa, sí... Pero no le gustaba aquel lugar. Todo era demasiado claro, demasiado frío. Las esbeltas columnas parecían dedos huesudos, y las vetas azules del mármol blanco le recordaban las venas de las piernas de una vieja. En las paredes había cincuenta candelabros de plata, pero las antorchas encendidas no llegaban a la docena, de manera que las sombras danzaban por el suelo e invadían los rincones. Sus pisadas resonaron contra el mármol. Sansa oía como el viento sacudía la Puerta de la Luna.
«No debo mirarla —se dijo—, si la miro, me entrarán unos temblores peores que los de Robert.»
Con ayuda de Maddy consiguió que Robert se sentara en el trono de arciano, encima de un montón de cojines, y mandó recado de que Su Señoría recibiría a sus invitados. Dos guardias con capa azul celeste abrieron las puertas del extremo más bajo de la sala, y Petyr los hizo pasar para recorrer la larga alfombra azul situada entre las hileras de columnas blancas como huesos.
El niño recibió a Lord Nestor con un saludo en tono chillón, y no mencionó su verruga. Cuando el Mayordomo Supremo le preguntó por su señora madre, a Robert empezaron a temblarle las manos.
—Marillion le hizo daño a mi madre. La tiró por la Puerta de la Luna.
—¿Lo presenció Su Señoría? —preguntó Ser Marwyn Belmore, un caballero rubio, alto y delgado que había sido capitán de la guardia de Lysa hasta que llegó Petyr y puso a Ser Lothor Brune en su lugar.
—Lo vio Alayne —respondió el niño—. Y mi señor padrastro también.
Lord Nestor la miró. Ser Albar, Ser Marwyn, el maestre Colemon... Todos la miraban.
«Era mi tía, pero me quería matar —pensó Sansa—. Me arrastró hasta la Puerta de la Luna y trató de empujarme. Yo no quería un beso; sólo estaba haciendo un castillo de nieve.»
Se estrechó los brazos contra el pecho para controlar el temblor.
—Debéis disculparla, mis señores —dijo Petyr Baelish con tono gentil—. Todavía tiene pesadillas desde aquel día. No me extraña que no soporte hablar del tema. —Se situó detrás de ella y le puso las manos en los hombros, con cariño—. Ya sé lo difícil que es para ti, Alayne, pero nuestros amigos tienen que oír la verdad.
—Sí. —Tenía la garganta tan seca y tensa que casi le dolía hablar—. Lo que vi... Estaba con Lady Lysa cuando... —Una lágrima le rodó por la mejilla. «Muy bien, llorar está bien»—. Cuando Marillion... la empujó.
Y empezó a relatar la historia de nuevo, casi sin oír las palabras a medida que las pronunciaba.
No iba ni por la mitad de la narración cuando Robert se echó a llorar; los cojines se movían y amenazaban con derrumbarse.
—Mató a mi madre. ¡Quiero que vuele! —El temblor de las manos había ido a peor; los brazos también se le agitaban, la cabeza le daba sacudidas y los dientes le entrechocaban—. ¡Que vuele! —chilló—. ¡Que vuele, que vuele!
Agitaba como loco los brazos y las piernas. Lothor Brune subió al estrado justo a tiempo para coger al chico cuando se caía del trono. El maestre Colemon lo seguía de cerca, pero no había nada que pudiera hacer.
Sansa, tan impotente como los demás, tuvo que limitarse a mirar mientras el ataque de temblores seguía su curso. Una pierna de Robert le asestó una patada en la cara a Ser Lothor. Brune soltó una maldición, pero siguió sujetando al chico que se retorcía, se agitaba y se orinaba encima. Los visitantes no dijeron ni una palabra; al menos, Lord Nestor ya había presenciado antes aquellos ataques. Los momentos se hicieron muy largos antes de que los espasmos de Robert empezaran a amainar. Cuando terminaron, el pequeño señor estaba tan débil que no podía ni tenerse en pie.
—Será mejor que llevéis a Su Señoría al dormitorio, y que lo sangren —ordenó Lord Petyr.
Brune cogió al niño en brazos y salió de la estancia. El maestre Colemon lo siguió con el rostro sombrío.
Cuando sus pisadas se perdieron en la distancia, no se produjo sonido alguno en la Sala Alta del Nido de Águilas. Sansa oía el gemido del viento que arañaba la Puerta de la Luna. Tenía mucho frío y estaba muy cansada. Se preguntó si tendría que contar la historia de nuevo.
Pero la debía de haber narrado bastante bien, porque Lord Nestor tuvo que aclararse la garganta.
—Ese bardo me dio mala espina desde el principio —gruñó—. Le dije a Lady Lysa que lo echara. Se lo dije, y más de una vez.
—Siempre le disteis buenos consejos, mi señor —dijo Petyr.
—Pero no me hizo caso —se quejó Royce—. Me escuchó de mala gana y no me hizo caso.
—Mi señora era demasiado confiada para este mundo. —Petyr hablaba con tanta ternura que Sansa habría creído que amaba a su esposa—. Lysa no sabía ver la maldad de nadie; sólo veía lo bueno. Marillion cantaba canciones dulces, y ella confundió su voz con su naturaleza.
—Nos llamaba cerdos —intervino Ser Albar Royce. Era un caballero robusto, ancho de hombros, que se afeitaba la barbilla pero tenía unas patillas largas, negras, que rodeaban como setos su rostro poco agraciado; parecía una versión en joven de su padre—. Compuso una canción sobre dos cerdos que hozaban por la montaña y comían excrementos de halcón. Éramos nosotros, pero cuando se lo dije se rió de mí. Me respondió que era sólo una canción sobre cerdos.
—De mí también se burlaba —aportó Ser Marwyn Belmore—. Me puso el apodo de Ding-Dong. Cuando juré que le cortaría la lengua, corrió a escudarse tras las faldas de Lady Lysa.
—Como hacía siempre —corroboró Lord Nestor—. No era más que un cobarde, pero el favor que le mostraba Lady Lysa lo hacía insolente. Lo vistió como a un señor, y le regaló anillos de oro y un cinturón de adularias.
—Y el halcón favorito de Lord Jon. —En el jubón del caballero se podían ver las seis velas blancas de los Waxley—. Su Señoría adoraba a ese pájaro. Había sido un regalo del rey Robert.
—Fue muy poco apropiado —reconoció Petyr Baelish con un suspiro—, así que tuve que zanjar esa situación. Lysa accedió a echarlo; por eso lo hizo llamar aquí aquel día. Tendría que haberla acompañado, pero no se me ocurrió... Si yo no le hubiera dicho que... Fui yo quien la mató.
«No —pensó Sansa—, no digáis eso, no digáis eso, no digáis eso.» Pero Albar Royce estaba negando con la cabeza.
—No, mi señor, no os culpéis —le dijo.
—Fue obra del bardo —convino su padre—. Hacedlo subir, Lord Petyr. Pongamos fin a este lamentable asunto.
Petyr Baelish se recompuso.
—Como deseéis, mi señor.
Se volvió hacia los guardias, dio una orden, y subieron al bardo de las mazmorras. Con él llegó Mord, un carcelero monstruoso de ojillos negros, con el rostro asimétrico lleno de cicatrices. Había perdido una oreja y parte de la mejilla en alguna batalla, pero le quedaba una docena de arrobas de carne blanquecina. La ropa le quedaba mal, y desprendía un hedor rancio.
En contraste, Marillion parecía casi elegante. Lo habían bañado y vestido con unos calzones azul celeste y una túnica blanca de mangas anchas, que se ceñía con un fajín plateado que le había regalado Lady Lysa. Llevaba las manos cubiertas con guantes de seda blanca, y una venda de seda también blanca evitaba que los señores tuvieran que verle los ojos.
Mord se situó tras él con un látigo. Cuando el carcelero le dio un golpecito en las costillas, el bardo se dejó caer en una rodilla.
—Bondadosos señores, suplico vuestro perdón.
Lord Nestor frunció el ceño.
—¿Confiesas tu crimen?
—Si tuviera ojos, lloraría. —La voz del bardo, tan fuerte y segura por las noches, estaba quebrada en aquel momento; era apenas un susurro—. La amaba tanto que no soportaba verla en brazos de otro hombre, saber que compartía con él su cama. No quería hacerle ningún daño a mi dulce señora, lo juro. Atranqué la puerta para que nadie nos molestara mientras le declaraba mi pasión, pero Lady Lysa fue tan fría... Cuando me dijo que llevaba en sus entrañas al hijo de Lord Petyr, la... La locura se apoderó de mí...
Sansa se miraba las manos mientras lo oía hablar. Maddy la Gorda contaba que Mord le había cortado tres dedos: los dos meñiques y un anular. Los meñiques parecían más rígidos que los otros dedos, pero con aquellos guantes nadie sabría decirlo a ciencia cierta.
«Puede que sea sólo un rumor. ¿Cómo lo va a saber Maddy?»
—Lord Petyr tuvo la amabilidad de permitir que conservara la lira —dijo el bardo ciego—. La lira y... la lengua..., para poder seguir cantando. A Lady Lysa le gustaba tanto oírme cantar...
—Llevaos de aquí a este monstruo o lo mato ahora mismo —gruñó Lord Nestor Royce—. Se me revuelve el estómago tan sólo con mirarlo.
—Llévalo de vuelta a su celda del cielo, Mord —ordenó Petyr.
—Sí, mi señor. —Mord agarró a Marillion con brusquedad por el cuello de la túnica—. Se acabó darle a la lengua.
Cuando habló, Sansa advirtió con asombro que los dientes del carcelero eran de oro. Observaron cómo llevaba al bardo hacia las puertas, mitad a rastras mitad a empujones.
—Ese hombre debe morir —declaró Ser Marwyn Belmore cuando hubieron salido—. Tendría que haber seguido a Lady Lysa por la Puerta de la Luna.
—Y sin lengua —añadió Ser Albar Royce—. Sin esa lengua mentirosa y burlona.
—Ya lo sé, he sido demasiado blando con él —suspiró Petyr Baelish en tono de disculpa—. A decir verdad, me inspira compasión. Mató por amor.
—Por amor o por odio, da igual —replicó Belmore—. Tiene que morir.
—No tardará —comentó Lord Nestor con brusquedad—. Nadie dura mucho en las celdas del cielo. El azul lo llamará.
—Puede —dijo Petyr Baelish—, pero sólo Marillion sabe si responderá o no. —Hizo una seña, y sus guardias abrieron las puertas al final de la sala—. Debéis de estar agotados tras el ascenso, señores. He ordenado que os preparen habitaciones para esta noche, y os servirán vino y comida en la Sala Baja. Oswell, mostradles el camino y encargaos de que tengan todo lo que necesiten. —Se volvió hacia Nestor Royce—. Mi señor, ¿me acompañáis a tomar una copa de vino? Alayne, cariño, ven a servírnoslo.
Un pequeño fuego ardía en la chimenea de la estancia donde los aguardaba una frasca de vino. «Dorado del Rejo», pensó Sansa mientras llenaba la copa de Lord Nestor y Petyr removía los troncos con un atizador.
Lord Nestor se sentó junto al fuego.
—Esto no acaba aquí —le dijo a Petyr como si Sansa no existiera—. Mi primo quiere interrogar al bardo en persona.
—Yohn Bronce desconfía de mí. —Lord Petyr empujó un tronco a un lado.
—Piensa venir con un ejército. Sin duda, Symond Templeton se le unirá, y mucho me temo que Lady Waynwood también.
—Y Lord Belmore; y Lord Hunter, el Joven, y Horton Redfort. Vendrán con Sam Piedra, el Fuerte; los Tollett; los Shett; los Coldwater, y unos cuantos Corbray.
—Estáis bien informado. ¿Quiénes de los Corbray? ¡No será Lord Lyonel!
—No, su hermano. No sé por qué, pero Ser Lyn no me tiene demasiado aprecio.
—Lyn Corbray es peligroso —asintió Lord Nestor—. ¿Qué pensáis hacer?
—¿Qué puedo hacer, aparte de recibirlos si vienen?
Petyr removió una vez más las llamas y dejó el atizador.
—Mi primo tiene intención de quitaros el puesto de Lord Protector.
—Si es así, no se lo puedo impedir. Dispongo de una guarnición de veinte hombres; Lord Royce y sus amigos pueden reunir a veinte mil. —Petyr se dirigió hacia el arcón de roble situado bajo la ventana—. Yohn Bronce hará lo que quiera —comentó al tiempo que se arrodillaba. Abrió el arcón, sacó un pergamino y se lo tendió a Lord Nestor—. Tomad, mi señor. Es una prueba del afecto que os profesaba mi señora.
Sansa observó como Royce desenrollaba el pergamino.
—Esto es... Esto es muy inesperado, mi señor.
La niña se sobresaltó al ver lágrimas en sus ojos.
—Inesperado, pero no inmerecido. Mi señora os tenía en más estima que a ninguno de sus banderizos. Me dijo que erais su roca.
—Su roca. —Lord Nestor se sonrojó—. ¿De verdad dijo eso?
—Muchas veces. Y esto —añadió señalando el pergamino con un gesto— es la prueba.
—Me... Me alegro de saberlo. Sé que Jon Arryn valoraba mis servicios, pero Lady Lysa... Se burló de mí cuando vine a cortejarla, y me temía... —Lord Nestor frunció el ceño—. Aquí veo el sello de Arryn, pero la firma...
—Lysa fue asesinada antes de que le presentaran el documento para su firma, de manera que lo firmé yo como Lord Protector. Sé que es lo que habría querido.
—Ya veo. —Lord Nestor enrolló el pergamino—. Es una gran... deferencia por vuestra parte, mi señor. Y no os falta valor. Hay quien dirá que esto no es apropiado, y os culparán por hacerlo. El cargo de Guardián nunca ha sido hereditario. Los Arryn edificaron las Puertas en los tiempos en que aún tenían la Corona Halcón y gobernaban el Valle como reyes. El Nido de Águilas era su asentamiento veraniego, pero cuando llegaban las nieves bajaban con toda su corte. Se dice que las Puertas era un lugar tan regio como el Nido de Águilas.
—Hace trescientos años que no hay reyes en el Valle —señaló Petyr Baelish.
—Llegaron los dragones —reconoció Lord Nestor—. Pero incluso después de aquello, las Puertas siguió siendo un castillo de los Arryn. El propio Jon Arryn fue Guardián de las Puertas en vida de su padre. Tras su ascenso nombró para el cargo a su hermano Ronnel, y más adelante, a su primo Denys.
—Lord Robert no tiene hermanos; sólo primos lejanos.
—Cierto. —Lord Nestor apretó el pergamino con fuerza—. No diré que no albergaba esperanzas de que llegara este momento. Mientras Lord Jon gobernó el reino como Mano, sobre mis espaldas recayó el deber de gobernar el Valle en su nombre. Hice todo lo que fue necesario, y nunca pedí nada para mí, pero ¡por los dioses que me he ganado esto!
—Así es —convino Petyr—, y Lord Robert duerme más tranquilo sabiendo que siempre estáis ahí, que tiene un amigo fiel al pie de la montaña. —Alzó la copa—. Brindemos, mi señor. Por la Casa Royce, Guardianes de las Puertas de la Luna... ahora y siempre.
—¡Sí, ahora y siempre!
Las copas de plata entrechocaron.
Más tarde, mucho más tarde, después de que se acabara la frasca de dorado del Rejo, Lord Nestor salió de la estancia para ir a reunirse con sus caballeros. Sansa ya estaba casi dormida de pie; lo único que quería era irse a la cama, pero Petyr la agarró por la muñeca.
—¿Has visto qué maravillas se pueden conseguir con mentiras y dorado del Rejo?
¿Por qué tenía ganas de echarse a llorar? Que Nestor Royce estuviera de su parte era bueno.
—¿Todo eran mentiras?
—Todo no. Lysa decía a menudo que Lord Nestor era una roca, aunque me parece que no era en tono de cumplido. También decía que su hijo era un zoquete. Sabía que Lord Nestor soñaba con gobernar las Puertas por derecho propio, con ser un verdadero señor, no sólo de nombre; pero Lysa tenía otro sueño: tener más hijos, que el castillo fuera para el hermano pequeño de Robert. —Se levantó—. ¿Comprendes lo que ha sucedido aquí, Alayne?
Sansa titubeó un momento.
—Le habéis entregado las Puertas de la Luna a Lord Nestor para aseguraros su apoyo.
—Cierto —reconoció Petyr—, pero nuestra roca es un Royce, o lo que es lo mismo, un hombre demasiado orgulloso y susceptible. Si le hubiera preguntado su precio, se habría hinchado como un sapo, furioso ante la afrenta que eso supondría para su honor. Pero así... No es completamente idiota, pero las mentiras que le he servido eran más dulces que la verdad. Quiere creer que Lysa lo tenía en mayor estima que a sus otros banderizos. Al fin y al cabo, uno de ellos es Yohn Bronce, y Nestor es demasiado consciente de que desciende de una rama menor de la Casa Royce. Quiere algo más para su hijo. Los hombres de honor hacen por sus hijos cosas que jamás se plantearían hacer por sí mismos.
—La firma... —Sansa asintió—. Podríais haberle pedido a Lord Robert que pusiera la firma y el sello, y sin embargo...
—... he firmado yo mismo como Lord Protector. ¿Por qué?
—Porque así... si os deponen... o... si os matan...
—Los derechos de Lord Nestor sobre las Puertas no serán tan incuestionables. Te aseguro que no se le ha escapado. Has sido muy lista al darte cuenta. Aunque no más de lo que esperaba de mi propia hija.
—Gracias. —Sentía un absurdo orgullo por haberlo comprendido, pero también estaba desconcertada—. Pero no lo soy. Vuestra hija. No de verdad. O sea, finjo ser Alayne, pero sabéis...
Meñique le puso un dedo sobre los labios.
—Sé lo que sé, y tú también. Hay cosas que es mejor no decir en voz alta, cariño.
—¿Ni siquiera cuando estemos a solas?
—Mucho menos aún cuando estemos a solas. Si no, cualquier día entrará un criado sin anunciarse, o un guardia que esté junto a la puerta oirá lo que no deba. ¿Quieres más sangre en esas preciosas manitas, pequeña?
El rostro de Marillion, con la venda blanca en los ojos, pareció flotar ante ella. Detrás alcanzó a ver a Ser Dontos, todavía ensartado por las saetas.
—No —dijo Sansa—. Por favor.
—Ganas me dan de decir que esto no es un juego, hija, pero lo es. El juego de tronos.
«Yo nunca quise jugar. —Era un juego demasiado peligroso—. Un simple desliz puede costar la vida.»
—Oswell... Mi señor, Oswell me sacó en bote de Desembarco del Rey la noche de mi huida. Debe de saber quién soy.
—Si es la mitad de listo que una cagada de oveja, desde luego. Ser Lothor también lo sabe. Pero Oswell lleva mucho tiempo a mi servicio, y Brune es discreto por naturaleza. Kettleblack vigila a Brune, y Brune vigila a Kettleblack. No confíes en nadie. Se lo dije a Eddard Stark, pero no me hizo caso. Eres Alayne, y tienes que ser Alayne todo el tiempo. —Le puso dos dedos en el pecho, a la izquierda—. Incluso aquí. En tu corazón. ¿Serás capaz? ¿Puedes ser mi hija, de corazón?
—Pues... —«No lo sé, mi señor», estuvo a punto de decir, pero no era lo que él quería oír. «Mentiras y dorado del Rejo», pensó—. Soy Alayne, padre. ¿Quién si no?
Lord Meñique le dio un beso en la mejilla.
—Con mi cerebro y la belleza de Cat, el mundo será tuyo, cariño. Venga, vete a la cama.
Gretchel le había encendido la chimenea y le había mullido el colchón de plumas. Sansa se desnudó y se metió bajo las mantas.
«Esta noche no cantará —rezó—, porque Lord Nestor y los demás están en el castillo. No se atreverá.» Cerró los ojos.
En algún momento de la noche se despertó cuando el pequeño Robert se metió en su cama.
«Se me olvidó decirle a Lothor que lo volviera a encerrar.» Ya no tenía remedio, de modo que lo rodeó con un brazo.
—¿Robalito? Puedes quedarte, pero no te muevas mucho. Cierra los ojos y duerme, pequeño.
—Vale. —Se acurrucó contra ella y le apoyó la cabeza en el pecho—. Alayne... ¿Ahora eres tú mi mamá?
—Supongo que sí —respondió.
Mentir no era malo si se hacía con buena intención.

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