BRIENNE
«Esto es una pesadilla», pensó.
Pero si estaba soñando, ¿por qué le dolía tanto?
Ya había escampado, pero el mundo entero estaba húmedo. Sentía la capa tan pesada como la cota de malla. La cuerda que le ataba las muñecas también estaba empapada, con lo que todavía le apretaba más. Moviera las manos como las moviera, no se podía soltar. No sabía quién la había atado ni por qué. Trató de preguntárselo a las sombras, pero no le respondieron. Tal vez no la oyeran. Tal vez no fueran reales. Bajo las prendas de lana mojada y la armadura oxidada, sentía la piel acalorada y febril. Tal vez todo aquello no fuera más que un delirio provocado por la fiebre.
Iba a caballo, aunque no recordaba haber montado. Estaba tendida boca abajo, cruzada sobre los cuartos traseros del animal, como un saco de avena. Le habían atado las muñecas y los tobillos. El aire era húmedo; una capa de niebla cubría el mundo. La cabeza le retumbaba con cada paso. Oía las voces, pero lo único que veía era la tierra, bajo los cascos del caballo. Tenía algo roto. Sentía la cara hinchada, tenía la mejilla pegajosa de sangre, y cada movimiento, cada sacudida, le clavaba un puñal de dolor en el brazo. Oía a Podrick llamarla como si estuviera muy lejos.
—¿Ser? —repetía sin cesar—. ¿Ser? ¿Mi señora? ¿Ser? ¿Mi señora?
Su voz era tenue; le costaba oírla. Por último, sólo hubo silencio.
Soñó que estaba en Harrenhal, otra vez en el foso del oso. En aquella ocasión se enfrentaba a Mordedor, enorme, calvo, blanco como un gusano, con llagas supurantes en las mejillas. Se acercó a ella desnudo, acariciándose el miembro y rechinando los dientes. Brienne huyó de él.
—¡Mi espada! —pidió—. ¡Guardajuramentos, por favor!
Los espectadores no respondieron. Allí estaba Renly, con Dick el Ágil y Catelyn Stark. Shagwell, Pyg y Timeon miraban también, y los cadáveres que colgaban de los árboles con las mejillas hundidas, la lengua hinchada, las cuencas de los ojos vacías. Brienne lanzó un aullido de terror al verlos, y Mordedor la agarró por un brazo y le arrancó un trozo de cara de un mordisco.
—¡Jaime! —se oyó gritar—. ¡Jaime!
Hasta en lo más profundo del sueño, el dolor seguía presente. El rostro era un suplicio. El hombro le sangraba. Le dolía al respirar. Una punzada le recorría el brazo como un relámpago. Pidió a gritos un maestre.
—No tenemos maestre —dijo una voz de niña—. Sólo estoy yo.
«Estoy buscando a una niña —recordó Brienne—. Una doncella noble, de trece años, con los ojos azules y el cabello castaño rojizo.»
—¿Mi señora? —dijo—. ¿Lady Sansa?
—Cree que eres Sansa Stark —dijo un hombre entre risas.
—No puede seguir así mucho más. Se va a morir.
—Un león menos. Mira qué pena.
Brienne oyó que alguien rezaba. Pensó en el septón Meribald, pero no era una de sus oraciones. «Porque oscura es la noche, y los terrores la pueblan, igual que pueblan los sueños.»
Cabalgaban por un bosque umbrío, un lugar húmedo, oscuro y silencioso donde los pinos crecían muy juntos. El terreno era blando bajo los cascos de su caballo; las huellas que dejaba se llenaban de sangre. Junto a ella cabalgaban Lord Renly, Dick Crabb y Vargo Hoat. La sangre manaba de la garganta de Renly. La oreja arrancada de la Cabra rezumaba pus.
—¿Adónde vamos? —preguntó Brienne—. ¿Adónde me lleváis?
Ninguno le respondió.
«¿Cómo van a responder? Todos están muertos.»
Entonces, ¿ella también estaba muerta?
Lord Renly, su dulce rey sonriente, iba delante de ella. Guiaba el caballo de Brienne entre los árboles. Brienne lo llamó para decirle cuánto lo amaba, pero cuando se volvió y la miró con el ceño fruncido, supo que no era Renly. Renly nunca fruncía el ceño.
«Siempre tenía una sonrisa para mí —pensó—. Excepto...»
—Hace frío —dijo el Rey, asombrado, y una sombra se movió sin que nadie la proyectara, y la sangre de su amado señor corrió por el acero verde de su gorjal y le manchó las manos.
Había sido un hombre cálido, pero su sangre era fría como el hielo.
«Esto no es real —se dijo—. Es otra pesadilla, pronto me despertaré.»
La montura se detuvo de repente. Unas manos bruscas la agarraron. Los haces de luz roja del atardecer se colaban entre las ramas de un nogal. Un caballo rumiaba hojas muertas más allá de los castaños; los hombres que se movían por allí hablaban en voz baja. Diez, doce, tal vez más. Brienne no reconocía los rostros. Estaba tumbada en el suelo, con la espalda contra un árbol.
—Bebed esto, mi señora —dijo la voz de la niña.
Le acercó una copa a los labios. El sabor era fuerte y amargo. Brienne lo escupió.
—Agua —jadeó—. Por favor. Agua.
—El agua no os quitará el dolor. Esto sí. Un poco. —Volvió a acercarle la copa a los labios.
Hasta beber le dolía. El vino le corrió por la mandíbula y le goteó por el pecho. Cuando la copa se vació, la niña volvió a llenarla de un odre. Brienne bebió hasta que no pudo más.
—Ya basta.
—Seguid. Tenéis un brazo roto, y también varias costillas. Dos, puede que tres.
—Mordedor —dijo Brienne recordando su peso, cómo le había clavado la rodilla en el pecho.
—Sí. Menudo monstruo.
Lo recordó todo de repente: los relámpagos en el cielo, el barro en el suelo, la lluvia que repiqueteaba contra el acero oscuro del yelmo del Perro, la terrible fuerza de las manos de Mordedor... De repente ya no soportaba estar atada. Trató de liberarse de las cuerdas, pero sólo consiguió magullarse más. Los nudos que le sujetaban las muñecas estaban demasiado prietos. Había sangre seca en el cáñamo.
—¿Está muerto? —Se estremeció—. Mordedor. ¿Está muerto?
Recordó como le había arrancado carne de la cara con los dientes. La sola idea de que pudiera estar por allí, respirando, le daba ganas de gritar.
—Está muerto. Gendry le clavó una punta de lanza en la nuca. Bebed, mi señora, si no queréis que os lo haga tragar.
Bebió.
—Estoy buscando a una niña —susurró entre trago y trago. «A mi hermana», había estado a punto de decir—. Una doncella noble de trece años. Tiene los ojos azules y el cabello castaño rojizo.
—No soy yo.
«No.» Saltaba a la vista. Aquella muchacha estaba tan delgada que parecía a punto de morirse de hambre. Llevaba el pelo recogido en una trenza, y tenía unos ojos más viejos de lo que le correspondía por edad. «Pelo castaño, ojos marrones, vulgar... Willow, con seis años más.»
—Eres la hermana. La de la posada.
—Es posible. —La niña entrecerró los ojos—. ¿Y qué si lo soy?
—¿Cómo te llamas? —preguntó Brienne.
Sintió una arcada. Tenía miedo de empezar a vomitar.
—Heddle. Igual que Willow. Jeyne Heddle.
—Jeyne. Desátame las manos. Por favor. Ten piedad. Las cuerdas me están desgarrando las muñecas. Me hacen sangre.
—No me lo permiten. Tenéis que quedaros atada hasta...
—Hasta que estéis ante mi señora. —Renly estaba tras la muchacha; se apartó un mechón de pelo de los ojos. «No. No es Renly. Gendry»—. Mi señora quiere que respondáis por vuestros crímenes.
—Mi señora. —El vino hacía que le diera vueltas la cabeza. Le costaba pensar—. Corazón de Piedra ¿Te refieres a ella? —Lord Randyll había hablado de aquella mujer en Poza de la Doncella—. Lady Corazón de Piedra.
—Algunos la llaman así; otros le dan nombres diferentes: la Hermana Silenciosa, la Madre Inmisericorde, la Ahorcadora.
«La Ahorcadora.» Cuando cerraba los ojos, Brienne veía los cadáveres que se balanceaban bajo las ramas desnudas, con el rostro ennegrecido e hinchado. De repente la dominó un miedo atroz.
—Podrick. Mi escudero. ¿Dónde está Podrick? Y los demás... Ser Hyle, el septón Meribald, el perro... ¿Qué le habéis hecho al animal?
Gendry y la chica se miraron. Brienne intentó levantarse y consiguió incorporarse sobre una rodilla antes de que el mundo empezara a dar vueltas.
—Vos matasteis al perro, mi señora —oyó decir a Gendry justo antes de que la oscuridad la engullera otra vez.
Volvía a estar en Los Susurros, ante las ruinas, enfrentada a Clarence Crabb. Era fiero y enorme, montaba a lomos de un uro aún más peludo que él. La bestia pateaba furiosa, dejando profundos surcos en la tierra. Los dientes de Crabb eran afilados, puntiagudos. Brienne fue a sacar la espada, pero tenía la vaina vacía.
—¡No! —gritó cuando Ser Clarence cargó contra ella. No era justo. No podía luchar sin su espada mágica. Se la había dado Ser Jaime. Iba a fallarle, igual que le había fallado a Lord Renly, y la sola idea le provocaba ganas de llorar—. Mi espada. Por favor, necesito mi espada.
—La moza quiere recuperar la espada —dijo una voz.
—Y yo quiero que Cersei Lannister me chupe la polla. ¿Y qué?
—Jaime la llamó Guardajuramentos. Por favor.
Pero las voces no escuchaban, y Clarence Crabb cayó encima de ella y le arrancó la cabeza. Brienne se hundió en una oscuridad aún más profunda.
Soñó que estaba tumbada en un bote, con la cabeza en un regazo. Estaban rodeados de sombras, de hombres encapuchados vestidos de cuero y malla que los impulsaban por las neblinas del río con los remos envueltos para no hacer ruido. Estaba empapada en sudor y ardía, y al mismo tiempo estaba tiritando. La niebla estaba llena de rostros.
—Bella —susurraban los sauces de la orilla.
—Monstruo, monstruo —decían, en cambio, los juncos.
Brienne se estremeció.
—Callaos —dijo—. Que alguien los haga callar.
La siguiente vez que despertó, Jeyne le acercaba un cuenco de algo caliente a los labios.
«Caldo de cebolla», pensó Brienne.
Bebió tanto como pudo, hasta que un trocito de zanahoria se le atravesó en la garganta. Toser era un suplicio.
—Tranquila —dijo la muchacha.
—Gendry —jadeó—. Tengo que hablar con Gendry.
—Ha vuelto al río, mi señora. A la forja, para proteger a Willow y a los pequeños.
«Nadie puede protegerlos.» Empezó a toser otra vez.
—Bah, deja que se ahogue. Esa cuerda que nos ahorramos.
Uno de los hombres de sombras apartó a la chica a un lado. Llevaba una cota de malla oxidada y un cinturón tachonado del que colgaban una espada larga y una daga. Se cubría los hombros con una larga capa amarilla, sucia y empapada. Tenía encima de los hombros una cabeza de perro, de acero, que enseñaba los dientes en gesto amenazador.
—¡No! —gimió Brienne—. No, estás muerto, yo te maté.
El Perro se echó a reír.
—Al revés. Seré yo quien te mate a ti. Por mí te mataría ahora mismo, pero mi señora quiere verte ahorcada.
«Ahorcada. —Sintió un escalofrío de pánico. Miró a la muchacha, a Jeyne—. Es demasiado joven para ser tan dura.»
—Pan y sal —jadeó—. En la posada... El septón Meribald dio de comer a los niños... Partimos el pan con tu hermana...
—La inmunidad de los huéspedes ya no es lo que era —respondió la muchacha—, y menos desde que mi señora volvió de la boda. Algunos de los que cuelgan al lado del río también creían que eran invitados.
—Fue un ligero malentendido —dijo el Perro—. Querían camas y les dimos árboles.
—Pero tenemos más árboles —aportó otra sombra. Bajo el yelmo oxidado le faltaba un ojo—. Siempre hay más árboles.
Cuando llegó la hora de montar otra vez, le taparon la cara con un capuchón de cuero. No tenía agujeros para los ojos. El cuero amortiguaba los sonidos. El sabor de la cebolla le impregnaba la lengua, tan intenso como la conciencia de su fracaso.
«Van a ahorcarme.»
Pensó en Jaime, en Sansa, en su padre, que estaba en Tarth, y se alegró de llevar el capuchón. Así podía ocultar las lágrimas que se le agolpaban en los ojos. De cuando en cuando oía conversar a los bandidos, pero no distinguía las palabras. Tras un rato, se dejó vencer por el agotamiento y el movimiento lento y rítmico del caballo.
En aquella ocasión soñó que volvía a estar en su hogar, en el Castillo del Atardecer. El sol entraba por las altas ventanas en forma de arco de su señor padre. Allí estaba a salvo. Estaba a salvo.
Iba vestida de seda: llevaba una túnica azul y roja adornada con soles dorados y medias lunas de plata. A otra niña le habría quedado bien; a ella, no. Tenía doce años, y se sentía fea e incómoda mientras esperaba al joven caballero con quien la había prometido su padre, un chico que tenía seis años más que ella y que, sin duda, algún día sería un campeón de gran fama. Ella temía su llegada. Tenía el busto demasiado pequeño; las manos y los pies, demasiado grandes. El pelo se le encrespaba constantemente, y le había salido una espinilla al lado de la nariz.
—Te va a traer una rosa —le había prometido su padre, pero una rosa no servía de nada, una rosa no podía protegerla. Lo que quería era una espada.
«Guardajuramentos. Tengo que encontrar a la niña. Tengo que recuperar el honor de Jaime.»
Y por fin se abrieron las puertas, y su prometido entró en los salones de su padre. Trató de recibirlo como le habían enseñado, pero le salió sangre de la boca. Mientras esperaba se había mordido tanto la lengua que se la había cortado. La escupió a los pies del joven caballero y vio la repulsión dibujada en su rostro.
—Brienne la Bella —dijo en tono burlón—. He visto cerdas más hermosas que vos.
Le tiró la rosa a la cara. Cuando se alejó, los grifos de su capa ondearon, se volvieron borrosos y se transformaron en leones.
«¡Jaime! —había querido gritar—. ¡Jaime, volved a por mí!»
Pero su lengua estaba en el suelo junto a la rosa, ahogada en sangre.
Brienne se despertó de repente, jadeando.
No sabía dónde se encontraba. El aire era frío y denso; olía a tierra, a moho, a gusanos. Estaba tumbada en un catre, bajo una montaña de pieles de oveja. Por encima de ella había roca, y de las paredes sobresalían raíces. La única luz procedía de una vela de sebo que humeaba en un charco de grasa fundida.
Apartó las pieles a un lado. Vio que le habían quitado la ropa y la armadura. Llevaba un vestido sencillo de lana marrón, fino pero recién lavado. Tenía el antebrazo entablillado y vendado. Sentía un lado de la cara mojado y rígido. Se lo tocó. Una especie de cataplasma húmeda le cubría la mejilla, la mandíbula y la oreja.
«Mordedor...»
Se puso en pie. Notaba las piernas débiles como el agua; la cabeza, liviana como el aire.
—¿Hay alguien ahí?
Algo se movió en uno de los nichos sombríos que había tras la vela. Era un anciano vestido de harapos. Las mantas con las que se había tapado cayeron al suelo. Se incorporó y se frotó los ojos.
—¿Lady Brienne? Me habéis asustado. Estaba soñando.
«No —pensó—, la que soñaba era yo.»
—¿Dónde estamos? ¿En una mazmorra?
—En una cueva. Al igual que las ratas, tenemos que refugiarnos en nuestros agujeros cuando los perros vienen olisqueando detrás de nosotros, y cada día hay más perros. —Su ropa parecía los restos de una vieja túnica, rosada y blanca. Tenía el pelo largo, canoso, enmarañado; la piel de las mejillas, floja, y la mandíbula, mal afeitada—. ¿Tenéis hambre? ¿Podréis retener un vaso de leche? ¿Tal vez un poco de pan con miel?
—Quiero mi ropa. Mi espada. —Se sentía desnuda sin la cota de malla; quería sentir Guardajuramentos en el costado—. Y la salida. Mostradme la salida.
El suelo de la cueva era de piedra y tierra; lo sentía basto y desigual bajo las plantas de los pies. Seguía teniendo nubes en la cabeza, como si estuviera flotando. La luz titilante proyectaba sombras extrañas.
«Los espíritus de los muertos bailan a mi alrededor, se esconden cuando me vuelvo para mirarlos.»
Había agujeros, grietas y hendiduras por todas partes, pero no tenía manera de saber qué pasadizos la llevarían al exterior, cuáles se adentraban aún más en la cueva y cuáles no iban a ninguna parte. Todos eran negros como boca de lobo.
—Permitid que os toque la frente, mi señora. —La mano del carcelero estaba llena de cicatrices y callosidades, pero tocaba con delicadeza—. Ya no tenéis fiebre —anunció con acento de las Ciudades Libres—. Muy bien. Hasta ayer, era como si tuvierais la carne en llamas. Jeyne se temía lo peor.
—Jeyne. ¿La chica alta?
—Esa misma. Aunque no es tan alta como vos, mi señora. La llaman Jeyne la Larga. Fue ella quien os arregló el brazo y os lo entablilló tan bien como un maestre. También hizo lo que pudo por vuestro rostro: os lavó las heridas con cerveza hervida para evitar la putrefacción. Aun así... Un mordisco humano es mal asunto; son muy sucios. Estoy seguro de que de ahí viene la fiebre. —Le tocó la cara vendada—. Tuvimos que cortar algo de carne. Mucho me temo que vuestro rostro no quedará muy agraciado.
«Nunca lo fue.»
—¿Queréis decir que tendré cicatrices?
—Mi señora, ese monstruo os devoró media mejilla.
Brienne sintió un escalofrío.
«Todo caballero tiene cicatrices de combate —le había advertido Ser Goodwin cuando le pidió que la enseñara a manejar la espada—. ¿Eso es lo que quieres, niña?»
Pero el viejo maestro de armas se refería a heridas de espada; en ningún momento se le habrían pasado por la cabeza los dientes puntiagudos de Mordedor.
—¿Por qué me entablilláis los huesos y me vendáis las heridas si me vais a ahorcar?
—Cierto, ¿por qué? —Se dedicó a observar la vela como si ya no soportara seguir mirándola—. Me han dicho que luchasteis con valor en la posada. Lim no debería haberse alejado de la encrucijada. Su misión era permanecer cerca, escondido, y acudir de inmediato si veía salir humo de la chimenea, pero cuando le llegó la noticia de que el Perro Rabioso de Salinas se dirigía hacia el norte por el Forca Verde, mordió el anzuelo. Llevamos tanto tiempo persiguiendo a esa chusma... Aun así, debería haber sido más sensato. Tardó media jornada en darse cuenta de que los titiriteros habían ido por un arroyo para ocultar sus huellas y situarse tras él, y luego perdió más tiempo todavía porque tuvo que dar un rodeo para evitar a una columna de caballeros de los Frey. De no haber sido por vos, al llegar a la posada, Lim y sus hombres sólo habrían encontrado cadáveres. Supongo que por eso os ha vendado Jeyne las heridas. Hayáis hecho lo que hayáis hecho, esas heridas las ganasteis de manera honorable, defendiendo la mejor causa posible.
«Hayáis hecho lo que hayáis hecho.»
—¿Qué creéis que he hecho? —preguntó—. ¿Quiénes sois?
—Al principio éramos hombres del rey —le respondió—, pero los hombres del rey necesitan un rey, y nosotros no lo tenemos. También éramos monjes, pero ahora se ha roto la cofradía. Si queréis que os diga la verdad, no sé quiénes somos ni hacia dónde vamos; sólo sé que el camino es turbulento. Los fuegos no me han mostrado qué hay al final.
«Yo sé qué hay al final. He visto los cadáveres en los árboles.»
—Fuegos —repitió Brienne. De repente lo había comprendido—. Sois el sacerdote myriense. El mago rojo.
Él se miró la túnica harapienta y sonrió con tristeza.
—Más bien el impostor rosa. Sí, soy Thoros, antes de Myr. Mal sacerdote y peor mago.
—Cabalgáis con Dondarrion, el señor del relámpago.
—El relámpago viene y va, y nadie vuelve a verlo. Lo mismo pasa con los hombres. Mucho me temo que el fuego de Lord Beric se ha apagado en este mundo. En su lugar nos guía ahora una sombra más lúgubre.
—¿El Perro?
El sacerdote apretó los labios.
—El Perro está muerto y enterrado.
—Yo lo he visto. En los bosques.
—Un sueño provocado por la fiebre, mi señora.
—Me dijo que iba a ahorcarme.
—Hasta los sueños pueden mentir. ¿Cuánto hace que no coméis, mi señora? Tenéis que estar famélica.
Brienne se dio cuenta de que era verdad. Sentía el estómago vacío.
—Comida... Me sentaría bien, sí, muchas gracias.
—Bien. Sentaos. Luego seguiremos hablando, pero antes comeréis. Esperad aquí.
Thoros encendió un pábilo encerado con la vela que se consumía y desapareció por un agujero negro, bajo un saliente de la roca. Brienne se quedó a solas en la cueva pequeña.
«Pero ¿durante cuánto tiempo?»
Recorrió la cámara en busca de un arma. Se habría conformado con cualquier cosa: un cayado, un garrote, un puñal... Sólo encontró piedras. Una le cabía a la perfección en el puño, pero se acordaba de Los Susurros, y de lo que había pasado cuando Shagwell trató de plantar cara a un cuchillo con una piedra. Cuando oyó las pisadas del sacerdote que regresaba, dejó caer la piedra y volvió a sentarse.
Thoros le llevaba pan, queso y un cuenco de guiso.
—Lo siento mucho —dijo—. La leche que quedaba se ha agriado, y se nos ha terminado la miel. Cada vez hay menos comida. En fin, esto os quitará el hambre.
El guiso estaba frío y grasiento; el pan, duro; el queso, más duro todavía. Y Brienne nunca había comido nada tan delicioso.
—¿Están aquí mis compañeros? —le preguntó al sacerdote mientras devoraba las últimas cucharadas de guiso.
—El septón quedó en libertad y siguió su camino. No había hecho nada malo. Los otros están aquí, a la espera de juicio.
—¿Juicio? —Frunció el ceño—. Podrick Payne no es más que un niño.
—Dice que es escudero.
—Ya sabéis cómo fanfarronean los niños.
—El escudero del Gnomo. Reconoce que ha participado en batallas. Si aceptamos su palabra, hasta ha matado.
—Es un niño —repitió—. Tened piedad.
—Mi señora —le dijo Thoros—, no dudo que haya algún lugar de los Siete Reinos donde queden restos de piedad y misericordia, pero no está aquí. Esto es una cueva, no un templo. Cuando los hombres se ven obligados a vivir como ratas bajo tierra, la piedad se les acaba tan deprisa como la leche y la miel.
—¿Y justicia? ¿Hay justicia en las cuevas?
—Justicia. —Thoros esbozó una sonrisa débil—. Recuerdo la justicia. Tenía un sabor grato. La justicia era nuestra meta cuando nos mandaba Beric, o al menos eso nos decíamos. Éramos hombres del rey, caballeros, héroes... Pero algunos caballeros son oscuros y están poblados de terrores, mi señora. La guerra nos convierte a todos en monstruos.
—¿Me estáis diciendo que sois monstruos?
—Estoy diciendo que somos humanos. No sois la única que ha sufrido heridas, Lady Brienne. Algunos de mis hermanos eran buenas personas cuando empezó todo esto. Otros eran... Dejémoslo en menos buenos. Aunque hay quien dice que no importa cómo empieza un hombre; sólo importa cómo acaba. Supongo que lo mismo se puede decir de las mujeres. —El sacerdote se puso en pie—. Me temo que se nos termina el tiempo. Oigo a mis hermanos acercarse. La señora os manda buscar.
Brienne también oyó las pisadas y vio el parpadeo de la antorcha en el pasadizo.
—Me dijisteis que se había ido a Buenmercado.
—Y así era. Ha regresado mientras dormíamos. Ella no duerme nunca.
«No tendré miedo —se dijo, pero era demasiado tarde—. No dejaré que vean mi miedo», se corrigió.
Eran cuatro, hombres duros de rostro demacrado, con cota de malla y prendas de cuero. Reconoció a uno: era el tuerto que había visto en sueños.
El más corpulento de los cuatro vestía una capa amarilla sucia y andrajosa.
—¿Habéis disfrutado de la comida? —inquirió—. Espero que sí. Probablemente haya sido la última.
Llevaba barba y tenía el pelo castaño; era musculoso, y en algún momento se le había roto la nariz y se le había curado mal.
«Lo conozco», pensó Brienne.
—Sois el Perro.
Él sonrió. Tenía unos dientes horrorosos, torcidos y negros de podredumbre.
—Supongo que sí. Mi señora se cargó al anterior. —Giró la cabeza y escupió.
Recordó los relámpagos, el barro bajo los pies.
—Fue a Rorge a quien maté. Él cogió el yelmo de la tumba de Clegane, y vos se lo robasteis a su cadáver.
—No puso ninguna objeción.
—¿Es verdad? —Thoros dejó escapar un gemido de desaliento—. ¿Llevas el yelmo de un muerto? ¿Tan bajo hemos caído?
El hombretón lo miró con el ceño fruncido.
—Es de buen acero.
—Ese yelmo no tiene nada de bueno, igual que no lo tenían los hombres que lo llevaron —dijo el sacerdote rojo—. Sandor Clegane era un ser atormentado, y Rorge, una bestia con piel humana.
—Yo no soy ellos.
—¿Y por qué te exhibes ante el mundo con su rostro? Salvaje, retorcido, gruñendo... ¿Eso es lo que quieres ser, Lim?
—Mis enemigos se asustan cuando lo ven.
—Yo me asusto cuando lo veo.
—Pues cierra los ojos. —El hombre de la capa amarilla hizo un gesto brusco—. Traed a la puta.
Brienne no se resistió. Eran cuatro, y ella estaba débil y herida, y desnuda bajo el vestido de lana. Tuvo que agachar la cabeza para no darse contra el techo cuando la llevaron por el pasadizo serpenteante. El camino se empinó bruscamente y describió dos curvas antes de desembocar en una caverna mucho mayor, llena de bandidos.
En el centro había un agujero con una hoguera; el humo teñía el aire de azul. Varios hombres se arremolinaban en torno a las llamas para protegerse del frío de la cueva. Otros estaban sentados a lo largo de las paredes, cruzados de piernas en jergones de paja. También había mujeres, y hasta unos pocos niños que miraban desde detrás de las faldas de sus madres. La única cara que conocía Brienne era la de Jeyne Heddle, la Larga.
Al otro lado de la cueva, en un saliente de roca, había una mesa de caballetes. Detrás estaba sentada una mujer vestida completamente de gris, con capa y capucha. Tenía en las manos una corona, una diadema de bronce con espadas de hierro. La contemplaba y pasaba los dedos por las hojas para comprobar el filo. Sus ojos centelleaban bajo la capucha.
El gris era el color de las hermanas silenciosas, las siervas del Desconocido. Brienne sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Corazón de Piedra.
—Mi señora —dijo el hombretón—, aquí la tenéis.
—Sí —añadió el tuerto—. La puta del Matarreyes.
Brienne se sobresaltó.
—¿Por qué decís eso?
—Si me dieran un venado de plata por cada vez que habéis dicho su nombre, sería tan rico como vuestros amigos los Lannister.
—Eso era porque... No lo entendéis...
—¿De verdad? —El hombretón se echó a reír—. Pues a mí me parece que sí. Apestáis a león, mi señora.
—No es verdad.
Se adelantó otro bandido, más joven y ataviado con un grasiento jubón de piel de oveja. Llevaba Guardajuramentos en la mano.
—Esto dice que sí.
Hablaba con acento del norte. Sacó la espada de la vaina y la puso ante Lady Corazón de Piedra. A la luz de la hoguera, las ondulaciones rojas y negras de la hoja casi parecían moverse, pero la mujer de gris sólo se fijaba en la empuñadura: una cabeza dorada de león, con ojos de rubí que refulgían como dos estrellas rojas.
—También está esto. —Thoros de Myr se sacó de la manga un pergamino y lo puso junto a la espada—. Lleva el sello del niño rey y dice que su portador es enviado suyo.
Lady Corazón de Piedra dejó la espada a un lado y leyó la carta.
—Me dieron esa espada para un buen propósito —explicó Brienne—. Ser Jaime le hizo un juramento a Catelyn Stark...
—Eso debió de ser antes de que sus amigos la degollaran —señaló el hombretón de la capa amarilla—. Ya sabemos cuánto valen los juramentos del Matarreyes.
«Es inútil —comprendió Brienne—. Nada de lo que diga va a convencerlos.»
Pese a todo, siguió adelante.
—Le prometió a Lady Catelyn devolverle a sus hijas, pero cuando llegó a Desembarco del Rey ya habían desaparecido. Jaime me envió en busca de Lady Sansa...
—¿Y qué habríais hecho de haberla encontrado? —preguntó el joven norteño.
—Protegerla. Llevarla a algún lugar seguro.
—¿Por ejemplo? —El hombretón se echó a reír—. ¿Las mazmorras de Cersei?
—No.
—Negadlo cuanto queráis. La espada os delata como mentirosa. ¿O queréis hacernos creer que los Lannister regalan espadas de oro y rubíes a sus enemigos? ¿Que el Matarreyes quería que le ocultarais a la niña a su propia hermana melliza? Y el papel con el sello del niño rey sería por si no encontrabais nada mejor con que limpiaros el culo, ¿no? Y vuestros acompañantes... —El hombretón se volvió e hizo una seña, y los bandidos se apartaron para dejar paso a los otros dos prisioneros—. El chico era el escudero del Gnomo, mi señora —le dijo a Lady Corazón de Piedra—. El otro es uno de los cabrones de los caballeros de la Casa del cabrón de Randyll Tarly.
Hyle Hunt había recibido tantos golpes que tenía el rostro hinchado, irreconocible. Cuando lo empujaron hacia delante se tambaleó y estuvo a punto de caer. Podrick lo agarró por el brazo.
—Ser —dijo el chico con tono desdichado al ver a Brienne—. O sea, mi señora. Lo siento.
—No tienes nada que sentir. —Brienne se volvió hacia Lady Corazón de Piedra—. Sea cual sea la traición que creéis que he cometido, Podrick y Ser Hyle no han tenido nada que ver, mi señora.
—Son leones —dijo el tuerto—. Con eso basta. Que los ahorquen. Tarly ha ahorcado a una veintena de los nuestros, y ya va siendo hora de que le respondamos.
Ser Hyle dedicó a Brienne una sonrisa débil.
—Deberíais haber aceptado mi oferta de matrimonio, mi señora —dijo—. Me temo que ahora estáis condenada a morir doncella, y yo, pobre.
—¡Soltadlos! —suplicó Brienne.
La mujer de gris no respondió. Examinó la espada, el pergamino, la corona de hierro y bronce. Por último, se puso la mano bajo la mandíbula y se agarró el cuello como si quisiera estrangularse... pero se limitó a hablar. Tenía una voz torturada, rota. El sonido parecía proceder de su garganta; era en parte graznido, en parte resuello, en parte estertor moribundo.
«El idioma de los condenados», pensó Brienne.
—No entiendo. ¿Qué ha dicho?
—Ha preguntado por el nombre de vuestra espada —dijo el joven norteño del jubón de piel de oveja.
—Guardajuramentos —respondió Brienne.
La mujer de gris se llevó la mano a la barbilla y siseó. Sus ojos eran dos pozos rojos que ardían en las sombras. Volvió a hablar.
—Dice que no. Dice que se llama Rompejuramentos. Que se forjó para el asesinato y la traición. Dice que se llama Falsa Amiga. Igual que vos.
—¿Con quién he sido falsa?
—Con ella —replicó el norteño—. ¿O ha olvidado mi señora que juró servirla?
La Doncella de Tarth sólo había jurado servir a una mujer.
—No es posible —dijo—. Está muerta.
—La muerte es como la inmunidad de los huéspedes —murmuró Jeyne Heddle, la Larga—. Ya no es lo que era.
Lady Corazón de Piedra se quitó la capucha y se desató la bufanda de lana gris que le cubría el rostro. Tenía el pelo blanco como el yeso, seco y quebradizo. Tenía manchas verdes y grises en la frente, y también las marcas marrones de la putrefacción. La carne del rostro le colgaba en jirones desde los ojos hasta la mandíbula. Algunas desgarraduras estaban cubiertas de costras; otras dejaban el cráneo a la vista.
«Su rostro —pensó Brienne—, su rostro, que era tan bello y tan fuerte, con una piel tan tersa...»
—¿Lady Catelyn? —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Dijeron... Dijeron que habíais muerto.
—Y así fue —aseguró Thoros de Myr—. Los Frey le rebanaron el cuello de oreja a oreja. Cuando la encontramos junto al río llevaba tres días muerta. Harwin me suplicó que le diera el beso de la vida, pero había pasado demasiado tiempo. No quise hacerlo, así que fue Lord Beric quien puso los labios en los suyos, y la llama de la vida salió de él para entrar en ella. Y... se levantó. El Señor de la Luz nos ampare. Se levantó.
«¿Todavía estoy soñando? —se preguntó Brienne—. ¿No será otra pesadilla nacida de los dientes de Mordedor?»
—Yo no la traicioné jamás. Decídselo. Lo juro por los Siete. Lo juro por mi espada.
La cosa que había sido Catelyn Stark volvió a llevarse la mano a la garganta; los dedos pellizcaron el espantoso tajo del cuello, y graznó más sonidos.
—Dice que las palabras se las lleva el viento —replicó el norteño a Brienne—. Dice que tenéis que demostrar vuestra fidelidad.
—¿Cómo? —preguntó Brienne.
—Con vuestra espada. ¿No decís que se llama Guardajuramentos? Pues mi señora quiere que guardéis el juramento que vos le hicisteis a ella.
—¿Qué quiere que haga?
—Quiere a su hijo vivo, y si no, a los hombres que lo mataron —dijo el hombretón—. Quiere dar de comer a los cuervos, como hicieron ellos en la Boda Roja. Quiere Freys y Boltons, sí. Esos se los proporcionaremos nosotros, tantos como desee. De vos sólo quiere a Jaime Lannister.
«Jaime.»
El nombre fue para ella como un cuchillo que le retorcieran en el vientre.
—Lady Catelyn, no... No lo entendéis. Jaime... me salvó de ser violada cuando nos cogieron los Titiriteros Sangrientos, y luego fue a buscarme, saltó desarmado al foso del oso... Os juro que no es quien fue. Me envió a buscar a Sansa para protegerla; no pudo tomar parte en la Boda Roja.
Los dedos de Lady Catelyn se clavaron más profundamente en el cuello. Las palabras salieron a borbotones, rotas y ahogadas, un río frío como el hielo.
—Dice que tenéis que elegir —explicó el norteño—. Coged la espada y matad al Matarreyes, o seréis ahorcada por traidora. La espada o la soga, dice. Elegid, dice. Elegid.
Brienne recordó su sueño, aquel en el que esperaba en los salones de su padre al chico con el que iba a casarse. En el sueño se había cortado la lengua a mordiscos.
«Tenía la boca llena de sangre.» Tomó aliento.
—No puedo hacer esa elección —dijo.
Se hizo un largo silencio. Al final, Lady Corazón de Piedra habló otra vez. En aquella ocasión, Brienne la entendió. Solamente fue una palabra.
—Ahorcadlos —graznó.
—Como ordene mi señora —dijo el hombretón.
Volvieron a atarle las manos y la sacaron de la cueva por un sendero de piedra empinado que llevaba a la superficie. Se sorprendió al ver que, en el exterior, ya había salido el sol. Los haces de luz blanca del amanecer se filtraban entre las ramas de los árboles.
«Hay muchos árboles para elegir —pensó—. No tendrán que llevarnos muy lejos.»
Así fue. Bajo un sauce retorcido, los bandidos le pusieron un nudo corredizo al cuello, lo tensaron y lanzaron el otro extremo de la soga por encima de una rama. A Hyle Hunt y a Podrick Payne les tocaron olmos. Ser Hyle gritaba que él mismo mataría a Jaime Lannister, pero el Perro lo hizo callar con una bofetada. Había vuelto a ponerse el yelmo.
—Si tenéis pecados que confesar a vuestros dioses, este es el momento.
—Podrick no os ha hecho ningún daño. Mi padre pagará un rescate por él. Por algo llaman a Tarth la Isla Zafiro. Mandad a Podrick con mis huesos al Castillo del Atardecer, y os dará zafiros, plata, lo que queráis.
—Quiero recuperar a mi mujer y a mi hija —dijo el Perro—. ¿Puede darme eso vuestro padre? Si no, que se vaya a tomar por culo. El crío se pudrirá a vuestro lado. Los lobos os roerán los huesos.
—¿Vas a ahorcarla de una vez, Lim? —preguntó el tuerto—. ¿O pretendes matarla de aburrimiento?
El Perro le quitó el otro extremo de la soga al hombre que lo tenía en las manos.
—A ver qué tal baila —dijo, y dio un tirón.
Brienne sintió cómo el cáñamo se le hundía en la piel y la obligaba a levantar la barbilla. Ser Hyle lanzaba maldiciones de lo más elocuente, pero no así el chico. Podrick no levantó la vista en ningún momento, ni cuando le arrancaron los pies del suelo.
«Si es otro sueño, ya es hora de que despierte. Si es verdad, ya es hora de morir.»
Sólo veía a Podrick, con la soga en torno al cuello flaco, sacudiendo las piernas. Ella abrió la boca. Pod pateaba, se asfixiaba, moría. Brienne aspiró a la desesperada mientras la soga la estrangulaba. No había sentido nunca un dolor tan intenso.
Gritó una palabra.
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