El Capitán de los Guardias
—Las naranjas sanguinas están demasiado maduras —señaló el príncipe con voz cansina mientras el capitán empujaba su silla a la terraza.
Después de aquello, no dijo una palabra más durante horas.
Lo de las naranjas era verdad. Unas cuantas se habían reventado contra el suelo de mármol rosado, y el olor, dulzón y penetrante, llenaba las fosas nasales de Hotah cada vez que respiraba. Sin duda, el príncipe, sentado allí entre los árboles, en la silla rodante que le había hecho el maestre Caleotte, con cojines de plumón de ganso y estrepitosas ruedas de hierro y ébano, también percibía el olor.
Durante largo rato se oyó sólo el ruido de los chapoteos de los niños en los estanques y en las fuentes, y de cuando en cuando un plop sordo cuando una naranja se reventaba contra el suelo de la terraza. Entonces, desde el otro extremo del palacio, le llegó el sonido lejano de unas botas contra el mármol.
«Obara.» Reconocía sus zancadas, largas, apresuradas, furiosas. En los establos situados junto a las puertas, su caballo tendría espuma en la boca y sangraría por culpa de las espuelas. Siempre cabalgaba a lomos de sementales, y se la había oído alardear de que podía dominar a cualquier caballo de Dorne... y también a cualquier hombre. El capitán oyó también otras pisadas, rápidas y ligeras: el maestre Caleotte tenía que apresurarse para mantenerse a su ritmo.
Obara Arena siempre caminaba demasiado deprisa.
«Persigue algo que nunca podrá alcanzar», le había dicho el príncipe a su hija en cierta ocasión, y el capitán lo había oído.
Cuando la joven apareció bajo el arco triple, Areo Hotah ladeó la alabarda para cortarle el paso. La cabeza estaba fijada a un mango de fresno de más de dos varas, de manera que no lo podía rodear.
—No sigáis, mi señora. —Tenía la voz profunda, ronca, con marcado acento de Norvos—. El príncipe ha pedido que no lo molesten.
El rostro de la joven ya era de piedra antes de que hablara; tras escucharlo se endureció.
—Me estás estorbando, Hotah.
Obara era la mayor de las Serpientes de Arena: una mujer de casi treinta años, con una estructura ósea fuerte, los ojos juntos y el pelo castaño ratuno de la prostituta de Antigua que la trajo al mundo. Bajo la capa de seda cruda moteada parda y dorada, llevaba ropa de montar de cuero oscuro, gastado y suave. De hecho, eran lo más suave que había en ella. De la cadera le colgaba un látigo enroscado, y llevaba a la espalda un escudo redondo de acero y cobre. Había dejado la lanza en el exterior. Areo Hotah lo agradeció para sus adentros. Aquella mujer era rápida y fuerte, pero no podía rivalizar con él; Hotah lo sabía... Pero ella no, y no tenía el menor deseo de ver su sangre derramada por el suelo de mármol rosado.
El maestre Caleotte cambió el peso de una pierna a otra, inquieto.
—Lady Obara, he intentado deciros...
—¿Ya sabe que mi padre ha muerto? —le preguntó Obara al capitán, sin prestarle al maestre más atención que la que le prestaría a una mosca, si hubiera una mosca tan idiota como para zumbar cerca de su cabeza.
—Sí —respondió el capitán—. Le llegó un pájaro.
La muerte había llegado a Dorne con alas de cuervo, en letra menuda y sellada con una gota de lacre rojo. Caleotte debió de presentir lo que decía la carta, porque se la había dado a Hotah para que la entregase él. El príncipe le dio las gracias, pero durante un rato interminable no hizo ademán de romper el sello. Se pasó la tarde sentado con el pergamino en el regazo, mientras miraba jugar a los niños. Los contempló hasta que se puso el sol y el aire del anochecer se enfrió tanto que los chiquillos se retiraron, y luego se quedó mirando el reflejo de las estrellas en el agua. Ya había salido la luna cuando envió a Hotah a buscar una vela y así poder leer la carta bajo los naranjos, en la oscuridad de la noche.
Obara se acarició el látigo.
—Miles de personas cruzan a pie las arenas y suben por el Sendahueso para ayudar a Ellaria a traer a mi padre a casa. Los septos están llenos a reventar, y los sacerdotes rojos han encendido las hogueras de sus templos. En las casas de mancebía, las mujeres copulan con todo aquel que las aborda y no aceptan ni una moneda. En Lanza del Sol, en el Brazo Roto, a lo largo del Sangreverde, en las montañas, en el mar de arena, en todas partes, en todas partes, las mujeres se arrancan el pelo y los hombres gritan de rabia. En todas las lenguas se oye la misma pregunta: ¿qué va a hacer Doran? ¿Qué hará su hermano para vengar a nuestro príncipe asesinado? —Dio un paso más hacia el capitán—. ¡Y tú me dices que el príncipe ha pedido que no lo molesten!
—El príncipe ha pedido que no lo molesten —repitió Areo Hotah. El capitán de los guardias conocía al príncipe que protegía. Hacía mucho, mucho tiempo, un joven inexperto había llegado de Norvos; era un muchacho corpulento, de hombros anchos, con una mata de pelo negro. El pelo se le había teñido ya blanco, y en el cuerpo lucía las cicatrices de muchas batallas, pero seguía siendo fuerte y mantenía la alabarda siempre afilada, como le habían enseñado los sacerdotes barbudos. «No dejaré que pase», se dijo—. El príncipe está mirando jugar a los niños. No quiere que lo molesten nunca cuando esté mirando jugar a los niños.
—Hotah —dijo Obara Arena—, o te quitas de mi camino o te meto esa alabarda por el...
—Capitán —le llegó la orden desde su espalda—. Dejadla pasar. Hablaré con ella.
El príncipe tenía la voz ronca.
Areo Hotah puso vertical el mango de la alabarda y dio un paso a un lado. Obara le lanzó una última mirada prolongada y entró a zancadas, con el maestre pisándole los talones. Caleotte no mediría mucho más de siete palmos y era calvo como un canto rodado. Tenía el rostro tan liso y rechoncho que costaba adivinar su edad, pero llevaba allí más tiempo que el capitán; hasta había servido a la madre del príncipe. Pese a la edad y la barriga, aún conservaba la agilidad y un cerebro privilegiado, aunque pecaba de sumiso.
«No es rival para ninguna Serpiente de Arena», pensó el capitán.
El príncipe se encontraba sentado en la silla a la sombra de los naranjos, con las piernas gotosas elevadas y unas ojeras muy marcadas. Hotah no habría sabido decir qué le quitaba el sueño, si la pena o la gota. Abajo, en las fuentes y en los estanques, los chiquillos seguían jugando. Los más pequeños no pasaban de cinco años; los mayores tendrían nueve o diez. Había tantos niños como niñas. Hotah oía los chapoteos y los gritos de las voces agudas, estridentes.
—No hace tanto que eras una de las niñas de los estanques, Obara —dijo el príncipe cuando la mujer hincó una rodilla en tierra junto a su silla de ruedas.
Obara soltó un bufido.
—Han pasado casi veinte años. Y además, no estuve aquí mucho tiempo. Soy la hija de la puta, ¿se te ha olvidado? —Al no obtener respuesta se puso de nuevo en pie y se apoyó las manos en las caderas—. Mi padre ha sido asesinado.
—Murió luchando en un juicio por combate —señaló el príncipe Doran—. Según la ley, no ha sido ningún asesinato.
—Era tu hermano.
—Era mi hermano.
—¿Qué piensas hacer?
El príncipe hizo girar la silla trabajosamente para quedar frente a ella. Doran Martell sólo tenía cincuenta y dos años, pero parecía mucho mayor. Bajo la ropa de lino, su cuerpo era blando y amorfo, y hasta la visión de sus piernas causaba dolor. La gota le había hinchado y enrojecido las articulaciones: su rodilla izquierda era una manzana; la derecha, un melón, y los dedos de los pies se le habían convertido en uvas tintas tan maduras que daba la sensación de que reventarían si alguien las tocaba. Hasta el peso de una manta ligera lo hacía estremecer, aunque sobrellevaba el dolor sin quejas.
«El silencio es el amigo de los príncipes —le había oído decir el capitán a su hija en cierta ocasión—. Las palabras son como flechas, Arianne. Una vez lanzadas no hay manera de hacerlas volver.»
—He escrito a Lord Tywin...
—¿Qué? ¿Le has escrito? Con que fueras la mitad de hombre de lo que era mi padre...
—Yo no soy tu padre.
—Está muy claro. —La voz de Obara estaba cargada de desprecio.
—Quieres que vaya a la guerra.
—No pido imposibles. Ni siquiera te tendrías que levantar de la silla; yo vengaré a mi padre. Tienes una rehén en el Paso del Príncipe. Lord Yronwood tiene otro en el Sendahueso. Entrégame a uno y pon al otro en manos de Nym. Que ella cabalgue por el camino Real; yo iré a sacar a los señores marqueños de sus castillos y luego marcharé sobre Antigua.
—¿Cómo piensas defender Antigua después?
—Bastará con saquear la ciudad. Las riquezas de Torrealta...
—¿Lo que quieres es oro?
—Lo que quiero es sangre.
—Lord Tywin nos entregará la cabeza de la Montaña.
—¿Y quién nos entregará la cabeza de Lord Tywin? La Montaña no es más que su perro faldero.
El príncipe hizo un gesto en dirección a los estanques.
—Obara, mira a los niños, si no te importa.
—Me importa mucho. Lo que no me importaría en absoluto sería clavarle la lanza en la barriga a Lord Tywin. Le haré cantar «Las lluvias de Castamere» mientras le saco las tripas, a ver si están llenas de oro.
—Míralos —repitió el príncipe—. Te lo ordeno.
Varios niños mayores tomaban en sol tumbados boca abajo en el liso mármol rosado. Otros remaban en el mar. Tres chiquillos construían un castillo de arena con una estructura central muy alta que recordaba la torre de la Lanza del Palacio Antiguo. Una veintena o más se había juntado en el estanque grande para ver las peleas: los niños más pequeños se montaban en los hombros de los mayores y se empujaban para tratar de tirarse mutuamente al agua. Cada vez que caía una pareja, después del sonido del chapuzón les llegaba el de las carcajadas. Contemplaron como una niña de piel cetrina hacía caer a un rubito de los hombros de su hermano y lo mandaba de cabeza al agua.
—Tu padre jugaba a eso, igual que jugué yo antes que él —dijo el príncipe—. Nos llevábamos diez años, así que cuando tuvo edad de jugar, yo ya no me bañaba en los estanques, pero lo veía siempre que venía a visitar a mi madre. Ya era fiero incluso de niño, y rápido como una serpiente de agua. A menudo lo veía hacer caer a niños mucho más grandes que él. Me lo recordó el día que partió hacia Desembarco del Rey. Me juró que volvería a hacerlo; de lo contrario no le habría permitido emprender el viaje.
—¿Que no se lo habrías permitido? —Obara se echó a reír—. ¡Como si hubieras podido detenerlo! La Víbora Roja de Dorne iba adonde quería.
—Cierto. Me gustaría poder decirte algo que te consolara...
—No he venido a buscar consuelo. —Tenía la voz cargada de desprecio—. El día que mi padre fue a buscarme, mi madre no quería desprenderse de mí. Le dijo: «Es una niña, y no creo que seáis el padre; me he acostado con mil hombres más». Tiró la lanza a mis pies y le dio a mi madre un revés que la hizo llorar. «Niña o niño, nosotros libramos nuestras batallas, pero los dioses nos dejan elegir las armas», le respondió. Señaló la lanza, y luego, las lágrimas de mi madre, y yo cogí la lanza. «Ya te dije que era mía», dijo mi padre, y se me llevó. Mi madre se mató bebiendo en menos de un año. Según me dijeron, seguía llorando cuando murió. —Obara se acercó más a la silla del príncipe—. Lo único que te pido es que me permitas emplear la lanza.
—Es una petición importante, Obara. Lo consultaré con la almohada.
—Ya te has tomado demasiado tiempo para consultarlo.
—Puede que tengas razón. Te enviaré la respuesta a Lanza del Sol.
—Mientras la respuesta sea la guerra...
Obara dio media vuelta y salió a zancadas tan furiosas como las que la habían llevado allí, de vuelta a los establos, en busca de un caballo descansado y otro galope precipitado camino abajo.
El maestre Caleotte se quedó donde estaba.
—¿Le duelen las piernas a mi príncipe? —preguntó el hombrecillo regordete.
El príncipe esbozó una sonrisa tenue.
—¿El sol calienta?
—¿Os traigo una bebida para aliviar el dolor?
—No. Necesito tener la cabeza despejada.
El maestre titubeó.
—Príncipe, ¿os...? ¿Os parece prudente permitir que Lady Obara vuelva a Lanza del Sol? Seguro que instigará al pueblo. La gente apreciaba mucho a vuestro hermano.
—Todos lo apreciábamos. —Se presionó las sienes con los dedos—. No. Tenéis razón. Yo también debo volver a Lanza del Sol.
El hombrecillo regordete titubeó.
—¿Os parece buena idea?
—No, pero es necesario. Enviad un jinete a Ricasso, que abra mis estancias en la torre del Sol. Informad a mi hija Arianne de que llegaré mañana.
«Mi princesita.» El capitán la echaba muchísimo de menos.
—Os verán —le advirtió el maestre.
El capitán lo comprendió. Dos años atrás, cuando abandonaron Lanza del Sol a cambio de la paz y el aislamiento de los Jardines del Agua, el príncipe Doran no estaba ni mucho menos tan mal de la gota. Por aquel entonces todavía podía andar, aunque fuera despacio, con ayuda de un bastón y haciendo una mueca de dolor a cada paso. El príncipe no quería que sus enemigos supieran hasta qué punto se había debilitado, y el Palacio Antiguo y la ciudad estaban llenos de ojos.
«De ojos y de escaleras por las que no puede subir —pensó el capitán—. Para llegar a lo alto de la torre del Sol tendrá que volar.»
—Es necesario que me vean. Alguien tiene que devolver las aguas a su cauce. Dorne debe recordar que aún cuenta con su príncipe. —Esbozó una sonrisa débil—. Por muy viejo y gotoso que esté.
—Si volvéis a Lanza del Sol, tendréis que recibir en audiencia a la princesa Myrcella —señaló Caleotte—. La acompañará su caballero blanco, y ya sabéis que le escribe cartas a su reina.
—Me lo imagino.
«El caballero blanco.» El capitán frunció el ceño. Ser Arys había llegado a Dorne para cuidar de su princesa, igual que llegó Areo Hotah en otros tiempos. Hasta sus nombres tenían una extraña similitud: Areo y Arys. Pero allí terminaba cualquier semejanza. El capitán había dejado atrás Norvos y a sus sacerdotes barbudos; Ser Arys Oakheart, en cambio, aún servía al Trono de Hierro. Hotah sentía cierta tristeza siempre que lo veía con la larga capa nívea en las ocasiones en que el príncipe lo enviaba a Lanza del Sol. Tenía la sensación de que algún día se enfrentarían, y ese día, Oakheart moriría con la alabarda del capitán enterrada en el cráneo. Pasó la mano por la superficie lisa del mango de fresno y se preguntó si no se estaría acercando el momento.
—Va a anochecer pronto —estaba diciendo el príncipe—. Esperaremos al amanecer. Encargaos de que tengan mi litera preparada a primera hora.
—Como ordenéis.
Caleotte hizo una reverencia. El capitán se colocó a un lado para dejarlo pasar y oyó como se alejaban sus pisadas.
—¿Capitán? —El príncipe hablaba en voz baja. Hotah avanzó hacia el frente con una mano en torno a la alabarda. Sentía la madera tan suave como la piel de una mujer. Al llegar junto a la silla de ruedas dio un golpe al suelo con el mango para anunciar su presencia, pero el príncipe sólo tenía ojos para los niños—. ¿Tuvisteis hermanos, capitán? —preguntó—. En Norvos, cuando erais joven.
—Sí —respondió Hotah—. Dos hermanos y tres hermanas. Yo era el menor.
«El menor y el menos deseado. Otra boca que alimentar, un chico grandullón que comía demasiado y al que enseguida se le quedaba pequeña la ropa.» No era de extrañar que se lo hubieran vendido a los sacerdotes barbudos.
—Yo era el mayor —dijo el príncipe—, y pese a eso soy el único que queda. Después de que Mors y Olyvar murieran en sus cunas, perdí la esperanza de tener hermanos. Tenía nueve años cuando nació Elia, y por aquel entonces era escudero en Costa Salada. Cuando llegó el cuervo con la noticia de que mi madre había dado a luz con un mes de antelación, ya tenía edad suficiente para comprender que eso significaba que el bebé no saldría adelante. Lord Gargalen me dijo que tenía una hermana, y yo le respondí que no tardaría en morir. Pero vivió, gracias a la misericordia de la Madre. Y al cabo de un año nació Oberyn, chillando y pataleando. Yo ya era un hombre cuando ellos jugaban en estos estanques. Pero aquí estoy, y ellos se han ido.
Areo Hotah no supo qué decir. Sólo era un capitán de los guardias; pese a los años seguía considerándose forastero en aquellas tierras, y su dios de siete caras le era ajeno. «Servir. Obedecer. Proteger.» Había pronunciado aquellos votos a los dieciséis años, el día en que contrajo matrimonio con su alabarda. «Votos sencillos para hombres sencillos», le dijeron los sacerdotes barbudos. No lo habían entrenado para aconsejar a príncipes dolientes.
Aún no había encontrado palabras cuando cayó otra naranja, con un fuerte golpe, a menos de medio paso del lugar donde estaba sentado el príncipe. Doran hizo una mueca, como si le hubiera hecho daño.
—Bien —suspiró—. Ya es suficiente. Dejadme, Areo. Dejadme mirar a los niños unas horas más.
Cuando se puso el sol, el aire se tornó más fresco, y los niños entraron en el palacio para cenar, pero el príncipe se quedó bajo sus naranjos, contemplando los estanques tranquilos y el mar que se extendía más allá. Un criado le llevó un cuenco de aceitunas con pan, queso y pasta de garbanzos. Comió unos bocados y bebió una copa del vino dulce y fuerte que tanto le gustaba. Una vez vacía, se la volvió a llenar. A veces, en las horas más oscuras previas al amanecer, el sueño lo encontraba aún sentado en la silla. Entonces lo empujaba el capitán por la galería iluminada por la luna, a lo largo de una hilera de columnas acanaladas y bajo un esbelto arco, hasta la gran cama con sábanas frescas de lino situada en una habitación con vistas al mar. Doran gimió cuando el capitán lo movió, pero los dioses fueron bondadosos y no llegó a despertarse.
La celda donde dormía el capitán estaba junto a la habitación de su príncipe. Se sentó en el camastro, sacó la piedra de amolar y el paño del nicho donde los guardaba, y puso manos a la obra. «Mantén la alabarda afilada», le habían dicho los sacerdotes barbudos el día en que lo marcaron. Y siempre lo hacía.
Mientras afilaba el arma, Hotah pensó en Norvos, la ciudad alta en la colina y la baja junto al río. Todavía recordaba el sonido de las tres campanas, la manera en que lo estremecían el tañido profundo de Noom, la voz fuerte y orgullosa de Narrah, la risa dulce y argentina de Nyel. El sabor del pastel de invierno le volvió a llenar la boca con sus notas de jengibre y piñones, sus trocitos de cerezas, todo ello regado con nasha, leche de cabra fermentada servida en una copa de hierro con un chorro de miel. Vio a su madre con el vestido del cuello de piel de ardilla, el que sólo se ponía una vez al año, cuando iban a ver el baile de los osos en las Escaleras del Pecador. Y percibió el hedor del vello al quemarse mientras el sacerdote barbudo le tocaba el pecho con el hierro de marcar. El dolor había sido tan terrible que creyó que se le iba a parar el corazón, pero Areo Hotah no retrocedió. El vello jamás volvió a crecer sobre la marca de la alabarda.
Cuando los dos filos quedaron tan cortantes que se podría haber afeitado con ellos, el capitán tendió en la cama a su esposa de hierro y fresno, bostezó, se quitó la ropa manchada, la tiró al suelo y se tumbó en el colchón relleno de paja. Pensar en la marca hacía que le picara; tuvo que rascarse antes de cerrar los ojos.
«Tendría que haber recogido las naranjas del suelo», pensó, y se quedó dormido soñando con el sabor agridulce, con el tacto pegajoso del zumo rojizo en los dedos.
El amanecer llegó demasiado pronto. En el exterior de los establos ya tenían preparada la más pequeña de las literas tiradas por tres caballos, la de madera de cedro con cortinajes de seda roja. El capitán eligió veinte guardias para darle escolta de entre los treinta apostados en los Jardines del Agua; los demás permanecerían allí para proteger el lugar y a los niños, algunos de los cuales eran hijos de grandes señores y mercaderes adinerados.
Aunque el príncipe había hablado de partir a primera hora, Areo Hotah sabía que se retrasaría. Mientras el maestre ayudaba a Doran Martell a bañarse y le cubría las articulaciones hinchadas con vendas de lino empapadas en lociones calmantes, el capitán se puso una cota de escamas de bronce, como correspondía a su cargo, y una capa ondulante de seda cruda parda y amarilla para proteger el metal del sol. El día iba a ser caluroso, y hacía tiempo que el capitán no usaba la gruesa capa de pelo de caballo y la túnica de cuero tachonado que había llevado en Norvos, prendas con las que cualquiera se cocería en Dorne. En cambio, sí conservaba el yelmo de hierro con su cresta de púas afiladas, aunque lo llevaba envuelto en seda naranja; de lo contrario, el sol contra el metal le provocaría dolor de cabeza antes incluso de que divisaran el palacio.
El príncipe aún no se encontraba listo para la partida. Había decidido desayunar antes de ponerse en marcha: estaba tomando una naranja sanguina y un plato de huevos de gaviota con trocitos de jamón y guindillas. Luego, por supuesto, tuvo que despedirse de varios niños, los que se habían convertido en sus favoritos: el muchachito de Dalt, los hijos de Lady Blackmont y la huérfana de cara redonda cuyo padre había vendido tejidos y especias a todo lo largo del Sangreverde. Mientras hablaba con ellos, Doran se cubría las rodillas con una espléndida manta myriense para que los pequeños no le vieran las articulaciones hinchadas y vendadas.
Ya era mediodía cuando se pusieron en marcha: el príncipe en la litera, el maestre Caleotte a lomos de un burro y los demás a pie. Cinco lanceros caminaban delante y otros cinco detrás, mientras los diez restantes flanqueaban la litera. Areo Hotah ocupó su lugar habitual a la izquierda del príncipe, con la alabarda al hombro. El camino que iba desde Lanza del Sol hasta los Jardines del Agua discurría junto al mar, de manera que una brisa fresca aliviaba la marcha mientras atravesaban una tierra castaña rojiza de piedras, arena, y árboles atrofiados y retorcidos.
La segunda Serpiente de Arena les dio alcance cuando estaban a mitad de camino.
Apareció de repente sobre una duna, a lomos de una yegua de arena dorada con crines como hilos de seda blanca. Lady Nym parecía grácil incluso montada a caballo; vestía una luminosa túnica lila y una larga capa de seda color crema y cobre que se agitaba con cada golpe de aire, dando la impresión de que la joven podría echar a volar en cualquier momento. Nymeria Arena tenía veinticinco años y era esbelta como un junco. Tenía el pelo negro, liso, peinado en una trenza adornada con hilo de oro rojo, y con un pico en la frente, en el nacimiento del pelo, igual que el de su padre. Los pómulos altos, los labios carnosos y la piel lechosa le daban la belleza de la que carecía su hermana mayor... Porque la madre de Obara había sido una prostituta de Antigua, mientras que por las venas de Nym corría la sangre más noble de la vieja Volantis. La seguía una docena de lanceros a caballo con escudos redondos que centelleaban bajo el sol. Bajaron tras ella por la duna.
El príncipe había apartado las cortinas de su litera para disfrutar al máximo de la brisa que llegaba del mar. Lady Nym se puso a su altura y tiró de las riendas de la hermosa yegua dorada para acompasar su paso al de la litera.
—Bienhallado, tío —canturreó como si hubiera llegado allí por casualidad—. ¿Puedo cabalgar contigo hasta Lanza del Sol?
El capitán estaba al otro lado de la litera, pero aun así oía todo lo que decía Lady Nym.
—Será un placer —respondió el príncipe Doran, aunque en un tono que al capitán no le sonó nada complacido—. La gota y la pena no son buenas compañeras de viaje.
Aquello le indicó al capitán que cada guijarro del camino era como un clavo en sus articulaciones hinchadas.
—Por la gota no puedo hacer nada —replicó la joven—, pero a mi padre no le interesaba la pena. Le gustaba mucho más la venganza. ¿Es verdad que Gregor Clegane reconoció que asesinó a Elia y a sus hijos?
—Se proclamó culpable a gritos delante de toda la corte —confirmó el príncipe—. Lord Tywin nos ha prometido su cabeza.
—Y un Lannister siempre paga sus deudas —asintió Lady Nym—, pero me parece que ese tal Lord Tywin quiere pagarnos con monedas que ya tenemos. Me ha llegado un pájaro de nuestro querido Ser Daemon, que jura que mi padre le hizo cosquillas a ese monstruo más de una vez mientras luchaban, así que Ser Gregor se puede dar por muerto, y no gracias a Tywin Lannister.
El príncipe torció el gesto. El capitán no habría sabido decir si era por el dolor de la gota o por las palabras de su sobrina.
—Es posible.
—¿Cómo que es posible? Es seguro.
—Obara quiere que vaya a la guerra.
Nym se echó a reír.
—Sí, quiere arrasar Antigua. Su odio hacia esa ciudad sólo es comparable al amor que le profesa nuestra hermana pequeña.
—¿Y tú qué opinas?
Nym volvió la cabeza para echar un vistazo hacia donde cabalgaban sus acompañantes, a unos cuarenta pasos de distancia.
—Estaba en la cama con los gemelos Fowler cuando me llegó la noticia —la oyó decir el capitán—. ¿Sabes cuál es el lema de los Fowler? ¡Déjame Ascender! Es lo único que te pido. Déjame ascender, tío. No me hace falta un importante rehén; me basta con una hermanita.
—¿Obara?
—Tyene. Obara es demasiado llamativa. Tyene es tan dulce y delicada que nadie sospechará de ella. A Obara le gustaría convertir Antigua en la pira funeraria de nuestro padre; yo no soy tan ambiciosa. A mí me basta con cuatro vidas: los mellizos dorados de Lord Tywin en pago de los hijos de Elia. El viejo león por Elia. Y, por último, el pequeño rey, por mi padre.
—El chiquillo no nos ha hecho ningún daño.
—Si damos crédito a Lord Stannis, ese crío es un bastardo, hijo de la traición, el incesto y el adulterio. —En su voz no quedaba ni rastro del tono juguetón; el capitán se dio cuenta de que la estaba mirando con los ojos entrecerrados. Su hermana Obara llevaba el látigo a la cadera y una lanza bien a la vista. Lady Nym era igual de mortífera, pero portaba ocultos sus cuchillos—. Sólo la sangre real puede limpiar el asesinato de mi padre —insistió.
—Oberyn murió en combate singular, luchando por algo que no era de su incumbencia. Para mí no fue un asesinato.
—Para ti, que sea lo que quieras. Les enviamos al mejor hombre de Dorne y nos devuelven una saca con huesos.
—Tu padre fue mucho más allá de lo que le pedí que hiciera. Se lo dije en la terraza. Estábamos comiendo naranjas: «Tómales las medidas al niño rey y a su Consejo, fíjate en los puntos fuertes y en los débiles. Si es posible, busca aliados y amigos. Averigua lo que puedas de la muerte de Elia, pero sobre todo, no provoques a Lord Tywin en demasía». Con esas palabras. Oberyn se me rió en la cara. «¿Cuándo he provocado yo a nadie... en demasía? Más te valdría avisar a los Lannister para que no me provoquen ellos a mí.» Quería que se hiciera justicia por Elia, pero no supo esperar...
—Esperó diecisiete años —interrumpió Lady Nym—. Si te hubieran asesinado a ti, mi padre había partido hacia el Norte con sus estandartes antes de que tu cadáver se hubiera enfriado. Si hubieras sido tú, a estas alturas lloverían lanzas sobre las Marcas.
—No lo dudo.
—Y tampoco dudes esto, mi príncipe: ni mis hermanas ni yo esperaremos diecisiete años para vengarnos.
Picó espuelas a la yegua y se alejó al galope hacia Lanza del Sol seguida por sus acompañantes.
El príncipe se recostó en los almohadones y cerró los ojos, pero Hotah sabía que no dormía.
«Está sufriendo.» Sopesó durante un momento la posibilidad de llamar al maestre Caleotte para que se acercara a la litera, pero si el príncipe Doran deseara sus servicios, él mismo lo habría llamado.
Cuando avistaron en el este las torres de Lanza del Sol, las sombras del atardecer ya eran largas y oscuras, y el sol estaba tan rojo e hinchado como las rodillas del príncipe. La primera torre que divisaron fue la esbelta torre de la Lanza, con sus cincuenta y cinco varas de altura y coronada de acero chapado en oro que le sumaba diez varas más; luego apareció la imponente torre del Sol, con la cúpula de oro y las vidrieras de colores; por último vieron la Barco de Arena, que parecía un monstruoso dromón varado en la orilla y petrificado.
Sólo tres leguas de costa separaban Lanza del Sol de los Jardines del Agua, pero eran dos mundos diferentes. Allí, los niños jugaban desnudos al sol, la música sonaba en los patios, y el olor de los limones y las naranjas sanguinas impregnaba el aire. Aquí, hasta la brisa olía a polvo, sudor y humo, y el murmullo de las voces poblaba las noches. En lugar de los mármoles rosados de los Jardines del Agua, Lanza del Sol era de barro y paja; sus colores eran el marrón y el ocre. La antigua fortaleza de la Casa Martell se alzaba en el punto más oriental de un pequeño saliente de piedra y arena, rodeada de mar por tres partes. Hacia el oeste, a la sombra de las inmensas murallas de Lanza del Sol, los tenderetes de adobe y las chozas sin ventanas colgaban del castillo como percebes del casco de un galeón. Los establos, posadas, tabernas y casas de mancebía se alzaban más hacia el oeste, muchos con sus propios muros, de los que también colgaban más chozas. «Y así sucesivamente, como dirían los sacerdotes barbudos.» En comparación con Tyrosh, Myr o Gran Norvos, la ciudad de la sombra era poco más que un pueblo, pero aun así, los dornienses no tenían nada que se asemejara más a una urbe de verdad.
Lady Nym había llegado varias horas antes que ellos, y sin duda había avisado a los guardias, porque la Puerta Triple estaba abierta. Sólo en aquel lugar estaban alineadas las puertas, para permitir que los visitantes pasaran bajo las tres Murallas Ondulantes y accedieran directamente al Palacio Antiguo, sin tener que atravesar leguas de callejuelas estrechas, patios ocultos y bazares bulliciosos.
El príncipe Doran había cerrado los cortinajes de su litera nada más divisar la torre de la Lanza, pero los habitantes de la ciudad lanzaban gritos a su paso.
«Las Serpientes de Arena han estado agitando a la gente», pensó el capitán, intranquilo. Atravesaron la mugre del tramo exterior y se dirigieron hacia la segunda puerta. Más allá, el viento apestaba a brea, agua salada y algas podridas, y la multitud crecía a cada paso.
—¡Abrid paso al príncipe Doran! —gritó Areo Hotah mientras golpeaba las baldosas con el mango de la alabarda—. ¡Abrid paso al príncipe de Dorne!
—¡El príncipe ha muerto! —chilló una mujer a su espalda.
—¡A las lanzas! —rugió un hombre desde un balcón.
—¡Doran! —exclamó una voz de acento cultivado—. ¡A las lanzas!
Hotah dejó de intentar identificar a los que hablaban; había demasiada gente, y al menos un tercio de los presentes estaba gritando. «¡A las lanzas! ¡Venganza para la Víbora!» Cuando llegaron a la tercera puerta, los guardias ya tenían que empujar a los ciudadanos para despejar el paso, y la multitud había empezado a lanzarles cosas. Un niño harapiento pasó entre los lanceros con una granada medio podrida en una mano pero, cuando vio a Areo Hotah con la alabarda dispuesta, dejó caer la fruta y salió corriendo. Otros, situados más atrás, lanzaban limones, limas y naranjas al grito de «¡Guerra! ¡Guerra! ¡A las lanzas!». Un guardia recibió el impacto de un limón en un ojo, y una naranja se estrelló contra el pie del propio capitán.
De la litera no salió respuesta alguna. Doran Martell permaneció encerrado entre sus muros de seda hasta que los muros de piedra del castillo los recibieron y el rastrillo cayó tras ellos con un crujido estrepitoso. Los gritos se fueron apagando poco a poco. La princesa Arianne aguardaba en el palenque para recibir a su padre, en compañía de la mitad de la corte: Ricasso, el anciano senescal ciego; Ser Manfrey Martell, el castellano; el joven maestre Myles, con su túnica gris y su barba perfumada, y casi medio centenar de caballeros dornienses con túnicas de lino de todos los colores. La pequeña Myrcella Baratheon estaba con su septa y con Ser Arys, de la Guardia Real, que se cocía en su armadura blanca.
La princesa Arianne se dirigió hacia la litera; llevaba unas sandalias de piel de serpiente atadas con cordones hasta los muslos. La cabellera le caía en una mata de bucles, negros como el azabache, que le llegaban hasta la base de la espalda, y se ceñía la frente con un aro de soles de cobre.
«Sigue siendo menuda», pensó el capitán. Las Serpientes de Arena eran altas, pero Arianne había salido a su madre, que medía siete palmos y medio. Pero bajo el cinturón enjoyado y la túnica suelta de seda morada y brocado amarillo tenía un cuerpo de mujer, generoso y con curvas.
—Lanza del Sol se regocija de tu regreso, padre —declamó cuando se abrieron las cortinas.
—Sí, ya he oído los gritos de alegría. —El príncipe esbozó una sonrisa cansada y acarició la mejilla de su hija con la mano hinchada, enrojecida—. Tienes buen aspecto. Capitán, tened la amabilidad de ayudarme a bajar de aquí.
Hotah se colgó la alabarda de la correa que llevaba a la espalda y cogió al príncipe en brazos con suavidad, para no hacerle daño en las articulaciones hinchadas. Aun así, Doran Martell tuvo que contener un gemido de dolor.
—He ordenado a los cocineros que preparen un banquete para esta noche —le dijo Arianne—. Se servirán todos tus platos favoritos.
—Mucho me temo que no les podré hacer justicia. —El príncipe miró a su alrededor—. No veo a Tyene.
—Ha pedido hablar contigo en privado. La he enviado a esperarte al salón del trono.
El príncipe suspiró.
—Muy bien. Vamos, capitán. Cuanto antes acabe con esto, antes podré descansar.
Hotah lo llevó por las largas escaleras de piedra de la torre del Sol hasta la gran estancia circular bajo la cúpula; los restos de luz de la tarde entraban por las ventanas de cristal tintado para salpicar el mármol claro con diamantes de cien colores. Allí los aguardaba la tercera Serpiente de Arena.
Estaba sentada en un cojín, con las piernas cruzadas, al pie del estrado donde se encontraban los asientos de honor, pero al verlos entrar se levantó; vestía una túnica ceñida de brocado azul claro con mangas de encaje myriense que la hacía parecer tan inocente como la propia Doncella. Llevaba en una mano el bordado en el que estaba trabajando, y en la otra, un par de agujas doradas. Su cabello también era dorado, tenía los ojos como profundos estanques azules... Y pese a ello, al capitán le recordaron los ojos de su padre, aunque los de Oberyn eran negros como la noche.
«Todas las hijas del príncipe Oberyn tienen sus ojos de víbora —comprendió Hotah de repente—. El color es lo de menos.»
—Te estaba esperando, tío —dijo Tyene Arena.
—Ayudadme a sentarme, capitán.
En el estrado había dos asientos prácticamente iguales; la única diferencia era que uno tenía grabada en oro en el respaldo la lanza de Martell, mientras que el otro lucía el sol ardiente de Rhoyne que había ondulado en los mástiles de los barcos de Nymeria cuando llegaron a Dorne. El capitán sentó al príncipe bajo la lanza y se apartó un paso.
—¿Te duele mucho? —La voz de Lady Tyene era gentil; parecía tan dulce como las fresas en verano. Su madre había sido una septa, y Tyene tenía un aura de inocencia casi sobrenatural—. ¿Hay algo que pueda hacer para aliviarte el dolor?
—Dime lo que quieras decirme, para que pueda irme a descansar. Estoy agotado, Tyene.
—Te he hecho esto, tío. —Tyene desdobló el tejido que había estado bordando. La imagen representaba a su padre, el príncipe Oberyn, a lomos de un corcel de arena, con armadura roja, sonriente—. Cuando lo termine te lo regalaré, para que siempre te acuerdes de él.
—No voy a olvidar a tu padre.
—Me alegro de oírlo. Hay quien lo duda.
—Lord Tywin nos ha prometido la cabeza de la Montaña.
—Qué amable por su parte... Pero la espada del verdugo no es el final adecuado para el valiente Ser Gregor. Llevamos tanto tiempo rezando por que muera que lo justo sería que él rezara por lo mismo. Sé qué veneno utilizaba mi padre; no hay otro más lento ni más doloroso. Puede que pronto oigamos los gritos de la Montaña incluso aquí, en Lanza del Sol.
El príncipe Doran suspiró.
—Obara quiere que vaya a la guerra. Nym se conforma con unos cuantos asesinatos. ¿Y tú?
—Guerra —respondió Tyene—, pero no la de mi hermana. Los dornienses pelean mejor en casa, así que afilaremos las lanzas y esperaremos. Cuando los Lannister y los Tyrell nos ataquen, los desangraremos en los pasos y los enterraremos bajo las arenas, como hemos hecho ya cien veces.
—Será si nos atacan.
—Claro que nos atacarán, si no quieren volver a ver el reino dividido, como antes de que nos casáramos con los dragones. Me lo dijo mi padre. Dijo que teníamos que darle las gracias al Gnomo por enviarnos a la princesa Myrcella. ¿A que es muy bonita? Cuánto me gustaría tener unos rizos como los suyos. Nació para ser reina, igual que su madre. —Los hoyuelos florecieron en las mejillas de Tyene—. Para mí sería un honor encargarme de los preparativos de la boda, y también de la fabricación de las coronas. Trystane y Myrcella son tan inocentes que les iría muy bien el oro blanco... Con esmeraldas, para que hagan juego con los ojos de ella. Bueno, también valdrían diamantes y perlas; lo importante es que casemos y coronemos a los niños. Luego sólo tendríamos que proclamar a Myrcella la primera de su nombre, reina de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, heredera legítima de los Siete Reinos de Poniente, y sentarnos a esperar a los leones.
El príncipe soltó un bufido.
—¿Heredera legítima?
—Es mayor que su hermano —le explicó Tyene, como si fuera idiota—. Según la ley, el Trono de Hierro le pertenece.
—Según la ley dorniense.
—Cuando el bondadoso rey Daeron se casó con la princesa Myriah y nos trajo a su reino, se acordó de que en Dorne siempre imperaría la ley dorniense. Y da la casualidad de que Myrcella está en Dorne.
—Así es —reconoció a regañadientes—. Lo pensaré.
Tyene se enfurruñó.
—Piensas demasiado, tío.
—¿Tú crees?
—Eso decía mi padre.
—Oberyn pensaba demasiado poco.
—Hay hombres que piensan porque tienen miedo de actuar.
—El miedo es una cosa; la cautela, otra.
—En ese caso rezaré por no verte nunca con miedo, tío. Te podrías olvidar de respirar.
La muchacha alzó una mano...
El capitán dio un golpe con el mango de la alabarda contra el suelo de mármol.
—Os habéis extralimitado, mi señora. Os ruego que bajéis del estrado.
—No era mi intención, capitán. Quiero a mi tío, porque sé que quería a mi padre. —Tyene hincó una rodilla en el suelo, ante el príncipe—. Ya he dicho todo lo que quería decirte, tío. Perdóname si te he ofendido; tengo el corazón destrozado. ¿Cuento todavía con tu cariño?
—Eso, siempre.
—Entonces, dame tu bendición y me marcharé.
Doran titubeó un instante antes de poner la mano en la cabeza de su sobrina.
—Sé valiente, pequeña.
—¿Y cómo no serlo? Soy hija de mi padre.
En cuanto salió de la estancia, el maestre Caleotte subió apresuradamente al estrado.
—Príncipe, no os habrá... Dejadme ver esa mano. —Le examinó primero la palma; luego se la volvió con delicadeza y olisqueó los dedos del príncipe—. No, bien. No pasa nada. No hay rasguños, así que...
El príncipe retiró la mano.
—Maestre, ¿os importaría traerme un poco de la leche de la amapola? Con un dedalito será suficiente.
—La amapola. Desde luego, cómo no.
—Enseguida, por favor —lo apremió Doran Martell con gentileza, y Caleotte se apresuró escaleras abajo.
En el exterior, el sol se había puesto ya. En el interior de la cúpula, la luz era del color azul del ocaso, y los diamantes del suelo agonizaban. El príncipe se quedó en el asiento, bajo la lanza de los Martell, con el rostro blanco de dolor. Tras un largo silencio se volvió hacia Areo Hotah.
—Capitán —dijo—, ¿hasta qué punto son leales mis guardias?
—Son leales. —El capitán no supo qué añadir.
—¿Todos? ¿O sólo algunos?
—Son buenos hombres. Buenos dornienses. Obedecerán mis órdenes. —Dio un golpe contra el suelo con el mango de la alabarda—. Os traeré la cabeza de cualquier hombre que piense en traicionaros.
—No quiero cabezas; quiero obediencia.
—Con ella contáis. —«Servir. Obedecer. Proteger. Votos sencillos para un hombre sencillo»—. ¿Cuántos hombres necesitáis?
—Decididlo vos mismo. Puede que unos pocos bien elegidos nos sean más útiles que una veintena. Quiero que esto se haga tan rápida y discretamente como sea posible, sin derramamiento de sangre.
—Rapidez, discreción, sin sangre, sí. ¿Qué ordenáis?
—Id a buscar a las hijas de mi hermano, ponedlas bajo custodia y confinadlas en las celdas de la torre de la Lanza.
—¿A las Serpientes de Arena? —El capitán tenía la boca seca—. ¿A...? ¿A las ocho, mi señor? ¿A las menores también?
El príncipe meditó un instante.
—Las hijas de Ellaria son demasiado pequeñas para suponer un peligro, pero hay quien podría intentar utilizarlas contra mí. Será mejor tenerlas controladas y a salvo. Sí, a las menores también, pero encargaos primero de Tyene, Nymeria y Obara.
—Como ordene mi príncipe. —Tenía el corazón en un puño. «A mi princesita no le va a gustar»—. ¿Qué hay de Sarella? Ya es una mujer; tiene casi veinte años.
—A menos que vuelva a Dorne, no puedo hacer nada con Sarella, excepto rezar para que tenga más sentido común que sus hermanas. Dejadla con su... juego. Reunid a las otras. No me acostaré hasta que sepa que están a salvo y vigiladas.
—Así se hará. —El capitán titubeó—. Cuando corra la voz, el pueblo aullará.
—Todo Dorne aullará —dijo Doran Martell con voz cansada—. Sólo ruego por que Lord Tywin oiga los aullidos desde Desembarco del Rey, para que vea qué amigo tan leal tiene en Lanza del Sol.