28 de febrero de 2008

31 - Brienne

BRIENNE

El septrio se alzaba en la cima de una colina, en una isla situada a mil pasos de la costa, donde la amplia boca del Tridente se ensanchaba aún más para besar la bahía de los Cangrejos. Su prosperidad saltaba a la vista incluso desde la orilla. La ladera estaba cubierta de campos cultivados en bancales; abajo había estanques de peces, y más arriba, un molino con aspas de madera y lona que se movían con la brisa de la bahía. Brienne divisó ovejas que pastaban en la colina y cigüeñas en las aguas bajas, donde estaba el atracadero de la barcaza.
—Salinas está al otro lado del agua —dijo el septón Meribald señalando hacia el norte—. Los monjes nos trasladarán en la barcaza por la mañana, cuando suba la marea, aunque me temo que sé qué nos vamos a encontrar. Disfrutemos de una buena comida caliente antes de enfrentarnos a eso. Los hermanos siempre tienen un hueso para el perro.
El animal ladró y meneó la cola.
La marea se estaba retirando, y muy deprisa. Al retroceder, el agua que separaba la isla de la orilla dejaba a la vista una amplia extensión de arena mojada y brillante, salpicada de charcos que relucían como monedas de oro bajo el sol del atardecer. Brienne se rascó la nuca, donde le había picado un insecto. Se había recogido el pelo, y el sol le calentaba la piel.
—¿Por qué la llaman Isla Tranquila? —preguntó Podrick.
—Los que viven aquí son penitentes que quieren expiar sus pecados mediante la contemplación, la oración y el silencio. Los únicos que tienen permiso para hablar son el Hermano Mayor y sus personeros, y los personeros, sólo un día de cada siete.
—Las hermanas silenciosas no hablan nunca —dijo Podrick—. Se dice que no tienen lengua.
El septón Meribald sonrió.
—Las madres llevan asustando a sus hijas con ese cuento desde que yo tenía tu edad. No era verdad entonces, ni lo es ahora. El voto de silencio es un acto de contrición, un sacrificio con el que demostramos nuestra devoción a los Siete. Para un mudo, hacer voto de silencio sería como que un hombre sin piernas renunciara a bailar. —Tiró de la correa de su asno para bajar por la ladera, y les hizo gestos para que lo siguieran—. Si queréis dormir a cubierto esta noche, desmontad y cruzad conmigo. Esto es un sendero de fe: sólo los piadosos lo pueden cruzar con seguridad. A los impíos se los tragan las arenas movedizas, o se ahogan cuando vuelve la marea. Porque ninguno de vosotros es impío, ¿verdad? Aun así, vigilad dónde ponéis los pies. Pisad sólo donde pise yo, y llegaréis a la otra orilla sanos y salvos.
Brienne no pudo dejar de advertir que el sendero de fe era un tanto tortuoso. La isla parecía alzarse al noroeste cuando estaban en la orilla, pero el septón Meribald no caminó directamente hacia ella, sino que empezó avanzando hacia el este, hacia las aguas más profundas de la bahía, que relucían azules y plateadas a lo lejos. Los dedos de los pies se le enterraban en el lodo blando. El septón se detenía de cuando en cuando para sondear el terreno con la pica. El perro lo seguía pegado a sus talones, olisqueando cada roca, cada concha, cada rastrojo de algas. En aquella ocasión no correteaba por delante ni se apartaba de ellos.
Detrás iba Brienne, concentrada en no apartarse de la línea de huellas que dejaban el perro, el asno y el hombre santo. Luego iba Podrick, y Ser Hyle cerraba la marcha. Cien pasos más adelante, Meribald giró bruscamente hacia el sur, de manera que casi daba la espalda al septrio. Recorrieron otros cien pasos en esa dirección, pasando entre dos charcos que había dejado la marea. El perro metió el hocico en uno y lanzó un gemido cuando un cangrejo se lo pellizcó con la pinza. Hubo una lucha breve pero enconada, y luego el perro volvió con ellos, empapado y lleno de barro, con el cangrejo entre los dientes.
—¿No tendríamos que ir hacia allí? —gritó Ser Hyle desde atrás mientras señalaba en dirección al septrio—. Pues nos estamos desviando lo nuestro.
—Fe —insistió el septón Meribald—. Creed, persistid y seguid, y encontraremos la paz que buscamos.
Las llanuras húmedas refulgían a su alrededor, salpicadas de cien colores. El lodo era de un marrón tan oscuro que casi parecía negro, pero también había ringleras de arena dorada, salientes rocosos grises y rojizos, y restos enmarañados de algas verdes y negras. Las cigüeñas pescaban en los charcos dejados por la marea y dejaban sus huellas en torno a ellos; los cangrejos correteaban por las aguas menos profundas. El aire estaba impregnado de un olor a salmuera y a podredumbre; el terreno les absorbía los pies y se los liberaba de mala gana, con un chasquido húmedo. El septón Meribald giró una vez más, y otra, y otra. Sus huellas se llenaban de agua en cuanto levantaba el pie. Cuando el terreno empezó a ser más firme y elevarse bajo ellos, habían recorrido al menos tres mil pasos.
Cuando subieron por las piedras rotas que circundaban la isla, tres hombres los estaban esperando. Iban vestidos con los hábitos de color crudo de los monjes, con grandes mangas acampanadas y capucha puntiaguda. Dos de ellos se habían envuelto la parte inferior del rostro con trozos de lana, de modo que sólo se les veían los ojos. El tercer monje fue el que habló.
—Hola, septón Meribald —saludó—. Ha pasado casi un año. Os damos la bienvenida. Igual que a vuestros compañeros.
El perro meneó la cola, y Meribald se sacudió el barro de los pies.
—¿Podemos rogaros hospitalidad por una noche?
—Sí, claro. Vamos a cenar guiso de pescado. ¿Necesitaréis la barcaza por la mañana?
—Si no es mucho pedir... —Meribald se volvió hacia sus acompañantes—. El hermano Narbert es personero de la orden, así que tiene permiso para hablar un día de cada siete. Hermano, estas buenas personas me han ayudado en el camino. Ser Hyle Hunt es un galante caballero del Dominio. El muchacho es Podrick Payne, nacido en las tierras del oeste. Y también nos acompaña Lady Brienne, a la que llaman la Doncella de Tarth.
El hermano Narbert se puso tenso.
—Una mujer.
—Sí, hermano. —Brienne se soltó el pelo y se lo sacudió—. ¿No tenéis mujeres aquí?
—Ahora mismo, no —respondió Narbert—. Las que vienen a vernos están enfermas, heridas o embarazadas. Los Siete han bendecido a nuestro Hermano Mayor con unas manos que curan. Les ha devuelto la salud a muchos hombres que ni los maestres podían sanar, y también a muchas mujeres.
—Yo no estoy enferma, herida ni embarazada.
—Lady Brienne es una doncella guerrera —le dijo el septón Meribald—. Quiere dar caza al Perro.
—¿De veras? —Narbert parecía desconcertado—. ¿Con qué fin?
—El suyo —dijo Brienne, acariciando el puño de Guardajuramentos.
El personero la examinó.
—Sois... muy musculosa para ser una mujer, es cierto, pero... tal vez debería llevaros ante el Hermano Mayor. Ya os habrá visto cruzar el barro. Venid.
Narbert los guió por un sendero de guijarros y a través de un pomar hasta un establo encalado con tejado de paja en forma de pico.
—Podéis dejar aquí a los animales. El hermano Gillam se encargará de que les den agua y comida.
Apenas una cuarta parte del establo estaba ocupada. En el otro extremo había media docena de mulas, cuidadas por un hombrecillo patizambo que Brienne supuso que sería Gillam. Al fondo, apartado de los otros animales, un enorme corcel relinchó al oír sus voces y coceó la puerta de su cuadra.
Mientras entregaba las riendas al hermano Gillam, Ser Hyle le lanzó una mirada de admiración al gran caballo.
—Hermosa bestia.
El hermano Narbert suspiró.
—Los Siete nos envían bendiciones, y los Siete nos envían pruebas. Hermoso, sí, pero sin duda, Pecio viene del mismísimo infierno. Cuando quisimos ponerle el arnés para uncirlo al arado, le dio una coz al hermano Rawney y le rompió la espinilla por dos sitios. Creíamos que castrándolo acabaríamos con su genio, pero... ¿Se lo enseñas, hermano Gillam?
El hermano Gillam se bajó la capucha. Bajo ella tenía una mata de pelo rubio con la coronilla tonsurada y un vendaje manchado de sangre en lugar de una oreja.
Podrick fue incapaz de contener una exclamación.
—¿Ese caballo os arrancó la oreja de un mordisco?
Gillam asintió y volvió a cubrirse la cabeza.
—Perdonad, hermano —dijo Ser Hyle—, pero, si os acercarais a mí con una cizalla, yo os arrancaría la otra.
Al hermano Narbert no le pareció bien la broma.
—Vos sois un caballero, ser. Pecio es una bestia de carga. El Herrero les regaló los caballos a los hombres para que los ayudaran en el trabajo. —Dio media vuelta—. Si tenéis la amabilidad... El Hermano Mayor os estará esperando.
La ladera era más empinada de lo que parecía desde la otra orilla. Para facilitar el ascenso, los monjes habían construido tramos de escaleras en zigzag que cruzaban la colina y pasaban entre los edificios. Tras un largo día a caballo, Brienne agradeció la ocasión de estirar un poco las piernas.
Mientras subían pasaron junto a una docena de monjes de la orden, hombres encapuchados con ropa parda que les lanzaron miradas curiosas pero no los saludaron en ningún momento. Uno llevaba un par de vacas hacia un granero bajo con techo de hierba y barro. Más arriba vieron a tres muchachos que pastoreaban unas cuantas ovejas, y al subir un poco más pasaron junto a un cementerio donde un monje más corpulento que Brienne cavaba una tumba. Por su manera de moverse, saltaba a la vista que era cojo. Cuando tiró una palada de tierra pedregosa a sus espaldas, parte de ella les fue a caer a los pies.
—Eh, ten más cuidado —le reprochó el hermano Narbert—. Casi le llenas la boca de tierra al septón Meribald.
El sepulturero agachó la cabeza. Cuando el perro se acercó para olfatearlo, dejó caer la pala y lo rascó detrás de las orejas.
—Es un novicio —explicó Narbert.
—¿Para quién es la tumba? —preguntó Ser Hyle cuando reanudaron el ascenso por los peldaños de madera.
—Para el hermano Clement, que el Padre lo juzgue con justicia.
—¿Era viejo? —preguntó Podrick Payne.
—Si cuarenta y ocho años son muchos, sí, pero no fue la edad lo que lo mató, sino las heridas que recibió en Salinas. Había ido a vender nuestro hidromiel en el mercado el día que los bandidos asaltaron la ciudad.
—¿El Perro? —preguntó Brienne.
—Otro igual de salvaje. Como el pobre Clement no hablaba, le cortó la lengua. El bandido dijo que, como había hecho voto de silencio, no le servía de nada. Seguro que el Hermano Mayor sabe más. No nos cuenta las peores noticias que llegan para no turbar la tranquilidad del septrio. Muchos de nuestros hermanos vinieron para huir de los horrores del mundo, no para pensar demasiado en ellos. El hermano Clement no es el único que ha sufrido heridas. Sólo que algunas no se ven. —El hermano Narbert señaló hacia la derecha—. Ahí están nuestras parras de verano. Las uvas son pequeñas y acidas, pero dan un vino aceptable. También hacemos nuestra propia cerveza, y la sidra y el hidromiel que preparamos tienen fama.
—¿La guerra no ha llegado aquí? —preguntó Brienne.
—Esta no, loados sean los Siete. Nuestras oraciones nos protegen.
—Con ayuda de las mareas —sugirió Meribald. El perro ladró como si estuviera de acuerdo.
La cima de la colina estaba coronada por una muralla baja de piedras sin argamasa, que rodeaba un grupo de edificaciones grandes: el molino, con las aspas de lona que crujían al girar; los claustros donde dormían los monjes; la sala común donde comían, y un septo de madera para las oraciones y la meditación. El septo tenía vidrieras de colores, anchas puertas con tallas de la Madre y el Padre, y un campanario de siete lados con un adarve estrecho en la parte superior. Detrás había un huerto, donde varios monjes de edad avanzada estaban arrancando malas hierbas. El hermano Narbert llevó a los visitantes más allá de un nogal, hasta una puerta de madera que se abría en la ladera de la colina.
—¿Una cueva con puerta? —preguntó Ser Hyle, sorprendido.
El septón Meribald sonrió.
—Es el Agujero del Ermitaño. El primer hombre santo que llegó aquí vivió en él, y obró tales maravillas que pronto acudieron otros para unírsele. Eso fue hace dos mil años. La puerta es un poco posterior.
Quizá dos mil años atrás el Agujero del Ermitaño hubiera sido un lugar húmedo y oscuro, con suelo de tierra y el sonido constante del agua que goteaba, pero eso había cambiado. La cueva en la que entraron Brienne y sus acompañantes había sido transformada en un santuario cálido y cómodo. Había alfombras de lana en el suelo y tapices en las paredes. Las largas velas de cera de abeja proporcionaban luz más que suficiente. El mobiliario era extraño, pero sencillo: una mesa alargada, un banco, un arcón, varias estanterías altas llenas de libros, unas sillas... Todo era de madera de deriva, piezas de formas extravagantes ensambladas con habilidad y pulidas hasta que resplandecían con brillo dorado a la luz de la vela.
El Hermano Mayor no era tal como Brienne había esperado. Para empezar, ni siquiera era mayor. Los monjes que habían visto arrancando malas hierbas en el huerto tenían los hombros cargados y las espaldas encorvadas de los ancianos, mientras que él estaba erguido, alto, y se movía con la energía de un hombre en sus mejores años. Tampoco tenía el rostro amable y bondadoso que esperaba ver en un sanador. Su cabeza era grande y cuadrada; sus ojos, astutos; su nariz, roja y venosa. Llevaba tonsura, pero tenía el cuero cabelludo tan mal afeitado como la fuerte mandíbula.
«Parece más habituado a romper huesos que a curarlos», pensó la Doncella de Tarth cuando el Hermano Mayor cruzó la estancia a zancadas para abrazar al septón Meribald y dar unas palmaditas al perro.
—Siempre es un día grato cuando nuestros amigos Meribald y el perro nos honran con otra visita —anunció antes de volverse al resto de sus invitados—. Y siempre es un placer recibir caras nuevas. No vemos muchas.
Meribald siguió el ritual habitual de cortesía antes de sentarse en el banco. A diferencia del septón Narbert, el Hermano Mayor no pareció preocupado por el sexo de Brienne, pero su sonrisa vaciló y desapareció cuando el septón le dijo a qué habían ido Ser Hyle y ella.
—Ya veo —fue lo único que dijo sobre el asunto—. Debéis de tener sed. Bebed un poco de nuestra sidra dulce para quitaros de la garganta el polvo de los caminos. —También él se sirvió. Las copas eran de madera de deriva; no había dos iguales. Brienne les dedicó alabanzas—. Mi señora es demasiado amable —le respondió—. Lo único que hacemos es tallar y pulir la madera. Aquí recibimos muchas bendiciones. Cuando el río llega a la bahía, las corrientes y las mareas se enfrentan, y empujan hasta nuestras orillas muchas cosas extrañas y maravillosas. La madera de deriva es lo de menos. Hemos encontrado copas de plata, ollas de hierro, sacos de lana, fardos de seda, cascos oxidados y espadas brillantes... Hasta rubíes.
Ser Hyle se mostró muy interesado.
—¿Rubíes de Rhaegar?
—Es posible. ¿Quién sabe? La batalla tuvo lugar a muchas leguas de aquí, pero el río es incansable y paciente. Ya nos han llegado seis. Estamos esperando el séptimo.
—Mejor rubíes que huesos. —El septón Meribald se estaba frotando el pie para quitarse el barro de entre los dedos—. No todos los regalos del río son tan gratos. A los buenos hermanos también les llegan cadáveres. Vacas y ciervos ahogados, cerdos tan hinchados que parecen caballos pequeños... y cadáveres humanos.
—Últimamente, demasiados. —El Hermano Mayor suspiró—. Nuestro sepulturero no tiene descanso. Hombres de los ríos, de Occidente, norteños... Todos acaban aquí, caballeros y villanos por igual. Los enterramos codo con codo, Stark y Lannister, Blackwood y Bracken, Frey y Darry. Es el deber que nos impone el río a cambio de todos sus regalos, y lo hacemos tan bien como podemos. Pero a veces también encontramos alguna mujer, o peor, un niño. Son los regalos más crueles. —Se volvió hacia el septón Meribald—. Espero que tengáis tiempo de absolvernos de nuestros pecados. Nadie nos ha escuchado en confesión desde que los asaltantes mataron al anciano septón Bennet.
—Sacaré tiempo —le aseguró Meribald—, aunque espero que tengáis mejores pecados que la última vez que pasé por aquí. —El perro ladró—. ¿Lo ves? Hasta él se aburrió.
Podrick Payne estaba desconcertado.
—Creía que no podían hablar. Bueno, con nadie. Los monjes. Los otros, no vos.
—Se nos permite romper el silencio para confesarnos —dijo el Hermano Mayor—. Es difícil hablar del pecado con señas y movimientos de cabeza.
—¿Quemaron el septo de Salinas? —quiso saber Hyle Hunt.
La sonrisa se esfumó.
—En Salinas lo quemaron todo menos el castillo. Y eso porque era de piedra, aunque tanto habría dado que fuera de sebo, para lo que le ha servido a la ciudad... Tuve que tratar a varios supervivientes. Los pescadores me los trajeron cuando se apagaron las llamas y pudieron volver a tierra firme sin temor. A una pobre mujer la habían violado una docena de veces, y sus pechos... Mi señora, puesto que lleváis armadura de hombre, no os ahorraré estos horrores. Tenía los pechos desgarrados y mordidos, devorados, como si... Como si alguna bestia cruel... Hice lo que pude por ella, aunque fue bien poca cosa. Mientras agonizaba, sus peores maldiciones no eran para los hombres que la habían violado, ni para el monstruo que había devorado su carne palpitante, sino para Ser Quincy Cox, que atrancó sus puertas cuando los bandidos entraron en la ciudad y se quedó sentado a salvo tras los muros de piedra mientras su pueblo gritaba y moría.
—Ser Quincy es un anciano —dijo el septón Meribald, afable—. Sus hijos y sus yernos están muy lejos o han muerto; sus nietos no son más que niños, y tiene dos hijas. ¿Qué podía hacer un hombre solo contra tantos?
«Podía intentarlo —pensó Brienne—. Podía morir. Joven o viejo, un verdadero caballero debe cumplir su juramento de proteger a los que son más débiles que él, o morir en el intento.»
—Palabras ciertas, y muy sabias —le dijo el Hermano Mayor al septón Meribald—. Sin duda, Ser Quincy pedirá vuestro perdón cuando paséis a Salinas. Me alegra que estéis aquí para dárselo. Yo no podría. —Dejó a un lado la copa de madera y se levantó—. Pronto sonará la campana de la cena. ¿Queréis venir conmigo al septo para rezar por las almas de los bondadosos habitantes de Salinas antes de que nos sentemos a partir el pan y compartir un poco de pescado e hidromiel, amigos míos?
—De buena gana —dijo Meribald. El perro ladró.
La cena en el septrio fue la comida más extraña que había tomado Brienne, aunque en absoluto desagradable. Todo lo que les sirvieron era sencillo, pero muy bueno. Había hogazas de pan todavía caliente, cuencos de mantequilla recién batida, miel de las colmenas del septrio y un guiso espeso de cangrejos, mejillones y al menos tres clases de pescado. El septón Meribald y Ser Hyle bebieron el hidromiel que hacían los monjes y declararon que era excelente, mientras que Podrick y ella prefirieron seguir con la sidra dulce. Tampoco fue una comida triste. Antes de que llegaran las bandejas, Meribald recitó una plegaria, y mientras los monjes comían sentados alrededor de cuatro mesas largas, uno de ellos tocaba el arpa y llenaba la estancia con su agradable sonido. Cuando el Hermano Mayor dio permiso al músico para ir a comer, el hermano Narbert y otro personero leyeron por turnos pasajes de La estrella de siete puntas.
Cuando terminaron las lecturas, los novicios encargados de servir ya habían retirado los últimos restos. Casi todos eran niños de la edad de Podrick o aún menores, pero también había hombres, entre ellos el corpulento sepulturero que habían visto en la colina, que se movía con los andares torpes de un lisiado. La estancia se fue vaciando, y el Hermano Mayor le pidió a Narbert que acompañara a Podrick y a Ser Hyle a sus jergones de los claustros.
—Espero que no os importe compartir una celda. No es grande, pero estaréis cómodos.
—Quiero quedarme con el ser —dijo Podrick—. O sea, mi señora.
—Lo que hagáis Lady Brienne y tú en otro lugar queda entre vosotros y los Siete —dijo el hermano Narbert—, pero en la Isla Tranquila, los hombres y las mujeres no duermen bajo el mismo techo a menos que estén casados.
—Tenemos unas modestas casitas para las mujeres que nos visitan, ya sean damas nobles o muchachas aldeanas —dijo el Hermano Mayor—. No se utilizan a menudo, pero las mantenemos limpias y secas. ¿Me permitís mostraros el camino, Lady Brienne?
—Sí, gracias. Ve con Ser Hyle, Podrick. Estamos aquí como invitados de los santos hermanos. Bajo su techo, sus reglas.
Las casitas de las mujeres estaban en el lado este de la isla, y desde ellas se dominaban una vasta extensión de lodazales y las aguas lejanas de la bahía de los Cangrejos. Allí hacía más frío que en el lado resguardado, y todo era más agreste. La colina era más empinada; el sendero serpenteaba entre hierbajos, zarzas, rocas erosionadas por el viento y arbolillos flacos y retorcidos que se aferraban con tenacidad a la ladera pedregosa. El Hermano Mayor llevaba un farol para iluminarse en la bajada. Se detuvo cuando doblaron una curva.
—En una noche despejada, desde aquí se podían ver las hogueras de Salinas. Al otro lado de la bahía, justo allí —señaló.
—No hay nada —dijo Brienne.
—Sólo queda el castillo. Se han marchado hasta los pescadores, los pocos afortunados que estaban en el agua cuando llegaron los saqueadores. Vieron arder sus hogares; oyeron los gritos y los gemidos por todo el puerto, demasiado asustados para volver a tierra. Cuando por fin desembarcaron fue para enterrar a amigos y parientes. ¿Qué les queda en Salinas aparte de huesos y recuerdos amargos? Se han ido a Poza de la Doncella o a otras ciudades. —Hizo un gesto con el farol y reanudaron el descenso—. Salinas no ha sido nunca un puerto importante, pero de cuando en cuando llegaban barcos. Eso era lo que buscaban los saqueadores, una galera o una coca que los llevara al otro lado del mar Angosto. Al no encontrar ninguna, descargaron su rabia contra los ciudadanos. Decidme, mi señora, ¿qué pensáis encontrar allí?
—A una niña —le dijo—. Una doncella joven, de trece años, de rostro hermoso y cabello castaño rojizo.
—Sansa Stark. —Pronunció el nombre en voz baja—. ¿Creéis que esa pobre niña está con el Perro?
—El dorniense me dijo que la niña se dirigía a Aguasdulces. Timeon. Era un mercenario, miembro de la Compañía Audaz, un asesino, un ladrón y un mentiroso, pero creo que en esto no mentía. Dijo que el Perro la había secuestrado y se la había llevado.
—Ya. —El camino describió otra curva, y las casitas aparecieron ante ellos. El Hermano Mayor había dicho que eran modestas. Tenía razón. Parecían colmenas de piedra, bajas, redondas, sin ventanas—. Esta —indicó señalando la más cercana, la única de la que salía humo por el agujero del centro del tejado. Brienne tuvo que agacharse al entrar para no golpearse con el dintel. Dentro, el suelo era de tierra; había un jergón de paja, pieles y mantas para abrigarse, una palangana con agua, una frasca de sidra, pan y queso, una pequeña hoguera y dos sillas bajas. El Hermano Mayor se sentó en una y dejó el farol en el suelo—. ¿Puedo quedarme un momento? Tenemos que hablar.
—Como queráis. —Brienne se desabrochó el cinto, lo colgó de la segunda silla y se sentó en el jergón con las piernas cruzadas.
—El dorniense no os mintió —empezó el Hermano Mayor—, pero me temo que no le entendisteis. Seguís al lobo que no es, mi señora. Eddard Stark tenía dos hijas. La que se llevó Sandor Clegane era la otra, la pequeña.
—¿Arya Stark? —Brienne se quedó mirándolo boquiabierta, atónita—. ¿Estáis seguro? ¿La hermana de Lady Sansa sigue viva?
—En aquel momento, sí —dijo el Hermano Mayor—. A estas alturas... Ya no lo sé. Puede que estuviera entre los niños que asesinaron en Salinas.
Aquellas palabras fueron para ella como un cuchillo en el vientre.
«No —pensó Brienne—. No, sería demasiado cruel.»
—Puede que estuviera... Así que no estáis seguro.
—Estoy seguro de que la niña iba con Sandor Clegane cuando pasaron por la posada de la encrucijada, la que dirigía Masha Heddle antes de que los leones la ahorcaran. Estoy seguro de que iban camino de Salinas. Aparte de eso... No. No sé dónde está, ni si aún vive. Pero hay una cosa que sí sé: el hombre al que perseguís ha muerto.
Aquello fue otro golpe.
—¿Cómo murió?
—Por la espada, igual que había vivido.
—¿Lo sabéis a ciencia cierta?
—Yo mismo lo enterré. Si queréis, os puedo decir dónde está su tumba. Lo cubrí con piedras para que los carroñeros no lo devorasen, y puse su yelmo encima del montículo para señalar el lugar donde descansaba para siempre. Fue un grave error. Algún otro viajero lo encontró y se lo quedó. El hombre que violó y asesinó en Salinas no era Sandor Clegane, aunque tal vez fuera igual de peligroso. Las tierras de los ríos están llenas de carroñeros como él. No diré que son lobos; los lobos se comportan con más nobleza. Y también los perros.
»Sé algo de ese tal Sandor Clegane. Fue el escudo juramentado del príncipe Joffrey durante muchos años; hasta aquí nos llegaban las noticias de sus acciones. Si la mitad de lo que nos dijeron era verdad, se trataba de un ser amargado y atormentado, un pecador que se burlaba de los dioses y de los hombres. Servía, pero no encontraba orgullo en ello. Luchaba, pero no encontraba alegría en la victoria. Bebía para ahogar el dolor en un mar de vino. No quería a nadie y nadie lo quería. Sólo lo impulsaba el odio. Cometió muchos pecados, pero nunca buscó perdón. Mientras otros hombres sueñan con el amor, la gloria o las riquezas, Sandor Clegane soñaba con matar a su propio hermano, un pecado tan espantoso que me estremezco con sólo mencionarlo. Pero ese era el pan que lo nutría, la leña que alimentaba su fuego. Por vil que fuera, la esperanza de ver la sangre de su hermano en su espada era lo que daba vida a esa criatura triste y furiosa... Y hasta eso le fue arrebatado cuando el príncipe Oberyn de Dorne hirió a Ser Gregor con una lanza envenenada.
—Habláis como si lo compadecierais —dijo Brienne.
—Así es. Vos también os habríais compadecido de él si lo hubierais visto en sus últimos momentos. Lo encontré junto al Tridente; sus gritos de dolor me llevaron a él. Me suplicó el don de la misericordia, pero he jurado no volver a matar. Le lavé la frente febril con agua del río, le di a beber vino y le puse una cataplasma en la herida, pero todo fue inútil; llegaba demasiado tarde. El Perro murió allí, en mis brazos. Tal vez hayáis visto el corcel negro que tenemos en los establos. Era su caballo de guerra, Desconocido. Un nombre blasfemo. Preferimos llamarlo Pecio, ya que lo encontramos abandonado junto al río. Mucho me temo que compartía la naturaleza de su difunto amo.
«El caballo.» Había visto el corcel, lo había oído cocear, y aun así no se había dado cuenta. Los caballos de combate estaban entrenados para morder y cocear. En la guerra eran un arma, al igual que los hombres que los montaban. «Igual que el Perro.»
—Así que es cierto —dijo con voz neutra—. Sandor Clegane está muerto.
—Ya ha encontrado el descanso. —El Hermano Mayor hizo una pausa—. Sois joven, niña. Yo ya he vivido cuarenta y cuatro días del nombre, así que tengo más del doble de edad que vos. ¿Os sorprendería saber que fui caballero?
—No. Tenéis más aspecto de caballero que de hombre santo. —Lo llevaba escrito en el pecho, en los hombros, en aquella mandíbula cuadrada, fuerte—. ¿Por qué renunciasteis a la caballería?
—Porque no la elegí. Mi padre era caballero, como lo había sido el suyo. Y mis hermanos, todos ellos. Me entrenaron para la batalla desde el día en que me consideraron suficientemente mayor para sostener una espada de madera. Tomé parte en unas cuantas, y no me deshonré. También estuve con mujeres, y en eso sí que me deshonré, porque a algunas las tomé por la fuerza. Había una chica con la que quería casarme, la hija pequeña de un señor insignificante, pero yo era el tercer hijo de mi padre; no podía ofrecerle tierras ni riquezas, sólo una espada, un caballo y un escudo. Era un hombre triste. Cuando no estaba peleando, estaba borracho. Mi vida se escribía en rojo, con sangre y con vino.
—¿Cuándo cambió? —preguntó Brienne.
—Cuando morí en la batalla del Tridente. Yo luchaba por el príncipe Rhaegar, aunque él jamás llegó a conocer mi nombre. No sabría deciros por qué, excepto que el señor al que servía yo servía a otro señor que servía a otro señor que había decidido apoyar al dragón y no al venado. Si hubiera decidido lo contrario, yo habría estado al otro lado del río. La batalla fue sangrienta. Los bardos nos quieren hacer creer que todo se reducía a Rhaegar y a Robert luchando en el río por la mujer que ambos decían amar, pero os aseguro que otros hombres luchaban también, y yo era uno de ellos. Encajé una flecha en el muslo y otra en el pie, y mataron a mi caballo, pero seguí luchando. Aún recuerdo lo desesperado que estaba por dar con otro caballo, porque no tenía monedas para comprarlo, y sin caballo ya no sería caballero. Si he de decir verdad, no pensaba en otra cosa. No vi llegar el golpe que me derribó. Oí unos cascos a mi espalda y pensé: "¡Un caballo!" Pero antes de que pudiera volverme, algo me golpeó en la cabeza y me derribó en el río, donde lo normal habría sido que me ahogara.
»Y me desperté aquí, en la Isla Tranquila. El Hermano Mayor me dijo que llegué a la orilla desnudo como en mi día del nombre. Lo único que puedo imaginar es que alguien me encontró en los bajíos, me quitó la armadura, las botas y los calzones, y me tiró al agua. El río se encargó de lo demás. En fin, todos nacemos desnudos, así que era adecuado que llegara desnudo a mi nueva vida. Pasé en silencio los diez años siguientes.
—Ya veo. —Brienne no sabía por qué le contaba todo aquello, ni qué otra cosa podía decir.
—¿De verdad? —Se inclinó hacia delante con las enormes manos en las rodillas—. Si es así, renunciad a vuestra búsqueda. El Perro está muerto, y aunque no fuera así, no era él quien tenía a vuestra Sansa Stark. En cuanto a ese animal que lleva su yelmo, lo encontrarán y lo ahorcarán. Las guerras tocan a su fin; esos bandidos no sobrevivirán en tiempos de paz. Randyll Tarly les da caza desde Poza de la Doncella y Walder Frey desde Los Gemelos, y hay un nuevo señor en Darry, un hombre joven y piadoso que impondrá la paz en sus tierras. Volved a vuestro hogar, niña. Tenéis un hogar, que es más de lo que muchos pueden decir en estos tiempos que corren. Tenéis un padre noble que sin duda os ama. Pensad en cuánto sufriría si no regresarais jamás. Tal vez, cuando caigáis, le lleven vuestro escudo y vuestra espada. Tal vez los cuelgue en sus salones y los contemple con orgullo... Pero si se lo preguntarais a él, seguro que os diría que prefiere una hija viva a un escudo roto.
—Una hija. —Brienne tenía los ojos llenos de lágrimas—. Se lo merecería, sí. Una hija que le cantara, que embelleciera su castillo y le diera nietos. También merece un hijo, un joven fuerte y galante que honre su nombre. Pero Galladon se ahogó cuando yo tenía cuatro años y él ocho, y Alysanne y Arianne murieron en la cuna. Soy el único vástago que le han dejado los dioses. El más monstruoso, el que no sirve ni como hijo ni como hija.
De repente tuvo que soltarlo todo, como la sangre negra de una herida: las traiciones y los compromisos; Ronnet el Rojo y su rosa; Lord Renly bailando con ella; la apuesta por su virginidad; las amargas lágrimas que derramó cuando su rey se casó con Margaery Tyrell; el combate cuerpo a cuerpo en el torneo de Puenteamargo; la capa arco iris que tanto la había enorgullecido; la sombra en la carpa del rey; Renly agonizando en sus brazos, y Aguasdulces, Catelyn, el viaje por el Tridente, el duelo con Jaime en los bosques, los Titiriteros Sangrientos, Jaime gritando «zafiros», Jaime en la bañera de Harrenhal, el vapor que subía de su cuerpo, el sabor de la sangre de Vargo Hoat cuando le arrancó la oreja de un mordisco, el foso del oso, Jaime saltando a la arena, el largo viaje hasta Desembarco del Rey, Sansa Stark, el juramento que le había hecho a Jaime, el juramento que le había hecho a Lady Catelyn, Guardajuramentos... El Valle Oscuro y Poza de la Doncella. Dick el Ágil, Zarpa Rota y Los Susurros; los hombres que había matado...
—Tengo que encontrarla —terminó—. Hay otros que la están buscando; todos quieren capturarla y vendérsela a la Reina. Tengo que encontrarla antes que ellos. Se lo prometí a Jaime. Guardajuramentos, así llamó a la espada. Tengo que salvarla... o morir en el intento.

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