28 de febrero de 2008

41 - Alayne

ALAYNE

Giró el aro de hierro y abrió la puerta, apenas una rendija.
—¿Robalito? —llamó—. ¿Puedo entrar?
—Tened cuidado, mi señora —le advirtió la vieja Gretchel al tiempo que se retorcía las manos—. Su señoría le ha tirado el orinal al maestre.
—Entonces ya no tiene nada que tirarme a mí. ¿No deberías estar trabajando? Y tú, Maddy. ¿Están cerrados todos los postigos? ¿Han cubierto todos los muebles?
—Todos, mi señora —dijo Maddy.
—Más vale que vayas a comprobarlo. —Alayne entró en el dormitorio a oscuras—. Soy yo, Robalito.
Alguien sorbió por la nariz en la oscuridad.
—¿Estás sola?
—Sí, mi señor.
—Pues acércate. Pero nada más que tú.
Alayne cerró la puerta a su paso. Era de roble macizo, de seis dedos de grosor. Maddy y Gretchel podían escuchar hasta hartarse: no oirían nada. Eso era lo que quería. Gretchel era capaz de guardar silencio, pero Maddy era una chismosa incurable.
—¿Te manda el maestre Colemon? —preguntó el niño.
—No —mintió ella—. Me he enterado de que mi Robalito estaba enfermo.
Tras su encuentro con el orinal, el maestre había acudido a Ser Lothor, y Brune, a su vez, a ella.
—Si mi señora puede convencerlo para que salga de la cama por las buenas, no tendré que sacarlo yo a rastras.
«No podemos llegar a eso», se dijo. Cuando Robert recibía un trato brusco corría el riesgo de sufrir un ataque de temblores.
—¿Tienes hambre, mi señor? —preguntó al pequeño—. ¿Quieres que mande a Maddy a buscar fresas con nata, o pan caliente con mantequilla?
Recordó demasiado tarde que no había pan caliente; las cocinas estaban cerradas, y los hornos, vacíos.
«Si sirve para sacar a Robert de la cama, vale la pena la molestia de encender un fuego», se dijo.
—No quiero comida —replicó el pequeño señor con voz atiplada y de fastidio—. Hoy me voy a quedar en la cama. Puedes leerme un cuento si quieres.
—Está demasiado oscuro, no se puede leer. —Con las gruesas cortinas cerradas, el dormitorio estaba negro como la noche—. ¿Es que mi Robalito se ha olvidado de qué día es hoy?
—No —replicó él—, pero no voy a ir. Quiero quedarme en la cama. Puedes leerme cosas del Caballero Alado.
El Caballero Alado era Ser Artys Arryn. Según la leyenda, había echado del Valle a los primeros hombres, y había subido a la cima de la Lanza del Gigante montado en un enorme halcón para matar al Rey Grifo. Había cientos de cuentos que narraban sus aventuras. El pequeño Robert se los sabía tan bien que habría podido recitarlos de memoria, pero le seguía gustando que se los leyeran.
—Tenemos que irnos, cariño —le dijo al pequeño—, pero te prometo que cuando lleguemos a las Puertas de la Luna, te leeré dos cuentos del Caballero Alado.
—Tres —replicó él al momento.
Se le ofreciera lo que se le ofreciera, Robert siempre quería más.
—Tres —accedió—. ¿Dejamos que entre un poco de sol?
—No. La luz me hace daño en los ojos. Ven a la cama, Alayne.
Pero ella se dirigió hacia la ventana, esquivando el orinal roto. Lo olía, más que verlo.
—No voy a abrir mucho las cortinas. Lo justo para ver la cara de mi Robalito.
—Vale. —El niño sorbió por la nariz.
Las cortinas eran de suave terciopelo azul. Apartó una, apenas una rendija, y la ató. Las motas de polvo bailaron en un haz de luz matinal. El vaho opacaba los cristales romboidales de la ventana. Alayne frotó uno con la mano, lo justo para ver el cielo azul despejado y el fulgor blanco en la ladera de la montaña. El Nido de Águilas estaba envuelto en un manto gélido; la punta de la Lanza del Gigante, enterrada en una vara de nieve.
Cuando se volvió, Robert Arryn se había incorporado contra los cojines y la miraba. «El señor del Nido de Águilas y Defensor del Valle.» Se tapaba de cintura para abajo con una manta de lana. De cintura para arriba iba desnudo: un niño pálido con el pelo largo como una muchachita. Robert tenía las piernas y los brazos largos y flacos, el pecho hundido y un poco de barriga, y los ojos siempre irritados y llorosos. «No puede evitar ser como es. Nació así, pequeño y enfermizo.»
—Esta mañana pareces muy fuerte, mi señor. —Le encantaba que le dijera lo fuerte que era—. ¿Les digo a Maddy y a Gretchel que te traigan agua caliente para la bañera? Maddy te frotará la espalda y te lavará el pelo; así viajarás limpio, como todo un gran señor. Qué bien, ¿verdad?
—No. Odio a Maddy. Tiene una verruga en el ojo, y me frota con tanta fuerza que me duele. Mi mami nunca me hacía daño cuando me frotaba.
—Le diré a Maddy que frote con más delicadeza a mi Robalito. Cuando estés limpito y fresco, ya verás como te sientes mucho mejor.
—He dicho que no quiero baño, me duele mucho.
—¿Te traigo un paño caliente para que te lo pongas en la frente? ¿O una copa de vino del sueño? Pero un poco, nada más. Mya Piedra está esperando en Cielo, y se ofenderá si te duermes encima de ella. Ya sabes cuánto te quiere.
—Pero yo no la quiero a ella. No es más que la chica de las mulas. —Robert sorbió por la nariz—. Anoche, el maestre Colemon me puso algo malo en la leche, lo noté en el sabor. Le dije que quería leche dulce y no me la dio. ¡Y eso que se lo ordené! Soy el señor, tiene que hacer lo que le diga. Nadie hace lo que digo.
—Hablaré con él —le prometió Alayne—, pero sólo si sales de la cama. Hace un día precioso, Robalito. El sol brilla; es el día ideal para bajar por la montaña. Las mulas nos esperan en Cielo con Mya...
—Odio a esas mulas que huelen mal. —Al niño le temblaban los labios—. ¡Una vez, una intentó morderme! Dile a Mya que me voy a quedar aquí. —Parecía a punto de echarse a llorar—. Mientras esté aquí, nadie puede hacerme daño. El Nido de Águilas es inexpugnable.
—¿Quién iba a querer hacerle daño a mi Robalito? Tus señores y caballeros te adoran; el pueblo te aclama.
«Tiene miedo, y con razón», pensó. Desde la caída de su señora madre, el niño no se atrevía a asomarse ni a un balcón, y el descenso desde el Nido de Águilas hasta las Puertas de la Luna era tan peligroso que intimidaría a cualquiera. Alayne tenía el corazón en un puño cuando subió con Lady Lysa y Lord Petyr, y todo el mundo estaba de acuerdo en que el descenso era aún más angustioso, porque se iba todo el tiempo mirando hacia abajo. Mya hablaba de grandes señores y osados caballeros que habían palidecido y se habían orinado en los calzones en aquella montaña. «Y ellos no tenían la enfermedad de los temblores.»
Pero no servía de nada pensar en eso. En el fondo del valle, el otoño aún daba los últimos coletazos, cálido y dorado, pero el invierno reinaba ya en la cumbre de la montaña. Habían sufrido tres temporales de nieve, y uno de hielo que convirtió el castillo en cristal durante dos semanas. El Nido de Águilas era inexpugnable, pero también inaccesible, y cada día que pasara haría que el descenso resultara más difícil. La mayoría de los criados y soldados del castillo había bajado ya. Sólo quedaba arriba una docena para atender a Lord Robert.
—El descenso va a ser muy divertido, Robalito, ya lo verás —le dijo con voz melosa—. Ser Lothor irá con nosotros, y Mya también. Sus mulas han subido y bajado por esta montaña un millar de veces.
—Odio las mulas —insistió—. Las mulas son malas. Ya te lo he dicho: cuando era pequeño, una intentó morderme.
Sabía que Robert nunca había aprendido a cabalgar. Le daban igual mulas que asnos o caballos; para él, todo eran bestias temibles, tan aterradoras como los grifos o los dragones. Había llegado al Valle a los seis años, con la cabeza escondida entre los pechos rebosantes de leche de su madre, y desde entonces no había salido del Nido de Águilas.
Pero tenían que marcharse antes de que el hielo cerrara el acceso al castillo. No había manera de predecir cuánto duraría aquel clima.
—Mya no dejará que las mulas te muerdan —le dijo Alayne—, y yo iré justo detrás de ti. Sólo soy una niña; no tengo tu fuerza ni tu valor. Si yo puedo hacerlo, tú también, Robalito.
—Puedo hacerlo —replicó Lord Robert—, pero no me da la gana. —Se limpió los mocos con el dorso de la mano—. Dile a Mya que me voy a quedar en la cama. A lo mejor bajo mañana, si me encuentro mejor. Hoy hace demasiado frío y me duele la cabeza. Tú también puedes beber leche dulce, y le diré a Gretchel que nos traiga colmenas. Podemos dormir y jugar, y darnos besos, y tú puedes leerme cuentos del Caballero Alado.
—Te leeré. Tres cuentos, como te he prometido... cuando lleguemos a las Puertas de la Luna. —A Alayne se le estaba agotando la paciencia. «Tenemos que ponernos en marcha, o todavía estaremos en la zona nevada cuando empiece a ponerse el sol»—. Lord Nestor ha preparado un banquete para daros la bienvenida: sopa de champiñones, venado y pastelillos. No querrás que se lleve una decepción, ¿verdad?
—¿Pastelillos de limón?
A Lord Robert le encantaban los pastelillos de limón, tal vez porque eran los favoritos de Alayne.
—Pastelillos de limón con limón y limón —le aseguró—. Podrás comerte todos los que quieras.
—¿Cien? —preguntó—. ¿Puedo comerme cien?
—Si quieres, sí. —Se sentó en la cama y le acarició el cabello largo, fino. «Tiene un pelo muy bonito.» La propia Lady Lysa se lo cepillaba todas las noches y se lo cortaba cuando era necesario. Después de que cayera, Robert empezó a sufrir ataques espantosos cada vez que se le acercaba alguien con una navaja, de modo que Petyr había ordenado que le dejaran crecer el pelo. Alayne se enrolló un mechón en torno a un dedo—. Bueno, ¿sales de la cama para que podamos vestirte?
—¡Quiero cien pastelillos de limón y cinco cuentos!
«Lo que tendría que darte son cien azotainas y cinco bofetones. Si estuviera Petyr, no te atreverías a portarte así.» El pequeño señor había desarrollado un saludable temor hacia su padrastro. Alayne se obligó a sonreír.
—Como quiera mi señor. Pero nada de nada hasta que te laves, te vistas y nos pongamos en marcha. Vamos, que se nos pasa la mañana.
Lo cogió de la mano con firmeza y lo sacó de la cama, pero antes de que pudiera llamar a los criados, el niño le echó al cuello los brazos flacos y la besó. Fue un beso infantil, torpe. Todo lo que hacía Robert Arryn era torpe.
«Si cierro los ojos, puedo imaginar que es el Caballero de las Flores.»
En cierta ocasión, Ser Loras le había regalado una rosa roja a Sansa Stark, pero nunca la había besado. Y desde luego, ningún Tyrell besaría jamás a Alayne Piedra. Por hermosa que fuera, había nacido fuera del matrimonio.
Cuando los labios del niño rozaron los suyos, no pudo evitar recordar otro beso. Todavía sentía aquella boca cruel que presionaba la suya. Había ido a buscar a Sansa en la oscuridad, mientras el fuego verde iluminaba el cielo.
«Me robó una canción y un beso, y sólo me dejó una capa ensangrentada.»
No importaba. Aquel día había quedado atrás, igual que Sansa. Alayne se apartó del pequeño señor.
—Ya basta. Si mantienes tu palabra, podrás darme otro beso cuando lleguemos a las Puertas.
Maddy y Gretchel aguardaban en el pasillo con el maestre Colemon. El maestre se había lavado el pelo para quitarse los excrementos y se había cambiado de túnica. Los escuderos de Robert también se habían presentado allí. Era como si Terrance y Gyles pudieran oler los problemas.
—Lord Robert se siente mejor —les dijo Alayne a las criadas—. Traed agua caliente para que se bañe, pero cuidado, no vayáis a quemarlo. Y no le tiréis del pelo cuando se lo desenredéis; no lo soporta. —Un escudero soltó una risita, que Alayne cortó en seco—. Terrance, saca la ropa de montar del señor, y también su capa más abrigada. Gyles, tú recoge el orinal roto y límpialo todo.
—No soy una fregona. —protestó Gyles Grafton, frunciendo el ceño.
—Obedece a Lady Alayne o se lo diré a Lothor Brune —le dijo el maestre Colemon. La siguió por el pasillo y bajó con ella por la escalera de caracol. —Agradezco vuestra intervención, mi señora. Tenéis buena mano con el niño. —Titubeó—. Mientras estabais con él, ¿habéis visto si tenía temblores?
—Cuando le he dado la mano, los dedos le temblaban un poco, pero nada más. Dice que le pusisteis algo malo en la leche.
—¿Malo? —Colemon la miró, y la nuez se movió arriba y abajo en su garganta—. Sólo era... ¿Le sangraba la nariz?
—No.
—Bien. Eso es bueno. —La cadena le tintineó cuando movió la cabeza; tenía un cuello ridículamente largo y flaco—. En cuanto al descenso... Tal vez sería mejor que le prepararse un bebedizo con la leche de la amapola, mi señora. Mya Piedra puede atarlo al lomo de la mejor de sus mulas, y bajaría adormilado.
—El señor del Nido de Águilas no puede bajar de su montaña atado como un saco de cebada.
Aquello lo tenía bien claro. Su padre le había explicado que no podían permitir que la fragilidad y la cobardía de Robert fueran del dominio público.
«Ojalá estuviera aquí. Él sabría qué hacer.»
Pero Petyr Baelish estaba en la otra punta del Valle, donde asistía a la boda de Lord Lyonel Corbray. A sus cuarenta y tantos años, viudo y sin hijos, Lord Lyonel iba a casarse con la robusta hija de dieciséis años de un rico mercader de Puerto Gaviota. El propio Petyr había negociado el compromiso. Se decía que la dote de la novia era asombrosa; tenía que serlo, ya que no era de noble cuna. Los vasallos de Corbray estarían presentes, así como los lores Waxley, Grafton y Lynderly, otros señores menores y caballeros hacendados... y Lord Belmore, que hacía poco se había reconciliado con su padre. No se esperaba la asistencia de los otros Señores Recusadores, de modo que la presencia de Petyr era esencial.
Alayne lo comprendía, pero aquello significaba que la carga de llevar a Robalito al pie de la montaña sano y salvo recaía sobre ella.
—Dadle al señor un vaso de leche dulce —le dijo al maestre—. Así no temblará durante el descenso.
—Ya tomó un vaso hace menos de tres días —protestó el maestre Colemon.
—Y anoche quería otro, pero no se lo disteis.
—Era demasiado pronto. No lo entendéis, mi señora. Ya se lo dije al Lord Protector: una pizca de sueñodulce evita los temblores, pero no sale del cuerpo, y con el tiempo...
—El tiempo será lo de menos si el señor sufre un ataque y se cae por la montaña. Si mi padre estuviera aquí, os diría que hay que mantener tranquilo a Lord Robert a toda costa.
—Ya lo intento, mi señora, pero los ataques son cada vez más violentos, y tiene la sangre tan liviana que no me atrevo a sangrarlo. Sueñodulce... ¿Estáis segura de que no le sangraba la nariz?
—Sorbía mucho —reconoció Alayne—, pero no le salía sangre.
—Tengo que hablar con el Lord Protector. Ese banquete... No sé si es buena idea, después de la tensión del descenso.
—No será un gran banquete —lo tranquilizó—. Habrá menos de cuarenta invitados. Lord Nestor y su gente, el Caballero de la Puerta, unos cuantos señores menores y sus criados...
—Ya sabéis que a Lord Robert no le gustan los desconocidos. La gente beberá demasiado, habrá ruido... Y habrá música. La música le da miedo.
—La música lo tranquiliza —lo corrigió—, sobre todo si es de arpa. Lo que no soporta es oír cantar, desde que Marillion mató a su madre. —Alayne había contado aquella mentira tantas veces que ya le parecía recordar así lo ocurrido; lo otro era como una pesadilla que a veces la agitaba en sueños—. Lord Nestor no permitirá que haya bardos en el festín; sólo flautas y violines para el baile.
¿Qué haría ella cuando empezara a sonar la música? Era una pregunta exasperante para la que su corazón tenía una respuesta, y su cabeza, otra. A Sansa le encantaba bailar, pero Alayne...
—Dadle una copa de leche dulce antes de que nos pongamos en marcha y otra en el banquete, y no habrá problemas.
—Muy bien. —Se detuvo al pie de las escaleras—. Pero serán las últimas. Durante medio año o más.
—Eso será mejor que lo habléis con el Lord Protector.
Abrió la puerta y cruzó el patio. Alayne sabía que Colemon sólo quería lo mejor para su protegido, pero lo mejor para Robert el niño no siempre coincidía con lo mejor para Lord Arryn. Eso había dicho Petyr, y tenía razón.
«Pero el maestre Colemon sólo se preocupa por el niño. En cambio, mi padre y yo tenemos que considerar más cosas.»
La nieve cubría el patio; de las torres y las terrazas colgaban carámbanos como lanzas de cristal. El Nido de Águilas se había construido con hermosas piedras blancas, y el manto del invierno lo hacía más blanco todavía.
«Es hermoso —pensó Alayne—. E inexpugnable.»
Por mucho que lo intentaba, no conseguía encariñarse con aquel lugar. El castillo ya parecía desierto como una tumba antes de que los guardias y criados bajaran de la montaña, y era aún peor cuando Petyr Baelish se ausentaba. Allí no cantaba nadie desde la muerte de Marillion. Nadie se reía con demasiada fuerza. Hasta los dioses guardaban silencio. El Nido de Águilas tenía un septo, pero sin septón; un bosque de dioses, pero sin árbol corazón.
«Aquí no obtienen respuesta las plegarias», pensaba a menudo, aunque en ocasiones se sentía tan sola que no podía por menos que intentarlo.
La única contestación era el viento, que suspiraba incesante en torno a las siete esbeltas torres blancas y hacía rechinar la Puerta de la Luna con sus ráfagas.
«Y será mucho peor en invierno —pensó—. En invierno, esto se convertirá en una prisión blanca y fría.»
Pero la perspectiva de salir de allí le daba casi tanto miedo como a Robert. Sólo que ella lo disimulaba mejor. Su padre decía que sentir miedo no tenía nada de malo; lo malo era demostrarlo.
—Todo el mundo vive con miedo —le aseguraba.
Alayne no terminaba de creérselo. Petyr Baelish no le tenía miedo a nada.
«Sólo lo dice para que sea valiente. —Iba a tener que ser muy valiente cuando llegaran abajo, donde el riesgo de que la desenmascarasen sería muy superior. Los amigos de Petyr le habían enviado noticias: la reina había puesto a sus hombres a buscar al Gnomo y a Sansa Stark—. Si me descubren, me cortarán la cabeza —se recordó mientras bajaba por un tramo de peldaños de piedra helada—. Tengo que ser Alayne todo el tiempo, por dentro y por fuera.»
Lothor Brune estaba en la sala del montacargas, ayudando al carcelero Mord y a dos criados a meter arcones de ropa y fardos de tejidos en seis gigantescos barriles de roble, tan grandes que cada uno podría haber alojado a tres hombres. Los enormes montacargas ofrecían la manera más fácil de llegar a Cielo, el castillo de paso, doscientas varas más abajo. Si no, había que bajar por la chimenea natural de piedra.
«O por donde bajó Marillion; por donde bajó Lady Lysa.»
—¿Ha salido ya de la cama? —preguntó Ser Lothor.
—Están bañándolo. Estará preparado en una hora.
—Más vale. Mya no nos esperará más allá de mediodía. —La sala del montacargas no tenía chimenea, de modo que su aliento se condensaba con cada palabra.
—Claro que nos esperara —respondió Alayne—. Debe esperarnos.
—No estéis tan segura, mi señora. Esa chica es medio mula ella también. Nos dejaría morir de hambre antes de poner en peligro a sus animales. —Sonreía mientras lo decía.
«Siempre sonríe al hablar de Mya Piedra.»
Mya era mucho más joven que Ser Lothor, pero mientras negociaba el matrimonio entre Lord Corbray y la hija del mercader, su padre le había dicho que las muchachas jóvenes siempre eran más felices con hombres de cierta edad.
—La inocencia y la experiencia forman el matrimonio perfecto —le aseguró.
Alayne se preguntó qué vería Mya en Ser Lothor. Con la nariz aplastada, la mandíbula cuadrada y la mata de pelo lanudo y canoso, no se podía decir que Brune fuera atractivo, aunque tampoco era feo.
«Tiene un rostro vulgar, pero honrado.» Había sido armado caballero, pero era de origen muy humilde. Una noche le había dicho que era pariente de los Brune de Vallepardo, una antigua familia de caballeros de Punta Zarpa Rota.
—Cuando murió mi padre acudí a ellos —le confesó—, pero se cagaron en mí y me dijeron que no era de su sangre.
Nunca hablaba de lo que había sucedido después, excepto para decir que todo lo que sabía de armas lo había aprendido de la forma difícil. Cuando estaba sobrio era tranquilo, pero fuerte.
«Y Petyr dice que es leal. Confía en él tanto como en el que más. Brune es un buen partido para una muchacha bastarda como Mya Piedra. Sería diferente si su padre la hubiera reconocido, pero no fue así. Y además, Maddy dice que no es doncella.»
Mord cogió el látigo y lo hizo restallar, y la primera yunta de bueyes se puso en marcha para describir un círculo en torno al cabestrante. La cadena empezó a desenroscarse chirriando contra la piedra; el barril de roble se meció para emprender el largo descenso hacia Cielo.
«Pobres bueyes», pensó Alayne.
Cuando todos se marcharan, Mord los degollaría, los carnearía y se los dejaría a los halcones. Lo que quedara cuando volviera a abrirse el Nido de Águilas, si no se había estropeado, se asaría para el banquete de primavera. La vieja Gretchel aseguraba que un buen trozo de carne congelada auguraba un verano de abundancia.
—Más vale que lo sepáis, mi señora —dijo Lothor—. Mya no ha subido sola. La acompaña Lady Myranda.
—Ah.
«¿Para qué habrá subido? ¿Sólo para volver a bajar?»
Myranda Royce era hija de Lord Nestor. Cuando Sansa había estado en las Puertas de la Luna, antes de subir al Nido de Águilas con su tía Lysa y Lord Petyr, Myranda se encontraba fuera, pero desde entonces, Alayne había oído hablar mucho de ella a los soldados y criadas del castillo. Su madre había muerto hacía mucho, de modo que Lady Myranda se encargaba del castillo de su padre; según se rumoreaba, cuando ella estaba allí, la corte era mucho más animada.
—Más tarde o más temprano tendrás que conocer a Myranda Royce —le advirtió Petyr en cierta ocasión—. Cuando llegue el momento, ten cuidado. Le gusta hacerse pasar por una locuela, pero en realidad es más astuta que su padre. Vigila tus palabras cuando estés con ella.
«Tendré cuidado —pensó—, pero no sabía que iba a ser tan pronto.»
—Robert estará encantado. —Al niño le caía bien Myranda Royce—. Disculpadme ahora, ser. Tengo que terminar de recoger mis cosas.
Subió a su habitación por última vez. Las ventanas estaban selladas; los postigos, cerrados; los muebles, cubiertos. Ya se habían llevado parte de sus cosas, el resto estaba guardado. Todas las sedas y brocados de Lady Lysa se quedarían allí, junto con los linos más puros, los terciopelos más suaves, los intrincados bordados y el encaje de Myr. Todo lo dejaría en el Nido de Águilas. Abajo, Alayne debía vestir con modestia, como correspondía a una niña de su condición.
«No importa —se dijo—. Las mejores prendas no me atrevo a ponérmelas ni siquiera aquí.»
Gretchel había guardado la ropa de cama, y encima estaba el resto de su vestuario. Alayne ya llevaba medias de lana bajo las faldas, y dos mudas de ropa interior. Se puso una sobretúnica de lana de cordero y una capa de piel, que se cerró con un sinsonte esmaltado, regalo de Petyr. También tenía una bufanda y un par de guantes con forro de piel, a juego con las botas de montar. Cuando se lo puso todo, se sintió más gruesa y peluda que un cachorro de oso.
«Me alegraré de ir así cuando estemos en la montaña —tuvo que recordarse. Echó un último vistazo a la habitación antes de partir—. Aquí he estado a salvo, pero abajo...»
Cuando Alayne volvió a la sala del cabrestante se encontró a Mya Piedra, que aguardaba impaciente con Lothor Brune y con Mord.
«Ha debido de subir en el cubo, a ver por qué tardamos tanto.»
Delgada y nervuda, Mya parecía tan dura como las viejas prendas de montar que llevaba bajo la cota de malla plateada. Tenía el pelo negro como el ala de un cuervo, tan corto y encrespado que Alayne sospechaba que se lo cortaba con un puñal. Los ojos de Mya, grandes y azules, eran su rasgo más bello.
«Sería bonita si se vistiera como una chica.»
Alayne no sabía si a Ser Lothor le gustaba más con las prendas de cuero y la cota de malla o si soñaba con verla vestida con sedas y encajes. Mya decía que su padre era una cabra y su madre una lechuza, pero Maddy le había explicado la verdad a Alayne.
«Sí —pensó mientras la miraba—, tiene sus ojos, y también su pelo, el mismo pelo negro y espeso que compartía con Renly.»
—¿Dónde está? —preguntó la muchacha bastarda.
—Están bañando y vistiendo al señor.
—Pues más vale que se den prisa. Por si no lo notáis, cada vez hace más frío. Hemos de estar por debajo de Nieve antes de que se ponga el sol.
—¿Qué tal el viento? —preguntó Alayne.
—Podría ser peor. Y lo será cuando oscurezca. —Mya se apartó un mechón de pelo de los ojos—. Como siga bañándose mucho rato más, nos quedaremos atrapados aquí todo el invierno y nos tendremos que devorar entre nosotros.
Alayne no supo qué decir. Por suerte, la llegada de Robert Arryn la salvó. El pequeño señor vestía ropajes de terciopelo azul celeste, una cadena de oro y zafiros, y una capa de piel de oso blanco. Cada uno de sus escuderos la sostenía por una esquina para evitar que la arrastrara. El maestre Colemon los acompañaba con una capa gris raída con ribete de piel de ardilla. Gretchel y Maddy los seguían de cerca.
Cuando sintió el viento frío en la cara, Robert lanzó un aullido, pero Terrance y Gyles estaban detrás de él, así que no podía escapar.
—¿Queréis bajar conmigo, mi señor? —preguntó Mya.
«Demasiado brusca —pensó Alayne—. Tendría que haberlo recibido con una sonrisa, y haberle dicho lo fuerte y valiente que parece.»
—Iré con Alayne —replicó Lord Robert—. Sólo bajaré con ella.
—En el cubo cabemos los tres.
—Quiero ir sólo con Alayne. Tú hueles mal, como una mula.
—Como queráis. —El rostro de Mya no reflejaba emoción alguna.
Algunas cadenas del cabestrante tenían cestos de mimbre; otras, recios cubos de roble. El mayor era más alto que Alayne, con refuerzos de hierro en torno a las duelas oscuras. Aun así, tenía el corazón en un puño cuando le dio la mano a Robert para ayudarlo a entrar. Luego cerraron la escotilla a sus espaldas, y la madera los rodeó por todas partes. Lo único que quedaba al descubierto era la parte superior.
«Mejor —se dijo—, así no podemos mirar hacia abajo.»
Abajo sólo había Cielo y cielo. Doscientas varas de cielo. Durante un momento no pudo evitar preguntarse cuánto había tardado su tía en caer, cuál había sido su último pensamiento cuando llegó a la ladera de la montaña.
«No, no puedo pensar en eso. ¡No puedo pensar en eso!»
—¡VA! —oyeron gritar a Ser Lothor.
Empujaron el cubo con fuerza. Se meció, se balanceó, se arrastró por el suelo y, por último, quedó colgado. Alayne oyó el restallido del látigo de Mord y el traqueteo de la cadena. Empezaron a bajar, al principio a trompicones, luego con un movimiento más fluido. Robert estaba muy pálido y tenía los ojos hinchados, pero no le temblaban las manos.
El Nido de Águilas fue menguando por encima de ellos. Las celdas del cielo hacían que el castillo, visto desde abajo, pareciera una especie de colmena.
«Una colmena de hielo —pensó Alayne—. Un castillo de nieve.»
Se oía el sonido del viento que gemía en torno al cubo.
Treinta varas más abajo, una ráfaga repentina los sacudió. El cubo se balanceó, giró en el aire y chocó con fuerza contra la pared rocosa. Les cayeron encima trozos de hielo y nieve; el roble crujió. Robert dejó escapar un grito, se aferró a ella y enterró el rostro entre sus pechos.
—Qué valiente es mi señor —dijo Alayne cuando lo sintió temblar—. Tengo tanto miedo que casi no puedo hablar, pero tú no.
Lo notó asentir.
—El Caballero Alado era valeroso, así que yo también —alardeó contra su corpiño—. Soy un Arryn.
—¿Te importaría abrazarme con fuerza, Robalito? —preguntó, aunque ya la tenía aferrada de tal manera que casi no la dejaba respirar.
—Como quieras —le susurró.
Y así, agarrados, continuaron el descenso hacia Cielo.
«Decir que esto es un castillo es como decir que el charco del suelo del retrete es un lago», pensó Alayne cuando se abrió el cubo para que pudieran bajarse dentro de la edificación.
Cielo era apenas una muralla semicircular de piedras viejas sin argamasa, en torno a un saliente rocoso y la entrada de una cueva. Dentro había almacenes y establos, una sala alargada natural, y los asideros tallados en la roca que permitían subir al Nido de Águilas. Fuera, el suelo estaba cubierto de rocas y piedras rotas. Unas rampas de tierra daban acceso a la muralla. Arriba, a doscientas varas, el Nido de Águilas era tan pequeño que lo podía tapar con una mano, pero mucho más abajo, el Valle se extendía verde y dorado.
Dentro del castillo de paso los esperaban veinte mulas, junto con sus cuidadores y Lady Myranda Royce. La hija de Lord Nestor era bajita, carnosa, de la misma edad que Mya Piedra; pero mientras Mya era esbelta y nervuda, Myranda era de carnes tiernas y olor dulce, con las caderas anchas, la cintura gruesa y un busto generoso. Los espesos rizos castaños enmarcaban unas mejillas redondas y rojas, una boca pequeña y unos vivarachos ojos marrones. Cuando Robert se bajó del cubo, ella se arrodilló en la nieve para besarle la mano y las mejillas.
—¡Pero qué grande estáis, mi señor! —exclamó.
—¿Verdad? —respondió Robert, satisfecho.
—Pronto seréis más alto que yo —mintió la dama. Se puso en pie y se sacudió la nieve de las faldas—. Y vos debéis de ser la hija del Lord Protector —añadió mientras el cubo se mecía hacia el Nido de Águilas—. Me habían dicho que erais hermosa. Ya veo que es cierto.
Alayne hizo una reverencia.
—Mi señora es muy bondadosa.
—¿Bondadosa? —La joven se echó a reír—. Eso sería de lo más aburrido. Aspiro a ser malévola. Por el camino me tenéis que contar todos vuestros secretos. ¿Puedo llamaros Alayne?
—Como queráis, mi señora.
«Pero no me sacaréis ningún secreto.»
—Soy mi señora en las Puertas, pero aquí en la montaña me puedes llamar Randa. ¿Cuántos años tienes, Alayne?
—C-catorce, mi señora.
Había decidido que Alayne Piedra debía ser mayor que Sansa Stark.
—Randa. Me siento como si hubieran pasado cien años desde que yo tenía catorce. Qué inocente era. ¿Todavía eres inocente, Alayne?
Ella se sonrojó.
—No deberíais... Sí, claro.
—¿Te reservas para Lord Robert? —bromeó Lady Myranda—. ¿O hay algún ardoroso escudero que sueña con tus favores?
—No —respondió Alayne.
—Es mi amiga —intervino Robert—. No puede ir con Terrance ni con Gyles.
Ya había llegado un segundo cubo, que fue a detenerse encima de un montón de nieve helada. De él salieron el maestre Colemon y los escuderos Terrance y Gyles. En el siguiente llegaron Maddy y Gretchel, que iban con Mya Piedra. La joven bastarda se puso enseguida al mando.
—Será mejor que no nos amontonemos tan arriba en la montaña —les dijo a los otros muleros—. Yo me llevo a Lord Robert y a sus acompañantes. Ossy, tú baja con Ser Lothor y con los demás, pero dame una hora de ventaja. Zanahoria, tú te encargas de los arcones y las cajas. —Se volvió hacia Robert Arryn con el pelo negro agitado por el viento—. ¿Qué mula queréis montar, mi señor?
—Todas huelen mal. Me quedo con la gris, la de la oreja mordida. Quiero que Alayne vaya a mi lado. Y Myranda también.
—Sólo donde lo permita el ancho del camino. Vamos, mi señor, os ayudaré a montar. El aire huele a nieve.
Tardaron media hora más en prepararse para partir. Cuando todos estuvieron montados, Mya Piedra gritó una orden, y dos soldados de Cielo abrieron las puertas. Mya encabezaba la marcha, seguida por Lord Robert, envuelto en su capa de piel de oso. Detrás iban Alayne y Myranda Royce; luego, Gretchel y Maddy, y después, Terrance Lynderly y Gyles Grafton. El maestre Colemon cerraba la comitiva, tirando de una segunda mula cargada con sus arcones de hierbas y pócimas.
Al otro lado de la muralla, el viento soplaba con mucha más fuerza. Allí se encontraban por encima de la línea de los árboles, expuestos a los elementos. Alayne se alegró de haberse puesto prendas tan abrigadas. La capa aleteaba con estrépito a su espalda, y una ráfaga repentina le quitó la capucha. Se echó a reír, pero unos pasos más adelante, Lord Robert se estremeció.
—Hace demasiado frío —dijo—. Tenemos que volver y esperar a que haga más calor.
—En el valle hará más calor —le aseguró Mya—. Ya lo veréis cuando lleguemos.
—No quiero verlo —dijo Robert, pero Mya no le prestó atención.
El camino era una retorcida hilera de peldaños de piedra tallados en la ladera de la montaña, pero las mulas lo conocían al dedillo.
«Por suerte», pensó Alayne.
De cuando en cuando, la piedra estaba agrietada por la tensión de incontables estaciones, con todas sus heladas y deshielos. A los lados del sendero había montones de nieve, de un blanco cegador. El sol brillaba, el cielo estaba azul, y los halcones que remontaban los vientos volaban en círculos por encima de ellos.
Allí arriba, donde la ladera era más empinada, los peldaños iban en zigzag y no en línea recta.
«Sansa Stark subió por la montaña, pero quien baja es Alayne Piedra.»
Era una sensación muy extraña. Recordó que durante el ascenso, Mya le había advertido que no apartara los ojos del camino.
—Mirad hacia arriba, no hacia abajo —fueron sus palabras.
Pero en el descenso no era posible.
«Podría cerrar los ojos. La mula se sabe el camino, no me necesita.»
Pero eso habría sido propio de Sansa, de aquella niña asustadiza. Alayne era una mujer, mayor, con el valor de los bastardos.
Al principio montaban en fila, pero más adelante, el sendero se ensanchaba un poco y podían cabalgar hombro con hombro, y Myranda Royce se situó a su lado.
—Hemos recibido una carta de vuestro padre —le dijo en tono tan desenvuelto como si estuvieran sentadas bordando con su septa—. Dice que ya está aquí y que espera ver pronto a su querida hija. Nos escribe que Lyonel Corbray parece muy satisfecho con su reciente esposa, y aún más con su dote. Espero sinceramente que recuerde con cuál de las dos tiene que acostarse. Cuenta también que, para asombro de todos, Lady Waynwood se presentó en el banquete nupcial con el Caballero de Nuevestrellas.
—¿Anya Waynwood? ¿De verdad? —Por lo visto, el número de Señores Recusadores se había visto reducido de seis a tres. El día en que se fueron de la montaña, Petyr Baelish albergaba la esperanza de ganar para su bando a Symond Templeton, pero no a Lady Waynwood—. ¿Algo más? —le preguntó. El Nido de Águilas era un lugar tan solitario que agradecía cualquier noticia del mundo exterior, por trivial o insignificante que fuera.
—No, de vuestro padre no, pero hemos recibido otros pájaros. La guerra sigue en todas partes menos aquí. Aguasdulces se ha rendido, pero Rocadragón y Bastión de Tormentas aún apoyan a Lord Stannis.
—¡Qué sabia fue Lady Lysa al mantenernos al margen!
Myranda le dedicó una sonrisita traviesa.
—Sí, esa gran dama era la esencia misma de la sabiduría. —Se acomodó en la silla—. ¿Por qué serán tan huesudas estas mulas? ¿Por qué tendrán tan mal genio? Mya no les da suficiente comida. Sería más cómodo montar en una buena mula gorda. ¿Sabías que hay un nuevo Septón Supremo? Ah, y la Guardia de la Noche tiene como comandante a un niño, el hijo bastardo de Eddard Stark.
—¿Jon Nieve? —se le escapó, sorprendida.
—¿Nieve? Pues sí, será un Nieve, me imagino.
Hacía siglos que no pensaba en Jon. Sólo eran hermanos por parte de padre, pero Robb, Bran y Rickon habían muerto; Jon Nieve era el único que le quedaba.
«Y ahora yo también soy bastarda, igual que él. Oh, cómo me gustaría volver a verlo, aunque fuera sólo una vez.»
Pero, por supuesto, eso no era posible. Alayne Piedra no tenía hermanos, legítimos ni ilegítimos.
—Nuestro primo Yohn Bronce organizó un combate de todos contra todos en Piedra de las Runas —continuó Myranda Royce, ajena a sus pensamientos—. De poca monta, sólo para escuderos. Era para que Harry el Heredero ganara los honores, y así fue.
—¿Harry el Heredero?
—El pupilo de Lady Waynwood. Harrold Hardyng. Bueno, aunque ahora lo tendremos que llamar Ser Harry. Yohn Bronce lo ha armado caballero.
—Oh. —Alayne estaba sorprendida. ¿Por qué el pupilo iba a ser el heredero de Lady Waynwood? Tenía hijos de su propia sangre. Uno de ellos era Ser Donnel, el Caballero de la Puerta de la Sangre. Pero no quería parecer ignorante—. Recemos por que sea un buen caballero —se limitó a decir.
—Recemos para que coja las viruelas —dijo Lady Myranda con un bufido—. Ya tiene una hija bastarda con una aldeana, ¿lo sabías? Mi señor padre quiso casarme con Harry, pero Lady Waynwood se negó en redondo. No sé qué fue lo que no le gustó, si mi dote o yo. —Dejó escapar un suspiro—. Pero es verdad que necesito otro marido. Ya tuve uno, pero lo maté.
—¿Qué? —se escandalizó Alayne.
—Oh, sí. Murió encima de mí. Dentro de mí, para ser exactos. Supongo que sabrás qué pasa en el lecho nupcial, ¿no?
Pensó en Tyrion, y en el Perro, en cómo la había besado, y asintió.
—Debió de ser espantoso, mi señora. Que muriera. Así, quiero decir, mientras... Mientras...
—¿Mientras me follaba? —Se encogió de hombros—. Desde luego, fue desconcertante. Y descortés, claro. Ni siquiera tuvo el detalle de sembrarme un hijo. Los viejos tienen una semilla muy débil. Y aquí me tienes, viuda y casi sin usar. A Harry le podía haber tocado alguien mucho peor. Y aún le tocará. Seguro que Lady Waynwood lo casa con alguna de sus nietas, o con una nieta de Yohn Bronce.
—Sin duda será como decís, mi señora —dijo Alayne recordando la advertencia de Petyr.
—Randa. Venga, a ver cómo lo dices. Ran-da.
—Randa.
—Eso está mucho mejor. Me temo que te debo una disculpa, Alayne. Vas a pensar que soy una ramera, pero me acosté con aquel muchacho tan guapo, con Marillion. No sabía que fuera un monstruo. Cantaba tan bien... y hacía maravillas con los dedos. Nunca me lo habría llevado a la cama si hubiera sabido que iba a empujar a Lady Lysa por la Puerta de la Luna. Por norma general, no me acuesto con monstruos. —Examinó la cara y el torso de Alayne—. Eres más guapa que yo, pero yo tengo las tetas más grandes. Los maestres dicen que los pechos grandes no dan más leche que los pequeños, pero yo no me lo creo. ¿Alguna vez has visto a algún ama de cría con las tetas pequeñas? Las tuyas están bien de tamaño para tu edad, pero como son tetas de bastarda, no me preocuparé por ellas. —Myranda se acercó más con su mula—. Supongo que sabrás que nuestra Mya no es doncella.
Lo sabía. Maddy la Gorda se lo había susurrado una vez, cuando Mya fue a llevarles provisiones.
—Me lo dijo Maddy.
—Quién si no. Tiene la boca tan grande como los muslos, y sus muslos son enormes. Fue con Mychel Redfort. Era el escudero de Lyn Corbray. Un escudero de verdad, no como ese patán que tiene Ser Lyn ahora. Se dice que si ha aceptado a ese, ha sido por dinero. Mychel era el mejor espada joven del Valle, y tan galante... O eso creía la pobre Mya, hasta que él se casó con una hija de Yohn Bronce. Estoy segura de que Lord Horton no le dejó elección, pero aun así, fue muy cruel con Mya.
—Ser Lothor le tiene mucho cariño. —Alayne miró en dirección a la mulera, que iba veinte pasos por delante de ellas—. O más que cariño.
—¿Lothor Brune? —Myranda arqueó una ceja—. ¿Y ella lo sabe? —No esperó la respuesta—. Pobre hombre, no tiene la menor posibilidad. Mi padre trató de concertarle un matrimonio a Mya, pero no acepta a nadie. Es medio mula.
Alayne no pudo evitar una corriente de simpatía hacia su acompañante. Desde la pobre Jeyne Poole no había tenido una amiga con la que intercambiar chismorreos.
—¿Crees que a Ser Lothor le gusta tal como va, con ropa de cuero y cota de malla? —le preguntó la joven que tanto parecía saber de la vida—. ¿O sueña con verla envuelta en sedas y terciopelos?
—Es un hombre. Sueña con verla desnuda.
«Quiere que me sonroje otra vez.»
—Te pones de un rosa muy bonito. —Fue como si Lady Myranda le leyera el pensamiento—. Cuando yo me sonrojo parezco una manzana. Pero claro, hace años que no me sonrojo. —Se acercó más a ella—. ¿Sabes si tu padre planea volver a casarse?
—¿Mi padre? —Alayne no se había parado a pensarlo. La sola idea la hacía estremecer. Sin que pudiera evitarlo, le acudió a la mente la expresión de Lysa Arryn cuando cayó por la Puerta de la Luna.
—Todos sabemos con cuánta devoción amaba a Lady Lysa —dijo Myranda—, pero no puede llorarla eternamente. Necesita una esposa joven y guapa que lo ayude a superar el dolor. Supongo que puede elegir entre la mitad de las doncellas nobles del Valle, porque ¿qué mejor esposo puede haber que nuestro valiente Lord Protector? Aunque preferiría que tuviera un mote mejor que Meñique. ¿Sabes si de verdad lo tiene tan pequeño?
—¿El dedo? —Se sonrojó otra vez—. Yo no... Nunca...
Lady Myranda soltó una carcajada tan sonora que Mya Piedra se volvió para mirarlas.
—No te preocupes, Alayne, seguro que tiene el tamaño necesario.
Pasaron bajo un arco natural creado por la erosión, con largos carámbanos que colgaban de la piedra blanquecina y goteaban por encima de ellos. Al otro lado, el sendero volvía a estrecharse y descendía bruscamente a lo largo de treinta varas. Myranda se vio obligada a situarse tras ella. Alayne soltó las riendas de la mula para que avanzara a su paso. La pendiente de aquel tramo hizo que se aferrara a la silla con fuerza. Los peldaños estaban desgastados por las herraduras de todas las mulas que habían pasado por allí, hasta el punto de parecer cuencos de piedra. El agua llenaba los cuencos y centelleaba bajo el sol del atardecer.
«Ahora es agua —pensó Alayne—, pero cuando oscurezca se convertirá en hielo.»
Se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y respiró profundamente. Mya Piedra y Lord Robert casi habían llegado a la columna de roca donde el sendero volvía a nivelarse. Trató de fijar la vista en ellos, sólo en ellos.
«No me voy a caer —se dijo—. La mula de Mya me llevará.»
El viento silbaba en torno a ella mientras daba sacudidas en la silla bajando peldaño tras peldaño. Aquel tramo le pareció eterno.
Y de repente se encontró en la base con Mya y con el pequeño señor, cobijada tras una columna de roca retorcida. Ante ellos se extendía un collado alto de roca, angosto y helado. Alayne oía el aullido del viento y sentía como le tironeaba la capa. Recordaba aquel lugar de cuando había subido. Había tenido miedo entonces, igual que lo tenía en aquel momento.
—Es más ancho de lo que parece —le estaba diciendo Mya a Lord Robert con voz alegre—. Un paso entero de ancho y sólo ocho de largo, eso no es nada.
—Nada —repitió Robert. Le temblaba la mano.
«Oh, no —pensó Alayne—. Por favor. Aquí no. Ahora no.»
—Es mejor llevar las mulas por las riendas —dijo Mya—. Si a mi señor le parece bien, cruzaré primero con la mía y volveré a por la vuestra.
Lord Robert no respondió. Estaba mirando el estrecho collado con los ojos enrojecidos.
—No tardaré mucho, mi señor —le prometió Mya, pero Alayne dudaba que el muchacho la estuviera escuchando.
Cuando la joven bastarda sacó la mula del refugio de la columna, el viento la apresó entre sus zarpas. Su capa se alzó y aleteó en el aire. Mya se tambaleó y, durante un instante, pareció que iba a caer por el precipicio, pero consiguió recuperar el equilibrio y siguió adelante.
Alayne enlazó la mano enguantada de Robert para contener el temblor.
—Tengo mucho miedo, Robalito —dijo—. Dame la mano y ayúdame a cruzar. Sé que tú no tienes miedo.
El niño la miró con unas pupilas diminutas como cabezas de alfiler en unos ojos tan grandes y blancos como huevos.
—¿No tengo miedo?
—No. Eres mi caballero alado, Ser Robalito.
—El Caballero Alado sabía volar —susurró Robert.
—Más alto que las montañas. —Le apretó la mano.
Lady Myranda se había reunido con ellos junto a la columna.
—Es verdad —dijo al ver lo que estaba pasando.
—Ser Robalito —dijo Lord Robert, y Alayne supo que no podían esperar el regreso de Mya.
Ayudó al niño a desmontar y, cogidos de la mano, salieron al collado con las capas restallando a sus espaldas. A su alrededor todo era aire y cielo; el suelo descendía en brusco picado a ambos lados. Bajo sus pies había hielo y piedras rotas con las que podían tropezar, y el viento aullaba como una fiera.
«Suena como un lobo —pensó Sansa—. Un lobo fantasma, grande como las montañas.»
Y de repente ya estaban al otro lado, y Mya Piedra se reía y levantaba a Robert para darle un abrazo.
—Ten cuidado —le dijo Alayne—. Aunque parezca que no, puede hacerte daño con las sacudidas.
Le buscaron un lugar seguro, una hendidura en la roca para resguardarlo del viento frío. Alayne lo cuidó hasta que cesaron los temblores, mientras Mya Piedra daba la vuelta para ayudar a cruzar a los demás.
En Nieve los aguardaban mulas descansadas y una comida caliente: guiso de cabra con cebollas. Alayne comió con Mya y Myranda.
—Eres valiente además de hermosa —le dijo Myranda.
—No. —El cumplido la hizo sonrojar—. No es verdad. Tenía mucho miedo. No habría podido cruzar sin Lord Robert. —Se volvió hacia Mya Piedra—. Tú has estado a punto de caerte.
—Os equivocáis. Nunca me caigo. —El pelo le cubría la mejilla y le ocultaba un ojo.
—He dicho «a punto». Lo he visto. ¿No has tenido miedo?
Mya sacudió la cabeza.
—Recuerdo que un hombre me lanzaba por los aires cuando era muy pequeña. Es alto como el cielo, y me lanza tan arriba que era como si pudiera volar. Los dos nos reíamos, nos reíamos tanto que casi no podía respirar, y al final me reía tanto que me hice pis encima, y eso lo hizo reír más todavía. Cuando me lanzaba por los aires nunca tenía miedo. Sabía que siempre me cogería. —Se echó el pelo hacia atrás—. Pero un día dejé de verlo. Los hombres vienen y van. Mienten, mueren o nos abandonan. Pero una montaña no es un hombre, y la piedra es hija de la montaña. Confiaba en mi padre y confío en mis mulas. No me caeré. —Se apoyó en un saliente de roca y se puso en pie—. Id terminando. Aún tenemos mucho camino por delante, y huele a tormenta.
La nieve empezó a caer cuando salían de Piedra, el mayor y el más bajo de los tres castillos de paso que defendían el acceso al Nido de Águilas. El sol se estaba poniendo. Lady Myranda sugirió que dieran la vuelta y pasaran la noche en Piedra, para reanudar el descenso cuando amaneciera, pero Mya se negó en redondo.
—Por la mañana podría haber ocho palmos de nieve, y los peldaños serían traicioneros hasta para mis mulas —dijo—. Será mejor que sigamos. Iremos despacio.
Y eso hicieron. Por debajo de Piedra, los peldaños eran más anchos y menos empinados: entraban y salían de los bosquecillos de pinos altos y árboles centinela gris verdoso que cubrían la parte inferior de la ladera de la Lanza del Gigante. Las mulas de Mya parecían conocer cada raíz, cada roca del camino, y si se olvidaban de alguna, la joven bastarda la recordaba. Ya había transcurrido la mitad de la noche antes de que avistaran las luces de las Puertas de la Luna entre los copos de nieve que caían. La última parte del viaje fue la más tranquila. La nieve caía constante, cubriendo el mundo con su manto blanco. Robalito se durmió en la silla, mecido por el movimiento de la mula. Hasta Lady Myranda empezó a bostezar y quejarse de lo cansada que estaba.
—Os hemos preparado habitaciones a todos —le dijo a Alayne—, pero si quieres, esta noche puedes dormir conmigo. Mi cama es tan grande que caben cuatro personas.
—Será un honor, mi señora.
—Randa. Y tienes suerte de que esté tan cansada. Lo único que quiero es acurrucarme y dormir. Por lo general, las damas que comparten mi cama tienen que pagar un impuesto de almohada y contarme todas las cosas malas que han hecho.
—¿Y si no han hecho cosas malas?
—Huy, entonces tienen que confesarme todas las cosas malas que quieren hacer. Tú no, claro. Basta con mirarte esas mejillas rosadas y esos ojazos azules para ver lo virtuosa que eres. —Bostezó otra vez—. Espero que tengas los pies calientes. Detesto a las compañeras de cama con los pies fríos.
Cuando por fin llegaron al castillo de su padre, Lady Myranda también estaba adormilada, y Alayne soñaba con su cama.
«Será un lecho de plumas —se dijo—, blando, y caliente, con muchas pieles. Tendré sueños agradables, y cuando despierte habrá perros ladrando, mujeres chismorreando al lado del pozo, espadas resonando en el patio... Y luego, un banquete, con bailes y música.»
Tras el silencio mortal del Nido de Águilas, anhelaba oír el sonido de los gritos y las risas.
Pero cuando los jinetes estaban bajando de sus mulas, un guardia de Petyr salió de la fortaleza.
—El Lord Protector ha estado esperándoos, Lady Alayne —dijo.
—¿Ha vuelto ya? —se sobresaltó.
—Al anochecer. Lo encontraréis en la torre oeste.
Ya no faltaba demasiado para el amanecer, y casi todo el castillo dormía, pero no así Petyr Baelish. Cuando Alayne llegó, estaba sentado junto a la chimenea, bebiendo vino especiado caliente con tres hombres a los que ella no conocía. Todos se levantaron cuando entró, y Petyr le dedicó una sonrisa cálida.
—Hola, Alayne. Ven, dale un beso a tu padre.
Ella lo abrazó, obediente, y le dio un beso en la mejilla.
—Siento haberte interrumpido, padre. No me dijeron que estabas acompañado.
—Tú nunca interrumpes, cariño. Precisamente estaba hablando a estos buenos caballeros de la hija tan obediente que tengo.
—Obediente y hermosa —dijo un caballero elegante y joven, con una espesa melena rubia que le caía por debajo de los hombros.
—Cierto —dijo el segundo caballero, un hombre corpulento con abundante barba entrecana, la nariz protuberante llena de venitas rotas y unas manos nudosas del tamaño de jamones—. Eso se os olvidaba, mi señor.
—Yo haría lo mismo si fuera mi hija —señaló el último, bajo, enjuto, con sonrisa seca, nariz puntiaguda y pelo hirsuto anaranjado—. Sobre todo delante de unos patanes como nosotros.
Alayne se echó a reír.
—¿Sois unos patanes? —preguntó en tono de broma—. Vaya, y yo que os había tomado por tres galantes caballeros.
—Caballeros sí que son —dijo Petyr—. Su galantería está aún por demostrar, pero no perdamos la esperanza. Permite que te presente a Ser Byron, Ser Morgarth y Ser Shadrich. Señores, os presento a Lady Alayne, mi hija natural, lista como ninguna... Con la que necesito hablar a solas, así que, si tenéis la amabilidad de disculparnos...
Los tres caballeros hicieron una reverencia y se retiraron, aunque el alto del pelo rubio le besó la mano a Alayne antes de salir.
—¿Caballeros errantes? —preguntó la niña cuando cerraron la puerta.
—Caballeros hambrientos. Me pareció conveniente contar con unas cuantas espadas más. Corren tiempos cada vez más interesantes, cariño, y en tiempos interesantes, todas las espadas son pocas. La Rey Pescadilla ha vuelto a Puerto Gaviota, y menudas historias trae el viejo Oswell.
Sabía que no tenía que preguntar por aquellas historias. Si Petyr quería que las conociera, se las contaría.
—No te esperaba tan pronto —dijo—. Me alegro de que estés aquí.
—Cualquiera lo habría dicho por el beso que me has dado. —La atrajo hacia sí, le sostuvo el rostro entre las manos y le dio un largo beso en los labios—. ¿Ves? Este tipo de besos son los que dicen «Bienvenido a casa». A ver si lo haces mejor la próxima vez.
—Sí, padre. —Sintió que se sonrojaba, y prefirió no seguir hablando del beso.
—No te imaginas la mitad de lo que está pasando en Desembarco del Rey, cariño. Cersei va de estupidez en estupidez, ayudada por su consejo de ciegos, sordos e imbéciles. Siempre supe que llevaría el reino a la ruina y se autodestruiría, pero no imaginaba que fuera a darse tanta prisa. Es un desastre. Creía que contaría con cuatro o cinco años de tranquilidad para plantar unas cuantas semillas y esperar a que madurasen ciertas frutas, pero ahora... Menos mal que se me da bien medrar en el caos. La poca paz y orden que nos dejaron los cinco reyes no sobrevivirán mucho tiempo a las tres reinas.
—¿Tres reinas? —No comprendía nada.
Petyr tampoco le dio explicaciones; sólo volvió a sonreír.
—Le he traído un regalo a mi pequeña —dijo.
—¿Es un vestido? —Alayne estaba tan sorprendida como encantada.
Había oído que las modistas de Puerto Gaviota eran excelentes, y estaba tan cansada de la ropa monótona...
—Algo mejor. Prueba otra vez.
—¿Joyas?
—No hay joyas que puedan competir con los ojos de mi hija.
—¿Limones? ¿Has conseguido limones?
Le había prometido pastelillos de limón a Robalito, y para prepararlos hacían falta limones.
Petyr Baelish la cogió de la mano y se la sentó en el regazo.
—Te he traído un contrato de matrimonio.
—Matrimonio... —Sintió un nudo en la garganta. No quería volver a casarse, todavía no, tal vez nunca—. Es que no... No puedo casarme. Padre, ya... —Miró hacia la puerta para asegurarse de que estaba cerrada, y susurró—: Ya estoy casada. Lo sabes muy bien.
Meñique le puso un dedo en los labios para acallarla.
—El enano se casó con la hija de Ned Stark, no con la mía. Pero tampoco importa. Esto es sólo un compromiso. El matrimonio tendrá que esperar hasta que Cersei esté acabada y Sansa enviude. Lo único que tienes que hacer es conocer al muchacho y ganarte su aprobación. Lady Waynwood no lo obligará a casarse contra su voluntad; en eso se ha mostrado inamovible.
—¿Lady Waynwood? —Arianne casi no se lo podía creer—. ¿Por qué va a casar a uno de sus hijos con una...? ¿Con una...?
—¿... bastarda? Para empezar, no nos olvidemos de que eres la bastarda del Lord Protector. Los Waynwood son una familia antigua y orgullosa, pero no tan rica como se podría pensar, como descubrí cuando empecé a comprar sus pagarés. Lady Anya no vendería nunca a uno de sus hijos. En cambio, a un pupilo... El joven Harry sólo es un primo, y la dote que le he ofrecido a la señora es aún mayor que la que acaba de recaudar Lyonel Corbray. Tenía que serlo para que se arriesgara a sufrir la ira de Yohn Bronce. Esto dará al traste con sus planes. Eres la prometida de Harrold Hardyng, cariño, siempre que consigas ganarte su juvenil corazón... Cosa que a ti no te costará mucho.
—¿Harry el Heredero? —Alayne trató de recordar qué le había dicho Myranda de él mientras bajaban la montaña—. Acaban de armarlo caballero. Tiene una hija bastarda con una aldeana.
—Y otro bastardo en camino con otra mujer. Sí, es cierto, Harry es muy seductor cuando quiere. Pelo rubio y suave, ojos azul oscuro, hoyuelos cuando sonríe... Y, por lo que dicen, es muy galante. —Petyr le dedicó una sonrisita burlona—. Bastarda o no, cariño, cuando se anuncie este compromiso serás la envidia de toda doncella noble del Valle, y también de unas cuantas de las tierras de los ríos y del Dominio.
—¿Por qué? —Alayne no entendía nada—. ¿Por qué Ser Harrold? ¿Cómo puede ser el heredero de Lady Waynwood? ¿No tiene hijos de su propia sangre?
—Tres —asintió Petyr. A Alayne le llegó el olor del vino en su aliento, el olor del clavo y la nuez moscada—. Y también hijas, y nietos.
—¿No tienen prioridad sobre Harry? No lo entiendo.
—Ahora lo entenderás. Escucha. —Petyr le cogió la mano y le acarició con suavidad la palma—. Empecemos por Lord Jasper Arryn, el padre de Jon Arryn. Engendró tres vástagos: dos hijos y una hija. Jon era el mayor, así que le correspondieron el Nido de Águilas y el título. Su hermana Alys se casó con Ser Elys Waynwood, tío de la actual Lady Waynwood. —Hizo un gesto burlón—. Alys y Elys, qué bonito, ¿no? El hijo pequeño de Lord Jasper, Ser Ronnel Arryn, se casó con una Belmore, pero sólo tocó la campana un par de veces antes de morir de un mal del vientre. Su hijo Elbert nacía en una cama justo mientras el pobre Ronnel agonizaba en otra. ¿Estás prestando atención, cariño?
—Sí. Estaban Jon, Alys y Ronnel, pero Ronnel murió.
—Bien. Sigamos. Jon Arryn se casó tres veces, pero sus dos primeras esposas no le dieron hijos, así que durante muchos años, su sobrino Elbert fué su heredero. Mientras, Elys sembraba como un buen chico los campos de Alys, que paria una vez al año. Le dio nueve hijos: ocho niñas y un precioso niñito, otro Jasper, después de lo cual murió agotada. El pequeño Jasper, sin la menor consideración hacia los esfuerzos realizados para engendrarlo, consiguió que lo matara un caballo de una coz en la cabeza, cuando tenía tres años. Poco después, las viruelas se llevaron a dos de sus hermanas, con lo que quedaron seis. La mayor se casó con Ser Denys Arryn, un primo lejano de los señores del Nido de Águilas. Hay varias ramas de la Casa Arryn dispersas por el Valle, todas tan orgullosas como indigentes, excepto los Arryn de Puerto Gaviota, que tuvieron suficiente sentido común, esa escasa cualidad, para casarse con comerciantes. Son ricos, pero no precisamente distinguidos, así que nadie habla de ellos. Ser Denys nació de una de las ramas pobres y orgullosas. Pero también era un justador de gran fama, atractivo, galante, todo cortesía. Y tenía el aura mágica de los Arryn, lo que lo hacía ideal para la hija mayor de los Waynwood. Sus hijos llevarían el nombre de Arryn; serían los siguientes herederos del Valle en caso de que le sucediera algo a Elbert. Lo que le sucedió a Elbert fue el Rey Loco Aerys. ¿Conoces la historia?
La conocía.
—El Rey Loco lo asesinó.
—Así fue. Y poco después, Ser Denys dejó a su embarazada esposa Waynwood para ir a la guerra. Murió durante la batalla de las Campanas, de exceso de galantería y herida de hacha. Cuando se lo dijeron a su señora esposa, ella murió del dolor, y su hijo recién nacido no tardó en seguirla. No importaba. Durante la guerra, Jon Arryn se había buscado una esposa joven, y había motivos para suponer que era fértil. Estoy seguro de que albergó grandes esperanzas, pero tú y yo sabemos que lo único que le dio Lysa fueron bebés muertos, abortos y al pobre Robalito.
»Lo que nos lleva a las cinco hijas restantes de Elys y Alys. La mayor tenía cicatrices espantosas, se las dejaron las viruelas que mataron a sus hermanas, así que se hizo septa. A otra la sedujo un mercenario. Ser Elys la repudió, y cuando murió su bastardo siendo aún un bebé, se unió a las hermanas silenciosas. La tercera se casó con el Señor de Los Senos, pero resultó que era estéril. La cuarta iba de camino hacia las tierras de los ríos para contraer matrimonio con un Bracken cuando la secuestraron los Hombres Quemados. Eso nos deja sólo a la más pequeña, que se casó con un caballero hacendado juramentado a los Waynwood, le dio un hijo al que puso por nombre Harrold, y falleció. —Le giró la mano y le dio un beso en la muñeca—. Así que dime, cariño... ¿por qué es Harry el Heredero?
—No es el heredero de Lady Waynwood —contestó Alayne, con los ojos abiertos como platos—. Es el heredero de Robert. Si Robert muriera...
Petyr arqueó una ceja.
—Cuando Robert muera. Nuestro pobre y valeroso Robalito es un niño tan enfermizo que sólo es cuestión de tiempo. Cuando muera Robert, Harry el Heredero se convertirá en Lord Harrold, Defensor del Valle y señor del Nido de Águilas. Los banderizos de Jon Arryn nunca me aceptarán a mí, y nuestro tembloroso Robert tampoco se ganaría su afecto, pero sí que se lo ganará su Joven Halcón... Y cuando se congreguen para celebrar su boda, y tú aparezcas con tu melena castaño rojiza, con una capa de doncella blanca y gris con el blasón del lobo huargo en la espalda... no habrá caballero en el Valle que no ponga su espada a tus pies para reconquistar lo que te corresponde por derecho de nacimiento. Así que esos son los regalos que te traigo, mi querida Sansa: Harry, el Nido de Águilas e Invernalia. Bien valen otro beso, ¿no crees?

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